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Lo que queda de Yugoslavia

Por 19 de abril de 2014 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Basilio Baltasar

Entre el público reunido por Lola Larrumbe en su librería hay serbios residentes en España, expertos en literatura eslava y algún que otro diplomático. Siguen con atención mi comentario al libro de Tamara Djermanovich pero no traslucen en su rostro ni aprobación ni censura. Son el público que los conferenciantes temen, pues no hay manera de saber qué opinión les inspira lo que uno dice. Resignándome a la diatriba que puedan alentar tras su educada compostura, prosigo:
"El libro de Tamara Djermanovich cuenta el viaje emprendido tras las huellas que dejo siendo niña en su país ya inexistente.
La crónica de Tamara sobre lo que hoy queda de la antigua Yugoslavia no es un libro de viajes al uso sino un violento ejercicio de confrontación: dejó su país cuando empezó la guerra y regresa 18 años después para ver qué hay de todo aquello, cuántos entrañables amigos sobrevivieron a la gran matanza, cuántos fueron pasto de las llamas, de los francotiradores, de los fusilamientos, o cuántos cayeron víctimas del odio y del rencor.
El único equipaje de Tamara para este peligroso viaje son los recuerdos de una infancia feliz y lo emprende con la armadura de una sorprendente ternura.
Mientras evoca la educación sentimental de su adolescencia, Tamara observa lo que va a consternar al lector desde el primer momento: "ni remotamente podía imaginar que mi mundo cambiaría radicalmente y que algo así puede suceder cuando menos te lo esperas".
Sugiero al público que recuerde lo que hacíamos en la década de los noventa. Disfrutábamos los fastos de la Olimpiada barcelonesa, jaleábamos la caída del Muro de Berlín, nos disponíamos a celebrar el Fin de la Historia, dábamos por triunfalmente liquidada la (primera) Guerra del Golfo y no nos mostrábamos inclinados a tolerar que una guerra balcánica arruinara nuestro delirio de prosperidad.
Sin embargo, las noticias que llegaban de los remotísimos Balcanes corroían nuestra presunción. No dejábamos de alardear con nuestros flamantes logros, pero en secreto se incubaba el presentimiento de lo peor: la épica nacionalista perdía su elocuencia romántica para mostrar el feroz aspecto del discurso identitario; las tropas de la OTAN se mostraban impotentes para frenar la matanza genocida; la prosperidad fomentaba un grado insólito de hipnosis colectiva y anestesiaba a una sociedad dispuesta a ser engañada; la geografía imaginaria construida durante la Guerra Fría desplazaba a Yugoslavia lejos y mucho más allá de "nuestra" Europa…
En definitiva, digo en la Librería Alberti, con la Guerra Yugoslava comenzó el temblor de la década larga. El fin del siglo XX, encajonado entre dos tremendas demoliciones: -la caída del Muro de Berlín y la caída de las Torres Gemelas- simboliza la consternación que aún hoy nos sacude.
La memoria literaria de Tamara Djermanovich describe la normalidad de un país incapaz de temer lo que se le venía encima. Bajo la apacible rutina de las vacaciones escolares, los encuentros familiares, los discursos oficiales del Mariscal Tito, las banderitas de los desfiles, la orgullosa disciplina de un régimen tan ajeno al imperio soviético como al norteamericano, se incubaba un despiadado juramento. En nombre de la identidad nacional, religiosa, tribal, en beneficio del poder que los gerifaltes del régimen deseaban conservar, se desencadenó una infernal matanza. Eslovenos, bosnios, croatas, montenegrinos, kosovares, serbios, católicos, ortodoxos, musulmanes, hasta entonces apacentados por la disciplina autoritaria de la Gran Yugoslavia, revelaron las emociones aletargadas bajo su fraternal sonrisa. Los que unos días antes del primer estallido parecían sestear apaciblemente a la sombre del régimen protector, se levantaron para obedecer la consigna del anti-evangelio: devoraos los unos a los otros.
No todos fueron agentes activos de la locura que poseyó al país, pero la lucidez siempre perece sepultada bajo la furia. Como la de ese personaje citado por Tamara, Buric-Buro, que en su jardín de Tuzla proclamó "yo y mi familia nos independizamos de la locura nacionalista colectiva que se aproxima". Lo hizo en abril de 1991, apenas unos meses antes del primer balazo disparado en nombre de la identidad.
Cuando Tamara llega a Srbenica, escribe: "aunque uno no tenga nada que ver con éstos crímenes, sí que hay que sentirse responsable por lo que se ha hecho "en nombre de los serbios".
En la librería Alberti, el embajador de Serbia, cortésmente atento al discurso, permanece impasible, sin mostrar criterio ni juicio alguno ante la requisitoria que yo destaco con malévola intención. Como corresponde al proverbial oficio del diplomático.
Leyendo el viaje de Djermanovich a su país ya inexistente, percibiendo la tristeza infinita que se esconde bajo su benevolencia, uno comprende mejor el legado europeo que estamos obligados a custodiar: un suave escepticismo -que neutralice el fervor de las doctrinas militantes; una conciencia lúcida -sobre el vigor de la ferocidad que late bajo nuestras máscara civilizatoria; una inteligencia espiritual -que someta las recurrentes pulsiones de la condición humana.
La autora de esta recomendable y educativa obra, cita un fragmento de la carta enviada por su abuelo, reclutado en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, a su esposa: "cuando me escribas, olvídate de todas las cosas negativas y escribe como siempre he deseado: como si fueras un ángel".
Siguiendo los consejos de su abuelo, Tamara recuerda los destellos luminosos de su infancia, la resonancia mítica de los lugares enclavados en la costa dálmata, las risas y las voces familiares, la feliz expresión de los amigos reencontrados… La evocación adquiere su fuerte tensión emocional gracias a una ternura inconcebible, una ternura más fuerte que el dolor de vivir que sufren los supervivientes.
En el centro del libro de Tamara se cuenta la leyenda de Naum, el ermitaño enterrado en el Monasterio de Ohrid: santo cuyo corazón no ha dejado de latir bajo la fría lápida que cubre su tumba desde el año 910.
Este es el latido de vida que acompaña a la niña rubia que pasea con sus pies descalzos sobre los cadáveres de un país desolado por el odio: para administrar con su inocencia la absolución, la redención.

*Viaje a mi país ya inexistente. Tamara Djermanovich. Altair, 2013

 

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Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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