
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Silvio Berlusconi consuela a las víctimas del terremoto de L’Aquila invitándoles a vivir como si estuvieran en un camping. Como si las tiendas de campaña levantadas por los equipos de protección civil fueran un anticipo de sus vacaciones de verano. Es la manera que tiene Silvio de quitar hierro al temblor de tierra, al derrumbe de edificios y a la catástrofe de vidas perdidas. Cuando los italianos que no le votan protestan, el primer ministro se da por ofendido. Se trata, dice en su descargo, de dar ánimo a los supervivientes, de ayudarles a superar un momento de desesperación.
Su gracejo, que incluso ha merecido la reprimenda de la Reina de Inglaterra, es fruto de un carácter al que no frena ninguna corrección protocolaria. En la recepción dada a los miembros del G-20 Angela Merkel, visiblemente contrariada, lo espera de pie mientras el político italiano se demora hablando con su teléfono móvil y haciendo gestos desde lejos. Parece el doble de Adriano Celentano pero no es un cómico. Aunque haga chistes sobre el color de piel de Obama. A veces son gestos obscenos los que dedica a los fotógrafos de prensa. Otras, piropea a sus ministras. O se abraza aparatosamente a sus colegas europeos. Su estilo, sin embargo, es inimitable.
Diríase que lo defiende amparado por los derechos de propiedad intelectual. A Berlusconi le ha caído francamente mal que un dibujante satírico se haya atrevido a emular su chanza y ha ordenado que sea severamente castigado. El director general de la RAI conmina al caricaturista Vauro a abandonar su puesto de trabajo. La crítica contra la inoperancia gubernamental y la evidencia de una administración corrupta, incapaz de hacer cumplir la legislación, se considera una befa inadmisible que perjudica gravemente la dignidad de los fallecidos bajo las ruinas.