Eduardo Gil Bera
Los duelos entre dos destacados guerreros, capitanes o reyes, y verificados ante los dos ejércitos enfrentados que aguardan el resultado como si fuera vinculante y de fuerte sentido augural, parecen un recurso literario, que no ha tenido antecedentes con acreditación histórica. Resultan demasiado plásticos y susceptibles de simbolismo. Tampoco parece creíble que miles de hombres armados y conducidos a su encuentro bélico vayan a renunciar a trincharse entrañablemente y a fiarlo todo a un encuentro azaroso entre dos escogidos representantes.
Por algo suspendió la superioridad el duelo singular entre Paris y Menelao, ante Troya, y en presencia de los dos ejércitos. Parece como si el poeta hubiera querido demostrar que el recurso era pobre y demasiado simplista. En cambio, en la Biblia, inevitablemente más populachera y didáctica, figura el precedente de las tres versiones del duelo entre David y Goliat, donde el malo, grande y feo se adelanta y desafía a los buenos, que son más pequeños, pero más guapos y listos, como se probó de forma lapidaria.
Carlos I de España desafió a Francisco I de Francia a combate singular dos veces, la primera poco después del Tratado de Madrid de 1526, y la segunda diez años después, al volver de su expedición a Túnez, cuando hizo públicas en Roma, ante el papa y el ambajador francés, unas cartas ocupadas a los berberiscos que demostraban que el rey de Francia se había aliado con los turcos. Proponía un duelo entre los dos reyes a espada o puñal, en terreno neutral, isla o semejante, y ante los ejércitos reunidos, detalles que el desafiador libraba al particular gusto del desafiado, o de una comisión designada al efecto. El desafío tenía claras reminiscencias literarias y Carlos I dejaba entender que sin duda habría intervención divina, en forma que se haría ver en su momento.
Pero hubo en efecto un duelo singular no sólo acreditado, sino largamente comentado en discursos y crónicas de la época. El 11 de abril de 1512, día de Pascua florida, se encontraron ante Rávena el ejército hispano-pontificio, al mando del virrey de Nápoles, Ramón Folch de Cardona, y compuesto por 18.000 hombres a pie, 2.000 a caballo, y 24 cañones, y el ejército francés, mandado por Gaston de Foix, y compuesto por 24.000 de a pie, 4.000 a caballo, y 50 cañones.
Los dos ejércitos se situaron uno frente al otro, a unos 150 pasos, ambas artilerías y caballerías enfrentadas, y permanecieron todos quietos durante dos horas, mientras las artillerías bombardeaban al personal como mejor podían. La infantería española se echó cuerpo a tierra y Fabrizio Colonna voceaba que era preciso atacar y no dejarse machacar por la artillería francesa. Pero Pedro Navarro, general en jefe, no daba la orden. Entonces Colonna exclamó: “¿Debemos morir por la obstinación y malignidad de un marrano? ¿El honor de españoles e italianos debe perderse por culpa de un navarro?” Y, con eso, lanzó sus hombres, sin esperar la orden de nadie. Las caballerías españolas pesada y ligera cayeron así en la trampa, perdieron su preminencia y salieron a terreno llano, donde la caballería francesa era muy superior, como probó enseguida. Colonna y Ávalos fueron hechos prisioneros, y la caballería española, deshecha. El virrey Folch de Cardona huyó. La infantería española asistió sin dar un paso al desastre de la derrota de su caballería y la huida de su general en jefe, y, por fin, ante la llegada de la infantería alemana, compuesta por los famosos mercenarios lansquenetes con sus espadones y sus picas larguísimas, tuvo que plantar batalla.
Entonces se dio el espectáculo memorable del duelo entre Jacob Empser y Cristóbal Zamudio, ante las dos infanterías que aguardaban el resultado del combate singular para empezar el colectivo. El capitán Jacob Empser, de gran planta y potente vozarrón, desafió al coronel Cristóbal Zamudio, riojano de Ezcaray y alcaide de la fortaleza de Burgos, que se había hecho famoso en las acciones de Caltelnuovo y Garellano, al frente de sus cuadros de infantería que nunca perdían la formación.
