Basilio Baltasar
Si en medio de Zapatero y Rajoy hubieran sentado a un periodista dispuesto a ejercer de tal cosa, en lugar de resignarse a ser el amable cronómetro que vimos en pantalla, el televidente habría aprovechado mejor su tiempo, y su paciencia.
El falso debate de ayer por la noche, anunciado a bombo y platillo como el éxito cívico que todos debíamos celebrar con entusiasmo, fue en realidad un pequeño fracaso. No se cumplieron las reglas que hacen interesante un programa de televisión.
Sorprende que los asesores de nuestros líderes no tuvieran tiempo de adiestrarles a manejar lo que la industria del entretenimiento ha convertido en preceptivo: la habilidad de comportarse como si uno fuera real.
La televisión es ficción y su éxito consiste en haber remozado y triturado la realidad hasta darle un aspecto de gran verosimilitud. Lo que nos hemos acostumbrado a ver en televisión es algo que se parece terriblemente a lo real. Pero este efecto escénico requiere un tratamiento profesional depuradísimo: intervienen escenógrafos, estilistas, maquilladores, guionistas y directores de escena.
El miedo de los líderes políticos a lo real -esto es: un plató con varios periodistas conduciendo un debate sin condiciones- les hizo exigir un tratamiento en el que todo era previsible menos una cosa: ellos mismos, carentes de la pericia propia de los actores.
Si se medían los temas, los tiempos y las pausas, habría sido necesario medir también la calidad de la interpretación. Pues en el medio televisivo no hay término medio: o se retransmite una conversación -con todo lo que tiene de imprevisible y espontánea- o todo es (mal) teatro.
A esto les conduce su miedo escénico: a desconfiar de sí mismos.