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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El ritual

Rituales o rutinas. Los primeros se viven con mayor conciencia, arrastrando su erre que viene de antiguo, capaces de abstraer el paso del tiempo e incluso abrazar la ilusión de eternidad. En su relieve descansa la vida idealizada, la celebración de la belleza, la vanidad del devoto que aspira a un trozo de cielo. El virtuosismo. La experiencia como promesa. Las rutinas, en cambio, suelen calzar zapatillas. Cuando abundan, enmascaran el abismo y crean la ilusión óptica de ordenar el vacío existencial. El primer café del día, sin abrir los ojos. La minibaguette de jamón antes de entrar al trabajo. El museo de los jueves. El pilates de los viernes. El fútbol del domingo. Regar las plantas del balcón antes de acostarse. En realidad son una confirmación de que todo va bien, o de que al menos va igual. Por ello hay gente que se lleva alguna de vacaciones. Su cafetera o su almohada. Su música de jazz o su transistor. Sus antidepresivos o su botella de ron añejo. Pero lo importante no es lo que va en el equipaje sino lo que se deja. Las colas de problemas. Los asuntos pendientes. La vecina huraña. Los hipócritas, pedigüeños, traidores, mandones o estúpidos que no nos resbalan. Cambiar de paisaje, aunque no se vaya muy lejos, limpiar la mirada de imágenes demasiado vistas. “Aparcar”, decimos, dinámicas construidas a partir de un horario, de una agenda, de un mandato al que nos aferramos a fin de hallar una carcasa que nos proteja frente al extravío. Veinticinco días al año de libertad para aquéllos que tienen un contrato laboral. Un paréntesis que permite alternar con otros aires. Pero sobre todo una pausa entre cuentas de resultados y llamadas pendientes. Entre exámenes y castings, reuniones y manicuras, ebitdas y cash-flows. La agenda del mundo no se detendrá aunque tú te desentiendas de las rutinas a fin de iniciar un ritual. El de escoger una playa; comer al aire libre; leer libros cuidadosamente seleccionados; estrenar bañador; descubrir una nueva canción que se adherirá, tozuda y vitamínica, al hipotálamo; comer sopas frías; dormir con la ventana abierta; escuchar el eco gozoso de los niños en la orilla o el empedrado. No hace falta que el ritual sea sofisticado. Porque su peso es mental. Puede que hallemos una habitación verde lima, que tan bien combina con el mar. Que tengamos días de bruma, en los que el sol cae como una escueta acuarela, y atardeceres rojos que hasta fundirse en negro regalan postales de souvenir. Nos encontraremos con sofás tapizados de flores francesas, o con figuras de dioses tailandeses que habitan con mudez los apartamentos de verano. Olfatearemos esa humedad alquilada, que convive junto a la arena, los mosquitos, y en algún rincón del jardín, el moho. Y haremos todo lo que esté en nuestras manos para celebrar la vida sin negruras. Las vacaciones, ese ritual azul. (La Vanguardia)

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29 de julio de 2013
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Insoportables

