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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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?No molestar?

Los valores de la bolsa que vomitan los canales económicos producen un efecto adormidera, entre el mareo y el infinito. Parecen aún menos tangibles que los partes meteorológicos, donde los propios pictogramas de sol o nubes hacen posible que podamos construir un paisaje imaginario, y pasar del invierno glacial al sol caribeño con levedad. Si además de observar la secuencia de los valores, atendemos al lenguaje, nos encontramos con fórmulas como: “anorexia financiera”, “crecimiento negativo”, “factor de sostenibilidad de las pensiones”. O “movilidad exterior” en lugar de “fuga de talentos”. La economía se apresta a acuñar perífrasis para hacer más digerible el problema. Pero el eufemismo, y más cuando el FMI alerta del peligro de una cronificación de la crisis, se convierte en el síntoma más claro de la no aceptación. Podría tratarse de un mecanismo de defensa para cegar el conflicto, como suele ocurrir con la adicción, la infidelidad e incluso el maltrato. Qué arduo trago el de identificarlo y reconocerlo, sobre todo por lo que aguarda después, ya que exige espíritu de lucha y sacrificio. En realidad, el ser humano posee una gran predisposición a negar lo que ocurre. A menudo pretendemos que la escena que vivimos sea como la hemos deseado. Y pocas veces sucede. En este tiempo de satisfacciones inmediatas y gratificaciones instantáneas, el nivel de frustración es tan elevado como el del déficit. De ahí que los valores financieros que regurgitan los canales temáticos o las páginas de economía de los medios posean un halo irreal, como si en verdad no fuera con nosotros, aunque su amenaza latente nos abrume. Por ello me detengo ante el libro de un antiguo monje budista británico, Andy Puddicombe, que glosa las ventajas de la meditación: “Consigue un poco de espacio en tu cabeza”. Sus teorías me intrigan, porque a menudo no logro pacificar el desasosiego que me produce que alguien hable a gritos en el avión o el tren, que pase las páginas del periódico con un estruendo amenazador, o que desde la mesa de al lado invada con su conversación mi plato. Las ideas del fundador de Headspace tienen mucho que ver con el estoicismo y la piadosa resignación, aunque acaban derivando hacia algo más novedoso, que guarda relación con la tan coreada plasticidad del cerebro: al aceptar el ruido y prestarle atención, asegura, la mente acaba aburriéndose y desconecta. Según parece, el mecanismo planteado por Puddicombe tiene que ver con la resistencia mental que mostramos ante lo que nos desagrada o nos amenaza. Acaso siguiendo esa lógica, los eufemismos de la crisis vengan a ser como esas medidas forzadas para lograr algo de armonía en un vagón de tren. 6.202.700 parados reclaman espacio en nuestras cabezas, mientras crece el temor de que al atender tal caudal de noticias pésimas, nuestros cerebros se anestesien y cuelguen sin dilema el cartel de “no molestar”. (La Vanguardia)

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29 de abril de 2013
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50 sombras del feminismo

Así se titula un libro, hábilmente presentado como respuesta al éxito de la célebre trilogía de E. L. James -50 sombras…-, que sigue traduciéndose con vigor y alimentando en todo el mundo fantasías románticas de sumisión, caviar y bondage. Un grupo de autoras toman como punto de partida La mística del feminismo de Friedman y se dedican a analizar el denostado “ismo”, que a menudo se ha identificado con la fobia, o lo que es peor, con la guerra contra los hombres, en lugar de blindarse gracias a la única noción radical de este: las mujeres son personas. Desde la sexualización de las niñas hasta la desigualdad de sueldos, los males de la pornografía o las esposas objeto de los futbolistas, las sombras que acechan al feminismo parecen aún opacas e inamovibles. Pero también hay miradas triunfalistas, no exentas de sarcasmo, como la de Sandi Toksvig cuando relata cómo, en una ceremonia de graduación, las chicas iban vestidas como prostitutas, hasta el extremo de que no podían sostenerse sobre sus altísimos tacones y tenían que apoyarse en sus padres: “En mi tiempo podías ser literata o prostituta, pero no ambas cosas”. A menudo se señala al sistema para identificar la bestia negra que retrasa el derrumbe de los techos de cristal. Pero ¿qué hay de nosotras y nuestra herencia? “¿Por qué cuando un hombre me mira a los ojos, sigo bajando la cabeza?”, se pregunta mi amiga Esther, quien asegura que se enfada consigo misma por no poder dominar ese gesto de inhibición acaso registrado en sus pliegues culturales y biológicos que obliga a claudicar incluso a las más liberadas. Como si, aherrojadas por el veneno de siglos, se sintieran desnudas al mantener la mirada y un instinto paralizador les ordenara mostrase cabizbajas. Pienso en todas esas miradas cruzadas. Hombres y mujeres que por un instante logran que algo suyo nos atrape. El juego del azar nos sigue enamorando hasta el extremo de que se convierte en el primer asunto que una pareja comparte y va agrandando a lo largo de los años. Y son bien pocas aquellas que reconocen que él, un día, la miró por primera vez a los ojos y ella rehusó su mirada. Pienso en aquellos que dicen: “Ahora mandáis vosotras. Sois las que decidís cuándo queréis sexo y cuándo no”; atrevidas, competitivas, sagaces, depredadoras… describen a una nueva raza de mujeres liberadísimas y sin miramientos. Por otro lado, escucho el tan manido “ya no hay hombres que valgan la pena” por parte de quienes defienden las virtudes de la soledad, aunque anhelen todo lo contrario. Eso sí, cuando un hombre las mira a los ojos, inexplicable pero no deliberadamente, continúan bajando la mirada. (La Vanguardia)

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25 de abril de 2013
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La bien librá

