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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Muertos de risa

Sería un eufemismo decir que sentimos estupor al escuchar a nuestros políticos el pasado sábado rematando la venta de la candidatura olímpica de Madrid. “Los españoles son gente muy divertida”, decían, en un discurso más parecido al de un relaciones públicas de discoteca de la costa. Estéticamente, y por una cuestión de credibilidad, hubiera convenido cualquier otro adjetivo. Imaginemos esa España cachonda con más de cuatro millones y medio de parados muertos de risa. Chistosa, noctámbula, bailonga, como les gusta creer a esos turistas incandescentes que ignoran que esos tablaos, jaranas y capeas se montan sólo para ellos. Porque el parque temático de un país estereotipado en la chanza hace tiempo que resultó cansino, y sobre todo desajustado para la gran mayoría de sus habitantes. Pensemos si no en todos esos científicos que han tenido que exiliarse para poder seguir investigando, o la comunidad cada vez más amplia de expatriados que se buscan la vida donde pueden, a pesar de añorar su casa. Y no precisamente por echar de menos la fiesta, sino por un extrañamiento bastante más hondo, que guarda relación con el sentimiento de pertenencia. El llamado paradigma de Hemingway, alimentado por una mezcla de pasión bajo el sol, faralaes, vino y burladeros, tiñe aún los cristales con los que acostumbramos a ser vistos. Cuando la Unión Europea muestra la riqueza cultural de sus países, elige casi siempre un torero para plasmar la identidad española. Pero ahora nos encontramos, además, con que parece que sus gobernantes tampoco pueden abstraerse del estereotipo, precisamente cuando nuestro país se halla lacerado por una profunda crisis que ha tocado incluso a su identidad. Habría que considerar el porqué de tanta impostura. Tokio supo jugar la carta del discurso emocional, y consiguió invertir la tragedia y escenificar una demostración de fortaleza y determinación. En el speech final de la candidatura madrileña, tenazmente ensayado e interpretado por la alcaldesa, primó el escapismo. “Relaxing cup of café con leche…”. ¿De qué sirven tantos asesores? ¿Nadie supo alertar del inglés macarrónico, de la sobreactuación, del derroche de prepotencia? La candidatura de la austeridad se caracterizaba por el exceso: de comitiva, arrojo, triunfalismo. De Fukushima a Tokio, los japoneses han querido reescribir una nueva verdad donde lo sagrado convive con la solvencia del dinero. El ridículo de Madrid no es el de sus gentes ni el de su paisaje palpitante, generoso, caótico, sino una muestra más de que el distanciamiento de la sociedad respecto a los políticos está directamente relacionado con lo alejados que están del resto de sus conciudadanos. (La Vanguardia)

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11 de septiembre de 2013
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Confianza en red

