Clara Sánchez
Este local a la intemperie llamado kiosco, kiosko o quiosco, comprimido como un átomo, que para algunos se ha ido desvirtuando con tanto cachivache, a mí me alegra la vista. Ahora que han ido desapareciendo los pequeños comerciantes y porteros que salían a la puerta a ver pasar a la gente en los ratos muertos, el kiosco es el eje de la calle, un lugar familiar cada vez más concurrido gracias a mi kiosquera, con camiseta en verano y anorak en invierno. Su cara asoma rodeada del colorido de las portadas de las revistas como en medio de un prado primaveral. Tal vez Internet sea lo más parecido a un kiosco. Un kiosco virtual en el que no se pasa ni frío ni calor y donde no hay tantos problemas de espacio, pero donde habrá que inventar a un kiosquero que nos dé los buenos días y nos pregunte si ya hemos arreglado el coche. Para quienes empezamos a educarnos con los tebeos que comprábamos en el kiosco, la tinta y el papel conservan un encanto irresistible y sentimos que la letra impresa tiene valor en sí misma, como un grabado.