Clara Sánchez
Cuando era pequeña viví casi dos años en una estación de ferrocarril como la de Trenes rigurosamente vigilados, una maravillosa novela de 90 páginas de Bohumil Hrabal, que se desarrolla en Checoslovaquia al final de la Segunda Guerra Mundial y donde se encuentra, a pesar de la distancia de tiempo y espacio, gran parte de lo que vi a los cuatro años: un pequeño mundo organizado jerárquicamente donde se mezclaban la mecánica, la burocracia y la vida familiar: las sacas con el correo, el despacho de billetes, las oficinas, las mercancías, las vías, las traviesas manchadas de grasa, la grava amontonada junto a los raíles y las florecillas que crecían junto a la grava. Y según se comprueba en la novela de Hrabal su esquema se repite por casi todo el planeta: el jefe, los factores, los guardagujas, los mozos, maquinistas, los interventores (que pican los billetes en los vagones), los inspectores. ¡Ah! y los viajeros, esas caras que se suelen ver una sola vez en la vida.
Seguramente Hrabal jamás habría escrito esta novela si entre sus numerosos oficios no hubiese figurado el de ferroviario, sólo así fue capaz de hacerme ver en su factor Hubicka al factor Martínez, que es al que más recuerdo de mi infancia. Pero lo que yo nunca habría imaginado es que muchas de las intensas sensaciones de aquellos remotos años las iba a encontrar en una historia que había ocurrido tan lejos, en otra lengua muy distinta a la mía y que había sido escrita por alguien con un nombre tan raro, y a partir de ahí me empezó a dar igual en qué país y en qué idioma se hubiese escrito algo, sólo tenía que ser suficientemente mío.