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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Doble amputación

La decisión de Angelina Jolie: sorprendente, sofisticada, no sé modélica pero valiente. El estereotipo de mujer adjetivada de sexy, rebelde e incluso salvaje, la mujer tatuada, comprometida, con una buena prole y un marido icónico decide hacerse una doble mastectomía y comunicarlo al mundo entero en formato clásico: una carta abierta en The New York Times. Jolie aprehende algo de cada uno de sus papeles de heroína desmelenada que puede con todo, y ahora trata de hacer pedagogía con su radical voluntad de controlar su salud. En un principio me asalta el vértigo: si una de cada dos personas tiene riesgo de sufrir algún cáncer en su vida, ¿la prevención puede consistir en algo más que en dejar de fumar y hacerse chequeos? Extirparse órganos como si el cuerpo estuviera compuesto por piezas recambiables a fin de eliminar la sombra amenazante de la enfermedad parece una opción elitista. La palabra cáncer es paralizadora. Un aire denso lo invade todo cuando la vida se escora hacia la ficción, o eso crees. Cuando a tu alrededor sucede y señala a quienes más quieres, se impone una sensación de irrealidad. También la premura de aferrarse a la vida al entrar en un tiempo congelado que no se corresponde con el cronológico, el tiempo de la enfermedad y con él la sensación de sentirse morir un día y resucitar al otro, de renovar esperanzas a plazos, de sentir el punzón del peligro pero también el aliento de ver amanecer. Por ello es reseñable el acto de Jolie al manifestar públicamente que se ha amputado en un tiempo donde se sigue exaltando la perfección y la construcción ficticia de la feminidad. Hablo con el doctor Miguel Hernández-Bronchoud -treinta años de experiencia en la lucha contra el cáncer, y pionero en estudiar la psicología de percepción del riesgo: el real y el subjetivo-. “En España -con un índice de curación del 80% de cáncer de mama- sólo un 10% de las mujeres eligen una mastectomía profiláctica. Los resultados cosméticos son variables y un importante porcentaje de mujeres no quedan demasiados contentas”. Hay algo de excepcional en la decisión de Jolie al manifestar que se ha amputado ante el riesgo a padecerlo, como su madre, en una época en que el dictado cultural que impera en las narraciones del cuerpo femenino está más vivo que nunca. Ahí es donde su lógica estremece: el erotismo de alfombra roja, de generosos escotes, se sustituye por la determinación de dos prótesis. Y en el mensaje discretamente anida el dolor de tantas mujeres que han tenido que luchar contra sí mismas, que han sentido el temblor existencial pero también la pérdida de lo que entendían que las hacía más mujeres, desde el cabello hasta el pecho. Que han conseguido hacer reversible la fatalidad, incluso que han transformado ese trémulo tempo de la enfermedad en un tramo vital que las ha hecho más sabias y más mujeres. (La Vanguardia)

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20 de mayo de 2013
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La vida admirada

Qué diferente es la vida cuando se contempla desde fuera y se admira como un paisaje -incluso cuando se escribe, se evoca o se fotografía- de cuando uno se interna en su bolsillo interior. La vida es un traspié. Lo cuenta en breve, y con una recreación tan elocuente como teatral, Fernando Savater en la comedia filosófica recién publicada por Anagrama donde ficciona una tarde con Schopenhauer. Como asegura por boca del filósofo alemán, tropezamos nada más nacer cuando dimos el primer paso en falso, y todo lo que viene después son rodeos y tumbos hasta que nos estrellamos. Porque, y aquí es donde insiste en el núcleo de su pensamiento: “Admirar la vida al contemplarla genialmente reproducida nos hace olvidar por un rato que la padecemos”. De ahí que nos representemos a nosotros mismos como espectadores, y tomemos la distancia necesaria para perdonarnos cuando cometemos errores e incluso para aplaudirnos cuando logramos un acierto que pasa desapercibido. El ser humano necesita ser reafirmado. Desde pequeños recibimos el aplauso de los mayores cuando satisfacemos sus expectativas, y ese eco nos acompaña siempre, con un pellizco infantil, a pesar de la experiencia. Hoy, en un mundo hostil, competitivo, y más que nunca necesitado de terapia, vale la pena revisar el elocuente pesimismo de Schopenhauer en nuestra apasionada crónica sobre la amargura. Y a menudo justifico mi atracción por los análisis psicológicos sobre nuestras preferencias, ya que en ellos se refleja como en un espejo esmerilado toda la ilusión de una vida deseada. Entre los estudios que más me han llamado la atención acerca de lo que deseamos, por supuesto de forma idealizada, destaca el que acaba de publicar la revista Psychology of Music: las mujeres se sienten más atraídas por los hombres que tocan un instrumento, en especial una guitarra. Mientras los investigadores dan vueltas para hallar una explicación -que va desde los orígenes históricos de la música en los rituales de cortejo hasta la relación entre destreza musical y la exposición prenatal a la testosterona-, yo me inclino a invocar la deriva romántica. Esa que sigue envolviendo nuestra insatisfacción, la misma por la que tendemos a pensar que el actor principal de nuestra vida se acerca y nos elige. Esa vida admirada, tan diferente a la padecida, proyectada en imágenes y con banda sonora: un hombre con una guitarra, los zapatos polvorientos y una sonrisa radiante, ¡la rudeza civilizada y el virtuosismo en el mismo ser humano! Clichés que nos acompañan en nuestros voluntarios tropiezos al tratar de escapar del blanco y negro y pasar al flúor para hacerlo todo más vivaz y soportable, aparentemente. (La Vanguardia)

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15 de mayo de 2013
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Sé tú mismo