Zamudio se adelantó y dedicó la faena a Fernando el Católico con estas palabras, según fiel apunte que nos ha hecho llegar Jerónimo de Zurita: “Oh Rey, qué caras nos cuestan las mercedes que nos haces”. El combate entre el gran alemán y el riojano tirando a mediano se libró así ante todos. Y Zamudio le encontró pronto el ángulo muerto desde donde ensartarlo con la espada y lo derribó muerto. Enseguida se encontraron las infanterías, y la española cruzó furiosamente la alemana de lado a lado, casi sin deshacer la formación y perdiendo poco más de tres mil hombres. Las grandes espadas alemanas, largas como un hombre y que solían manejar a dos manos, no servían gran cosa en el cuerpo a cuerpo, y además los españoles se arrojaban bajo las picas alemanas, en busca del dichoso ángulo muerto que dejaban aquellas armas tan grandes y pesadas, y destripaban a los tudescos. Atravesada la infantería alemana, hicieron lo mismo con los gascones que venían detrás, y también los deshicieron y pusieron en fuga, no sin muchas pérdidas, pero con el mismo furor extraño que les hizo llegar hasta la artillería enemiga y apoderarse de ella. Entonces cargó Gaston de Foix contra la terca formación española con toda su caballería pesada. Habían transcurrido unas ocho horas de combate. La infantería española, que estaba aislada en medio de los enemigos más numerosos, comenzó su retirada sin perder nunca la formación, pese a las continuas bajas, y salio de aquel campo de muerte, derrotada, pero como si fuera ganadora. Y Gaston de Foix se puso tan furo con aquello que cargó en busca de Zamudio, y éste lo mató, según testimonio de Doussinague, mientras aún estaba en lo alto de su gran caballo y cubierto de su lujosa ferretería.
Zamudio mismo cayó poco después y también casi todos los jefes españoles, empeñados en defender la retaguardia de su infantería que se retiraba sin perder la formación, aunque sí la vida. Hubo, según Guicciardini, trece mil muertos en total, lo que hace un rendimiento de veintisete muertos por minuto, marca desconocida hasta entonces en la decana de las ciencias humanas, la que indaga cómo matar a la mayor cantidad de gente posible.
Francia no sacó ningún provecho, perdió a sus mejores hombres, y la batalla fue el inicio del declive de su poderío militar en Italia. Además, había combatido a favor del concilio de Pisa, montado y dirigido por Bernardino López de Carvajal, extremeño revolvedor que se había propuesto ser el “Papa Bernardino”. La victoria fue así para el ejército favorable al concilio pisano, lo que llevó la consternación a Roma, donde se temía la llegada y saqueo de los bárbaros. Entretanto, Bernardino declaró a Julio II contumaz y causante del cisma, y le ordenó que compareciera ante él. Por fin, el concilio aprobó un largo y audaz decreto, en el excelente latín de Bernardino, donde se suspendía al papa de Roma y se le retiraba toda la administración espiritual y temporal de la Iglesia, que recaía, como es natural, en el el concilio verdadero y su presidente.
Pero en cuanto pasó la guerra, si se exceptúan los trece mil muertos, que no cambiaron de parecer, todos se situaron en el bando adecuado y se portaron como si jamás hubiera estado en otro. Y Francia, que había suministrado tan ingeniosos poetas como Gringoire, Bouchet y Lemaire, para burlarse, desde París y en rima, de Julio II, mandó ahora eximios teólogos a Roma, por orden de Luis XII, que renegaba del diabólico conciliábulo de Pisa y del intrigante Bernardino. El papa Julio II devolvió a Luis XII el titulo de Cristianísimo y repuso la eficaz virtud de los sacramentos en su reino. También Maximiliano envió a su obispo Lang para hacer saber que repudiaba el cisma pisano. De modo que sólo el papa Bernardino, depuesto, excomulgado y exiliado en Lyon, figuró como adicto a la facción equivocada.