Basilio Baltasar
Aquél que haya transitado los vericuetos del mundo del arte podrá afirmar sin temor a equivocarse que ha perdido la fe. Quizá pueda encontrarla de nuevo algún día en los salones de un restaurante vegetariano o recitando a viva voz las letanías de John Milton, pero ya nunca será lo mismo.
¡Quién pudiera conservar aquella mirada fresca e ingenua! ¡La deliciosa ensoñación ante los lienzos de los grandes maestros! Fruto de la admiración, es cierto, pero cautivados por la impresionante confianza que tuvieron en sí mismos.
Gran parte de lo que hoy somos nació en aquellos memorables instantes de credulidad, cuando ordenábamos nuestra percepción del mundo confiando en la maestría de los antiguos. No en balde fueron ellos los primeros en creer en su propia autoridad -en la genealogía del genio- y en proclamar su excepcionalidad con fervor ególatra.
Muy pocos son hoy los que se atreven a exponerse en una sala de exposiciones sin pedir a sus clientes disculpas por adelantado y sin mostrarse dispuestos a implorar su simpatía.
El argot que ha surgido de semejante indisposición de ánimo deja en evidencia la timorata convicción del que no sabe si quiere ser artista o decorador; la enfermiza vocación por agradar a cualquier precio.
Los artistas, que reclaman para sí la vieja gloria del arte, no aceptan ni uno solo de sus riesgos: no quieren dejarse la piel a cambio de nada y en lugar de crear obras de arte, hacen propuestas; y en lugar de exponerse a la mirada del público, le ofrecen entretenidas instalaciones.
El mensaje es obvio: sin son rechazadas, las propuestas se retiran, y en paz; si no gustan, las instalaciones se desmontan, y tan amigos.