Hubo un punk puro que alentaba lo artesanal y autodidacta y que eternizó el lema Do it yourself -hazlo tú mismo-, el mismo del que años más tarde se aprovisionaba el mercado, desde la moda al floreciente negocio de la autoayuda. Y que, cosido con imperdibles, le plantaba cara al orden, al sistema y a los salones de té. Con la lengua fuera, esos nuevos dadaístas de cuero y metal no eran tan diferentes al Rimbaud del pelo pintado de verde o al desafiante Lautréamont que, sentado al otro lado de la página junto al lector, invocaba el odio como sentimiento creativo en sus Cantos de Maldoror. Pero a aquella contracultura, contrasistema, contra-uno-mismo que emergió del rechazo como actitud ante la vida, le sucedió el cash flow. Los imperdibles se convirtieron en tendencia de la mano de Versace y Elizabeth Hurley, y las camisetas y los tejanos desgarrados hicieron las delicias de los nuevos pijos bilingües asentados en la superficialidad multiplataforma. Ahora, con la recién inaugurada exposición del Metropolitan neoyorquino, el punk se muestra como última vanguardia histórica, eso sí, centrada en la moda y pasando de puntillas por su dolor existencial. Porque en aquella huella de movilización contestataria que gritaba bien alto contra el servilismo y la autoridad, había bronca nacida no sólo de las periferias industriales de cemento gris, ni del thatcherismo o del antimilitarismo, sino de un desengaño vital que convergió en una defensa a ultranza de la individualidad a golpe de anarquía: tu vida es tuya. A día de hoy, ya puede permitirse una lectura romántica del punk porque, a pesar de los intentos de ridiculizarlo, de convertirlo en una anécdota de crestas, clavos y piercings, e incluso en tendencia por parte de las multinacionales del lujo, abrazó la palabra libertad sin mencionarla. En su lamento existencial, todo aquello que empujaba en contra del trabajo, como base del sistema capitalista que despreciaban, se cargaba de actitud crítica, desafío y rebelión. Y con un desesperado deseo de hacer que la vida fuera interesante. Por ello es afinadamente oportunista este homenaje a aquellos que cuestionaban la falsa libertad en nuestras sociedades modernas y exaltaba el ser uno mismo, justo en tiempos de movimientos sociales y no culturales. Las protestas contra la ley Wert protagonizadas por padres, profesores y alumnos -las células más latentes de futuro- lograron al menos una pausa. “A la ley le faltan algunos retoques”, vinieron a decir desde el Gobierno. En triste sintonía con el No future, aquellas pancartas que otro día en Madrid rezaban “La educación es un arma de construcción masiva” buscaban ecos de botas militares y bombardeos en el desierto al atardecer como una imagen plástica frente al silencio y la mística de un aula. Allí donde se adquiere la única contraseña para poder ser uno mismo, y aun así no siempre funciona.

(La Vanguardia)

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13 de mayo de 2013
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Bikinis y niqabs

En el vestíbulo del hotel The Torch, el edificio más alto de Doha, en The Pearl, donde anclan los yates más presuntuosos de Qatar, o en el higienizado zoco de la capital del país con mayor renta per cápita del mundo sólo tengo ojos para ellas, cubiertas de negro la cabeza a los pies. Porque mientras en las piscinas del Intercontinental las turistas se pasean en bikini, una legión de mujeres árabes contrarrestan el paisaje epidérmico velando su identidad. “Es por tradición, son fieles a sus creencias”, me dice una mexicana que se ha mimetizado de tal forma que lo considera una costumbre muy respetable. “Es algo cultural -añade- como cuando ustedes se ponen el traje de flamenco”, y por un momento tiemblo ante la posibilidad de que alguien nos impusiera los faralaes como código de vestimenta. Escandalizadamente etnocéntrica, le respondo que además de tener que andar a tientas, algo bien incómodo a ciertas edades, esas mujeres carecen de rostro público. “No lo había pensado”, responde con su rímel y su traje gris. La interpretación literal de los versos del Corán en los que Mahoma insta a que se hable a las mujeres tras un velo -literalmente, una cortina- no superaría con éxito un examen de comentario de texto de bachillerato. El rigorismo islamista entendió que las mujeres debían quedar cubiertas por la cortina, llevando al extremo la imagen plástica del profeta. “Lo hacen por religiosidad personal pero también por comodidad”, afirma un joven esposo en la cola de embarque. Su mujer va cubierta de la cabeza a los pies, pero cuando llegamos a la T4 se ha desenmascarado y luce un hiyab fashion de los que escribía hace unos días en este periódico. Otra mujer qatarí, cubierta de negro como un fantasma, me confiesa que de esa manera no se siente intimidada por la mirada de los hombres. Pienso en la deriva de las sociedades donde sus mujeres aún son intimidadas por la mirada masculina. Sólo lo políticamente correcto habrá impedido que algún audaz editor de moda no haya fotografiado la nueva colección de complementos primavera-verano sobre los niqabs que cubren a las mujeres del Golfo. No se puede frivolizar con este tema, habrían dicho en la redacción. Demasiado esnob y socialmente condenable. Ahí está el Gobierno indonesio, que se rebela contra el rancio certamen de miss Universo por atentar contra la moral. O las azafatas de Turkish Airways, que ya no podrán pintarse ni los labios ni las uñas de rojo. Ese miedo a colorear la feminidad y amordazarla en el espacio público, en nombre de la fe. Ese regenerado ímpetu fundamentalista que ha reducido las primaveras árabes a la noche de los tiempos. “En privado, son mujeres arrolladoras”, me asegura un diplomático veterano en la zona. Cómo no. (La Vanguardia)

