
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
No podrá encontrarse en el ámbito de las letras españolas un escritor
semejante a Cristóbal Serra. Algunos hay con su imaginación,
ingenio y agudeza, pero ninguno que pueda compararse con él. La
singularidad de su obra creativa lo convierte en un ejemplar único y
destinado a una soledad no por ello gratificante.
Es en este apartamiento en donde Cristóbal Serra ha hecho de la fábula, la parábola y el
aforismo la posibilidad de un género que no sabemos nombrar.
Que Serra haya permanecido recluido en el circuito de los raros
literarios se debe no tanto a la austeridad ermitaña que glosó Octavio
Paz en aquél temprano encuentro con el poeta mexicano, sino a
la dificultad que la crítica y los profesores han tenido en catalogar una
obra escurridiza. La aversión de Cristóbal por la novela, género al que con
cierta coquetería calificaba de totalitario, provenía de la secreta inquina que
le inspiraba lo mastodóntico de las obras "mayores". El entusiasmo que despierta la
narrativa popular resultó para Serra tan incómodo como el consenso con que los intelectuales sacramentan el género novelístico.
Serra, el más raro de nuestras letras, se avenía mal con las promesas de la fama.
Se encontraba a gusto en la soledad de una vida ajena a los fastos y a las intrigas y se
dedicó a escribir sin hacer escuela. Pero esta arisca disposición de ánimo
no fue tanto el fruto de su carácter como la fatalidad de una época amarga.
La rama literaria que con más entusiasmo habría acogido a Serra en su seno es la de los
antimodernos franceses, con su estimado Léon Bloy a la cabeza.
Pero ¿cómo ser antimoderno en la España de la posguerra?
Para poner en solfa a la Ilustración hace falta vivir rodeado de maestros
republicanos; para repudiar al Estado luterano de los prusianos hace falta
vivir acosado por profesores grandilocuentes y arrogantes como Hegel.
A Serra le tocó en suerte, en su aldea natal, idílica en las postales y feroz en la vida cotidiana, contemplar la siniestra fanfarria de los fusilamientos, la
gravedad indocta de los camaradas locales y la pomposidad de las procesiones. En este
ambiente, una obra de contestación que ponga en solfa los
valores del modernismo (en su triple acepción política, literaria y teológica)
no es algo que parezca urgente. De ahí la sutileza del estilo adoptado
por Serra para hacer de la fábula, de la parábola y del aforismo un género adaptado al
escapismo social, la intuición mística y el simbolismo de la tradición mistérica.
En otro tiempo, en otro lugar, Serra habría manejado con más soltura el verbo airado de
Bloy, la sátira doliente de Swift y los atrevimientos visionarios de Brentano, y sólo por ello
habría provocado polémicas formidables. A cambio, acarreó la extrañeza
que causaba su obra y es con ella que forjó su dolida y melancólica evocación literaria.
Disimulando su inteligencia y deslizándose bajo las sutilísimas elipses de su amable y despiadado sentido del humor.