Basilio Baltasar
En el interior de los monasterios tibetanos, en la penumbra y después de acallar el ruido que suena en sus cabezas, el único empeño de los monjes es sentarse en el suelo de una tierra invisible y transparente, y contemplar una realidad tan huidiza como el aliento de un moribundo; una tierra sutil, surcada por vientos levísimos, innombrable y en verdad incomprensible. Es una experiencia inaprensible, pero ellos perseveran en dar consistencia razonable, gramatical, a las intuiciones que cultivan con los ojos cerrados desde hace milenios.
La ocupación militar de su país por las tropas chinas los sacó de su ensimismamiento medieval y los empujó al exilio. Dispersos por el mundo exterior, padeciendo las trágicas soledades de su Éxodo, aprendieron los modos de un siglo ajeno y extraño. Pero adoptaron inmediatamente las instituciones extranjeras: fundaron su parlamento, convocaron elecciones entre los exiliados y eligieron a sus representantes. Como una especie de ensayo general de lo que harán el día en que puedan regresen al Tíbet. De este modo no sólo legitiman su presencia en el mundo de hoy sino que resuelven lo que por su cuenta no habían descubierto: una versión política del budismo. Libertad, igualdad y tolerancia.
Aún así, su activismo pacifista no ha sido debidamente ponderado por Occidente -aunque se le concediera el Premio Nobel de la Paz al Dalai Lama- ni sagazmente temido por China hasta hoy: cuando un atleta con la antorcha en la mano corre el riesgo de tropezar y caer al suelo ante las cámaras de todo el mundo.
Las autoridades chinas van descubriendo el poder de la cultura mediática global desde el día en que reclamaron para Pekín la sede de los Juegos Olímpicos: la imagen de monjes golpeados y detenidos no solo revela el origen y destino del régimen chino sino la incongruencia de un espectáculo deportivo organizado para ensalzar la competencia pacífica de los ciudadanos.