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8 de mayo de 2013
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A vueltas con Hitler

Identidad nacional y nazismo. No hay peor lugar común, tan demagógico. Ojalá tan sólo fuera ligereza, incompetencia, pero esos símiles constantes que tanto valen para los escraches como para la defensa del uso del catalán logran que todo palidezca. Todo significa historia y memoria. No hace falta que abunde en las consecuencias del mayor genocidio de la humanidad -seis millones de judíos exterminados-. Ni en lo poco que a muchos ciudadanos judíos de Frankfurt o Berlín les valió su alemanidad -ni siquiera el haber blandido el sable por su país en la Gran Guerra- para evitar la cámara de gas, demostrando lo subjetiva que puede ser la cuestión identitaria según la carga ideológica que la sostenga. Pero ese no es el tema. El nudo podría explicarse con la ley de Godwin, la que se ha utilizado para identificar trolls en los ciberforos y que ahora sale de internet para instalarse en la vida no tanto cotidiana -afortunadamente- como mediática. Señala Godwin que a medida que una discusión on line se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis aumenta exponencialmente. Esta máxima, aplicada a España, no tiene parangón ni en la cantidad ni en la relevancia de los personajes que se suman a ella. Con cuánta frivolidad hemos escuchado llenarse la boca con la palabra nazi, de forma gratuita, vacía de contenido. Desde los programas del corazón a los “argumentos” políticos como el de Francisco Vázquez, comparando a los judíos con estrella amarilla con los niños castigados por hablar castellano en el recreo, o el de Cospedal relacionando a Ada Colau y los escraches con el “nazismo puro”, se evidencia a diario el escaso rigor histórico y la escasa conciencia objetiva sobre el holocausto en un país que ha tenido serios problemas con su memoria histórica. Una España entre remilgada y temerosa de reabrir tumbas y expedientes, de revivir el pasado, que se permite frivolizar con el terror ajeno. Y que a diferencia del resto de Europa, evitó cualquier intento de reparación histórica. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los cines europeos proyectaban imágenes de los muertos apilados en las fábricas de muerte nazis, pedagogía que, en cambio, nunca se impartió en el franquismo hasta el extremo de que la primera lección sobre la shoah llega con la transición gracias a la serie Holocausto, de Meryl Streep y James Wood, y lo recordamos ya que ese día nos dejaban acostar tarde al tratarse de una “serie educativa” para padres e hijos. Por ello resultan tan amorales esos jueguecitos dialécticos que lejos de cuestionar una política lingüística, incluso de satanizarla, quedan enterrados en su propia perversidad. Cierto es que aquí la banalización del holocausto no es delito, pero ello no es excusa para que se cruce la línea entre la decencia y la vergüenza en nombre de España. (La Vanguardia)

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6 de mayo de 2013
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¿Por qué casarse?

Este hombre de más de dos metros, bíceps de acero y dentadura cegadora, Jason Collins, que ha confesado: “Soy un pívot de la NBA de 34 años. Soy negro. Y soy gay”. Fue la información de deportes más clicada del día en la red, aunque muchos se preguntaban si en verdad podía considerarse una noticia en pleno siglo XXI. De ello no hay duda. Primero, porque es el primer jugador de la famosa liga en activo que reconoce su homosexualidad y con su gesto desafía al mito del vestuario. Segundo, porque la politización de sus declaraciones no se ha hecho esperar, y Bill Clinton ha abrillantado sus palabras, “necesarias, tranquilizadoras y fértiles, además de valientes”. Y en tercer lugar, porque Collins no podía seguir viviendo en la impostura. En la entrevista, concedida en exclusiva a Sports Illustrated, explicaba que tomó la decisión tras los atentados de Boston: “Si las cosas pueden cambiar en un instante, ¿por qué no vivir honestamente?”. Clinton ha subrayado la oportunidad del momento: que la confesión de Collins coincida con que diez estados norteamericanos hayan legalizado los matrimonios homosexuales, a la vez que la aprobación de la ley, el pasado 23 de abril, en la libertina Francia donde las agresiones homófobas han demostrado cuán enquistados están los prejuicios. Y, a contracorriente, nuestra aportación local, las declaraciones de Rouco Varela acusando de tibieza al Gobierno de Rajoy por no derogar la actual ley a fin de “restituir a todos los españoles el derecho de ser expresamente reconocidos por la ley como esposo o esposa”. El mundo es una cabina de mandos con capacidad retroactiva. Hace unos días, el sociólogo Andrew J. Cherlin se preguntaba en The New York Times por qué sigue habiendo cierta obligación de casarse en EE.UU. si la sociedad ya acepta plenamente a los solteros. Y lo que es más importante, cuando muchas parejas reconocen no haber notado diferencia alguna entre tener o no tener papeles. Las razones esgrimidas en las encuestas que cita Cherlin apuntan a que casarse constituye aún hoy un signo de éxito personal, una mezcla entre alcanzar sueños y cumplir objetivos. Y ese subtexto es el que están asumiendo la Administración de Obama o la de Hollande al promover la aprobación del matrimonio homosexual: casarse no sólo garantiza un puñado de derechos, sino que representa una especie de meta, incluso de señal de distinción que en nuestro imaginario se corresponde a una feliz vida en pareja y a un estatus social. Pero a menudo se amortigua la idea de que el matrimonio, hetero u homo, es una opción libre y universal. Una opción de vida entre dos. De ninguna manera un mandato. (La Vanguardia)

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1 de mayo de 2013
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?No molestar?