De entre las fotografías que se difundieron tras el trágico accidente ferroviario en Santiago de Compostela me impactó una en la que un hombre y una mujer se abrazaban consternados. Ambos sujetaban un objeto en su mano, que reposaba en la espalda del otro. Era un móvil. Pensé en el gesto inconsciente: el de fusionar al cuerpo, como una extensión del mismo, ese dispositivo que hoy actúa no solo como resumen de nuestro espacio social, sino de nuestra identidad. Incluso en momentos de elevada tensión emocional en los que un sentimiento irreal de pérdida paraliza el pensamiento automático hasta el extremo de ignorar si hay que avanzar el pie derecho o el izquierdo para andar, el teléfono parece el único miembro autónomo, sobradamente preparado, con autoridad.A menudo, a fin de aligerar nuestro peso, al llegar a casa nos quitamos los zapatos, los pendientes o anillos, la corbata? ?nos ponemos cómodos?, decimos. Pero, en cambio, apenas nos alejamos de los smartphones, que ahora se agarran a la muñeca en forma de reloj. Dan la hora, pero sobre todo ofrecen información y emociones. El ciudadano de los años diez practica running y a la vez en su pequeña pantalla recibe mensajes mientras corre, respira, late. Del mundo propio, el pequeño, pero también del grande, donde gracias a la red cualquier individuo puede superar el grado de confianza que mantiene con un vecino o una persona con la comparte un viaje largo en coche. El reportaje sobre la miniaturización de los móviles que publicaba La Vanguardia la semana pasada, resaltaba la siguiente hipótesis: ?el reloj puede ser sólo un paso más en el acercamiento de la máquina al cuerpo?. La fusión entre lo humano y lo digital se hace cada vez más indisociable. Ya no solo son grupos de amigos sino familias enteras repartidas por el mundo las que crean grupos de WhatsApp. Y no se conecta uno para pedir trabajo sino para encender la mecha de un nuevo proyecto. ?Internet configura el mundo real? resume Javi Creus, que fue profesor de ESADE y hoy, empujado por el pensamiento utópico, ha creado la consultoría Ideas for Change, donde ?el ciudadano colaborativo activa sus datos, capacidades o activos?. La crisis ha logrado materializar valores e incluso monetizar ?otra palabra de moda? el tiempo o la ilusión. Proliferan bancos de favores, plataformas de conocimiento abierto, el net.art con creaciones colectivas como si se tejiera un gran knut virtual. El crowfounding, como una alternativa más humana a los sistemas de crédito, ha conseguido objetivos asombrosos, y la filosofía del beneficio común se extiende y hace más generosos a los generosos convencidos, al tiempo que convence a los dudosos. Una nueva confianza va calando entre aquellos que no se quieren privar de soñar, y que aguzan su creatividad con la dosis justa de rebeldía. Un paisaje alentador frente al de la legión de parásitos que se retuercen panza al sol.

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9 de septiembre de 2013
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Soñar a lo grande

Un padre creativo. Primerizo, británico y diplomático. Conoció a JK Rowling en una fiesta en París y se emocionó. Más allá del autógrafo de rigor, se atrevió a pedirle un consejo para Charlie, su bebé: “No fumes, dejarlo es una pesadilla”. Rowling, que también mostró su generosa motivación, dejó un segundo mandato: “Haz caso a tu padre, a no ser que esté equivocado”. Tom Flechter siguió adelante en su empeño de dedicarle a su hijo una especie de manual de la sabiduría de la fama. Aunque la política haya perdido su capacidad para cautivar y hoy se arrastre cabizbaja, latosa, anémica, Flechter, ahora embajador en Líbano, no se cortó con Clinton, Bush padre. O Bruni. “Sueña a lo grande y no temas esforzarte por ello”, escribió Obama en estado puro. Curiosamente, lo mismo que rasgó en el cuaderno Bill Clinton: “Hay que soñar a lo grande”, y añadía “no olvides disfrutar de cada día”. El proyecto de Flecther es mediático. Le saldrá un libro resultón, entregará los beneficios a una oenegé solidaria que combata la maltrecha situación de los niños en el mundo, y puede que incluso alguna de sus divisas se convierta en el lema de una campaña. Hasta ahí, todo previsible. Pero ¿hasta qué punto las máximas, las reglas, los principios e incluso los aforismos determinan nuestra vida? La afición por los aforismos, por las cápsulas de pensamiento comprimido en poco menos de 140 caracteres, como un tuit, proliferan en tiempos de formatos breves, despieces y enunciados vitamínicos como un Red Bull. Esta querencia por las frases redondas y afiladas es reveladora acerca de nuestra condición de habitantes de los años 10. Afincados en la cultura del eslogan, deglutimos perlas y entrecomillados, reclamamos directrices y lecciones perspicaces, aunque su poder de fijación sea absolutamente dudoso. O mejor dicho, es el contexto el que hace agua porque el uso y, sobre todo, el abuso de poder no ha evolucionado desde hace más de dos mil años. Veamos, si no: “La mejor forma de gobierno es la que se basa en el equilibrio de poderes”, “quienes nos dirigen deberían poseer un carácter y una integridad excepcionales”, “la corrupción destruye a la nación” o “para obtener resultados es fundamental hacer concesiones”. Marco Tulio Cicerón los rubricó mientras César conquistaba las Galias, plantando la semilla de lo que debería de entenderse por un gobierno justo. Los recoge la editorial Ares y Mares en Cómo gobernar un país. Y produce escalofríos pensar que todo está escrito en los libros, y a pesar de ello, el sentido común y la ejemplaridad son tan esquivos como ese aforismo que enamora al oído pero se desvanece como una pompa de jabón. ¿Soñar a lo grande y vivir en pequeño?

