
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Madoff fue el protagonista estelar de la crisis económica no por la cuantía estafada a sus clientes (más de 35.000 millones de euros) sino por la condición selecta de sus víctimas. La catástrofe que se abatía sobre una economía en quiebra, amenazando con dejar en la ruina a medio mundo, nos exigía poner en escena a unos afectados que no fueran los desdichados de siempre. Los pequeños inversores que seducidos por los intereses del capitalismo popular confiaron sus ahorros a los expertos financieros, no consentirían ser despojados sin comprobar que, al menos por una vez, todos pagamos el precio de la avaricia.
Parece un pobre consuelo personal pero su eficacia psicológica y política a gran escala es muy notable. Los estafados por el osado y prestigioso Madoff (dos alabadas cualidades del juego bursátil) fueron los banqueros, actores, empresarios y abogados cuyo llanto reforzaba la imperiosa banalización de la crisis: si el gran mundo la padece, nadie es responsable del colapso.
La soledad de Madoff en el presidio, repudiado incluso por su ofendida y repentinamente escandalizada esposa, ilustra nuestra capacidad de representación y la habilidad colectiva para conjurar los demonios que nos sacarían con una patada del gran sueño.
Por otro lado, la extinción de la ética que parecía erigirse contra la impunidad financiera, articulando mecanismos de regulación inéditos y prometiendo controles de enorme rigor contable, permite modular mejor la moraleja de nuestra Crisis. Esta sería la traducción del mensaje que todavía permanece codificado tras la laboriosa agitación de los últimos meses: nuestro enriquecimiento masivo no es una obscenidad sino la condición necesaria de vuestra exigua economía de subsistencia y trabajo duro. Ciertamente, vuestro salario de mileuristas es penoso, pero ya veis lo que pasa: o esto, o el paro. Así funciona.