Los valores de la bolsa que vomitan los canales económicos producen un efecto adormidera, entre el mareo y el infinito. Parecen aún menos tangibles que los partes meteorológicos, donde los propios pictogramas de sol o nubes hacen posible que podamos construir un paisaje imaginario, y pasar del invierno glacial al sol caribeño con levedad. Si además de observar la secuencia de los valores, atendemos al lenguaje, nos encontramos con fórmulas como: “anorexia financiera”, “crecimiento negativo”, “factor de sostenibilidad de las pensiones”. O “movilidad exterior” en lugar de “fuga de talentos”. La economía se apresta a acuñar perífrasis para hacer más digerible el problema. Pero el eufemismo, y más cuando el FMI alerta del peligro de una cronificación de la crisis, se convierte en el síntoma más claro de la no aceptación. Podría tratarse de un mecanismo de defensa para cegar el conflicto, como suele ocurrir con la adicción, la infidelidad e incluso el maltrato. Qué arduo trago el de identificarlo y reconocerlo, sobre todo por lo que aguarda después, ya que exige espíritu de lucha y sacrificio. En realidad, el ser humano posee una gran predisposición a negar lo que ocurre. A menudo pretendemos que la escena que vivimos sea como la hemos deseado. Y pocas veces sucede. En este tiempo de satisfacciones inmediatas y gratificaciones instantáneas, el nivel de frustración es tan elevado como el del déficit. De ahí que los valores financieros que regurgitan los canales temáticos o las páginas de economía de los medios posean un halo irreal, como si en verdad no fuera con nosotros, aunque su amenaza latente nos abrume. Por ello me detengo ante el libro de un antiguo monje budista británico, Andy Puddicombe, que glosa las ventajas de la meditación: “Consigue un poco de espacio en tu cabeza”. Sus teorías me intrigan, porque a menudo no logro pacificar el desasosiego que me produce que alguien hable a gritos en el avión o el tren, que pase las páginas del periódico con un estruendo amenazador, o que desde la mesa de al lado invada con su conversación mi plato. Las ideas del fundador de Headspace tienen mucho que ver con el estoicismo y la piadosa resignación, aunque acaban derivando hacia algo más novedoso, que guarda relación con la tan coreada plasticidad del cerebro: al aceptar el ruido y prestarle atención, asegura, la mente acaba aburriéndose y desconecta. Según parece, el mecanismo planteado por Puddicombe tiene que ver con la resistencia mental que mostramos ante lo que nos desagrada o nos amenaza. Acaso siguiendo esa lógica, los eufemismos de la crisis vengan a ser como esas medidas forzadas para lograr algo de armonía en un vagón de tren. 6.202.700 parados reclaman espacio en nuestras cabezas, mientras crece el temor de que al atender tal caudal de noticias pésimas, nuestros cerebros se anestesien y cuelguen sin dilema el cartel de “no molestar”. (La Vanguardia)

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29 de abril de 2013
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50 sombras del feminismo

Así se titula un libro, hábilmente presentado como respuesta al éxito de la célebre trilogía de E. L. James -50 sombras…-, que sigue traduciéndose con vigor y alimentando en todo el mundo fantasías románticas de sumisión, caviar y bondage. Un grupo de autoras toman como punto de partida La mística del feminismo de Friedman y se dedican a analizar el denostado “ismo”, que a menudo se ha identificado con la fobia, o lo que es peor, con la guerra contra los hombres, en lugar de blindarse gracias a la única noción radical de este: las mujeres son personas. Desde la sexualización de las niñas hasta la desigualdad de sueldos, los males de la pornografía o las esposas objeto de los futbolistas, las sombras que acechan al feminismo parecen aún opacas e inamovibles. Pero también hay miradas triunfalistas, no exentas de sarcasmo, como la de Sandi Toksvig cuando relata cómo, en una ceremonia de graduación, las chicas iban vestidas como prostitutas, hasta el extremo de que no podían sostenerse sobre sus altísimos tacones y tenían que apoyarse en sus padres: “En mi tiempo podías ser literata o prostituta, pero no ambas cosas”. A menudo se señala al sistema para identificar la bestia negra que retrasa el derrumbe de los techos de cristal. Pero ¿qué hay de nosotras y nuestra herencia? “¿Por qué cuando un hombre me mira a los ojos, sigo bajando la cabeza?”, se pregunta mi amiga Esther, quien asegura que se enfada consigo misma por no poder dominar ese gesto de inhibición acaso registrado en sus pliegues culturales y biológicos que obliga a claudicar incluso a las más liberadas. Como si, aherrojadas por el veneno de siglos, se sintieran desnudas al mantener la mirada y un instinto paralizador les ordenara mostrase cabizbajas. Pienso en todas esas miradas cruzadas. Hombres y mujeres que por un instante logran que algo suyo nos atrape. El juego del azar nos sigue enamorando hasta el extremo de que se convierte en el primer asunto que una pareja comparte y va agrandando a lo largo de los años. Y son bien pocas aquellas que reconocen que él, un día, la miró por primera vez a los ojos y ella rehusó su mirada. Pienso en aquellos que dicen: “Ahora mandáis vosotras. Sois las que decidís cuándo queréis sexo y cuándo no”; atrevidas, competitivas, sagaces, depredadoras… describen a una nueva raza de mujeres liberadísimas y sin miramientos. Por otro lado, escucho el tan manido “ya no hay hombres que valgan la pena” por parte de quienes defienden las virtudes de la soledad, aunque anhelen todo lo contrario. Eso sí, cuando un hombre las mira a los ojos, inexplicable pero no deliberadamente, continúan bajando la mirada. (La Vanguardia)

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25 de abril de 2013
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La bien librá