La imagen digital de Isabel Pantoja desvaneciéndose entre la muchedumbre se congela entre estampados y gafas de sol, y por un momento recuerda a otro país. Aquel que un día se llenó de fontaneros que instalaban fuentes de oro y colgaban Picasso en los retretes. El que descorchó botellas de Dom Pérignon, aunque apenas supiera pronunciarlo, y empezó a fantasear con hacer vinos como quien se hace unas tarjetas, con ese impostado disimulo del nuevo rico que, en un restaurante Michelin, acaba comiéndose el pan del vecino porque desconoce que el protocolo tiene izquierda y derecha. Fueron tiempos donde quien mejor robaba ascendía socialmente con un aplauso cerrado. Cuando la ejemplaridad parecía un asunto de tontos, la ética una chorrada para pusilánimes y la moral una antigualla de la que por fin podía uno librarse como de un asfixiante corsé. Sí, esas estampas ya tan descoloridas, pero que hace tan solo una década amenizaban la vida social de un sistema que parecía estirarse como un chicle, flexible y blando, aparentemente inocuo. El nivel de vida se convirtió en un espejismo, y mientras una gran parte de ciudadanos de a pie pagaban sus impuestos y acababan el día reventados, otros se llevaban el dinero en bolsas de basura a sus casas de mármoles rosados. “Es un milagro, es más que suerte el haberte conocido”, le cantaba la Pantoja en 2004 a aquel hombre de pantalones subidos hasta el cuello mientras paseaban por Puerto Banús, entre yates y cartiers. Por entonces, en la discoteca Olivia Valère se mezclaban Hohenlohes y Pajares, flamencos y modelos, exmisses y toreros. Hasta que la llamada operación Malaya decidió contabilizar, uno a uno, los billetes que llenaron aquellas bolsas de basura. El hilo parecía interminable y la palabra corrupción empezó a sentarse a diario en el sofá de aquellos que contemplaban atónitos a una pandilla de sinvergüenzas que seguían sonriendo como si aquello fuera una gran equivocación. Pero todo parecía posible, incluso pagar por un pollo “a la Pantoja” en el restaurante La Cantora. No sólo el pollo y el restaurante fracasaron, sino que se hizo interminable el circo mediático de los paparazzi que ellos mismos habían reunido. “Dientes, dientes, que es lo que les jode”, dijo ella en una auténtica clase de simulación a fin de poner a buen resguardo la vulnerabilidad. Pero llegaron los primeros tribunales y condenas, y la Pantoja empezó a cantar “cartas a Alhaurín” -la primera prisión en la que estuvo Julián Muñoz-. Hasta que la madeja se fue enredando, y un día ella cambió de idea: “No tengo tiempo para el amor”. Su desmayo tras la condena por blanqueo de capitales ilustra esa España reventona y zalamera que se creía intocable. El otro día, en Málaga, la muchedumbre jaleaba a su tonadillera y la escena parecía de vodevil, aunque en verdad representara las ruinas de un país que se rompió, como el amor. (La Vanguardia)

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22 de abril de 2013
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El barman de Nabokov

