Basilio Baltasar
Estuve en Burma el pasado verano mientras se gestaba el levantamiento de los monjes budistas. Los miembros de la resistencia lo alentaban con esperanza pero lo temían fatalmente. El recuerdo de la última matanza perpetrada por los militares mantenía viva la secuela del horror y hacía previsible el desenlace de la protesta. Aún así, la población, adornada con extrañas virtudes, se encaminó de nuevo hacia el sacrificio y de nuevo fueron degollados.
La opinión pública internacional se soliviantó, los gobiernos democráticos protestaron, las Naciones Unidas condenaron el abuso de poder, la prensa de todo el mundo difundió las imágenes de una represión brutal pero indolente, cansina. Lobos saciados matando ovejas en un cercado.
Los militares birmanos se apoderaron de su país antes de organizarse las complicidades de la Guerra Fría y desde entonces gobiernan inmunes a la deriva ideológica y económica de nuestra época. Aislados del mundo por el recelo de su autarquía castrense, ejercen con impunidad el dominio feudal sobre unos súbditos sometidos a su indigencia moral. Astutos y codiciosos, los militares gozan los privilegios de un prepotente mandato desde la satisfecha ignorancia de su inconcebible necedad. No saben nada de economía, industria, agricultura, educación o sanidad. Su pericia son los desfiles y a juzgar por la prominente barriga que se distingue bajo sus uniformes verde olivo no parece que ni siquiera de eso sean capaces.
No concluyen aquí los episodios de la tragedia birmana. Cuando los militares hayan saqueado las riquezas de Burma (bosques y minerales) y la quiebra del país amenace sus cuentas corrientes abandonarán un Estado destartalado y lo dejaran a merced de los oportunistas que, aprovechando la ausencia de instituciones reguladoras y la candidez de una población bondadosa, se abalanzarán sobre los restos del botín y harán más perfecto el expolio y la explotación.
Una descomunal tormenta ha devastado al país y nada tienen los birmanos para hacer frente al hambre, las plagas, los heridos y los enfermos que se arrastran por los campos anegados. Con el rictus de su estúpida mueca autoritaria, un grupo de militares contempla la riada de escombros y los cuerpos sin vida que flotan en las aguas pestilentes. Su primera orden ha sido tajante: prohibir la llegada de la ayuda internacional.