La imagen digital de Isabel Pantoja desvaneciéndose entre la muchedumbre se congela entre estampados y gafas de sol, y por un momento recuerda a otro país. Aquel que un día se llenó de fontaneros que instalaban fuentes de oro y colgaban Picasso en los retretes. El que descorchó botellas de Dom Pérignon, aunque apenas supiera pronunciarlo, y empezó a fantasear con hacer vinos como quien se hace unas tarjetas, con ese impostado disimulo del nuevo rico que, en un restaurante Michelin, acaba comiéndose el pan del vecino porque desconoce que el protocolo tiene izquierda y derecha. Fueron tiempos donde quien mejor robaba ascendía socialmente con un aplauso cerrado. Cuando la ejemplaridad parecía un asunto de tontos, la ética una chorrada para pusilánimes y la moral una antigualla de la que por fin podía uno librarse como de un asfixiante corsé. Sí, esas estampas ya tan descoloridas, pero que hace tan solo una década amenizaban la vida social de un sistema que parecía estirarse como un chicle, flexible y blando, aparentemente inocuo. El nivel de vida se convirtió en un espejismo, y mientras una gran parte de ciudadanos de a pie pagaban sus impuestos y acababan el día reventados, otros se llevaban el dinero en bolsas de basura a sus casas de mármoles rosados. “Es un milagro, es más que suerte el haberte conocido”, le cantaba la Pantoja en 2004 a aquel hombre de pantalones subidos hasta el cuello mientras paseaban por Puerto Banús, entre yates y cartiers. Por entonces, en la discoteca Olivia Valère se mezclaban Hohenlohes y Pajares, flamencos y modelos, exmisses y toreros. Hasta que la llamada operación Malaya decidió contabilizar, uno a uno, los billetes que llenaron aquellas bolsas de basura. El hilo parecía interminable y la palabra corrupción empezó a sentarse a diario en el sofá de aquellos que contemplaban atónitos a una pandilla de sinvergüenzas que seguían sonriendo como si aquello fuera una gran equivocación. Pero todo parecía posible, incluso pagar por un pollo “a la Pantoja” en el restaurante La Cantora. No sólo el pollo y el restaurante fracasaron, sino que se hizo interminable el circo mediático de los paparazzi que ellos mismos habían reunido. “Dientes, dientes, que es lo que les jode”, dijo ella en una auténtica clase de simulación a fin de poner a buen resguardo la vulnerabilidad. Pero llegaron los primeros tribunales y condenas, y la Pantoja empezó a cantar “cartas a Alhaurín” -la primera prisión en la que estuvo Julián Muñoz-. Hasta que la madeja se fue enredando, y un día ella cambió de idea: “No tengo tiempo para el amor”. Su desmayo tras la condena por blanqueo de capitales ilustra esa España reventona y zalamera que se creía intocable. El otro día, en Málaga, la muchedumbre jaleaba a su tonadillera y la escena parecía de vodevil, aunque en verdad representara las ruinas de un país que se rompió, como el amor. (La Vanguardia)

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22 de abril de 2013
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El barman de Nabokov

