Clara Sánchez
…Pero pensemos por un momento que no existe Marte. Sería un auténtico desastre porque entonces tampoco existiría el Capitán Wilder de Crónicas Marcianas (Ray Bradbury) extrañado ante su propia existencia en un planeta que no comprende, pero cuyo misterio respeta. No existirían sus marcianos espectrales con rostros de plata, orejas talladas en oro y labios adornados con rubíes conduciendo naves sobre mares de arena. No existirían, sus canales, sus colinas azules, sus casas con columnas de cristal, sus libros de metal. Y no existirían los invasores terrícolas atolondrados e ignorantes cuyo fin es llevar con ellos sus maravillosas gasolineras y hamburgueserías porque son incapaces de salir de la rutina y porque más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. A veces a alguno de estos terrícolas de Bradbury, por un ataque de ira o por pura diversión, le da por destruir alguna de las milenarias ciudades ajedrezadas y blancas que caen fulminadas en el fondo del tiempo. Porque son capaces de viajar miles de millones de kilómetros sin ánimo de aprender nada, salvo el capitán Wilder y algún otro personaje a los que Bradbury salva de la estupidez humana para poder salvarnos a todos.
Un esfuerzo inútil porque ni siquiera hace falta ir hasta Marte para hacer lo que haríamos en Marte, siempre se ha repetido la misma historia allá donde haya habido una tierra marciana de la que apoderarse. Y ahora que el planeta vecino está tan cerca lo miramos con ojos codiciosos, quizá porque brilla como las joyas marcianas y porque sabemos que algún día será nuestro.