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4 de septiembre de 2013
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Un periódico con tetas

Javier Ricou, periodista de La Vanguardia, me llamó a mitad de agosto cuando el verano aún olía el aceite de coco y los gritos de los niños anunciaban la promesa de una tarde larga. Recogía opiniones para escribir sobre el escote, a propósito del interés suscitado por una columna de Sergi Pàmies donde animaba a resolver un protocolo sobre el canalillo. Desde entonces, no he podido dejar de pensar en el asunto. Primero, por su asombrosa novedad: un periódico con tetas. Sí, periódico de verano, dirán, pero periódico al fin y al cabo. Y no tetas obvias, como las que buenamente intentan equilibrar la presencia de las mujeres en los diarios deportivos, sino tetas sin foto, sólo con narración y opiniones (deslumbrantes u ociosas) acerca de cómo mirar o cómo desear que miren un escote. Ahí está ese señor de Salou, que mientras corre diariamente por el paseo ve desfilar todo tipo de pechos que le alegran la mañana, y “todos los pechos son dignos”, postulaba (una se pregunta cómo serán unos pechos indignos, ¿los planos, los mastectomizados, los secos…?). O la barcelonesa que anima a insinuar en lugar de mostrar, viejas armas de mujer y sobre todo pasto para esos códigos repletos de sandeces que tanto han querido aleccionar el comportamiento de las mujeres: “Nunca lo hagas después de la primera cita, pregúntale por su coche, no lleves minifalda a partir de los cuarenta años ni brillantes antes de los 35…”. Cierto es que a los hombres los instruyen con otro tipo de burradas; la primera, “hazte un hombre” (esperemos que cada vez más en desuso entre los nuevos modelos de familia), pero sólo hace falta revisar la publicidad actual sobre productos de higiene femenina: desde las compresas para la regla, que ahora ya contienen unas cápsulas que se rompen mientras caminas y emanan efluvios de perfume, hasta el eslogan de una marca de desodorante: “Las mujeres fuertes no huelen”. Así es la vida de cruel, empiezas como modelo de salvaslips y terminas anunciando compresas para la incontinencia urinaria. Por ello parece ambicioso el desafío de Pàmies, ya bastan las humillaciones: un anuncio donde se muestre un código de urbanidad para el escote. Un protocolo (¿otro más?) que ponga negro sobre blanco las intenciones que se ocultan al llevar un escote en uve, redondo de cortesana, escuálido, canalillo o palabra de honor, de esos que siempre hay que tirar hacia arriba, y producen tanta compasión ajena. La única espina para dictar dicho protocolo es que la mayoría de las mujeres no saben muy bien cómo quieren ser miradas. Depende del día. Puede que en su imaginario se haya colado alguna caída de ojos de hombre Marlboro, o la intensidad de un filósofo francés, o la perversidad de un simple canalla, o el terciopelo de un encantador de serpientes, pero en realidad suelen cruzarse con hombres normales. Y así sale lo que sale: de reojo, de frente, al culo… o sin miramientos, al DNI.