La habitación 706 está por hacer. El huésped que acaba de liquidar su cuenta apenas ha dejado huellas. Como si de un hotel-museo se tratara. Como si allí siguiera durmiendo Nabokov. Las sábanas abiertas tan sólo por el lado derecho; la almohada ligeramente aplastada, el balcón entreabierto y las cortinas bamboleando con la brisa a orillas del lago Léman. Piso de puntillas, con un pellizco mitómano que por un instante invita a creer en los fantasmas. Me asomo al balcón. ¿Qué veía Vladimir Nabokov ?V.N. como a menudo se refería a él su mujer? durante los dieciséis años que vivió en aquella estancia, comunicada con otros dos cuartos de la misma planta donde su sirvienta española, Pepita, freía unos huevos y Vera tecleaba manuscritos? Los reflejos de la luz entre el lago y la montaña emblanquecen los cristales de la habitación, que adquiere un aire de reliquia. Sabes que allí se despertaba uno de los grandes escritores de la historia, entre las seis y la siete de la mañana, invariablemente. Que empezaba a escribir de pie frente a un atril, aún sin afeitar, mucho antes de leer los periódicos, bendecido por ocho horas de sueño con gorro y camisón. Que a las nueve desayunaba, revisaba el correo y paseaba con su esposa, Vera, por la orilla del lago, donde a menudo se sentaban y con un lápiz bien afilado corregían alguna cuartilla. En los muelles floridos de Montreux, bordeando la piscina de plata, los viandantes transitan revestidos del aplomo que garantiza el paisaje. Como Robert Robinson, el periodista de la BBC que realizó la última entrevista al escritor que describió así la ciudad suiza: ?Da la sensación de pasear por una foto antigua?. A primera vista, la vida en la región de Montreux-Vevey parece indolora. Pero más allá de la calma, allí reina un interlineado. La vida neutra, jubilada. Las clínicas para ancianos ricos y los tratamientos de belleza dispuestos a romper el maleficio del paso del tiempo con plasma y caviar. Los colegios para señoritas. Las escuelas de maîtres. Los chalets de tejado de pizarra con fantasías de quesos y chimeneas. El lugar del mundo donde se muere mejor. La tumba del célebre autor ruso, cuyas cenizas reposan junto a las de su mujer y las de su hijo Dmitri, es la más frecuentada en el cementerio de Clarens. Pero uno de esos visitantes acude cada domingo, sin excepción, con un ramo de flores. Se llama Antonio Triguero, madrileño, jubilado, que en 1968 entró en el Hotel Montreux Palace como asistente de barman en el bar Le Mandarin y pronto llegó a convertirse en el jefe de las barras. Camisa rosa, chaqueta de cuadros príncipe de gales, cadena de oro, orgulloso de llevar la insignia de la Asociación Internacional de Barmans. Hay más. Las eses sibilantes, las erres crepitantes, la voz dulce, hijo de linotipista republicano: ?ABC buscaba tipógrafos y me llamaron. Me preguntaron si era de misa diaria y si pertenecía a Acción Católica. Este tiene la cabeza dura, dijeron. No me dieron el puesto. Y decidí emigrar?. Triguero es ya más suizo que español. Un hombre al que le sonríe la mirada, habitado por los recuerdos y las anécdotas de aquéllos personajes notorios que pasaron por el hotel, desde Peter Ustinov (las carreras de sus hijos por la suite molestaban a V.N. hasta el punto de tener que trasladarse de planta) hasta James Mason, Horst Tappe ?que fotografió al escritor en su vida cotidiana y sus salidas para cazar mariposas?, Sophia Loren con sus hijos, o más recientemente Pelé. Pero por encima de todos, estaban los Nabokov. ?Eran los más señores y los más sencillos. Todo lo hacían con tranquilidad, con parsimonia?. Un español en la perfecta Suiza La vez que conocí a Antonio fue hace casi cinco años, en el vestíbulo del hotel, bajo las molduras doradas y las arañas de cristal. La directora de comunicación, al interesarme en hablar con el personal de servicio que conoció al escritor, me facilitó su teléfono. Triguero, nada más saludarme me dijo: ?Lo he pensado todo y luego le daré datos concretos?. Y así fue. En aquella época, aún era costumbre que los hoteles tuvieran algunos residentes fijos; en general, excepto algún matrimonio, se trataba de mujeres solas, princesas rusas, ancianas aristócratas que rodeadas de aquella grandeur que les evocaba los techos de palacio combatían mejor la soledad, e incluso podían pedir que se les llenara la bañera. Posos de decadencia habitaban aún los aposentos del Cygne como últimos testigos de un viejo mundo en el que la aristocracia recreaba un esplendor irreal. En aquel tiempo, los días transcurrían suaves en la perfecta Suiza para un joven español criado entre los terrores y la miseria de la posguerra. Antonio fue adquiriendo cada vez más protagonismo entre el personal fijo del hotel, destacando por su don de gentes, hasta convertirse en un hábil relaciones públicas detrás de la barra de madera noble de La Rose, donde se coronó gracias a su Antonio Special?s: brandy, menta y Cinzano, con un toque de lemonsoda, dos cerezas rojas y un trocito de melón. Desde su llegada al hotel, pasaron seis meses hasta que empezó a entablar conversación con Nabokov. ?A partir del éxito y la polémica de Lolita en el cine, cada vez era más famoso, era una locura, y con el revuelo de periodistas empezamos a saber quién era, que se trataba de un gran escritor?. A mediodía le solía servir un Tío Pepe, o un Campari con unas almendras. ?Sinceramente, le servía bebidas sencillas, no demasiado alcohólicas. Todo el mundo me ha dicho siempre que, siendo rusos, debían beber como cosacos. Y no era así. Antes de comer, un jerez, y después, un ristretto. Nunca pedían vodka o cognac. Siempre fueron muy discretos?. Y el barman español continúa su relato: ?Acostumbraba a recibir a los periodistas en el salón de baile. Yo le llamaba a la habitación: señor Nabokov, le esperan ya. Y ve, siempre se sentaba aquí ?una mesa redonda, baja, unos sillones orejeros capitonés?, este era su rincón, al lado del piano que ahora han movido de lugar?. Versiones distantes ?Era modesto, sencillo, campechano, y siempre nos daba cumplimentos (sic), por eso el personal del hotel lo teníamos por alguien muy cortés?. Una versión que resulta difícil de encajar con su imagen de hombre frío, distante y difícil que tan sólo concedía entrevistas por escrito. En sus años suizos, V.N. había construido una rutina que habitaba con serenidad. Disfrutaba de los placeres de forma moderada y su mayor pasión era cazar mariposas. Cuando, después de mucho insistir, Bernard Pivot consiguió llevarlo a su programa de televisión, Apostrophes, este le confesaría: ?A esta hora suelo estar bajo el edredón con tres almohadas bajo mi cabeza (…) y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? ¡Qué deliciosa es la decisión positiva!?. Se consideraba un mal orador y temía que las palabras resbalaran por caminos diferentes al de su pensamiento y su estilo. Tan sólo se permitió improvisar cuando Pivot le ofreció un té, que en realidad era whisky. El escritor, bromeando, comentó que el color le parecía un poco fuerte. Años más tarde, cuando Martin Amis ?cuyo padre, Kingsey, tras el gran éxito de Lolita se había preguntado irónicamente en una crítica: ?