La playa, la hamaca irremediablemente azul, un libro y el rumor de las olas que construye consonantes líquidas. Hasta que el megáfono del chiringuito anuncia una master class de zumba, y levanta de la toalla a una veintena de mujeres -ningún hombre- de entre 20 y 70 años dispuestas a mover brazos y caderas al ritmo de “vamos a gozar y bailar como locos en la playa”. Celebro su disfrute con ese baile que a mí me parece zafio, pero ¿por qué someten a sus decibelios a todo aquel que no quiere saber nada del zumba, y mucho menos con los pies en la arena? Avanzar con la bicicleta por un paseo marítimo, a velocidad moderada, sentir la brisa de la tarde, y encontrarte con peatones que testarudamente siguen la línea del carril bici sin cuestionarse -hay señales en el suelo que lo indican- que aquel no es su camino. Es más, cuando les tocas el timbre, hacen aspavientos con las manos. Los padres para quienes los mocos de sus hijos son invisibles, incluso si se los comen. No hay paisaje que cause más desamparo: un pequeño moqueando en la piscina, casi ahogándose en ellos, hasta el extremo de que el instinto te empuja a sonarle ante las narices de sus progenitores, que ríen tan agradecidos como ausentes. Los que dicen guapi con tal despreocupación que acaban contagiándotelo en algún momento. O quienes en lugar de hacer una llamada, hacen una call, o de convocar a un artista lo hacen a un talent; titular es, para ellos, lettering; experiencia, expertise, y sus usuarios son free. También los que repiten sin cesar: monetizar, sinergias, cambio de paradigma. Y las parejas que el uno al otro se llaman papi y mami. ¿Cuándo, cómo y por qué olvidaron sus nombres? Los dependientes excesivamente amables de marcas emocionales que se jactan de tener toda una filosofía de empresa “empática y proactiva”. Esos que te preguntan cómo estás hoy, sonríen con una amigabilidad fuera de lo común e insisten en hacerte la tarjeta de cliente aunque pierdas el avión… los mismos que, al despedirte, temes que te pidan una cita. Las compañías aéreas en las que el espacio para la maleta no tiene por qué coincidir con el de tu asiento, y que, a pesar de tener vacíos algunos compartimentos más cercanos, no permiten que dejes allí tu equipaje porque esos asientos -esplendorosamente libres- cuestan más. Mandarán la tuya a la bodega, ese lugar desconocido que aterroriza a adultos y niños. Me pregunto cuántas veces durante este verano, a pesar de la indolencia, de rozar el aire liviano y casi feliz, diremos: “No lo soporto…”. Probablemente sin conciencia de que nosotros mismos nos hacemos más insoportables, y somos los últimos en enterarnos.

(La Vanguardia)

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24 de julio de 2013
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No me provoques

Escuché todo tipo de comentarios insidiosos cuando se exhibieron las imágenes de las muchachas ebrias, manteadas por la multitud en los Sanfermines, semidesnudas y manoseadas a demanda por la multitud. Sus rostros en fuga quisieron ser interpretados como manifestación de goce. “Ellas se lo han buscado”, aseguraban algunos. Porque en nuestra cultura depredadora, hábil en delegar responsabilidades morales, una mujer borracha no es merecedora de respeto alguno. Y, a tenor de lo que vimos, puede ser abusada impunemente, a plena luz del día y con carcajada. Según esa lógica, la noción de solidaridad, incluso la de auxilio, se desdibuja cuando la protagonista enciende la mecha. Y ahí está la palabra clave, ese paraguas semántico que justifica el sinsentido, el vandalismo e incluso el machismo: provocación. Unamuno sostenía que la diferencia específica entre el hombre y el animal hay que buscarla más en el ámbito de los sentimientos que en el de la racionalidad. El hombre es, ante todo, un animal de sentimientos y, entre ellos, tiene una especial relevancia el sentimiento estético. Porque su esfera coincide con la esfera de lo sensible y con la reacción que produce en la persona la contemplación de la belleza. No hace falta ser demasiado ambicioso para que esa intuición nos ilustre acerca del mirar, del conocer… De ahí a que poseamos el juicio necesario para discriminar cuando alguien se exhibe como ofrenda carnal, como acto de autoafirmación o como resultado de una borrachera. Claro que es mucho más fácil acusar y levantar perversas suspicacias, también más infame. “¿Irá mi hija provocando?”, se preguntaba el otro día una madre en el telediario de TVE. No cuestionaba el comportamiento improcedente, rayando el bestialismo, de quienes ante una minifalda o un ombligo al aire desatan sus instintos básicos, sino que acudía a un taller -promocionado por la cadena del Estado- en el que se enseña a los padres a lidiar con la vestimenta de sus hijos adolescentes a fin de combatir prendas ceñidas, pantalones caídos o escotes pronunciados. Lo más obsceno del asunto resultaba el tratamiento de la inocencia, cómo esos adultos se elevaban por encima de los jóvenes asegurando que estos no tienen percepción de riesgo o de peligro, ni tan siquiera olfatean el componente sexual de vestir con despreocupada frescura. Lo único sensato era la conclusión de la locutora del reportaje: “Aunque nos cueste, no hay que mezclar ropa y sexualidad”. Basta con apelar al mal gusto y a la vulgaridad para opinar, educar, aconsejar a nuestros hijos si van hechos un cromo sin necesidad de invocar a la bestia negra que, según el telediario, todos llevamos dentro, pobres primates que no hemos conseguido aún evolucionar en el conocimiento sensible.