La habitación 706 está por hacer. El huésped que acaba de liquidar su cuenta apenas ha dejado huellas. Como si de un hotel-museo se tratara. Como si allí siguiera durmiendo Nabokov. Las sábanas abiertas tan sólo por el lado derecho; la almohada ligeramente aplastada, el balcón entreabierto y las cortinas bamboleando con la brisa a orillas del lago Léman. Piso de puntillas, con un pellizco mitómano que por un instante invita a creer en los fantasmas. Me asomo al balcón. ¿Qué veía Vladimir Nabokov ?V.N. como a menudo se refería a él su mujer? durante los dieciséis años que vivió en aquella estancia, comunicada con otros dos cuartos de la misma planta donde su sirvienta española, Pepita, freía unos huevos y Vera tecleaba manuscritos? Los reflejos de la luz entre el lago y la montaña emblanquecen los cristales de la habitación, que adquiere un aire de reliquia. Sabes que allí se despertaba uno de los grandes escritores de la historia, entre las seis y la siete de la mañana, invariablemente. Que empezaba a escribir de pie frente a un atril, aún sin afeitar, mucho antes de leer los periódicos, bendecido por ocho horas de sueño con gorro y camisón. Que a las nueve desayunaba, revisaba el correo y paseaba con su esposa, Vera, por la orilla del lago, donde a menudo se sentaban y con un lápiz bien afilado corregían alguna cuartilla. En los muelles floridos de Montreux, bordeando la piscina de plata, los viandantes transitan revestidos del aplomo que garantiza el paisaje. Como Robert Robinson, el periodista de la BBC que realizó la última entrevista al escritor que describió así la ciudad suiza: ?Da la sensación de pasear por una foto antigua?. A primera vista, la vida en la región de Montreux-Vevey parece indolora. Pero más allá de la calma, allí reina un interlineado. La vida neutra, jubilada. Las clínicas para ancianos ricos y los tratamientos de belleza dispuestos a romper el maleficio del paso del tiempo con plasma y caviar. Los colegios para señoritas. Las escuelas de maîtres. Los chalets de tejado de pizarra con fantasías de quesos y chimeneas. El lugar del mundo donde se muere mejor. La tumba del célebre autor ruso, cuyas cenizas reposan junto a las de su mujer y las de su hijo Dmitri, es la más frecuentada en el cementerio de Clarens. Pero uno de esos visitantes acude cada domingo, sin excepción, con un ramo de flores. Se llama Antonio Triguero, madrileño, jubilado, que en 1968 entró en el Hotel Montreux Palace como asistente de barman en el bar Le Mandarin y pronto llegó a convertirse en el jefe de las barras. Camisa rosa, chaqueta de cuadros príncipe de gales, cadena de oro, orgulloso de llevar la insignia de la Asociación Internacional de Barmans. Hay más. Las eses sibilantes, las erres crepitantes, la voz dulce, hijo de linotipista republicano: ?ABC buscaba tipógrafos y me llamaron. Me preguntaron si era de misa diaria y si pertenecía a Acción Católica. Este tiene la cabeza dura, dijeron. No me dieron el puesto. Y decidí emigrar?. Triguero es ya más suizo que español. Un hombre al que le sonríe la mirada, habitado por los recuerdos y las anécdotas de aquéllos personajes notorios que pasaron por el hotel, desde Peter Ustinov (las carreras de sus hijos por la suite molestaban a V.N. hasta el punto de tener que trasladarse de planta) hasta James Mason, Horst Tappe ?que fotografió al escritor en su vida cotidiana y sus salidas para cazar mariposas?, Sophia Loren con sus hijos, o más recientemente Pelé. Pero por encima de todos, estaban los Nabokov. ?Eran los más señores y los más sencillos. Todo lo hacían con tranquilidad, con parsimonia?. Un español en la perfecta Suiza La vez que conocí a Antonio fue hace casi cinco años, en el vestíbulo del hotel, bajo las molduras doradas y las arañas de cristal. La directora de comunicación, al interesarme en hablar con el personal de servicio que conoció al escritor, me facilitó su teléfono. Triguero, nada más saludarme me dijo: ?Lo he pensado todo y luego le daré datos concretos?. Y así fue. En aquella época, aún era costumbre que los hoteles tuvieran algunos residentes fijos; en general, excepto algún matrimonio, se trataba de mujeres solas, princesas rusas, ancianas aristócratas que rodeadas de aquella grandeur que les evocaba los techos de palacio combatían mejor la soledad, e incluso podían pedir que se les llenara la bañera. Posos de decadencia habitaban aún los aposentos del Cygne como últimos testigos de un viejo mundo en el que la aristocracia recreaba un esplendor irreal. En aquel tiempo, los días transcurrían suaves en la perfecta Suiza para un joven español criado entre los terrores y la miseria de la posguerra. Antonio fue adquiriendo cada vez más protagonismo entre el personal fijo del hotel, destacando por su don de gentes, hasta convertirse en un hábil relaciones públicas detrás de la barra de madera noble de La Rose, donde se coronó gracias a su Antonio Special?s: brandy, menta y Cinzano, con un toque de lemonsoda, dos cerezas rojas y un trocito de melón. Desde su llegada al hotel, pasaron seis meses hasta que empezó a entablar conversación con Nabokov. ?A partir del éxito y la polémica de Lolita en el cine, cada vez era más famoso, era una locura, y con el revuelo de periodistas empezamos a saber quién era, que se trataba de un gran escritor?. A mediodía le solía servir un Tío Pepe, o un Campari con unas almendras. ?Sinceramente, le servía bebidas sencillas, no demasiado alcohólicas. Todo el mundo me ha dicho siempre que, siendo rusos, debían beber como cosacos. Y no era así. Antes de comer, un jerez, y después, un ristretto. Nunca pedían vodka o cognac. Siempre fueron muy discretos?. Y el barman español continúa su relato: ?Acostumbraba a recibir a los periodistas en el salón de baile. Yo le llamaba a la habitación: señor Nabokov, le esperan ya. Y ve, siempre se sentaba aquí ?una mesa redonda, baja, unos sillones orejeros capitonés?, este era su rincón, al lado del piano que ahora han movido de lugar?. Versiones distantes ?Era modesto, sencillo, campechano, y siempre nos daba cumplimentos (sic), por eso el personal del hotel lo teníamos por alguien muy cortés?. Una versión que resulta difícil de encajar con su imagen de hombre frío, distante y difícil que tan sólo concedía entrevistas por escrito. En sus años suizos, V.N. había construido una rutina que habitaba con serenidad. Disfrutaba de los placeres de forma moderada y su mayor pasión era cazar mariposas. Cuando, después de mucho insistir, Bernard Pivot consiguió llevarlo a su programa de televisión, Apostrophes, este le confesaría: ?A esta hora suelo estar bajo el edredón con tres almohadas bajo mi cabeza (…) y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? ¡Qué deliciosa es la decisión positiva!?. Se consideraba un mal orador y temía que las palabras resbalaran por caminos diferentes al de su pensamiento y su estilo. Tan sólo se permitió improvisar cuando Pivot le ofreció un té, que en realidad era whisky. El escritor, bromeando, comentó que el color le parecía un poco fuerte. Años más tarde, cuando Martin Amis ?cuyo padre, Kingsey, tras el gran éxito de Lolita se había preguntado irónicamente en una crítica: ?¿pero dónde está el sexo??? fue a visitar a Vera Nabokov, recuerda que se sorprendió de que a las 11,30 de la mañana esta pidiera un J&B. ?El sonriente camarero respondió con humor y se mostró complacido?, escribe Amis, razonando que acaso esa simpatía provenía de la conocida tendencia del matrimonio a dejar generosas propinas. El camarero sonriente era Antonio. Le cuento que en la biografía de V.N. se afirma que esa era la razón por la cual tenían el servicio a sus pies. ?Pero si el ochenta por ciento de las veces pagaba la visita?, replica el barman, quien añade que las propinas por parte del autor eran escasas, barriendo de un plumazo la idea que figura en muchas semblanzas biográficas de un V.N. espléndido con el servicio con el fin de ser agasajado. ?No nos hubiéramos hecho ricos con él, más bien todo lo contrario. Ni de lejos era la razón por la que tenían a todo el personal del hotel encantado. Eran tan amables y respetuosos?. Amis añade que Vera sólo dio unos prudentes sorbitos al whisky, ?creo que simplemente lo pidió para mostrase sociable?. Y no le dejó pagar la cuenta: ?No, esta es mi ronda?. Su inseparable compañero había fallecido hacía apenas un par de años. Resulta entrañable que el temor que leo entre las palabras de Antonio Triguero sea el de que pueda sospechar, con la autoridad que garantiza su experiencia en el oficio, que los Nabokov fueran alcohólicos. ?La señora Vera siempre trabajaba. Lo veía cuando les iba a subir hielo?. ?