Eduardo Gil Bera
No se sabe en qué consiste el prestigio de la tristeza, porque no está acreditado que el triste deje de mentir, dé provecho, o se vuelva genial. Lo seguro es que, aprovechando la confusión, la raza irritable de los poetas exhibe patente de tristeza. También los historiadores, según Guicciardini, deben tener su hito y referencia en la expresión del “justo dolor ante la desgracia pública”. O sea que hay, creamos a los expertos, una elocuencia de la queja que se cotiza para mejor aliño del papel. Esa quejumbre de alioli es viejísima en poesía, tanto como la métrica. El dístico elegíaco consiste en hacer un segundo verso con un pie menos, de manera que se imita el desaliento, como si viniera del alma un hipío, y hace el efecto de estar transido por el dolor y “no tener palabras”.
El gran Camões, muy malicioso conocedor de los tópicos del género quejoso escandidos desde Ovidio a Garcilaso, compuso hacia 1550, cuando tendría unos treinta años, Escrita de Ceuta, una carta fingida que contiene un ensayo magistral sobre el poeta y su tristeza, que es como decir su fondo de armario. La pieza es insólita porque trata de lo que hoy se llama metaliteratura, un género cuya inauguración se atribuía hasta hace poco a Lope de Vega, con aquel soneto que le mandó hacer Violante. Al poco de empezar, Camões sirve este mote travieso:
No quiero y no quiero
Jubón amarillo,
Color que muestra dolor
Quiero, y no quiero
Jubón amarillo
Plano secuencia de Camões matinal, con su laurel ceñido, en calzas y coleto, tañe la cítara de clara sonoridad, hecho un Aquiles dubitativo, y entona muy tenor y tristoso quero e não quero jubão amarelo, ante su ropero. El vestuario áureo, como saben los profesionales, es para hazañas de armas y hallazgos de tesoros. El mote aquí trasladado en primicia absoluta ha sido, sostiene Camões, “escogido en la manada de los rechazados; y cuido que no es tan dedo quemado que no sea de los que el rey mandó llamar”.
Este pasaje ha sido objeto de debate enconado entre los expertos camonianos. Hernãni Cidade propuso famosamente: “dedo quemado es lo mismo que cosa rechazada”. Yo, disculpen la certeza, creo más bien que en el dátil socarrado va la imagen del moribundo con la candela en la mano, símbolo litúrgico de la iluminación por la fe, y método científico forense de la época: cuando el muerto ya se había muerto bastante, la vela le quemaba el dedo, lo cual probaba su estado de fiambre. Camões se burla así de los cadáveres rimados, epopeyas en salmuera y redondillas en espera de destino, que el poeta guarda en la despensa para cuando sea menester. El mote, aun siendo fiambre, no era tan desechable que no quisiera verlo el rey Juan III. Esto último quizá sea farol, porque los reyes no quisieron ver a Camões sino tarde, mal y nunca. Dicho Juan III se molestó regiamente por unos pasajes camonianos de la comedia El rey Seleuco. Y más cosas de reyes: cuando Felipe II adquirió Portugal, fue a Lisboa, y ordenó presencia y audiencia de Camões; pero hacía un mes que al poeta le habían puesto la candela en la mano. Os Lusiadas se había publicado poco antes y traía un curioso lance profético: en la especiada Calicut, el dios Baco había tomado la forma de Mahoma para sublevar a los musulmanes y de ahí, del dipsómano capitán de abstemios, venía la cebada.
Escrita en Ceuta tiene un principio memorable, irónico hasta la deconstrucción, donde Camões, siglos antes de Gogol, Kafka, y los superagentes secretos, propone la quema y cuidadoso olvido de sus propias líneas para que la posteridad no tuviera noticia:
“Ésta va con la candela en la mano a las de vuestra merced; y, si de ahí pasara, sea en ceniza, porque no quiero que de mi poco coman muchos. Y si todavía quisiera meter más manos en la escudilla, mándole lavar el nombre, y vaya sin cuños.”
