
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Cuando en el año 2007 Dominique Fernández entró en la Academie Française -ya con un Médicis y un Gouncourt- solicitó a sus colegas indulgencia con la conflictiva sombra de su padre. No pretendía limpiar su memoria pero el peso muerto de la carga filial le obligaba a comprenderla.
Nacido en 1894, último retoño de un embajador de México en Paris, Ramón María Gabriel Fernández de Arteaga fue un hombre de letras destinado a ocupar en la historia de Francia un lugar destacado. Lúcido ensayista sobre Proust, Balzac y Moliere, amigo de Malraux y Duras, novelista, crítico literario, colaborador distinguido de la Nouvelle Revue Française, elegante intelectual de izquierdas, fundador de la Unión de Escritores Antifascistas, Ramón Fernández acabó sin embargo en la olvidada fosa de los proscritos.
"Debo comprender, dice Dominique, cómo mi padre pudo ser socialista a los 30 años, comunista a los 40, fascista a los 43 y colaboracionista a los 46".
A Ramón lo mató una embolia quince días antes de la liberación de Paris y ésta muerte súbita fue un generoso obsequio de la providencia. El cortejo fúnebre que acompañó sus restos al cementerio ya sabía que el muerto se estaba librando de la depuración reservada a otros destacados publicistas de Goebbels: Robert Brasillach (fusilado por orden de De Gaulle) y Pierre Drieu La Rochelle (suicidado un poco antes de llegar al paredón).
La psicobiografía de Ramón que ahora publica Grasset no sólo es la restaurada imagen del padre ausente sino la marca que los desafortunados suelen dejar entre los suyos.
Lo que para Dominique es un doloroso recuerdo personal quizás no sea más que el capítulo no escrito de la biografía de Francia: la historia de los entusiastas militantes que en la década de los treinta del siglo XX les fue dado elegir entre Stalin y Hitler. Es probable que la decisión no fuera entonces tan difícil: los dos líderes –nacionalistas expansivos- prometían por igual redención sin escrúpulos.