Clara Sánchez
Cheever se había montado una habitación sin ninguna comodidad en el sótano del edificio donde vivía y todas las mañanas se vestía con traje y corbata para bajar a escribir allí cumpliendo un horario completo de oficina. O sea, no es que quisiera distinguirse del resto de los mortales con ropas de artista, como estamos acostumbrados a ver, sino que se esforzaba por ser como todos. Nos lo podemos imaginar en el ascensor junto con otros vecinos que sí iban a oficinas de verdad, pero mientras los otros se quedaban en la planta cero él seguía descendiendo a lo más profundo de aquellas vidas de clase media en que encontraba motivo de inspiración. Es como si nos dijera: no se puede escapar, pero podemos abrir los ojos.
Le atraían las zonas residenciales o ciudades dormitorio a las afueras de la ciudad, en que se acentuaba más el tipo de sociedad sin emoción que en el fondo criticaba. Pero no criticaba desde fuera, sino desde dentro, como una rana en la charca, respiraba en las aguas estancadas de las que nos habla. Decía, por ejemplo, que "un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela". Exprimía lo que tenía alrededor y a sí mismo hasta conseguir unas pequeñas pepitas de oro, que nadie habría podido creer que se escondiesen por allí.