(La Vanguardia)

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22 de julio de 2013
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La antiestrella

Fue un acontecimiento extraño, hace algunas noches, en el Poble Espanyol. Para quienes aún no hayan visto el oscarizado documental Searching for Sugar Man, Sixto Rodríguez es un músico que, en los años setenta, grabó un par de discos de los que sus productores se enamoraron de tal manera que lo consideraron superior incluso a Bob Dylan. Un timbre transparente, unos acordes vibrantes y unas letras con la suficiente carga poética para conectar con la deriva existencial desde un suave inconformismo. Pero Rodríguez fracasó. No llegó ni de lejos a los top ten. Y deportivamente regresó a su oficio de albañil, cargando frigoríficos y remozando muros con la humildad de un peón. Seguía tocando la guitarra en la intimidad, mientras en Sudáfrica, en pleno apartheid, sus canciones se convertían en himnos y le hacían más popular que los Stones. Él nunca supo que había vendido más de medio millón de copias en la entonces aislada Ciudad del Cabo. Sus hijas, en el documental que lo ha convertido en leyenda, confiesan que fueron pobres, y que vivieron en más de 26 casas. Algunas sin habitaciones. Otras sin lavabo. Sin embargo, el padre las llevaba a bibliotecas, a la ópera, “a los lugares de los ricos e ilustrados”. En Sudáfrica, cuando Rodríguez se convirtió en el mayor ídolo musical de los setenta, los periódicos publicaron la falsa noticia de su suicidio. Y a pesar de que tres generaciones cantaban sus canciones, nadie se interesó en seguir su rastro hasta que unos periodistas musicales descubrieron que no estaba muerto. Y le organizaron una gira por Sudáfrica: 30 conciertos, limusinas, hoteles de cinco estrellas… Sólo sus hijas comprendieron el significado de todo aquello: su padre, un genio outsider con vocación de jornalero vestido de esmoquin, donó el dinero recaudado a los más pobres que él y continuó viviendo como si no hubiera pasado nada, acaso con la reservada satisfacción de haber sido aclamado por una multitud enfebrecida cuando había tenido más de veinte años para reconciliarse con el fracaso. El otro día, en Barcelona, apareció el misterio en el escenario mientras se vendían bocadillos de salchichón de Trujillo y helados de crema catalana. Casi ciego, no sé si extraviado, desafinó ante un público maduro y condescendiente. Daba igual. Jóvenes y viejos acudieron a venerar al hombre del documental, al proletario digno. A un símbolo de los genios fallidos. El que hoy, veinte años después de resucitar del olvido, es requerido como antihéroe en los veranos musicales. Demasiado tarde para un idealista albañil de Detroit. Ojalá no sea ingenuo desear que, como mínimo, ahora sí cobre los royaltis por la reproducción, venta y descarga de sus discos.

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17 de julio de 2013
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Diamantes en bruto