(La Vanguardia)

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2 de septiembre de 2013
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El ritual

Rituales o rutinas. Los primeros se viven con mayor conciencia, arrastrando su erre que viene de antiguo, capaces de abstraer el paso del tiempo e incluso abrazar la ilusión de eternidad. En su relieve descansa la vida idealizada, la celebración de la belleza, la vanidad del devoto que aspira a un trozo de cielo. El virtuosismo. La experiencia como promesa. Las rutinas, en cambio, suelen calzar zapatillas. Cuando abundan, enmascaran el abismo y crean la ilusión óptica de ordenar el vacío existencial. El primer café del día, sin abrir los ojos. La minibaguette de jamón antes de entrar al trabajo. El museo de los jueves. El pilates de los viernes. El fútbol del domingo. Regar las plantas del balcón antes de acostarse. En realidad son una confirmación de que todo va bien, o de que al menos va igual. Por ello hay gente que se lleva alguna de vacaciones. Su cafetera o su almohada. Su música de jazz o su transistor. Sus antidepresivos o su botella de ron añejo. Pero lo importante no es lo que va en el equipaje sino lo que se deja. Las colas de problemas. Los asuntos pendientes. La vecina huraña. Los hipócritas, pedigüeños, traidores, mandones o estúpidos que no nos resbalan. Cambiar de paisaje, aunque no se vaya muy lejos, limpiar la mirada de imágenes demasiado vistas. “Aparcar”, decimos, dinámicas construidas a partir de un horario, de una agenda, de un mandato al que nos aferramos a fin de hallar una carcasa que nos proteja frente al extravío. Veinticinco días al año de libertad para aquéllos que tienen un contrato laboral. Un paréntesis que permite alternar con otros aires. Pero sobre todo una pausa entre cuentas de resultados y llamadas pendientes. Entre exámenes y castings, reuniones y manicuras, ebitdas y cash-flows. La agenda del mundo no se detendrá aunque tú te desentiendas de las rutinas a fin de iniciar un ritual. El de escoger una playa; comer al aire libre; leer libros cuidadosamente seleccionados; estrenar bañador; descubrir una nueva canción que se adherirá, tozuda y vitamínica, al hipotálamo; comer sopas frías; dormir con la ventana abierta; escuchar el eco gozoso de los niños en la orilla o el empedrado. No hace falta que el ritual sea sofisticado. Porque su peso es mental. Puede que hallemos una habitación verde lima, que tan bien combina con el mar. Que tengamos días de bruma, en los que el sol cae como una escueta acuarela, y atardeceres rojos que hasta fundirse en negro regalan postales de souvenir. Nos encontraremos con sofás tapizados de flores francesas, o con figuras de dioses tailandeses que habitan con mudez los apartamentos de verano. Olfatearemos esa humedad alquilada, que convive junto a la arena, los mosquitos, y en algún rincón del jardín, el moho. Y haremos todo lo que esté en nuestras manos para celebrar la vida sin negruras. Las vacaciones, ese ritual azul. (La Vanguardia)

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29 de julio de 2013
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Insoportables

