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El intelectual rampante

Por 13 de noviembre de 2012 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Basilio Baltasar

Ante el despiadado dominio de la ignorancia y la epidemia emocional de la credulidad, el intelectual da nitidez al pensamiento, deshace simulacros, revela imposturas y hace virtuosa la elegancia del discernimiento.

El intelectual es el fruto maduro de una rivalidad. Su prestigio se funda en la envidia y su triunfo, en el rencor. Pocos pueden soportar el honor de ser arrogante y  persuasivo, imbatible y amargo. El intelectual posee una fértil erudición pero prefiere dejarse llevar por su genio, por su mal genio. Su irritabilidad es legendaria. Es una esfinge parlante que no admite discusión. Maltrata a los que saben discurrir y se aburre con todos los demás. Es el actor del drama que educa a la nación.

Si un intelectual se precia de serlo, asusta. No es un profesor dispuesto a darnos la razón. Ni
siquiera nos daría las gracias. Si alguna vez lo hace, es para quitarnos de en medio. Un gesto displicente. Lo que importa en un intelectual es esta codicia de sí mismo. La de un orador brillante, osado, envidiable. Es el ardiente polemista al que nadie ha llamado. El impetuoso entrometido. Su constitución física importa menos que su furia. Le urge la disputa con el poder. Con el poder de la ignorancia, opaca, terca, maliciosa. La tendencia de los hombres a creer que saben: este es el demonio que se ha propuesto derrotar.

El intelectual no concede más tregua que la de su propio capricho. Cuando deshace la impostura de un embuste, nadie puede con él. En todo caso, abandonará por dejadez. Por desprecio. Visto de cerca es intratable. Pues así trata a sus enemigos, que son legión. Sólo un hombre ofendido por la ignorancia de su época posee fuerzas para dejarla en ridículo.

¡Por dónde empezar! Ni se lo pregunta. Aunque, por otro lado, vale la pena decirlo, ¿qué más da? Son tantos los motivos. Nuestra retórica, por ejemplo. Se funda en lo que no puede cumplir, anuncia lo que no puede dar. Es poderosa, omnímoda, reside en cada cabeza. Pero es susceptible. Exige respeto. Ante ella el intelectual es un Sísifo y un Prometeo. Es el cuento de nunca acabar. Pero se zafa y todo redunda en su favor. Es ahí donde hay que dar. En esa membrana transparente. Algunos lamentan la crítica a nuestro modo hablar pero son ellos justamente los que no entienden. Es su propio remordimiento el que gesticula. En realidad, desconocen lo esencial. Al intelectual no le incumbe la reforma de la verdad, tan solo revelar la insuficiencia de nuestra comprensión. Los reformadores son otra cosa. Son ingenuos, cualidad que un hombre tan irritable como el nuestro no puede permitirse. Él se dedica a decir lo que nadie sabe pensar. El intelectual es siempre un motivo de asombro.

¿Qué sociedad anhela hombres como éstos, los acoge, los elogia y los soporta con grave resignación? La que ahuyenta al fantasma de la guerra civil (ese instinto de la incompetencia miedosa); la que ha comprendido cómo estalla el sacro arrebato de la destrucción. Una sociedad culta como ésta espera de los mejores que no se dejen encantar. Quiere que sean escépticos, petulantes, áridos incluso. Al fin y al cabo, gracias a ellos se puede resistir el influjo de lo real. El magnetismo de lo evidente. La hipnosis del mundo, la confusión del ser. El despiadado dominio de la ignorancia. Esta tarea les ha sido asignada: que la inteligencia sea impertinente.

El magisterio del intelectual es formidable. Nos libra de una epidemia emocional: la credulidad. Al invitarnos a desvelar las categorías ocultas del acontecer, al obligarnos a usar los conceptos que deseamos evitar, disuelve el espejismo que nos complace. Es entonces cuando ya no queda otro remedio: discernir. Dar nitidez al pensamiento. Encontrar la más exacta correspondencia entre la mente y el mundo.