Los dos rombos nos marcaron, y de qué manera. No tanto por su prevención moral como por la fascinación que suponía transgredir lo prohibido. Cumplir catorce años, en la España de los años setenta y primeros ochenta, significaba alcanzar un grado de madurez para los jóvenes que, ante un rombo, se sentían legitimados para poder consumir material sensible. “Bah, un rombo”, nos decíamos, aunque a menudo el contenido que visionábamos fuera más atormentado que el de cualquier peliculilla del destape, donde más que alentar el sentido del morbo se exaltaba el del ridículo. La geometría inspirada en la baraja francesa y símbolo del diamante debió de ser obra de algún censor esteta con vocación de diseñador gráfico. No he podido averiguar el nombre del autor de tan refinado invento identificador de lo moralmente condenable por parte del comité de censura de TVE. Duraron hasta 1985, cuando una sociedad que se consideraba ya madura y democrática empezó a entenderlos como un mensaje naif. Empleados ornamentalmente desde la antigüedad y emble- ma del op art o el cuerpo de paracaidismo del ejército español, los rombos han sido puestos en juego tanto por las matemáticas como por David Delfín. El anuncio de que el Gobierno proyecta unificar un sistema de calificación de contenidos por edades para televisión, cine e internet sorprende a una audiencia que durante años ha esperado la tan requerida autorregulación por parte de las cadenas televisivas que, sin complejos, programan en horario infantil asuntos abyectos que promueven desde la violencia hasta el sexismo, el mal gusto o el analfabetismo emocional, más nocivos que una de indios y vaqueros. Sea en forma de dos rombos o dos calaveras, la regulación que ahora promueve el Gobierno viene a decir que hace falta un mayor vigor para compensar la laxitud que se da en tantos hogares donde los niños pequeños ven Los Simpson -que, por cierto, hasta 1994 se emitían a las 23.00 y actualmente, a la hora de comer- “porque son dibujos animados”. Y es que hoy, con doce años, uno puede descubrir a Visconti y Thomas Mann en la reposición madrileña de Muerte en Venecia, y enfrentarse, con 16, a la iniciativa gubernamental de permitir una noche al año cualquier actividad criminal, incluido el asesinato, en The purge. La noche de las bestias. Titánico trabajo le espera al comité que, de continuar con la medida, designe el Gobierno como autoridad moral para decidir qué es nocivo y qué no, incluso para ponerle puertas al mar. Acaso se trate de un gesto de impotencia, de condenar y prohibir como cínico lavado de cara en lugar de promover el desarrollo de un autocontrol y orquestar una iniciativa pedagógica. El conocimiento es poder, y necesita de maestrazgo, acompañamiento, tutela, aliento. Porque el verdadero sentido de los rombos no fue su efecto disuasorio sino su papel como rito de pasaje, y estos nunca son moralizadores. (La Vanguardia)

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15 de julio de 2013
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Encanto

No es lo mismo ser encantador que tener encanto. Lo primero puede ser un atributo accidental. Lo segundo es un don, mucho más excepcional y escaso. Una combinación de buena educación, ingenio, franqueza, armonía y un nosequé capaz de intervenir atmósferas y ánimos, procurando una suerte de bienestar que incluso hace sentir mejores a los otros. Sabios o mundanos, dueños de una cortesía sin envaramiento, sutiles e irónicos, detallistas también con la memoria, quienes tienen encanto reúnen sensibilidad e inteligencia y saben ser flexibles en la mirada hacia el otro. No les corroe la ansiedad, ni la búsqueda de un fin, sino que paladean el instante sin escabullirse, como si aquello fuera lo más importante que les ocupa. Leo en The Atlantic una interesante reflexión de Benjamin Schwarz, que define el encanto como una virtud social -que no moral-, desinteresada y actualmente en declive. Pues sólo tiene encanto quien es autoconsciente, comprometido y a la vez desprendido, y lo más difícil, quien sobrevuela terreno minado, si lo hay, sin dejarse inhibir ni condicionar por el conflicto. Hoy los requisitos para ser punta de lanza en nuestra sociedad responden a otro tipo de cualidades. Ya saben: ser emprendedores, proactivos, empáticos, productivos… Claro que se puede ser todo esto y, además, tener encanto. Pero su ausencia en la semántica social ilustra el escaso grado de valoración. Schwarz apunta que, si bien no llega a ser un síntoma de que nos hallemos en un tiempo de decadencia cultural, sí evidencia que nuestra época adolece de encanto emocional. “Cualquier cultura que celebra la juventud aboca el encanto, que, por definición, es una cualidad reservada a los adultos, a un terreno pedregoso”. Los valores dominantes de nuestros días difícilmente maridan con un caldo de lenta cocción. La sagacidad hipermoderna no entiende de anécdotas, como si la vida no tuviera tiempo de entretenerse en matices. Ni de cultivar la inclinación a ser atento, complaciente y delicado. Todo lo contrario, estas se consideran cualidades blandas en un lodazal de cínicos y “listos”. Es más, aquel que se afana en ser socialmente generoso puede llegar a levantar sospechas. Abundan las tertulias televisivas -¡incluso las del corazón!- en las que cuando presentan a sus participantes estos no sonríen, como si una mirada torva les otorgara más credibilidad. Un falso esencialismo, parco, huidizo, en extremo borde, gobierna una forma de interactuar en las relaciones sociales, en las antípodas del encanto. Porque quien lo atesora no es una persona insegura, ni inconsistente, ni susceptible, sino alguien que como mínimo se siente tan a gusto consigo mismo que puede ser -sin peajes, sin imposturas- encantador con los otros. (La Vanguardia)

