Eduardo Gil Bera
Un mensaje de Antonio Borrallo, que se ocupa de la fotocomposición de Cartas confidenciales sobre Italia de Brosses, anuncia que el libro está a punto de publicarse en Machado Libros, lo que alegrará a unos cuantos, y más cuando lo lean. Esto me recuerda que mientras hoy nos parece necesario que en la página de créditos de un libro se nombre al autor de la maquetación, no hace mucho se consideraba superfluo mencionar al traductor. De la Ilíada, por ejemplo, hay una porción de traducciones españolas, algunas modernas y armadas de comentarios y notas, que no dan noticia alguna sobre quién o quiénes se tomaron tal trabajo. Verdad es que las versiones homéricas sucesivamente copiadas unas de otras avalan el acierto del epitafio con que Ugo Foscolo remató su polémica con el homerista Vincenzo Monti:
Questi è il Vincenzo Monti cavaliero
Gran traduttor de’ traduttor d’Omero.
Pero no solo en la antigüedad se publicaban traducciones, síntesis y adaptaciones de todo pelaje sin mencionar quién las había hecho. Un ejemplar tomado al azar de la edición española de Selecciones, cuando la revista se editaba por un equipo de redactores en La Habana y otro en Madrid que traducían y adaptaban los resúmenes previos en inglés, presenta una veintena de artículos en español sin que se mencione a quienes llevaron a cabo la transformación y puesta en escena de los textos. Y, como hasta los anuncios están adaptados del inglés, en toda la revista no se publica más que una frase en su versión original y debidamente atribuida a su autor y fuente, la de ahí arriba, lo que también habla del prestigio del firmante.
Los arqueólogos notarán que Ortega debe referirse a un año no muy distante del que Hemingway reporta en Adiós a las armas, cuyo protagonista se muestra aficionado a la misma cabalgadura, y quizá coincida con la época de redacción de Fiesta, donde un hombre utiliza un rodillo para pintar el nombre del potro bermejo en las aceras de París. Notemos de paso que la publicidad pintada en las aceras no vino de París, sino que es una adaptación de la tradición valenciana de pintar las calles que se introdujo en Madrid en 1892, cuando los transeúntes cabizbajos quedaron advertidos de la inmediata aparición de La araña negra de Blasco Ibáñez, al ver a un operario con una plantilla impregnada en tinta azul que marcaba las piedras del pavimento.
Un ilustre antecedente de las “condensaciones” de Selecciones es la Ilias Latina, que presenta un caso ejemplar sobre la cuestión de la firma y autoría, y desmiente el tópico de que el saber se transmite y mantiene de generación en generación, de modo que cada vez se sabe más.
La Ilias Latina tuvo intenso uso escolar durante la Edad Media y fue clave para el conocimiento de la Ilíada. La obra no es una traducción, sino una recreación de la Ilíada en 1070 versos, que sintetizan el original de modo totalmente sui generis: los primeros doce hexámetros son una traslación literal de los correspondientes iliádicos, en el decimotercero, aparece el primero de los muchos guiños a Virgilio y Ovidio, a continuación se resumen los primeros cinco libros en más de quinientos versos, y luego el poeta vuelve a cambiar de ritmo, para condensar los restantes diecinueve libros según su lectura personal: mientras el XXII ocupa sesenta líneas, el XIII y el XVII quedan reducidos a tres cada uno.
¿Sabían los lectores antiguos y medievales quién era el autor de la Ilias Latina? Los críticos modernos creen que no, lo que confirma la inexpugnable autosuficiencia del gremio, y resulta un tanto risible, si se sigue la historia moderna de la atribución de la obra.
En 1875, Seyffert descubrió el acróstico ITALIC*S en los versos iniciales de la Ilias Latina. Cinco años más tarde, Bücheler completó el descubrimiento, al leer el acróstico SC*IPSIT en los versos finales (o sea, las letras iniciales de los primeros versos de la composición y las iniciales de los últimos nos dan Italicus Scripsit: “Itálico [la] escribió”, que se puede comparar con “Per Abbat le escrivió” del Mio Cid). La ciencia estableció entonces que el autor debía ser Silvio Itálico, porque no se conocía otro poeta latino llamado Itálico.
En 1890, Schenkl descubrió el nombre de Bebio Itálico en el encabezamiento de un manuscrito de la Ilias Latina que está en la British Library y data del siglo XV (Bebii Italici poetae clarissimi epithome in quatuor viginti libros Homeri Iliados), y por más que la identidad del “poeta clarísimo” se reforzó con la publicación de inscripciones datadas en los años 80 del siglo I, y dedicadas a Publio Bebio Itálico, cónsul y delegado imperial, se siguió atribuyendo tenazmente la autoría de la Ilias Latina a Silvio Itálico, hasta 1980, cuando Scaffai publicó en Bolonia la primera edición crítica de la Ilias Latina nuevamente atribuida a Bebio Itálico.
El hecho de que el nombre del poeta que escribió la Ilias Latina figure en un códice renacentista demuestra que fue conocido como autor de la obra desde sus felices días allá en el siglo I, hasta por lo menos el siglo XV, para luego ser ignorado hasta finales del XIX, y críticamente reconocido a finales del XX. También sugiere que el acróstico era leído por el lector antiguo mínimamente avisado, igual que el de Rojas en la Celestina, o el de las Partidas alfonsíes. De paso, evidencia que “escribir”, ahora como en la época del Mio Cid y de la Ilias Latina, también significa “componer por escrito”, contra la contumaz tradición pidaliana que exige un “fizo”, del verbo “fer” —o sea, que al final del Mio Cid pusiera “Per Abbat le fizo”— para reconocer que Per Abbat fue autor del Mio Cid.
Para acabar con la discusión fatigosa y vacua que quiere distinguir entre fecit y scripsit, debiera bastar saber que Quinto Ennio, reputado padre de la poesía latina y que decía ser la reencarnación de Homero, firmó su obra con un acróstico que decía Q. Ennius fecit (nos lo recuerda Cicerón en De divinatione II, 111). Mientras Bebio Itálico, por su parte, firmó su Ilias Latina con un Italicus scripsit, y no fue por eso menos autor, ni menos poeta.