Eduardo Gil Bera
Hoy traigo estrella invitada. Mi versión de las primeras líneas de Sobre la brevedad de la vida, de Séneca:
I. La mayor parte de los mortales, Paulino, se queja de la ruindad de la naturaleza, porque nacemos para un tiempo escaso, y ese lapso se nos pasa tan rápido y veloz que, quitando a muy pocos, a los demás les abandona la vida durante la propia preparación de la vida. De esa desgracia común no sólo se lamenta la masa y el vulgo ignorante; también su sentimiento ha suscitado las quejas de los hombres ilustres. De ahí aquella exclamación del máximo de los médicos: “la vida es breve y el arte larga”. Y de ahí la querella, indecorosa para un hombre sabio, que entabló Aristóteles contra la naturaleza: “porque es tan concesiva en la edad de los animales, que les asigna hasta cinco o diez generaciones, y al hombre, nacido para tantas y tan grandes cosas, le señala un término mucho más corto.”
No tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. La vida es lo bastante larga y amplia para la consecución de la mayor parte de las cosas, si uno la invierte bien y por entero. Pero si se va entre lujo y negligencia, y no se emplea en nada provechoso, cuando nos oprime la necesidad última, sentimos que se va lo que no entendimos que pasaba. O sea, no recibimos una vida breve, sino que la hacemos breve; y no nos falta, sino que la prodigamos. Así como riquezas abundantes y regias, si caen en mal dueño, al momento se disipan, y una fortuna módica, si la lleva un buen gestor, crece al usarla, así nuestro tiempo de vida rinde mucho a quien lo administra bien.
II. ¿Por qué nos quejamos de la naturaleza? Ella se ha portado con generosidad. La vida, si sabes usarla, es larga. Pero a uno lo domina la insaciable avaricia, a otro, el afán de ocuparse en quehaceres superfluos; uno se impregna de vino, otro se adormece en la inacción; uno se fatiga con la ambición siempre pendiente de los juicios ajenos, otro, metido de cabeza en la pasión de comerciar, recorre todas las tierras y mares a la redonda con la esperanza del lucro; a algunos los atormenta la pasión de la milicia, siempre pendientes de los peligros ajenos o ansiosos por los suyos; hay a quienes consume, en servidumbre voluntaria, el culto ingrato a los superiores; a muchos les absorbe el sentimiento de la fortuna ajena, o la queja por la propia; a la mayoría, que no persigue nada determinado, la ligereza vaga, inconstante e insatisfecha de sí misma la precipita a nuevos planes; a algunos nada les gusta como meta, pero abrazan el destino del embotado indolente, de modo que no dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas: “es exigua la parte de vida que vivimos.” En verdad, todo el espacio restante no es vida, sino tiempo.
Les urgen y acosan los vicios por todas partes, y no les dejan levantarse, ni elevar los ojos para el discernimiento de la verdad, sino que los aplastan inmersos y hundidos en la pasión. Nunca pueden volver en sí. Cuando, por ventura, les sobreviene cierta quietud, ellos, como el mar profundo donde perdura el oleaje después del viento, se agitan sin descansar jamás de sus pasiones. ¿Piensas que hablo de esos cuyas desgracias son patentes? Fíjate en aquellos cuya felicidad se acumula: les agobian sus bienes. ¡A cuántos les pesan las riquezas! ¡A cuántos les cuesta sangre su elocuencia y la instigación cotidiana por ostentar su ingenio! ¡Cuántos palidecen en sus incesantes pasiones! ¡A cuántos no les queda libertad, rodeados por la multitud de su clientela! En fin, recorre todos éstos, del más bajo al más elevado: éste apela, aquél comparece, ése prueba, aquél defiende, el de más allá juzga, y nadie está por sí, cada cual se consume por otro. Pregúntate por esos cuyos nombres se aprenden de memoria, verás que se disitinguen por estas señales: todos son servidores de alguno, ninguno lo es de sí mismo.