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La cara del miedo

Por 16 de enero de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Basilio Baltasar

Si para algo debería servirnos el pasado es para conjurarlo con un nunca más. Pero el
espanto no basta. Es necesario comprender cómo surgen, se cultivan, abonan y
propician los conflictos para poder sustraerse al reclamo de la violencia. Es precisamente el fracaso político, moral y estético de nuestra cultura el que siempre está en juego y aunque nos confunda la tentación del optimismo más nos vale temer lo peor. Se dice en el Deuteronomio que del miedo nace la sabiduría y algo de esta enseñanza debería subsistir en nuestra inteligencia política. La noción de escarmiento puede ser de una extrema utilidad y sin duda contribuye a sujetar con más tiento nuestro conocido potencial de destrucción. Esa insaciable y despiadada ferocidad con que algunos se entregan a la refriega de la rivalidad política.

La antropología resignada de los escépticos -ese lamento por la irreparable
condición humana- nos parece una renuncia a las promesas de la razón
política. Y este dilema nos desconcierta, nos confunde. Como si no supiéramos
conciliar el derecho y la ecuanimidad y expulsar del foro ciudadano la turbulencia de las pasiones tribales.

¿Cuál es la naturaleza de las fuerzas que se muestran alegremente dispuestas a la
confrontación? ¿Realmente nos conviene excitarlas? Por lo general, una pregunta
como ésta suele hacerse cuando un edificio institucional deficiente se
resquebraja y no puede evitar que lo indeseable, fatalmente, se produzca. En
nuestro caso, todavía estamos a tiempo de admitir que somos incorregibles.

La facilidad con que este país consiente, o celebra, la violencia retórica es
sorprendente. Inmune a las consecuencias de la hostilidad, ajenos al efecto
incendiario de las soflamas y a la frustración social que liberan, los políticos, tertulianos y columnistas airados contribuyen a desbaratar la frágil compostura social.

Suele elogiarse la cultura de la Transición como si hubiera sido un logro exclusivo de la Razón o, por lo menos, de lo razonable. Lo fue en cierto modo. Pero se omite la crucial influencia que tuvieron los dos episodios previos a la muerte de Franco en 1975: el golpe de Estado de Pinochet en Chile (1973) y la Revolución portuguesa (1974). A las dos Españas le sobraron entonces motivos para recelar de sus propias convicciones y para temer lo peor de sus adversarios. Esta inesperada ayuda del destino resultó ejemplar. Y el miedo que inspiró, providencial.

Se introdujo en nuestra cultura política, por primera vez en mucho tiempo, una
idea incómoda: más nos vale conformarnos con lo probable que combatir por lo posible. Si hubiera que fechar el momento en que este equilibrio, hecho a base de renuncia, concesión, pragmatismo, inteligencia emocional y astucia mundana, se quebró no nos pondríamos de acuerdo. Pero lo cierto es que sólo temiendo lo peor que hay en nosotros pudimos librarnos de nosotros mismos.

La fotografía que reprodujo hace unos días el diario El País evoca los tiempos aciagos a los que hago referencia. La escena parece una caricatura del militarismo decimonónico, una escena costumbrista, un gesto de camaradería de dos compañeros de armas en la barra de un bar.  Pero una mirada más detallada nos permite fijarnos en los personajes que acompañan a Franco y a Millán Astray en el acto fundacional de la Legión. A la derecha de la imagen, un civil abre la boca y ríe a mandíbula batiente. Se ve que acompaña a los protagonistas principales en la celebración de la guasa. A la izquierda, sin embargo, asoma su cabeza encogida otro civil: la angustiada expresión con que observa la risotada de los generales no preludia nada bueno. ¿Será ésta la cara del miedo que retorna?

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Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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