¿pero dónde está el sexo??? fue a visitar a Vera Nabokov, recuerda que se sorprendió de que a las 11,30 de la mañana esta pidiera un J&B. ?El sonriente camarero respondió con humor y se mostró complacido?, escribe Amis, razonando que acaso esa simpatía provenía de la conocida tendencia del matrimonio a dejar generosas propinas. El camarero sonriente era Antonio. Le cuento que en la biografía de V.N. se afirma que esa era la razón por la cual tenían el servicio a sus pies. ?Pero si el ochenta por ciento de las veces pagaba la visita?, replica el barman, quien añade que las propinas por parte del autor eran escasas, barriendo de un plumazo la idea que figura en muchas semblanzas biográficas de un V.N. espléndido con el servicio con el fin de ser agasajado. ?No nos hubiéramos hecho ricos con él, más bien todo lo contrario. Ni de lejos era la razón por la que tenían a todo el personal del hotel encantado. Eran tan amables y respetuosos?. Amis añade que Vera sólo dio unos prudentes sorbitos al whisky, ?creo que simplemente lo pidió para mostrase sociable?. Y no le dejó pagar la cuenta: ?No, esta es mi ronda?. Su inseparable compañero había fallecido hacía apenas un par de años. Resulta entrañable que el temor que leo entre las palabras de Antonio Triguero sea el de que pueda sospechar, con la autoridad que garantiza su experiencia en el oficio, que los Nabokov fueran alcohólicos. ?La señora Vera siempre trabajaba. Lo veía cuando les iba a subir hielo?. ?¿Hielo? ?le pregunto? ¿Para el agua??. ?Beber en privado es otra cosa, ¿verdad??, responde divertido. En la última entrevista para la BBC, Nabokov exigió como era habitual leer sus respuestas, fiel a su máxima: ?Pienso como un genio, escribo como un autor de prestigio y hablo como un idiota?. Robinson cuenta que el escritor, enfermo, pálido y con bastón, le propuso: ?Podríamos ir al bar, si quieren ofrecerme un trago?, y añade que pensó ?que había querido decir: ?si quieren que les ofrezca un trago?, ya que el hotel era su casa?. Bebieron vodka (?Crepkaya, si es para el señor Nabokov?, murmuró el camarero), y Nabokov dijo que quería vodka cuando filmaran la entrevista al día siguiente: ?Pero como no quiero que el público se lleve la falsa impresión de que soy un alcohólico, hay que ponerlo en una jarra?. Le preguntó a Antonio cuál era la marca de vodka preferida del autor de Ada, o el ardor: ?La Crepkaya tiene 50 grados a diferencia del resto de vodka que tienen menos, sólo se sirve en botellas de medio litro. No era habitual que lo pidiera?, insiste. En el año 1959 Nabokov zarpó del puerto de Nueva York y escribió en su cuaderno: ?La Estatua de la Libertad viaja en autostop a Europa?. Después de una apacible travesía en el Liberté, según reconstruye su biógrafo Brian Boyd, viajaron a París y después a Ginebra, coincidiendo con la publicación de Lolita en varios idiomas. El año de su publicación, 1955, Lolita vendió trescientos mil ejemplares, pero en los siguientes años, millones (se calcula que catorce millones de personas, a lo largo las tres décadas siguientes, lo compraron). Pensaban pasar un largo invierno en el sur de Italia, la primavera en algún otro punto del país y el verano en Suiza, pero el hecho de que sobre el libro pesara una prohibición gubernamental en Francia contribuyó a que se dispararan las ventas y la persecución de la prensa comenzara. Gallimard le organizó una recepción espectacular donde no faltaron desaires ni puñales. El escritor ruso, exiliado desde que mataran a su padre en 1922, en Berlín, ya se había convertido en mito literario reclamado en toda Europa. Viajaron a Londres, Roma, Sicilia, Génova, Milán ?donde consiguieron que su hijo Dmitri fuera aceptado por el maestro de canto Campogalliani? seguidos por los paparazzi ?que entonces tenían objetivos bien diferentes a los de hoy? por toda Europa, V.N. quería terminar la que es probablemente una de sus mejores obras, Pálido fuego. Urgía la necesidad de instalarse para poder organizar su obra, sus traducciones y su legado. En una visita por la región con su hermana, Elena Sikorski y su marido ?residentes en Ginebra? descubrieron el charco de luz cambiante del lago Léman y decidieron registrarse en aquel hotel estilo belle époque, con arañas de cristal, murales fin de siècle y grandes espejos. Los Nabokov acabaron instalándose en la planta 6 del Montreux Palace, donde ocuparon seis habitaciones del ala antigua, llamada Hôtel du Cygne. Entre especies raras de mariposas, pista de tenis, partidas de ajedrez, paseos por el muelle, y, por encima de todo, la influencia del lago, Nabokov pensó que aquel sí era un lugar para quedarse. Alérgico al frenesí urbano, estaba muy interesado en tener un excelente servicio y un buen correo postal en lugar de muebles y alfombras. Ya lo había anticipado en una velada literaria, en los años veinte, cuando aseguró que le gustaría vivir en un hotel grande y cómodo. ?Nada de lo que no sea una réplica de los paisajes de mi infancia me habría satisfecho?. No sabía entonces que en la pequeña villa suiza, entre mantequillas y relojes, transcurrirían sus últimos dieciséis años de vida. En la ya citada última entrevista a la BBC, en febrero de 1977, respondió a la eterna pregunta de por qué vivir en un hotel: ?He jugado de vez en cuando con la idea de construirme una villa. Me imagino muebles cómodos, eficaces, alarmas contra robo, pero sospecho que no encontraría un servicio adecuado. Los criados de toda la vida necesitan tiempo para hacerse viejos, y me pregunto