Lo genial del pasaje está en que ha sido tomado al pie de la letra por cuatro siglos de lusitanismo severo. Desde su primera impresión en 1598, a ninguna generación lusitanista le ha faltado su crítico empeñado en descifrar con profesional melancolía —ya está dicho en otros sitios que la poética querencia por la melancolía y la desdicha, la nostalgia y el anhelo de maravilla, siluetean la literatura portuguesa, pero no se ha dicho que igual de importante es la ironía, esa particular cortesía de los grandes autores que ven la luz en la bellísima boqueada final del Tajo, desde Camões a José Bandeira — descifrar, decíamos, por qué querría el poeta, oh dolor, que el desconocido destinatario quemara su carta. Las teorías propuestas se pueden amontonar en dos: la carta original tendría una tinta secreta que se leería al trasluz de una vela, y Camões temía a los plagiarios que le pirateaban las epopeyas. Respecto a lavar el nombre, no ha habido otra que recurrir a la humildad sobrehumana del genio.
Pero, a la luz de recientes excavaciones, nos hemos visto arrempujados a concluir que “Ésta va con la candela en la mano a morir en las de vuestra merced” no quiere decir que la carta ya se va muriendo porque os mando que en cuanto llegue ahí la queméis, sino todo lo contrario: proclamo que nace ahora mismo para la posteridad gloriosa y haréis saber a todos que es mía, y vaya con cuños. Camões lo dice al revés, porque se trata de una ironía de retrogusto, algo que se nota al ver que la carta es un inventario genial de los plumajes y pies de verso del poeta que ha de hacerse el humilde y el triste.
Después vienen unas catas de Garcilaso, y luego Séneca, Ovidio, Boscán, Manrique, muy bien traídos, ligados, y emulsionados con bellos versos de Camões, emprosados y en rincles cortas, grandes reservas y recién presos. Y todo muy triste, y de morirse.
Llegan luego los confites de ahorcado, celebradísimos, de donde Quevedo sacó su chiste de los pasteles de fiambre en el Buscón. Así nació la leyenda barroca de que los confiteros hacían pasteles de cuatro maravedís con carne de ajusticiado. Pero Camões en Escrita de Ceuta sólo juega con una locución cuando dice “Atended que no son malos confites de ahorcado para los que están con la soga al cuello”. Confites de ahorcado es sinónimo de halago, mimo o fiesta a la que sigue pésimo trago, disgusto y maltrato, todo junto; y viene del último capricho concedido al condenado. Este pasaje, como otros muchos de la pieza, recuerda que el lusitanismo, noble especialidad legendariamente nacida en 1580 para trasladar al español Os Lusiadas por urgente mandato del rey Felipe II, ha coronado cumbres, pero aún nos debe la lectura de Escrita de Ceuta.
El humor es de ahorcado à la Villon, y la textura, milhojeada. Toda la obra está ceñida por un jaretón disimulado donde trabaja, tensa y vibrante, la ironía de un poeta extraordinario que se burla del oficio. Una líneas antes del mote cantado al jubón amarillo, sostiene Camões: “Vos, si viene a mano, esperáis de mí palabritas risueñas, ahorcadas de buenos propósitos. Pues desengañaos, que desde que profesé tristeza…” Nadie esperó jamás de Camões palabritas de ésas, sino palabras gravísimas, y la mención al lector falsamente esperanzado es otra ironía tan bien plantada que aún quieren identificar al destinatario. Ahorcadas de buenos propósitos quiere decir trenzadas en una horca, como los ajos y las cebollas, y también guindadas por el cuello. Ahora, en lo de profesar tristeza, ahí le dio la risa.
Aunque no supiéramos otra cosa de Camões, y Os Lusiadas se hubiera perdido en el verde mar de Mozambique o en la desembocadura del Mekong, sólo leer Escrita de Ceuta y saber que se ha tomado por carta real, escrita por un poeta muy triste a un señor concreto, nos probaría que se trata de la obra extraordinaria de un gran poeta.