¿Hielo? ?le pregunto? ¿Para el agua??. ?Beber en privado es otra cosa, ¿verdad??, responde divertido. En la última entrevista para la BBC, Nabokov exigió como era habitual leer sus respuestas, fiel a su máxima: ?Pienso como un genio, escribo como un autor de prestigio y hablo como un idiota?. Robinson cuenta que el escritor, enfermo, pálido y con bastón, le propuso: ?Podríamos ir al bar, si quieren ofrecerme un trago?, y añade que pensó ?que había querido decir: ?si quieren que les ofrezca un trago?, ya que el hotel era su casa?. Bebieron vodka (?Crepkaya, si es para el señor Nabokov?, murmuró el camarero), y Nabokov dijo que quería vodka cuando filmaran la entrevista al día siguiente: ?Pero como no quiero que el público se lleve la falsa impresión de que soy un alcohólico, hay que ponerlo en una jarra?. Le preguntó a Antonio cuál era la marca de vodka preferida del autor de Ada, o el ardor: ?La Crepkaya tiene 50 grados a diferencia del resto de vodka que tienen menos, sólo se sirve en botellas de medio litro. No era habitual que lo pidiera?, insiste. En el año 1959 Nabokov zarpó del puerto de Nueva York y escribió en su cuaderno: ?La Estatua de la Libertad viaja en autostop a Europa?. Después de una apacible travesía en el Liberté, según reconstruye su biógrafo Brian Boyd, viajaron a París y después a Ginebra, coincidiendo con la publicación de Lolita en varios idiomas. El año de su publicación, 1955, Lolita vendió trescientos mil ejemplares, pero en los siguientes años, millones (se calcula que catorce millones de personas, a lo largo las tres décadas siguientes, lo compraron). Pensaban pasar un largo invierno en el sur de Italia, la primavera en algún otro punto del país y el verano en Suiza, pero el hecho de que sobre el libro pesara una prohibición gubernamental en Francia contribuyó a que se dispararan las ventas y la persecución de la prensa comenzara. Gallimard le organizó una recepción espectacular donde no faltaron desaires ni puñales. El escritor ruso, exiliado desde que mataran a su padre en 1922, en Berlín, ya se había convertido en mito literario reclamado en toda Europa. Viajaron a Londres, Roma, Sicilia, Génova, Milán ?donde consiguieron que su hijo Dmitri fuera aceptado por el maestro de canto Campogalliani? seguidos por los paparazzi ?que entonces tenían objetivos bien diferentes a los de hoy? por toda Europa, V.N. quería terminar la que es probablemente una de sus mejores obras, Pálido fuego. Urgía la necesidad de instalarse para poder organizar su obra, sus traducciones y su legado. En una visita por la región con su hermana, Elena Sikorski y su marido ?residentes en Ginebra? descubrieron el charco de luz cambiante del lago Léman y decidieron registrarse en aquel hotel estilo belle époque, con arañas de cristal, murales fin de siècle y grandes espejos. Los Nabokov acabaron instalándose en la planta 6 del Montreux Palace, donde ocuparon seis habitaciones del ala antigua, llamada Hôtel du Cygne. Entre especies raras de mariposas, pista de tenis, partidas de ajedrez, paseos por el muelle, y, por encima de todo, la influencia del lago, Nabokov pensó que aquel sí era un lugar para quedarse. Alérgico al frenesí urbano, estaba muy interesado en tener un excelente servicio y un buen correo postal en lugar de muebles y alfombras. Ya lo había anticipado en una velada literaria, en los años veinte, cuando aseguró que le gustaría vivir en un hotel grande y cómodo. ?Nada de lo que no sea una réplica de los paisajes de mi infancia me habría satisfecho?. No sabía entonces que en la pequeña villa suiza, entre mantequillas y relojes, transcurrirían sus últimos dieciséis años de vida. En la ya citada última entrevista a la BBC, en febrero de 1977, respondió a la eterna pregunta de por qué vivir en un hotel: ?He jugado de vez en cuando con la idea de construirme una villa. Me imagino muebles cómodos, eficaces, alarmas contra robo, pero sospecho que no encontraría un servicio adecuado. Los criados de toda la vida necesitan tiempo para hacerse viejos, y me pregunto cuánto me queda a mí ya?. Le quedaban cinco meses de vida. Antonio aún conserva el recuerdo difícil de los últimos años que Vera, ya sin Vladimir, permaneció en el hotel. Hasta que fue invitada a desalojarlo. Iban a remodelarlo, y le ofrecían habitación de nueva planta. Pero la compañera eterna del escritor, a la que Triguero recuerda más distante que el marido, mujer de pocas palabras, no accedió. Dice que siempre la veía sentada frente a la máquina de escribir. ?Es que siempre hablamos del señor Nabokov, pero es para reírse porque la señora Vera trabajaba casi tanto como él. Él salía siempre que podía a cazar mariposas, con su pantalón cortito ?luego le enseñaré algunas fotos (Antonio conserva una carpeta con centenares de recortes, fotocopias, autógrafos, y recita de memoria todas las fechas clave en la vida los Nabokov)?, siempre con sus shorts. Cogía el tren hasta la montaña y cuando encontraba alguna buena especie, bajaba radiante. ?Toni, Toni, mira?, me decía. Y entonces le dábamos un cumplimento (sic), porque se lo merecía. Salía lloviendo, y a veces sonriente llegaba empapado y decía ?hoy no hay nada?. También jugaba mucho a tenis. El conserje le buscaba partners entre los clientes, le decía, ?está semana tengo para tres veces?, y él era feliz?. Triguero recuerda de qué forma tan desdichada Vera abandonó el Montreux Palace. Asegura que fue un trance doloroso. ?En el hotel teníamos un problema enorme, a medida que fue creciendo la demanda se empezó a llenar de grupos grandes, y el agua y la electricidad no llegaban a todas las habitaciones. La instalación era de cobre. Tres años después de que Vladimir muriera, Vera recibió una carta de la dirección en la que le notificaban que en doce meses empezaban las obras de reforma y tenía que desalojar sus habitaciones-vivienda. Pero le aseguraban que la trasladarían a ella y a todos sus libros (que ocupaban una habitación entera) a la nueva planta. Vera, de quien V.N decía que era la mujer con mayor sentido del humor de mundo, recibió la noticia con gran pesadumbre: aquello era su casa. Antonio no la vio nunca más. Apenas podía caminar, tenía problemas de oído, pero continuaba siendo la mujer políglota de espeso cabello blanco y perfil elegante que recibía a los estudiosos de la obra de su marido, revisaba traducciones ?como la de Pálido fuego al ruso?, escribía introducciones y organizaba homenajes. Moriría en Clarens, en 1991, asistida por su su hijo Dmitri, soltero empedernido, mujeriego y amante de los Ferrari y la ópera, y reputado traductor, que hacia el final de su vida tomó la polémica decisión de publicar El original de Laura, un manuscrito a medias ?138 fichas escritas por las dos caras? que en su lecho de muerte V.N. pidió a Vera que quemara, sin que ella fuera capaz. ?A menudo Dmitri, con el que tuve mucha relación, me amonestaba por haber hablado de su padre. Sólo podía hacerlo él. Y no lo hacía gratis. Era alguien egoísta, difícil?, señala Antonio, quien también me cuenta la razón por la cual la sirvienta que los Nabokov tuvieron durante años, Josefa Romero ?Pepita?, me colgara el teléfono con su acento andaluz y una voz atemorizada en las tres ocasiones que intenté hablar con ella. ?Sí, le comenté que usted la llamaría pero ella me dijo que Dmitri le había prohibido hablar.? (Dmitri Nabokov murió en el 2012). ?Soy un hombre viejo, muy reservado en mis hábitos de vida? declaró en una ocasión V.N. Pero curiosamente trascendieron, y de qué manera. El relato de Triguero está tejido por pequeñas anécdotas de ida y vuelta. ?No era cotilla, pero sí muy observador. Se daba cuenta de todo, si cambiábamos algo, o cuando las camareras abrillantaban la plata, y las felicitaba?. Del saco de recuerdos emerge una imagen que, de pronto, se llena de fuerza: Vladimir paseando por el salón de los espejos. Y en aquella ocasión el observador fue Antonio: ?Verse doble, verse a sí mismo, para él era una satisfacción. Al mirar su reflejo se emocionaba como un niño, ponía caras. Era un espectáculo observar cómo él se miraba a sí mismo, me ponía la piel de gallina?. La información sobre los hábitos cotidianos de los grandes escritores es casi un género en sí mismo. A qué hora se acuestan, cuánto beben, si el pepino se les indigesta. Tan importante es saber que Nabokov detestaba a Freud como que no supiera conducir ni escribir a máquina. También que su hijo Dmitri, en su última visita al hospital, le preguntara por qué lloraba y él le respondiese que cierta mariposa estaba volando, admitiendo que nunca más la vería. Las vidas de los otros son un entretenimiento y una escuela. Vidas construidas entre el ser y el parecer, en permanente lucha con el caparazón más íntimo. Al saltar las convenciones, se pasa mucho frío. Cualquier obstáculo puede originar una catástrofe moral, pero el modo en que se sortean los conflictos conmueve e identifica. El relato de la vida de los Nabokov en el Montreux Palace es luminoso y reconfortante en el recuerdo de Antonio. ?Exiliado y huérfano, para mí ellos fueron como unos padres?. Nabokov alborozado al contemplar su reflejo en el salón de los espejos, presumido; los The Times del domingo con la hermana y su marido de visita y una bandeja con biscuits, mermeladas y tartalettes. ?Hasta las siete o las ocho de la tarde, tranquilamente. Estaban en su casa. Era su casa?. O la imagen de Vera ya anciana, abandonando el lugar donde vivió los últimos diecisiete años de la vida de su compañero devoto. Todos los libros de Nabokov llevan la misma dedicatoria: ?A Vera?. ?Ellos habían tenido que dejar Rusia, recorrieron el mundo juntos, y esto se notaba, estaban tan unidos? Era todo lo contrario a un donjuán, afectuoso con las mujeres pero nunca seductor. Ella era su vida?. Tanto usted, lector, como quien escribe esto, y por supuesto el barman de Nabokov, a menudo nos contamos la vida como una novela. Y en el relato escrito con el lápiz de la imaginación muchas ensoñaciones se pierden, aunque otras se conviertan en un párrafo. Como este texto. Cuatro meses después de visitar las habitaciones de Nabokov en el Montreux Palace nació nuestra hija, Vera. (Cultura | s, La Vanguardia)