cuánto me queda a mí ya?. Le quedaban cinco meses de vida. Antonio aún conserva el recuerdo difícil de los últimos años que Vera, ya sin Vladimir, permaneció en el hotel. Hasta que fue invitada a desalojarlo. Iban a remodelarlo, y le ofrecían habitación de nueva planta. Pero la compañera eterna del escritor, a la que Triguero recuerda más distante que el marido, mujer de pocas palabras, no accedió. Dice que siempre la veía sentada frente a la máquina de escribir. ?Es que siempre hablamos del señor Nabokov, pero es para reírse porque la señora Vera trabajaba casi tanto como él. Él salía siempre que podía a cazar mariposas, con su pantalón cortito ?luego le enseñaré algunas fotos (Antonio conserva una carpeta con centenares de recortes, fotocopias, autógrafos, y recita de memoria todas las fechas clave en la vida los Nabokov)?, siempre con sus shorts. Cogía el tren hasta la montaña y cuando encontraba alguna buena especie, bajaba radiante. ?Toni, Toni, mira?, me decía. Y entonces le dábamos un cumplimento (sic), porque se lo merecía. Salía lloviendo, y a veces sonriente llegaba empapado y decía ?hoy no hay nada?. También jugaba mucho a tenis. El conserje le buscaba partners entre los clientes, le decía, ?está semana tengo para tres veces?, y él era feliz?. Triguero recuerda de qué forma tan desdichada Vera abandonó el Montreux Palace. Asegura que fue un trance doloroso. ?En el hotel teníamos un problema enorme, a medida que fue creciendo la demanda se empezó a llenar de grupos grandes, y el agua y la electricidad no llegaban a todas las habitaciones. La instalación era de cobre. Tres años después de que Vladimir muriera, Vera recibió una carta de la dirección en la que le notificaban que en doce meses empezaban las obras de reforma y tenía que desalojar sus habitaciones-vivienda. Pero le aseguraban que la trasladarían a ella y a todos sus libros (que ocupaban una habitación entera) a la nueva planta. Vera, de quien V.N decía que era la mujer con mayor sentido del humor de mundo, recibió la noticia con gran pesadumbre: aquello era su casa. Antonio no la vio nunca más. Apenas podía caminar, tenía problemas de oído, pero continuaba siendo la mujer políglota de espeso cabello blanco y perfil elegante que recibía a los estudiosos de la obra de su marido, revisaba traducciones ?como la de Pálido fuego al ruso?, escribía introducciones y organizaba homenajes. Moriría en Clarens, en 1991, asistida por su su hijo Dmitri, soltero empedernido, mujeriego y amante de los Ferrari y la ópera, y reputado traductor, que hacia el final de su vida tomó la polémica decisión de publicar El original de Laura, un manuscrito a medias ?138 fichas escritas por las dos caras? que en su lecho de muerte V.N. pidió a Vera que quemara, sin que ella fuera capaz. ?A menudo Dmitri, con el que tuve mucha relación, me amonestaba por haber hablado de su padre. Sólo podía hacerlo él. Y no lo hacía gratis. Era alguien egoísta, difícil?, señala Antonio, quien también me cuenta la razón por la cual la sirvienta que los Nabokov tuvieron durante años, Josefa Romero ?Pepita?, me colgara el teléfono con su acento andaluz y una voz atemorizada en las tres ocasiones que intenté hablar con ella. ?Sí, le comenté que usted la llamaría pero ella me dijo que Dmitri le había prohibido hablar.? (Dmitri Nabokov murió en el 2012). ?Soy un hombre viejo, muy reservado en mis hábitos de vida? declaró en una ocasión V.N. Pero curiosamente trascendieron, y de qué manera. El relato de Triguero está tejido por pequeñas anécdotas de ida y vuelta. ?No era cotilla, pero sí muy observador. Se daba cuenta de todo, si cambiábamos algo, o cuando las camareras abrillantaban la plata, y las felicitaba?. Del saco de recuerdos emerge una imagen que, de pronto, se llena de fuerza: Vladimir paseando por el salón de los espejos. Y en aquella ocasión el observador fue Antonio: ?Verse doble, verse a sí mismo, para él era una satisfacción. Al mirar su reflejo se emocionaba como un niño, ponía caras. Era un espectáculo observar cómo él se miraba a sí mismo, me ponía la piel de gallina?. La información sobre los hábitos cotidianos de los grandes escritores es casi un género en sí mismo. A qué hora se acuestan, cuánto beben, si el pepino se les indigesta. Tan importante es saber que Nabokov detestaba a Freud como que no supiera conducir ni escribir a máquina. También que su hijo Dmitri, en su última visita al hospital, le preguntara por qué lloraba y él le respondiese que cierta mariposa estaba volando, admitiendo que nunca más la vería. Las vidas de los otros son un entretenimiento y una escuela. Vidas construidas entre el ser y el parecer, en permanente lucha con el caparazón más íntimo. Al saltar las convenciones, se pasa mucho frío. Cualquier obstáculo puede originar una catástrofe moral, pero el modo en que se sortean los conflictos conmueve e identifica. El relato de la vida de los Nabokov en el Montreux Palace es luminoso y reconfortante en el recuerdo de Antonio. ?Exiliado y huérfano, para mí ellos fueron como unos padres?. Nabokov alborozado al contemplar su reflejo en el salón de los espejos, presumido; los The Times del domingo con la hermana y su marido de visita y una bandeja con biscuits, mermeladas y tartalettes. ?Hasta las siete o las ocho de la tarde, tranquilamente. Estaban en su casa. Era su casa?. O la imagen de Vera ya anciana, abandonando el lugar donde vivió los últimos diecisiete años de la vida de su compañero devoto. Todos los libros de Nabokov llevan la misma dedicatoria: ?A Vera?. ?Ellos habían tenido que dejar Rusia, recorrieron el mundo juntos, y esto se notaba, estaban tan unidos? Era todo lo contrario a un donjuán, afectuoso con las mujeres pero nunca seductor. Ella era su vida?. Tanto usted, lector, como quien escribe esto, y por supuesto el barman de Nabokov, a menudo nos contamos la vida como una novela. Y en el relato escrito con el lápiz de la imaginación muchas ensoñaciones se pierden, aunque otras se conviertan en un párrafo. Como este texto. Cuatro meses después de visitar las habitaciones de Nabokov en el Montreux Palace nació nuestra hija, Vera. (Cultura | s, La Vanguardia)

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18 de abril de 2013
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El Boomeran(g)
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