De todos los males que afligen a nuestro tiempo este es el que más debemos temer: la dificultad de nombrar las cosas. Y en esto consiste la destreza intelectual. Una mirada penetrante, un alarde de conocimiento, pero también una osadía: sentenciar el nombre de las cosas. Nos guste, convenga o estorbe, cada acontecimiento espera ser nombrado según la naturaleza de su origen, el aspecto de su apariencia, el alcance de su gravedad. En esto consiste el carácter del intelectual: una pasión lexicográfica.

¿Quién nos soborna? ¿Qué nos impide pensar con claridad? ¿Qué fuerza nos invita a creer que sabemos? Este es el enigma que ofende al intelectual airado. Su preocupación es incesante pues la ilusión se impone por doquier. Ya sea ante el espontáneo flujo del interés, económico y político, que a todas horas da que hablar, o sus prolíficas formas jurídicas, filosóficas, literarias y sentimentales, la puntualización es una labor titánica. Ya lo hemos dicho: el intelectual debe hacer pública cualquier desavenencia. Entre los hechos y las cosas, los objetos y las palabras, entre el pensamiento y el rumor de la existencia. Entre las instituciones y las leyes, entre la ética y las costumbres. Entre las creencias y las certezas. Él quiere ser un motivo de inquietud: quiere que nos demos por ofendidos.

Bajo su máscara de arrogancia -esa petulancia que lo hace insoportable- palpita una huidiza clemencia. Le conmueve nuestra indigencia intelectual. No la soporta pero le inspira ternura que la condición humana padezca el infortunio de un misterioso destino. La maldición del mundo, sin embargo, le afecta de un modo muy personal: si diera su brazo a torcer, si por un acaso consintiera ser un hombre sentimental, perecería sin recibir nada a cambio. Ardería inútilmente en una pira descabellada.

Este intelectual bondadoso, arruinado, será entonces un clérigo y nada puede ya traicionar. Custodia libros que nadie lee, protege el aura del lenguaje, se hace elogiar. Y no siempre lo consigue. Es un fiasco. Ha sucumbido a las tentaciones del mundo. Ha domeñado a su inteligencia. Ojalá fuera sólo por cansancio.

Así acaba la genealogía de los intelectuales que le han precedido. Ha renunciado a ser miembro de una comunidad cognitiva: la de todos aquellos que con él desvelan el significado de la realidad y que con él recorren el laberinto del mundo. Pero si resiste, y no abdica, renueva una vieja escuela de profetas, poetas y filósofos. El intelectual de nuestro tiempo reconoce a los oráculos de la antigüedad y desde la Ilustración asume la tarea a ellos encomendada. La visión de los profetas, la inspiración de los poetas, el rigor de los filósofos. Es su heredero irónico: sabe demasiado.

Sólo en la medida en que los imita, cumple su tarea. El intelectual asume ante cada generación el mismo cometido. Encarna la inteligencia agitada por la urgencia de lo inminente. No hay tiempo que perder. Pasan los siglos pero no hay tiempo que perder. Su imitación no es una copia, es una sustitución. Habla allí en donde aquellos dijeron, actúa allá en dónde ellos hicieron. Hay un modelo perenne que no puede soslayar: está obligado a descifrar el mundo. Con más eficacia, elocuencia y penetración. Ampliando su campo de acción, da la razón a un universo en expansión.

El intelectual  envidia a los muertos ilustres y de ésta mímesis depende su influencia. Los lee, los escucha y de esta lección procede la fuerza de su pensamiento: hay que ser tan decisivo como ellos. Sólo así resistirá el impulso que siempre lo amenaza: renunciar a la tarea que se ha impuesto. Aceptar la derrota. Reconocer: no he sido capaz. Me derrumbo. No puedo más. El intelectual consentido se acomoda a lo que hay. ¿Quién podría reprochárselo? Al fin y al cabo, está solo en el mundo. A nadie quiere a su lado y nadie se preocupa de él.