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18 de abril de 2013
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¿Qué primavera?

Irrumpe un nuevo proselitismo del velo. El hiyab se sube a la pasarela; así es, el pañuelo puede ser fashion, reivindica una nueva generación de mujeres musulmanas tan marquistas como las occidentales, que se han propuesto, ni más ni menos, una revisión de los códigos islámicos de vestimenta. Alejadas del negro doliente o del blanco purificado, jóvenes blogueras se fotografían con el velo en un contexto glamuroso sobre una premisa: no quieren ser invisibles. En las ciudades emergentes, en la nueva babel donde se mezclan costumbres asiáticas, eslavas y árabes, las grandes firmas de lujo, que hasta ahora diseñaban de forma extremadamente discreta pañuelos con la medida suficiente para cubrir las cabezas más pudientes del islam, multiplican su oferta. Pieles y vaqueros combinados con velos de seda italiana o turbantes plisados configuran una nueva iconografía, eso sí, sin vulnerar la tradición. Aún y así, desde varias comunidades islámicas ya han condenado el osado fenómeno que protagonizan Hana Tajima o Imane Asry, criaturas digitales que han decidido customizar su atuendo y lucirlo en Facebook. Los bienintencionados podrían razonar que se trata de una reacción surgida de las proclamas de libertad lanzadas en las plazas árabes hace ahora dos primaveras. O bien de una ramificación del creciente poder de los emiratos en la economía y el establishment mundial. Pero probablemente se trate sólo de una frívola reacción, justo cuando el integrismo azota con más rigor la vida de las musulmanas. Y lo que es peor, cuando una oleada de violencia sacude las calles de El Cairo, Trípoli o Damasco, recrudeciendo las agresiones, violaciones y acosos sexuales, que se practican cada vez con más frecuencia e impunidad. Unos pocos realistas y escépticos pronosticaron el dudoso triunfo de la primavera árabe que tanto aplaudimos: derrocarán a los sátrapas, pero llevarán al poder a los integristas enfebrecidos, que aplicarán la interpretación más conservadora del Corán. Ya han surgido las voces de aquellas que dicen que con Mubarak o Zin al Abidin Ben Ali vivían mejor. Mientras, las ciberheroínas que prendieron la mecha hace dos años en Twitter o las que ahora se atreven a protestar con los pechos al aire en Facebook siguen exponiéndose por la libertad de las mujeres con el apoyo de movimientos feministas de Norte a Sur más activos que nunca. Occidente, cabizbajo, demasiado ensimismado en su crisis, mira este paisaje desde lejos, desentendiéndose del fracaso, a pesar de que hace bien poco celebraran como propia la victoria de las turbas y los tuiteros que iban a marcar un fin de época. (La Vanguardia)

