Clara Sánchez
Como decía ayer, he estado en Valencia. Llegué por la noche en el Alaris y en lugar de tomar un taxi me fui dando un paseo hasta el hotel Astoria. La temperatura era agradable y había poca gente por la calle. Crucé la plaza del Ayuntamiento entre edificios bellamente iluminados tratando de recordar esta ciudad tal como era cuando viví aquí, de los seis a los doce años, un tiempo clave en el desarrollo de cualquier niño. Siempre que vengo me digo que quiero volver a las casas en que viví, verlas por fuera, hacer un pequeño circuito por el pasado, pero siempre ocurre algo que lo impide y quizá sea mejor así, porque ¿qué vería?, ¿qué tendría que ver esto con aquello? Esa ciudad y aquel tiempo han quedado más que nada en la gente, en su forma de hablar, de ser, de afrontar los problemas. Aunque decimos eso de que no se puede generalizar, creo que si tuviera que definir a los valencianos en dos palabras, diría que son flexibles y tolerantes. Y si tuviera que dar una explicación rápida diría que porque les gusta vivir bien en el sentido de disfrutar de la vida, y al que le gusta disfrutar de la vida entiende que a los demás también les guste. Hay un espíritu festivo (me refiero a que han sido capaces de crear algo tan popular, universal y luminoso como las Fallas) que nace de querer que el otro también se divierta. Vive y deja vivir. Si hay algo que me encanta del valenciano es que no es solemne, el acercamiento al prójimo está por encima de la propia pompa, y en medio de la faena suele encontrar una frase simpática para romper el hielo. No son tímidos, es gente a la que le gusta la gente. Y de la valenciana en particular diría, y no es ninguna exageración, que siempre ha sido y es muy feminista, reivindicativa, independiente y libre.