Eduardo Gil Bera
Exiliado en Córcega, con la amargura de ver su carrera echada a perder, acuciado por el temor al descrédito, la pobreza y el desprecio, Séneca se escribió una carta de consolación, dirigida a su madre Helvia.
Uno de sus argumentos era negar que el exilio fuera una pena, porque toda la humanidad está exiliada: “Todas las cosas dan vueltas sin cesar y están de paso. Le ha sido dada al hombre una mente movediza e inquieta, que no se fija en nada, y dispersa sus pensamientos en todas las cosas sabidas y por saber.” En la urbe habita el desarraigo: “La mayor parte de la muchedumbre de las ciudades está privada de patria y ha confluido de todas partes.” No hay tierra incógnita: “La inconstancia humana ya se paseó por todo lo inaccesible y desconocido.” Ni siquiera el imperio tiene solar propio: “El Imperio Romano fue fundado por un prófugo y habita allá donde vence.” (Helv. VI, 6-7) En medio esa revolución perpetua admirablemente escrita, solo Séneca permanece igual a sí mismo y aflora como una isla estoica, de modo que aunque solo se conservara ese pasaje de las letras latinas, sabríamos que Séneca fue un gran escritor, y el romano, un imperio sin igual.
En este Séneca bisabuélico que manejo, el colofón de la Consolación a Helvia es una loba capitolina con sus gemelos. Esta loba fue el símbolo de la latinidad y Roma. Estaba en todos los libros de texto y antologías latinas. Cuando se supo que los gemelos lactantes eran advenedizos renacentistas, se reprodujo la loba sola y sin postizos, como se ve en métodos de latín del antiguo bachillerato.
Ahora el artefacto broncíneo ha sido alcanzado por la perpetua mutación descrita por Séneca y ha caído por la trampilla de las desapariciones escénicas. La pieza aparecía imponente, refinada, compleja y única. Mommsen encontraba que el bronce de 85 centímetros de altura, si bien horridum et incultum, era más conmovedor que todas las bellezas capitolinas. Un siglo antes, en 1764, Winckelmann lo atribuyó por primera vez a la escuela etrusca del siglo V a. C.
Por su parte, Brosses la contempló en 1740 y no dudó: “La loba de bronce amamantando a Rómulo y Remo, sí que es auténtica. Está desde la antigüedad en el Capitolio. Observé con singular satisfacción el rayo que bajó a lo largo de la pata y la fundió en parte, cuando cayó la tormenta el año del consulado de Cicerón.” El primero en atribuir el defecto de la pata trasera izquierda al rayo ciceroniano del año 65 a. C. fue Nardini, el autor de Roma Antica (1665).
La loba, por su parte, se permitía el lujo de no parecerse a la Lupa Romana conocida por su reproducción en monedas y por descripciones antiguas que atestiguaban una efigie de bronce dorado donde la fiera maternal tenía la cabeza vuelta hacia los gemelos lactantes. Esta, en cambio, miraba a la lejanía con aire amenazador.
Algunos expertos del siglo XIX empezaron a dudar. Braun, secretario del Instituo Arqueológico de Roma, atribuía el defecto de la pata a un fallo de fusión o vaciado. Para Fröhner, conservador del Louvre, la pieza tenía características carolingias. Bode, director del museo de Berlín, opinaba que era una obra medieval. Pero eran pareceres aislados, y los partidarios del origen etrusco continuaron dominando el panorama y redactando tesis irrefutables durante todo el siglo XX.
En 2006 fue derrotado el viejo prejuicio que sostiene la existencia de una relación jerárquica entre el historiador, que interpreta fenómenos artísticos y emite juicios estilísticos, y el investigador científico, que estudia el material de las piezas y sus transformaciones. Carruba demostró por primera vez que la loba se había fundido a la cera mediante vaciado único, invento medieval para grandes bronces; y constató que la pieza carecía de las señales típicas de los bronces antiguos, que se hacían por partes y luego se soldeaban con una técnica característica.
En 2007, el Centro per la datazione e la diagnostica de la universidad de Salento hizo una serie de análisis, incluyendo el del carbono y la termoluminescencia, para concluir que la loba se había fabricado en el siglo XIII. Hasta el XX, disfrutó de siete siglos de reinado. La fecha de su producción coincidiría con el final del periplo atribuido a la pieza original: llevada por los vándalos a Cartago en 445 d. C., y luego, tras la reconquista por Belisario del norte de África, transportada en triunfo a Constantinopla, donde estuvo expuesta en el hipódromo junto a otros muchos monumentos antiguos, hasta que en 1204 llegaron los cruzados y saquearon la ciudad.
Por entonces, los condes Tusculanos eran una importante familia romana cuyos miembros habían poseído en repetidas ocasiones el título de papa, al mismo tiempo que el de Senator omnium romanorum. Esos papas fueron amos absolutos de Roma, porque reunían los dos poderes, el civil y el eclesiástico. La Lupa Romana “reapareció” en su poder como signo de su antiquísima nobleza emparentada con Eneas, César, Augusto y el resto de lobeznos. Al final, va a tener razón Séneca: Omnia vulvuntur et in transitu sunt, todo da vueltas y está de paso.