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17 de abril de 2013
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¿Quién está en el jurado?

Qué relación mantenemos los seres humanos con la autoridad cuando, a día de hoy, tan a menudo se acusa su desprestigio? Falta de autoridad moral, política, intelectual, se dice, en un juicio apresurado acerca de la precariedad de mentores en un tiempo confuso. Pero en cambio, ¿por qué proliferan los jurados en todos los formatos, como si el verdadero valor no fuera el de aquello que se juzga sino el de los nombres de quienes los forman? Se trata de un fenómeno en pleno auge y más cuando el prestigio es un valor mutante que se ampara más en lo formal que en lo real. No importa tanto que los improvisados jueces sean los más preparados, ni siquiera los que se respaldan en el rigor y la experiencia, sino aquellos que gritan más o ríen mejor. Sólo los que barren en empatía, los malhumorados, o las personalidades histriónicas valen. La telegenia -y la esclavitud del share, el minuto de oro- lo domina todo en aras de la espectacularización. No basta con hacer una buena serie, un buen libro o un buen programa de televisión si no se logra levantar polvareda. Incluso hablar de buen gusto parece anacrónico, porque urge vincular cualquier contenido a un ruido mediático que, en la nueva cultura del patrocinio, pueda permitir la viabilidad de un proyecto. Hasta el extremo de que en el mercado del arte, por ejemplo, importan más las referencias y jerarquías que el valor artístico. Y en el campo periodístico, apenas se habla de cabeceras sino de marcas. En el manual del buen consumista todo se convierte en producto, y todo es susceptible de ser valorado y reevaluado, incluso aquellos maestros que antaño eran intocables. Tal vez haya caído en picado el estatus de quienes antaño ejercían la crítica como auténticos demiurgos preparados para desentrañar el valor de una obra a causa del descreimiento generalizado hacía los gurús. Tanto es así, que la gente se pirra por ejercer de jurado como forma selectiva de ver reconocido su ascendente. En esos programas en los que se vota a quien mejor salta desde un trampolín o a quien cocina con más habilidad un rodaballo ocurre algo significativo: no se reconoce la excelencia desde la excelencia, es decir, no es el mejor -desde la autoridad- quien escoge al mejor aspirante. Gana el que mejor vende; el más viral, que será youtubeado y tuiteado. Parte de los lamentos nostálgicos ante la banalización de la cultura se inscribe en la ausencia de cánones. Algunos creen que, en parte, este hecho se debe al exceso de información -infoxicación le llaman- y a la ausencia de filtros efectivos que discriminen lo realmente bueno de lo mediocre. Sólo así se puede entender esta proliferación de jurados de feria que se invisten de una potestad impostada para simular que, en verdad, alguien se preocupa del talento cuando lo único que importa es el ruido. (La Vanguardia)

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15 de abril de 2013
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Cuando éramos de Cristina

