Basilio Baltasar
Algunos comentaristas de nuestro blog acogieron con enfado mi crítica al discurso de Zapatero. Unos creyeron que peco de inocencia cuando reclamo medidas contra el fiasco financiero de los especuladores. Otros lamentaron mi ignorancia en asuntos de tan elevada complejidad "económica".
La reacción de los gobiernos europeos y el reciente concordato de los 27 nos permiten recordar lo que con supuesta arrogancia yo reclamaba, y dictaba incluso, a Zapatero. Que los fondos públicos destinados a tapar el agujero abierto en la línea de flotación del sistema bancario no fueran un nuevo cheque en blanco a los mismos que han arruinado a sus accionistas y clientes, que se investigue el origen de la catástrofe, se identifique a sus responsables y se corrija de una vez el mecanismo fallido que ha puesto al mundo al borde del colapso.
La prensa recoge en amplios reportajes las sorprendentes iniciativas de los estados contra el que hasta ahora ha sido el dogma del "libre mercado". La naturaleza del fracaso es de tal calibre, y tan angustioso el susto, que ninguna autorizada fuente neocon se atreve a poner en duda la conveniencia de las medidas intervencionistas.
Bush (¡Bush!) nacionaliza parcialmente los grandes bancos de los Estados Unidos y renuncia a su anticuado y torpe plan de rescate -que consistía en eso: en dar más dinero (de los contribuyentes) a los que ya lo habían perdido todo (de sus clientes).
Gordon Brown capitanea a los líderes europeos y después de los tímidos y desorientados balbuceos emitidos las últimas semanas se proponen "reforzar la vigilancia" del Fondo Monetario Internacional, crear 30 colegios de supervisores con el encargo de controlar a las entidades financieras y diseñar un sistema de alarmas globales en base a una nueva y estricta política de regulación.
¿Saben ustedes, queridos lectores, qué significa la impetuosa reflexión de nuestros representantes institucionales? Sencillamente: que el Fondo Monetario Internacional no se enteraba de nada, que los fondos de inversión hacían lo que les venía en gana, que nadie vigilaba a los operadores globales y que los supuestos instrumentos de control estaban oxidados. En suma: la codicia de los especuladores campaba a sus anchas.