Basilio Baltasar
Cada vez será más difícil pedirle a la ciudadanía que contribuya con su indolencia a torcer el principio de igualdad consignado por la Constitución.
Costará un gran esfuerzo justificar la actual aritmética parlamentaria y será casi imposible razonar las incomprensibles prerrogativas concedidas por la vigente ley electoral.
¿Por qué trescientos mil votos (303.246 ciudadanos) permiten al PNV ocupar 6 escaños en el Congreso de los Diputados y los trescientos mil votos (303.535 ciudadanos) obtenidos por el UPD de Rosa Díez sólo generan un único asiento en el hemiciclo?
¿Por qué Gaspar Llamazares debe sentirse derrotado después de obtener la confianza de 963.040 ciudadanos (¡2 escaños!) y Durán i Lleida, con 774.317 votos, puede pasearse como un triunfador (¡11 escaños!)?
Si deseamos una sociedad informada y comprometida con los procesos de participación política convendrá reformar la ley que consagra ofensivos privilegios aristocráticos.
Las revoluciones democráticas nos permitieron impugnar categorías de superioridad (presunciones absurdas que sostenían la supremacía de una casta racial, religiosa o económica) pero el paso del tiempo ha impuesto entre nosotros la subsistencia de ofensivos restos arcaicos. Como si la pertenencia a un territorio permitiera (en base a no se sabe qué fantasía teológica) multiplicar por seis el valor del voto individual.
La solidez y la confianza de la sociedad española en sí misma depende de la restauración del principio que alentó la conspiración democrática contra la tiranía de la desigualdad: un hombre, un voto.