Hubo un tiempo en el que las niñas, pero sobre todo las madres españolas, se fijaban muy de cerca en las melenas rubias de las infantas. Elena y Cristina se convirtieron en nombres imperecederos, que iban más allá de los caprichos de las modas y de las santas mártires. Con sus diademas de terciopelo y sus vestidos nido de abeja estampados, las escenas domésticas de la familia real dulcificaban la esperpéntica imagen de la dictadura, aderezada con caspa y collares. Ya con la democracia, casi todas las jóvenes nacidas entre los sesenta y los setenta eran más de Cristina que de Elena. Parecía más espabilada, más simpática, más náutica que hípica. No es que vistiera especialmente bien, pero tampoco arrastraba el aire rancio de la villa y corte, el de los Loden y las mantillas. En una entrevista publicada en Lecturas, aseguraba que estaba contenta de sus primeros 20 años de vida, y añadía: “La libertad e independencia de la mujer es natural y necesaria”. Que, tras unas prácticas en la Unesco, eligiera vivir en Barcelona contribuyó a forjar su imagen de mujer abierta y emancipada que huía discretamente de la Zarzuela y se ganaba una nómina. Pero por aquel entonces ya casi nadie quería ser ni de Cristina ni de Elena. El mundo había abierto sus escaparates mientras las infantas seguían endomingándose con volantes y otras dificultades, bien lejos de emular la elegancia compacta de su madre. Pero el verdadero problema surgió cuando hubo que buscar maridos corriendo, una dislocada carrera hacia el altar de aquellas que, a pesar del salto generacional, si se retrasaban en demasía en contraer matrimonio resultaban sospechosas. Cuántas veces escuché decir: “Cómo me gusta esta pareja”, refiriéndose a Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarin. Un matrimonio por amor, se enfatizaba. Paralelamente, las desgracias de la hija mayor del Rey, marcada por las mofas del estigma Marichalar, engrandecieron aún más el triunfo de Cristina. Hasta que se rompió el jarrón. Y de qué manera. La ejemplaridad no sólo se mide por los centímetros de barbilla levantada. Por eso, las últimas imágenes de la Infanta cabizbaja indican no sólo que su imputación es inevitable -y equitativa-, sino el veredicto de un juicio público que le toca soportar sin dramas, y más en un contexto de crisis, desahucios, leyes de transparencia. Cierto es que se trata de una historia sin enemigos. Pero mientras un juez, que según parece actúa con independencia, la imputa, y un fiscal, lejos de señalar con el dedo índice, recurre, resulta innecesario que las cámaras apunten a los menores y los exhiban para ilustrar el caso, sin pixelar, tan rubios como ella cuando hacía los deberes con sus diademas. (La Vanguardia)

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10 de abril de 2013
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Bigas

Bigas, Bigas, Bigas… entre ceja y ceja, con los párpados bien abiertos, no puedo dejar de ver tu rostro de serio risueño. Tu sonrisa, una línea delgada y recta. Ese aparente aire de sorna del hombre sensible con ojos que en lugar de mirar escuchan, y que se clavan como chinchetas. Cómo querías saber. Cómo preguntabas. Tu charme. El día en que posabas para una foto con un zapato de tacón de aguja. O cuando llevaste el fetichismo al campo, los aceites y las mermeladas ecológicas. Los periódicos han publicado “Muere Bigas Luna”. Y todas las demás palabras parecen poco. Atropelladas al maldecir, pero sobre todo atascadas en la tristeza. Como has querido irte, tan discretamente, con esa elegancia de alma con la que todo lo envolvías. Tan profunda tu salida de los contornos de este mundo. Cuento con los dedos, tres meses y siete días, bailamos Barry White después de tomar las uvas en casa de tus íntimos amigos, María Antonia y Carles. Contaste tan ilusionado la película que has dejado dicho que se termine. En verdad será tu último manuscrito. Podías haber elegido cualquier otro final, habituado a resolverlos con soltura, pero quisiste este. Porque la inspiración es un golpe. Hablamos de Pedrolo, de los pueblos de Lleida, del acento. De la osada melancolía de imaginarse el fin del mundo y de rodar un desierto de vidas aún con pálpito. Contaste las escenas que te habían colmado de una extraña belleza. Los hallazgos de la luz. Habías tenido un bache de salud, dijiste, pero sin darle mayor importancia. Retrocedo, Celia te cuidaba, pero Celia siempre te cuidaba. El fino amor, con esa devoción de la compañera de vida que te leía el pensamiento. Aquella noche explicaste la pícara historia de un precioso collar que le regalaste. Que compraste por teléfono cuando ella te lo describió, desde una joyería de Florencia. Y se lo llevaron al hotel. “Me había portado mal y tenía que poner el listón alto”. Las crónicas te retratan como el más rupturista de los cineastas españoles de esa generación bisagra, warholiano y felliniano, valiente en la España de Pajares y Esteso con cintas tan insólitas como perturbadoras, de tus cum laude como Jamón, jamón o tu sorprendente miradas, antes que nadie, hacia las chonis, también como uno de uno de los pocos que fueron a Hollywood sin olvidar su divisa ni malvenderla. “Hay que hacer una revista que quisieran leer las Juanis”, me llamaste una vez, muy en serio. Fuiste absolutamente moderno. No te conformabas con lo previsible, y te divertías -y de qué manera- compartiéndolo con delicadeza y cariño, incluso tan blancamente canalla como cuando montaste el Cabaret El Plata en Zaragoza y nos dejaste a todos asombrados con tu registro de revista convirtiendo en hipermoderno lo kitsch. Tu paso por esta vida ha sido reseñable. Pero en la obra de tu vida estremece, por encima de todo, el arte de convertir el presente en un acontecimiento. Don, ángel, genio. (La Vanguardia)

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8 de abril de 2013
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Cualquiera de nosotros