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10 de julio de 2013
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¿Defender disuadiendo?

Por qué el ejército es la institución más valorada por los españoles, los mismos a que al tiempo opinan que si algo debe recortarse drásticamente son los presupuestos de defensa? O, ¿por qué no hay apenas identificación con los temas relacionados con la seguridad interna o externa, asunto que no es percibido como una preocupación? Estos y otros interrogantes se plantearon la semana pasada en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional, donde se debatió a propósito del número de la revista Claves dedicado a las Fuerzas Armadas, titulado Disuadir y defender. ¿Qué ejército necesita nuestra democracia? Su director, Fernando Savater, se preguntaba si esta apreciación no se deberá al descrédito del resto de instituciones, aunque planteaba como paradoja el profundo desconocimiento de las mismas tanto por parte de quienes expresan tan mayoritaria consideración como de quienes sienten un rechazo epidérmico a los uniformes. Algunos militares con amplia formación, idiomas y una sagrada vocación de servicio público evidenciaban el desprecio de la posmodernidad por lo castrense. Y consideraban poco saludable el alejamiento entre las fuerzas armadas y una sociedad portadora, es cierto, de un aún cercano y masivo “No a la guerra”, pero que, al reconocer el papel de los militares en misiones internacionales, evidencia que el pacifismo español -como se ha ilustrado en diferentes ocasiones- no es antimilitar. Es un hecho notablemente simbólico que hoy, en España, ningún militar se pasee con uniforme por la calle -a diferencia de otros países europeos-. Su invisibilidad debería de ser analizada cuidadosamente cuando su prestigio social resulta tan destacado, mucho más valorados que la monarquía, la Iglesia o los sindicatos. Con la transición se acercaron los lenguajes civiles y militares, y “el ejército pasó de ser la columna vertebral del Estado a su brazo armado”, aseguraba el capitán de fragata Federico Aznar. A lo que el historiador Santos Juliá le respondió que “ni columna vertebral ni brazo armado, sino servidores del Estado, como cualquier funcionario”. Afortunadamente, hoy no hay militares estrella y no se prodigan por los platós de televisión como los políticos e incluso algunos jueces. Tampoco se conocen casos de corrupción entre sus armas, y su sentido de la lealtad incondicional ha deslumbrado a más de un ministro de Defensa progresista. Su transformación, despolitizada, profesionalizada y con mujeres entre sus filas, choca contra la animadversión que producen tanques, cazas y fragatas, parasitaria desconfianza no poco residual. Y es que la herencia de un pasado invertebrado aún aviva un recelo tejido con prejuicio. Probablemente, sólo cuando uno de nuestros soldados muere en una carretera sin asfaltar de un país en guerra alguien se pregunte cuánto cobra por servir a un Estado democrático y estar incluso dispuesto a morir en su defensa. (La Vanguardia)

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8 de julio de 2013
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El andar distraído

