Basilio Baltasar
El tono elegido por la Iglesia española es la expresión torva y amarga de unas intenciones indescifrables. ¿Acaso pretende la Conferencia Episcopal enarbolar el estandarte de una insurrección popular? ¿Enviar a los más furiosos de sus fieles contra nuestro precario estado de tolerancia?
Es en verdad enigmática la doctrina adoptada por los obispos. Su condena de los homosexuales, los preservativos y "las relaciones prematrimoniales" (esta descripción de los amoríos adolescentes es un arcaísmo que deberían pronunciar en latín) responde a su habitual obsesión por el sexo, pero su abominación de la carne no es incompatible con la indulgencia que ofrecen a los sacerdotes procesados por pederastia.
Confiar en que la parroquia de los creyentes de buena fe será ajena a la enseñanza de estas contradicciones ya demuestra hasta qué punto los responsables de la Iglesia están fuera de órbita.
Y es precisamente el abismo que hay entre su furia política y sus ideales de mansedumbre el que debe hacernos temer la extraña mutación operada en el seno del catolicismo español.
Ya no se trata de resucitar -en ausencia de otros milagros- al fantasma de la Guerra Civil española, el más persistente de los espantajos del miedo nacional, sino de encarnar el fanatismo de los fundamentalistas evangélicos. Los prelados no quieren identificarse con la ley y el orden del Estado, sino capitanear el levantamiento contra la sociedad civil y sus instituciones.
Las consignas contra la Educación para la Ciudadanía, la reglamentación del aborto y el matrimonio homosexual, por ejemplo, no sólo son juicios para el discernimiento moral del feligrés, sino un llamamiento a destruir las leyes vigentes. A esto se dedican ahora los obispos españoles.