La playa, la hamaca irremediablemente azul, un libro y el rumor de las olas que construye consonantes líquidas. Hasta que el megáfono del chiringuito anuncia una master class de zumba, y levanta de la toalla a una veintena de mujeres -ningún hombre- de entre 20 y 70 años dispuestas a mover brazos y caderas al ritmo de “vamos a gozar y bailar como locos en la playa”. Celebro su disfrute con ese baile que a mí me parece zafio, pero ¿por qué someten a sus decibelios a todo aquel que no quiere saber nada del zumba, y mucho menos con los pies en la arena? Avanzar con la bicicleta por un paseo marítimo, a velocidad moderada, sentir la brisa de la tarde, y encontrarte con peatones que testarudamente siguen la línea del carril bici sin cuestionarse -hay señales en el suelo que lo indican- que aquel no es su camino. Es más, cuando les tocas el timbre, hacen aspavientos con las manos. Los padres para quienes los mocos de sus hijos son invisibles, incluso si se los comen. No hay paisaje que cause más desamparo: un pequeño moqueando en la piscina, casi ahogándose en ellos, hasta el extremo de que el instinto te empuja a sonarle ante las narices de sus progenitores, que ríen tan agradecidos como ausentes. Los que dicen guapi con tal despreocupación que acaban contagiándotelo en algún momento. O quienes en lugar de hacer una llamada, hacen una call, o de convocar a un artista lo hacen a un talent; titular es, para ellos, lettering; experiencia, expertise, y sus usuarios son free. También los que repiten sin cesar: monetizar, sinergias, cambio de paradigma. Y las parejas que el uno al otro se llaman papi y mami. ¿Cuándo, cómo y por qué olvidaron sus nombres? Los dependientes excesivamente amables de marcas emocionales que se jactan de tener toda una filosofía de empresa “empática y proactiva”. Esos que te preguntan cómo estás hoy, sonríen con una amigabilidad fuera de lo común e insisten en hacerte la tarjeta de cliente aunque pierdas el avión… los mismos que, al despedirte, temes que te pidan una cita. Las compañías aéreas en las que el espacio para la maleta no tiene por qué coincidir con el de tu asiento, y que, a pesar de tener vacíos algunos compartimentos más cercanos, no permiten que dejes allí tu equipaje porque esos asientos -esplendorosamente libres- cuestan más. Mandarán la tuya a la bodega, ese lugar desconocido que aterroriza a adultos y niños. Me pregunto cuántas veces durante este verano, a pesar de la indolencia, de rozar el aire liviano y casi feliz, diremos: “No lo soporto…”. Probablemente sin conciencia de que nosotros mismos nos hacemos más insoportables, y somos los últimos en enterarnos.

(La Vanguardia)

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24 de julio de 2013
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No me provoques

Escuché todo tipo de comentarios insidiosos cuando se exhibieron las imágenes de las muchachas ebrias, manteadas por la multitud en los Sanfermines, semidesnudas y manoseadas a demanda por la multitud. Sus rostros en fuga quisieron ser interpretados como manifestación de goce. “Ellas se lo han buscado”, aseguraban algunos. Porque en nuestra cultura depredadora, hábil en delegar responsabilidades morales, una mujer borracha no es merecedora de respeto alguno. Y, a tenor de lo que vimos, puede ser abusada impunemente, a plena luz del día y con carcajada. Según esa lógica, la noción de solidaridad, incluso la de auxilio, se desdibuja cuando la protagonista enciende la mecha. Y ahí está la palabra clave, ese paraguas semántico que justifica el sinsentido, el vandalismo e incluso el machismo: provocación. Unamuno sostenía que la diferencia específica entre el hombre y el animal hay que buscarla más en el ámbito de los sentimientos que en el de la racionalidad. El hombre es, ante todo, un animal de sentimientos y, entre ellos, tiene una especial relevancia el sentimiento estético. Porque su esfera coincide con la esfera de lo sensible y con la reacción que produce en la persona la contemplación de la belleza. No hace falta ser demasiado ambicioso para que esa intuición nos ilustre acerca del mirar, del conocer… De ahí a que poseamos el juicio necesario para discriminar cuando alguien se exhibe como ofrenda carnal, como acto de autoafirmación o como resultado de una borrachera. Claro que es mucho más fácil acusar y levantar perversas suspicacias, también más infame. “¿Irá mi hija provocando?”, se preguntaba el otro día una madre en el telediario de TVE. No cuestionaba el comportamiento improcedente, rayando el bestialismo, de quienes ante una minifalda o un ombligo al aire desatan sus instintos básicos, sino que acudía a un taller -promocionado por la cadena del Estado- en el que se enseña a los padres a lidiar con la vestimenta de sus hijos adolescentes a fin de combatir prendas ceñidas, pantalones caídos o escotes pronunciados. Lo más obsceno del asunto resultaba el tratamiento de la inocencia, cómo esos adultos se elevaban por encima de los jóvenes asegurando que estos no tienen percepción de riesgo o de peligro, ni tan siquiera olfatean el componente sexual de vestir con despreocupada frescura. Lo único sensato era la conclusión de la locutora del reportaje: “Aunque nos cueste, no hay que mezclar ropa y sexualidad”. Basta con apelar al mal gusto y a la vulgaridad para opinar, educar, aconsejar a nuestros hijos si van hechos un cromo sin necesidad de invocar a la bestia negra que, según el telediario, todos llevamos dentro, pobres primates que no hemos conseguido aún evolucionar en el conocimiento sensible.