En este país nuestro, tan aficionado a las corridas de sol, sangre y arena, se le debería llevar a hombros por la calle. Al fin y al cabo, el intelectual también dice "dejadme solo". Y así se queda, en efecto. Es el nuestro un país de dos o tres corporaciones sectarias, todas ellas de la misma obediencia, pues ésta ha sido finalmente la influencia que da forma a nuestro artefacto institucional: cualquiera que sea la familia política de la que podamos hablar, su ordenamiento es tribal y su obediencia, leninista. Es el triunfo de los mandamases eslavos, la admiración por el mando único y supremo, lo que al final hemos adoptado como manera de ser.

Se ha dicho que el intelectual de partido ha pasado de moda. En realidad, nunca hubo tal cosa. Cuando un intelectual ingresa en una orden, deja de serlo. No sólo por celebrar ocurrencias ajenas o por consentir esa aberrante disposición de ánimo que aconseja obedecer o por proclamar la fantasía de encontrarse en la mejor compañía. El intelectual hereda el deber de pensar con tal ambición que difícilmente  se le puede encauzar. Se debe al oficio de discurrir y permanece ajeno a las consecuencias de su sagacidad. Ninguna otra cosa debe importarle. Su obligación es hacer comprensible la realidad. Y hacer crítico el embrollo en el que nos hemos metido. ¿Cómo podría formar parte de él?

Las conveniencias contribuyen a la doma del intelectual. Se le pide buena educación cuando sólo se espera que sea dócil. No son raros los casos en que creyendo ser un hombre correcto en sus modos, el intelectual sea tomado por uno más. De ahí su gran consternación. Siempre está ojo avizor. No puede desfallecer. A pesar de su indiferencia arrogante, la que hemos glosado, no deja de mirar de reojo. ¿Quién le entenderá?

Este interrogante es corrosivo. Una especie de sarna moral. En muchos casos darse a entender significa dejar de explicarse. Se da a menudo esta confusión entre no comprender una cosa y no aceptarla. Cuando alguien del auditorio se levanta molesto y dice que no entiende, por ejemplo. En realidad lo único que hace es declarar su fastidio por lo que ha entendido demasiado bien. Es la tiranía del público que tan pronto aplaude como abuchea. En estos treinta años hemos visto muchas veces abrirse y cerrarse el ciclo de entusiasmo y repudio, aplauso y censura, afecto y odio. El respetable siempre se da a conocer.

La ejemplaridad no es un asunto que concierna al intelectual. A él le corresponde ser un pensador inquisitivo que deshace simulacros y revela imposturas. No está obligado a ofrecer consuelo. No es un divulgador que publique manuales de auto ayuda. Es un psicólogo sagaz, un sociólogo impenitente, un gramático audaz, un polemista sarcástico, un historiador solvente, un políglota de las costumbres ajenas, un cínico de la vieja escuela del tonel. Pero no debe incurrir en la ilusión del buen ejemplo. Su tarea es dar autonomía plena al discernimiento, hacer virtuosa la elegancia de un argumento, ser tan impecable en sus palabras como irrefutable en sus pensamientos.

El intelectual no pretende abrumar a un público fiel. Su más íntima ambición no es la fama. Es una especie de inmortalidad, de arrogante perpetuidad. Dar a sus textos, y al recuerdo de sus palabras, la inteligencia que otros hombres van a necesitar. Así prolonga la estirpe de los pensadores que han pleiteado con su tiempo.

La idolatría que a veces concita confirma la urgencia de su misión: despertar a una sociedad crédula, complacida o sobornada por doctrinas bastardas de aspecto moral, y hacerlo con una disquisición erudita, incisiva, sabia. Este es su poder: vislumbrar la lucidez de la reflexión y hacer envidiable esta libertad.

Escolio

Se dice que la envidia es el pecado nacional de los españoles. Este es otro de los juicios improvisados en el lugar común de la pereza. En realidad lo que aquí se practica es el desprecio. Algo tan estéril como el oprobio es lo que explica muchas de nuestras carencias intelectuales. La vida cultural de una nación se articula mediante el reconocimiento mutuo. Y en donde éste se produce, nace la envidia. Esa secreta admiración que se siente por los que uno quiere imitar. De ahí surge la manifiesta o disimulada rivalidad, la emulación, la fértil influencia de la envidia en la vida de una nación.

                 (Publicado en la revista Claves, nº 225. En homenaje a Javier Pradera)

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Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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