Eduardo Gil Bera
Entre las residencias anatómicas propuestas para sede del alma, una de las más clásicas es el diafragma. El filósofo Crisipo hizo su mejor defensa alegando que, al decir “ego”, el mentón se mueve precisamente en dirección al diafragma. Este argumento egoísta se emitió en Atenas poco antes del 200 a. C. La escuela hipocrática había decretado dos siglos antes que el diafragma es el músculo abovedado que separa los pulmones del resto de colegas viscerales. Pero, en griego homérico, “phrenes” —suele aparecer en plural— se refiere a todo el dispositivo que registra las emociones, y no sólo incluye al diafragma, sino también a multitud de órganos dependientes del nervio vago, que en realidad es muy trabajador, porque transmite y gestiona las sensaciones de laringe, tráquea, vísceras torácicas y abdominales, cambia la voz, muda el color del rostro, angustia la garganta, seca la boca, pone el corazón en un puño, atenaza y desmaya el ánimo, levanta mariposas en el estómago, y modula la actividad eléctrica cerebral.
Otra sede clásica del alma ha sido desde siempre el hígado. El órgano “pesado”, como se le llama en la Biblia, se reputaba sede de la vida, la exaltación y los pensamientos. Los estudiantes babilónicos de adivinación disponían de un gran muestrario de hígados de arcilla y bronce para aprender la manera de inspeccionarlo en los animales sacrificados y predecir el futuro, que no está en nuestras manos, sino en hígados ajenos. Por su arte, en la Ilíada, el hígado aparece secretamente unido a las rodillas, y basta atravesarlo con una lanza, espada, o incluso flecha medianeja, para que aquéllas experimenten inmediata flojera.
Pero, según recientes estudios, la más antigua sede del alma humana es la nariz.
El estornudo, esa sentencia inapelable de las narices, tiene consideración de presagio favorable y augurio venturoso en la literatura clásica. Jenofonte, Catulo y Propercio lo tienen por manifestación profética, y en la Odisea, el estornudo de Telémaco es el asentimiento de los dioses al deseo de Penélope, y el anuncio infalible del triunfo de Ulises.
La salutación al estornudo, presente en todas las culturas, es una cortesía convencida de que la divinidad acaba de asentir por nariz interpuesta y estaría feo ignorarlo.
El poeta Job dice que el hombre vive mientras el aliento de Dios está en su nariz. Desde el Génesis a los Salmos se repite como una respiración que Dios sopla al viviente su hálito de vida en la nariz y, si lo retira, el hombre vuelve al polvo.
En la Biblia, el aliento vital llamado “ruah” va de la nariz de Dios a las de sus criaturas, y las pone en función. En el pasaje donde Saúl intenta matar a David clavándolo con la lanza en la pared, el ataque de envidia asesina se describe como “un mal ruah” de Dios que se apoderó de Saúl y lo puso frenético (o sea, de los "phrenes").
Las narices de Dios protagonizan numerosos pasajes bíblicos. Sobre todo, cuando se enciende su ira contra Israel, porque entonces la materia inflamable es su nariz. La mayor parte de las veces que asoma la nariz divina en el texto bíblico, está que arde y debe entenderse de manera figurada como ira divina. Pero nariz también significa paciencia. La ira y la paciencia comparten la nariz. Eso lo explica casi todo.
Cada cual es un mundo a una nariz pegado. Y cómo no memorar ahora al personaje más irreductible del gran Gogol, aquella sublime nariz emancipada, paseona y esquiva.
Y de cierre, el venturoso estornudo del regreso a casa de Así habló Zaratustra: “Cosquilleada por vientos punzantes como vinos espumosos, mi alma estornuda, —estornuda y se felicita: ¡Salud!”