Mediodía, en un colmado-restaurante del Eixample. La cercanía de las mesas favorece la promiscuidad auditiva hasta el punto de que la conversación ajena, vigorosa, se mete en tu plato. ?La echaron embarazada, era subdirectora de un periódico? y ahora la han desahuciado. Es un testimonio brutal?, dice el hombre. ?Habría que conocer toda la historia, lo que no cuenta, porque me entran muchas dudas? replica la mujer. El hombre insiste: ?lo importante no es solo su propia experiencia sino lo que representa en este momento?. La mujer ?Chiqui, la llama él? sigue sembrando desconfianza, como si la autora fuera una desahuciada deluxe. Esa sombra cainita: algo habrá hecho. Sostiene que es ?muy raro? que una profesional que ha ocupado cargos de responsabilidad en la prensa no tenga para pagar la hipoteca, y va esparciendo sospechas sobre el mantel mientras ellas piden postres, ellos gin tonics y los niños dibujan. Por un momento estoy a punto de confesarles que conozco a la autora, Cristina Fallarás, y que en su historia no hay palabras impostadas. Acaso su tono bronco, su tinta rabiosa, esa querencia por el taco, empezando por el título de portada: A la puta calle (Planeta); aunque también por el corte delgado y tierno con el que nombra la desdicha: ?Mamá, y si nosotros compráramos la ropa que llevo, ¿yo qué estilo tendría??. En el relato de Fallarás asoman las voces de los niños que apenas comen carne y toman la leche mezclada con agua. La historia de las deudas acumuladas, a pesar haber publicado tres libros y montado una web. Primero eliminas las cremas, luego los zapatos, los bistecs, las copas, hasta que los amigos dejan de llamarte, dice. Pienso cuán reconfortante es que un libro aún de pie a una conversación de sobremesa. La periodista y escritora ?Premio Hammett en la Semana Negra de Gijón? sabía que se la juzgaría a priori, por ello en el libro desglosa gastos e ingresos, durante cuatro años de paro. Recientemente intentó una dación de pago, pero llegó tarde. Su vida está ya metida en cajas. Con su testimonio anima a salir del armario a sus semejantes, porque también hay arquitectos, editores, periodistas e informáticos que pierden la casa. Les rodea un silencio que choca estrepitosamente contra la bronca a domicilio del escrache. Cierto es que el político en mocasines se convierte de noche en un hombre en zapatillas que respira hogar. Y que el mundo civilizado defiende las soluciones con diálogo, en lugar de las caceroladas. Pero también es cierto que la clase política se ha desentendido de un problema que va ampliando su brecha y no entiende de vértigo ni extremos. Digamos, pobreza de clase media. Digamos, cualquiera de nosotros. (La Vanguardia)

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3 de abril de 2013
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Nuestros desconocidos

  Se ha obrado algo verdaderamente asombroso en mí, y no sólo puedo atribuirlo al paso del tiempo. Hubo una época en la que los otros, los desconocidos, la gente anónima con la que azarosamente te cruzabas en la calle o coincidías en una cafetería, una plaza, te resultaban casi invisibles. Eran tiempos en los que no dejabas de hurgar en aquello que con pomposidad juvenil llamabas “tu esencia”. Tú y el mundo. Con una afanosa curiosidad por habitarlo. Tú y las amigas. Tú y las cartas, donde describías el amor que anhelabas vivir, que creías posible. Lo importante, y de qué manera, eran los conocidos, aquellos que elegías para compartir el color de tus días, los que adjuntabas -ajuntabas que dicen en los patios de colegio-, a veces alentando grandes e infaustas expectativas. Apenas de soslayo veías a aquella señora con bastón y una bolsa de plástico en la cabeza que avanzaba lentamente bajo la lluvia; conserjes, vendedores, guardias, enfermeros, funcionarios e incluso vecinos, que no te interesaban lo más mínimo. Porque a esa edad, establecer lazos para ensanchar a quienes consideras “los tuyos” exigía tiempo y ensimismamiento. En Un tranvía llamado deseo, Blanche DuBois le dice al médico: “No sé quien es usted, pero… ¿qué más da? Yo he dependido siempre de la bondad de los demás”. En algunos tramos de nuestra existencia los demás son completos desconocidos en los que, sin ingenuidad pero con determinación, decidimos confiar (a veces sin opción). El anonimato es una de las más subrayadas condiciones de la hipermodernidad, según antropólogos y sociólogos. La multitud global representa el semblante de nuestro tiempo. Una masa informe y sin nombre. Hoy, lejos de ignorar rostros y voces ajenos, “los otros” me resultan más cercanos que nunca, incluso siento una natural simpatía hacia ellos aunque no sepa ni su nombre, libre del prejuicio de que puedan ser molestos, sospechosos o vulgares. La vida laboral nos ha enseñado que entre las señoras de la limpieza que a última hora entran en las oficinas vacías se esconden grandes historias. Y sabemos también que en las noticias del día, en las calles chipriotas o en las salas de urgencias de Castilla-La Mancha que Cospedal pretende cerrar, no faltarán los don nadie que lograrán un pequeña grandeza cotidiana capaz de hacer del mundo un lugar mejor. Sé que se trata de una expresión manida, buenista, como el Imagine de Lennon. Pero en los periodos de crisis y de cambio, está comprobado que sólo la voluntad de fortalecer los lazos de la comunidad consigue asegurar los cimientos, impidiendo que la sociedad se pervierta del todo. De ahí la necesidad de actuar en red. Porque ahora ya tienes la certeza de que entre esa masa anónima se encuentra aquél que te ayudará a levantarte cuando te caigas, y el que buscará casi con tu misma ansiedad tu teléfono en el vagón del tren, incluso el que un día puede salvar tu vida.

(La Vanguardia)

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1 de abril de 2013
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El Boomeran(g)
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