(La Vanguardia)

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22 de julio de 2013
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La antiestrella

Fue un acontecimiento extraño, hace algunas noches, en el Poble Espanyol. Para quienes aún no hayan visto el oscarizado documental Searching for Sugar Man, Sixto Rodríguez es un músico que, en los años setenta, grabó un par de discos de los que sus productores se enamoraron de tal manera que lo consideraron superior incluso a Bob Dylan. Un timbre transparente, unos acordes vibrantes y unas letras con la suficiente carga poética para conectar con la deriva existencial desde un suave inconformismo. Pero Rodríguez fracasó. No llegó ni de lejos a los top ten. Y deportivamente regresó a su oficio de albañil, cargando frigoríficos y remozando muros con la humildad de un peón. Seguía tocando la guitarra en la intimidad, mientras en Sudáfrica, en pleno apartheid, sus canciones se convertían en himnos y le hacían más popular que los Stones. Él nunca supo que había vendido más de medio millón de copias en la entonces aislada Ciudad del Cabo. Sus hijas, en el documental que lo ha convertido en leyenda, confiesan que fueron pobres, y que vivieron en más de 26 casas. Algunas sin habitaciones. Otras sin lavabo. Sin embargo, el padre las llevaba a bibliotecas, a la ópera, “a los lugares de los ricos e ilustrados”. En Sudáfrica, cuando Rodríguez se convirtió en el mayor ídolo musical de los setenta, los periódicos publicaron la falsa noticia de su suicidio. Y a pesar de que tres generaciones cantaban sus canciones, nadie se interesó en seguir su rastro hasta que unos periodistas musicales descubrieron que no estaba muerto. Y le organizaron una gira por Sudáfrica: 30 conciertos, limusinas, hoteles de cinco estrellas… Sólo sus hijas comprendieron el significado de todo aquello: su padre, un genio outsider con vocación de jornalero vestido de esmoquin, donó el dinero recaudado a los más pobres que él y continuó viviendo como si no hubiera pasado nada, acaso con la reservada satisfacción de haber sido aclamado por una multitud enfebrecida cuando había tenido más de veinte años para reconciliarse con el fracaso. El otro día, en Barcelona, apareció el misterio en el escenario mientras se vendían bocadillos de salchichón de Trujillo y helados de crema catalana. Casi ciego, no sé si extraviado, desafinó ante un público maduro y condescendiente. Daba igual. Jóvenes y viejos acudieron a venerar al hombre del documental, al proletario digno. A un símbolo de los genios fallidos. El que hoy, veinte años después de resucitar del olvido, es requerido como antihéroe en los veranos musicales. Demasiado tarde para un idealista albañil de Detroit. Ojalá no sea ingenuo desear que, como mínimo, ahora sí cobre los royaltis por la reproducción, venta y descarga de sus discos.