Hubo un tiempo en que el andar distraído significaba ir hacia delante mirando hacia atrás u observando obsesivamente el contexto. Las ensoñaciones del caminante solitario aspiraban a convertir el camino en un vehículo para el pensamiento. En un sparring, un spin doctor, un amigo imaginario. Hoy, el trayecto a menudo es invisible, como los fruncidos de luz en los atardeceres de verano. Cómo van a percibir los matices del cielo esos viandantes si ni siquiera se percatan de la existencia de un payaso vestido de morado y amarillo encima de un monociclo en medio de una plaza, como quiso demostrar un equipo de investigadores de la Universidad de Western Washington. Porque hoy, la principal razón por la que el ciudadano de a pie resulte herido o muera cruzando un semáforo se resume así: hablaba por el móvil. En algunos lugares del mundo, como en Nueva Jersey, es ilegal cruzar la calzada atendiendo a la pantalla. En otros estados, como en Idaho y Delaware, unas señales avisan que “tu Facebook puede esperar”. El coste de la adicción a la hipercomunicabilidad es caro. Cada vez mueren más personas atropelladas por este motivo: distractive walking, se llama a los accidentes en la vía pública, que se han duplicado desde el 2005, con una tendencia que va en aumento. Lo leo en el blog Antigurú, de la periodista Karelia Vázquez, que semanalmente ameniza con un suculento repertorio de tendencias y patologías de la vida digital. Y me pregunto sobre las razones de la abstracción cuando se adquiere otro plano de la realidad a través del oído. Del poder casi umbilical que te abstrae hasta el punto de crear una burbuja tan poderosa como para perder la vida en el acto de mandar un mensaje, conectarte con tu Facebook o conversar. Todos creemos que podemos hacer varias cosas a la vez, y la naturalidad con la que caminamos y hablamos por teléfono es tácitamente asimilada como la de correr y escuchar música, o conducir y masticar chicle. Simultanear, multiplicar, lleva implícita una promesa de plenitud, como si la ilusión por llenar las horas equivaliera a dotarlas de sentido. Ahí la tecnología del smartphone parece reparar la deriva existencial. Es feliz aquel que no teme ni desea, decía Séneca. Y en la cadena de insatisfacciones contemporáneas, adquieren valor sus palabras cuando afirma que “es trabajosa la vida de quienes olvidan el pasado, descuidan el presente y temen el futuro”. A menudo no atendemos ni a nuestros propios pasos, ocupados como estamos al teléfono resolviendo asuntos que creemos vitales. Una amplia carta de excusas que enmascaran el vacío y neutralizan el terror a la desconexión, la misma que deberíamos celebrar cuando el teléfono enmudece y por fin habitamos el silencio. (La Vanguardia)

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3 de julio de 2013
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Efecto desmaquillante

Veinte famosas sin maquillaje”. Así se llamaba la fotogalería que colgó La Vanguardia.com la semana pasada y que enseguida se coló entre los temas más vistos del día. Puede que más de uno se sorprendiera, como yo, cuando lejos de contemplar el morbo de una celebrity descompuesta y sin peinar, advertía que el aviso de la entradilla: “Algunas siguen siendo bellas a pesar de no ir maquilladas”, habría podido ser al revés: “Muchas siguen siendo bellas a pesar de ir maquilladas”. Desde Jennifer Garner hasta Liv Tyler, Rosie Huntington o Penélope Cruz, la profundidad de la mirada, sin iluminadores, la frescura de una piel limpia, felizmente sonrosada y sobre todo unas ojeras oscuras, capaces de revelar una vida interior que los eficaces correctores se empeñan en disimular, ofrecían un perfil más interesante que las imágenes, ya icónicas, de sus rostros preparados para deslumbrar en la foto y sobre todo poder hacer eso que en verdad es tan enrevesado y a la vez tan artificioso: sonreír con los ojos abiertos. A menudo, el primer comentario que surge cuando una mujer aparece sin maquillaje es el de “no parece ella”. Se trata del discurso estético gobernado por el canon, y que no creo que sea dictado ni por la industria cosmética ni por las revistas femeninas ni tan siquiera por Hollywood, sino por unas leyes invisibles que determinan lo que hoy en día aún se entiende como el rostro público de la feminidad. Recientemente, se ha extendido una tendencia llamada “sin maquillaje 2.0″, que consiste en que las llamadas celebrities suban sus fotos con la cara lavada a Twitter. Algunos lo atribuyen a otro buen filete de marketing que vende falsa humildad, cercanía e incluso ilusión de intimidad. Para otros, es puro narcisismo. Un mensaje de pseudoautenticidad al que incluso la cantante Rihanna, acusada como tantas de rendirse a los servilismos de la estética de la fama, se sumó difundiendo imágenes recién levantada de la cama. O eso parecía. Decidida por un día a ser más mortal. Caitlin Moran, escritora y columnista en The Times, acaba de publicar en España Cómo ser mujer (Anagrama). Dicen de ella que es como si Germaine Greer escribiera en un bar, y en su libro -en el que por cierto hace apología del vello púbico y de la humillante tortura que representa la moda de la depilación brasileña- ahonda en cómo las mujeres, en realidad, no tienen ninguna idea de cómo ser mujer. “Hacerse mujer es un poco como hacerse famosa”, asegura. Porque en verdad después de un final de infancia anodina, arranca la fascinación de un proceso de cambio en el que todo el mundo pregunta. Por la talla, por el sexo, por los tacones, los chicos. Desde el ¿qué quieres hacer? hasta el ¿quién eres? Y en esa travesía, casi siempre el verdadero rostro acaba camuflado por otro que aparentemente blinda el alma. Pero bajo su incuestionable hegemonía se corre el riesgo de perder el auténtico sentido de la belleza. Que nunca es uno solo. (La Vanguardia)

