Como hemos visto hasta el momento, la forma más sencilla y habitual de que aparezca el personaje de viva voz en el relato es apelar al discurso directo. Este permite «escucharlo» sin (aparentemente) la intermediación del narrador, que se inhibe momentáneamente y ofrece la posibilidad de que sus personajes se manifiesten sin interferencias. Pero a veces es necesario que sea el narrador el que se encargue de decirnos lo que hablan los personajes. Actúa así como intermediario, gracias a la oratio oblicua, entre el personaje y nosotros. Se trata del discurso o estilo indirecto. En el habla coloquial es bastante frecuente pues quien cuenta una pequeña anécdota o situación se propone como intermediario de la voz de los otros participantes de dicha anécdota. «Me encontré con Javier y me dijo que no había podido ir a clase. Yo le pregunté que por qué y me contestó que estuvo enfermo.» Como podemos observar, aquí el narrador nos dice lo que dijo el otro, cuya voz queda así acoplada al discurso del narrador. El discurso indirecto es muy fácil de localizar pues siempre tiene el verbo y la partícula «dijo que». Naturalmente, ya lo sabemos, el verbo «decir» se puede cambiar por otro que indique lo mismo. Lo importante es que este vínculo le permite al narrador seguir manejando la situación sin perder las riendas y además avanzar con rapidez en ciertos tramos o pasajes del relato que de otro modo serían demasiado largos. Así, una de las ventajas del discurso o estilo indirecto es que permite acortar aquellos pasajes en los que el narrador elige pasar rápidamente, dándole preeminencia a otros, cuya importancia resulta mayor en la narración.
«Aquel hombre me miró con desdén y dijo que él realmente no se fiaba de los músicos que iban mostrando su carnet del sindicato, como si este fuera algo importante para su oficio. Además, agregó que un carnet se lo podía hacer cualquiera.
-Hasta yo mismo tengo uno. »
Observen la rotundidad de la frase final, que destaca de todo lo que ha dicho anteriormente el personaje en discurso indirecto. Ello es así porque se ha elegido una frase en discurso directo que se desprende del parlamento previo, otorgándole mayor énfasis.
«-- Yo no me fío de los músicos que van mostrando su carnet del sindicato, como si este fuera importante para su oficio. Además un carnet se lo puede hacer cualquiera. Hasta yo mismo tengo uno.»
Naturalmente, en el segundo ejemplo, llevado todo a discurso directo, se pierde la jerarquía de la frase al concederle a todo el parlamento del personaje el mismo nivel. Prueben ponerlo todo en discurso indirecto y verán que ocurre lo mismo. Este último permite además evitar uno de los grandes problemas de verosimilitud que tienen las narraciones que abusan del estilo directo: Es imposible trasladar la oralidad al lenguaje escrito sin que pierda en el trasvase parte de su esencia. Por ello, los buenos narradores saben que casi nunca deben apelar al discurso directo de forma masiva: prefieren usar el indirecto y salpimentarlo con el estilo directo para lograr una combinación más rica. A veces incluso se pasan fácilmente al siguiente discurso que veremos en quince días: el discurso o estilo indirecto libre.
La propuesta de la semana
Como hemos hecho en otras ocasiones, esta vez no propondremos como consigna que nos envíen nada. Mas bien les solicitamos que busquen y cuelguen breves fragmentos de cuentos o novelas donde se use el discurso indirecto. Pueden ser párrafos de máximo diez o quince líneas. La razón es muy sencilla: antes de pedirles un nuevo texto, como haremos en la próxima clase, donde hablaremos del discurso indirecto libre, nos resulta importantísimo saber identificar sin lugar a dudas un discurso de este tipo, pues de lo contrario resultará muy difícil pasar a la siguiente lección y aplicar estos conocimientos tal y como haremos en dicha consigna. Unos vez colgados los ejemplos, esperamos que sean punto de partida para comentar y debatir acerca de las ventajas y desventajas de estos dos tipos de discursos vistos hasta el momento. Les recomendamos muy encarecidamente que lean (quienes tiene la oportunidad de encontrarlo) el libro de Javier Tomeo Diálogos en re mayor.

La primera elección nos remite a una mera transacción, en tanto que la última es fundamentalmente un juicio de valor. Y ese carácter discrecional que a menudo los lectores molientes y corrientes no tenemos en cuenta es el que crea una gran confusión a la hora de valorar una novela. Para cierto tipo de lector, la literatura empieza y acaba en los best sellers, cuyo hábitat natural son las grandes superficies. Lo demás es un rollo indigesto para culturetas y snobs. Para otro género de lector, acaso más exigente (o más pedante, según se mire) la literatura sólo es un bocado exquisito que se adquiere en los Delicatessen que son ciertas librerías con solera y no tiene nada que ver con esa junk food literaria que se compra en Alcampo, justo al lado de la sección de bricolaje. Naturalmente que hasta una fotocopiadora es capaz de advertir que hay toda una gama de grises entre el blanco y el negro, pero por desgracia la persistente polémica entre los defensores y detractores de ambas maneras de encarar la literatura parece demostrar que seguimos confundiendo transacción con valor.
(Resulta paradigmático que mientras el hombre llegaba a la luna, la máquina de escribir seguía siendo básicamente la misma que el viejo Cristopher Latham Shole inventara en 1868...) Así, el mercado del libro parece haberse movido en estas últimas décadas con una lentitud de carretera comarcal, mientras que en otros ámbitos comerciales y sociales todo parecía transformarse gracias a un vertiginoso ancho de banda. Internet estaba allí, pero los editores, agentes, los libreros y los propios escritores no sabían muy bien qué hacer con ella... excepto enviar y recibir de vez en cuando manuscritos por correo electrónico. Se sospechaba que había un mercado editorial importante en la Red de redes, pero no se atisbaba exactamente cómo sacarle partido.
Los premios literarios están todos amañados: ahí tienen otra de esas mentiras que han prendido aprovechando la yesca de la suspicacia, tan abundante en este mundillo algo reseco de nuevas ideas. Es cierto que muchos de ellos, sobre todo los más importantes, están destinados a personajes conocidos, a escritores más o menos de relumbrón cuyos solos nombres resultan un gancho para las rápidas ventas de sus libros. Más vale no presentarse a ellos. Y por lo mismo, ya que todo el mundo parece saberlo igual que yo, tampoco me resulta claro que siempre haya tantos concursantes, edición tras edición. Tanto olímpico enfadado con la venalidad de esos premios a los que muchos envían por triplicado sus trescientas páginas de novela esperando que la calidad sin fisuras de su obra se abra paso en el magín de los jurados...y por fin se haga justicia!