Clara Sánchez
Un amigo irlandés que vive en Madrid desde hace un año me dice que lo que menos le gusta de aquí son los bares. Dice que están iluminados con una luz tan fuerte que parece que se está tomando la cerveza en un quirófano. No es de extrañar que piense esto alguien que viene de pubs en penumbra decorados con muebles de madera añeja, donde la caña se llama pinta y es tan espesa que se puede cortar con un cuchillo. Mi amigo no entiende la estética del bar, que consiste en no tener estética. Su decoración auténtica es muy simple: acero inoxidable, mostrador lo más largo posible con vitrinas redondeadas encima donde se exponen las tapas y los pinchos y donde nunca falta la ensaladilla rusa, que los comedores de ensaladilla rusa como yo nos hemos dado cuenta de que ahora es exactamente igual en todos los bares, ¿por qué?, ¿dónde hacen esa ensaladilla comunal?
El bar es feo de narices. Y tiene que cumplir ciertas características como: no ser acogedor, ser destartalado aunque sea pequeño, sus sillas han de ser incómodas y tienen que contar con una buena televisión con un partido de fútbol intemporal e infinito hacia el que levantar las cabezas. ¡Ah! y el café con leche ha de servirse en vaso cristal, aunque te abrases los dedos al cogerlo. En el bar te miran con asombro si pides un café en taza. Hasta ahora no había entendido el porqué de esta moda, pero me acabo de dar cuenta de que es simplemente para aumentar la sensación de incomodidad y de feísmo. En el bar el ambiente tiene que ser esquinado, frío, como si no quisieran retenerte, y tú te empeñaras en quedarte. Todo para que el parroquiano (así se llama el cliente asiduo del bar) pueda sentirse en un sitio que no se parezca absolutamente en nada a una casa, a "su casa" para ser más precisos, porque el parroquiano acude al bar cuando la casa se le cae encima, que es muy a menudo. Todo lo contrario que el dichoso pub con sus cálidas y hogareñas atmósferas. No sé si se habrán hecho estudios sobre el fenómeno bar; si hay alguno me gustaría leerlo; si no existe, alguien debería hacerlo.
En mi barrio se conservan tres o cuatro locales que tendrían que designarlos patrimonio nacional: mesas de formica de antaño, aire desangelado hasta los huesos, luz fría y tres o cuatro parroquianos que se pasan allí el día con la mirada perdida incluida la del dueño. Son el eslabón perdido entre el bar y la legendaria taberna, que popularmente llamamos baretos y que ahora, señoras y señores, hacen furor entre los jóvenes. Los jóvenes los reivindican, se encuentran bien allí y cuando llega algún amigo extranjero, tipo el irlandés de estas líneas, se lo enseñan como algo típico, por lo que sus dueños, acostumbrados a su escasa y fija clientela y a tanta paz, se encuentran abrumados por estas nuevas hordas de bebedores…