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1 de julio de 2013
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Cuando Cupido es un algoritmo

Hace bien la campaña de Coca-Cola en recordar que hubo un tiempo en que los bares eran lugares donde se ligaba. Esa nostalgia de la poética del bar, con su cruce de miradas de punta a punta de la barra -asistida por unos taburetes que favorecían la inclinación del cuerpo hacia delante, como en propulsión para iniciar el cortejo-, ha sido sustituida por la asepsia de la pantalla. Sin humos y con amplias cartas de infusiones, incluso con tickets para pedir la bebida o ir al baño, los espacios con mística han sido sustituidos por los llamados civilizadamente “establecimientos de ocio y recreo”, caracterizados por la actual ideología de parque temático. Mientras el roce humano o la caída de párpados en un bar resultan hoy embarazosos o grotescos, más de la mitad de los solteros buscan pareja a través de los portales de citas on line. Pero, aparte de la creciente aceptación social de un asunto que hace no tanto era poco menos que reducto de raritos, el mundo del ciberligue se ha convertido en un floreciente negocio que, el año pasado, superó los 2.000 millones de dólares de ingresos en EE.UU. y Europa. Internet se considera un buen sitio para ligar, aunque sin demasiada reflexión sobre cómo cercanía y distancia se confunden hasta el extremo de enmascarar la verdadera identidad. Y no por principios, sino porque el ritual activa las teclas de nuestra esfera imaginativa. El tiempo de espera entre mensaje y respuesta, las frases cortas, el suspense, el cling del correo que trae el OK esperado y, sobre todo, el juego adictivo de flirtear atrincherado tras una pantalla, sin ver ni oler al otro, componen una nueva cartografía prometedora para editar un nuevo amor. Las gurús en estos asuntos sostienen que los hombres le dedican mucho más tiempo que ellas e incluso mantienen varias implicaciones emocionales a la vez, mientras que las mujeres confiesan aficiones más convencionales, transmiten cierta pasión o entusiasmo al expresar sus principios y saben mentir lo justo y necesario. Porque un 80% de los consumidores de ciberligue miente, según un estudio de la Universidad de Cornell. Esas cosillas: edad, kilos, centímetros, asuntos de familia e incluso trabajos estupendos. Cuando Cupido se convierte en una puntocom, la química se sustituye por el algoritmo. Los solteros que practican suelen declararse cansados, agotados de tentativas infaustas. Pero lo más asombroso de todo es que, en el caso de quienes conocieron a sus parejas a través de un portal y han prosperado, abundan los que deciden confeccionar un relato diferente, inventar una nueva biografía para su nueva historia de amor: decir, por ejemplo, que se conocieron en un bar…

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26 de junio de 2013
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El Boomeran(g)
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