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17 de julio de 2013
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Diamantes en bruto

Los dos rombos nos marcaron, y de qué manera. No tanto por su prevención moral como por la fascinación que suponía transgredir lo prohibido. Cumplir catorce años, en la España de los años setenta y primeros ochenta, significaba alcanzar un grado de madurez para los jóvenes que, ante un rombo, se sentían legitimados para poder consumir material sensible. “Bah, un rombo”, nos decíamos, aunque a menudo el contenido que visionábamos fuera más atormentado que el de cualquier peliculilla del destape, donde más que alentar el sentido del morbo se exaltaba el del ridículo. La geometría inspirada en la baraja francesa y símbolo del diamante debió de ser obra de algún censor esteta con vocación de diseñador gráfico. No he podido averiguar el nombre del autor de tan refinado invento identificador de lo moralmente condenable por parte del comité de censura de TVE. Duraron hasta 1985, cuando una sociedad que se consideraba ya madura y democrática empezó a entenderlos como un mensaje naif. Empleados ornamentalmente desde la antigüedad y emble- ma del op art o el cuerpo de paracaidismo del ejército español, los rombos han sido puestos en juego tanto por las matemáticas como por David Delfín. El anuncio de que el Gobierno proyecta unificar un sistema de calificación de contenidos por edades para televisión, cine e internet sorprende a una audiencia que durante años ha esperado la tan requerida autorregulación por parte de las cadenas televisivas que, sin complejos, programan en horario infantil asuntos abyectos que promueven desde la violencia hasta el sexismo, el mal gusto o el analfabetismo emocional, más nocivos que una de indios y vaqueros. Sea en forma de dos rombos o dos calaveras, la regulación que ahora promueve el Gobierno viene a decir que hace falta un mayor vigor para compensar la laxitud que se da en tantos hogares donde los niños pequeños ven Los Simpson -que, por cierto, hasta 1994 se emitían a las 23.00 y actualmente, a la hora de comer- “porque son dibujos animados”. Y es que hoy, con doce años, uno puede descubrir a Visconti y Thomas Mann en la reposición madrileña de Muerte en Venecia, y enfrentarse, con 16, a la iniciativa gubernamental de permitir una noche al año cualquier actividad criminal, incluido el asesinato, en The purge. La noche de las bestias. Titánico trabajo le espera al comité que, de continuar con la medida, designe el Gobierno como autoridad moral para decidir qué es nocivo y qué no, incluso para ponerle puertas al mar. Acaso se trate de un gesto de impotencia, de condenar y prohibir como cínico lavado de cara en lugar de promover el desarrollo de un autocontrol y orquestar una iniciativa pedagógica. El conocimiento es poder, y necesita de maestrazgo, acompañamiento, tutela, aliento. Porque el verdadero sentido de los rombos no fue su efecto disuasorio sino su papel como rito de pasaje, y estos nunca son moralizadores. (La Vanguardia)

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15 de julio de 2013
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Encanto

No es lo mismo ser encantador que tener encanto. Lo primero puede ser un atributo accidental. Lo segundo es un don, mucho más excepcional y escaso. Una combinación de buena educación, ingenio, franqueza, armonía y un nosequé capaz de intervenir atmósferas y ánimos, procurando una suerte de bienestar que incluso hace sentir mejores a los otros. Sabios o mundanos, dueños de una cortesía sin envaramiento, sutiles e irónicos, detallistas también con la memoria, quienes tienen encanto reúnen sensibilidad e inteligencia y saben ser flexibles en la mirada hacia el otro. No les corroe la ansiedad, ni la búsqueda de un fin, sino que paladean el instante sin escabullirse, como si aquello fuera lo más importante que les ocupa. Leo en The Atlantic una interesante reflexión de Benjamin Schwarz, que define el encanto como una virtud social -que no moral-, desinteresada y actualmente en declive. Pues sólo tiene encanto quien es autoconsciente, comprometido y a la vez desprendido, y lo más difícil, quien sobrevuela terreno minado, si lo hay, sin dejarse inhibir ni condicionar por el conflicto. Hoy los requisitos para ser punta de lanza en nuestra sociedad responden a otro tipo de cualidades. Ya saben: ser emprendedores, proactivos, empáticos, productivos… Claro que se puede ser todo esto y, además, tener encanto. Pero su ausencia en la semántica social ilustra el escaso grado de valoración. Schwarz apunta que, si bien no llega a ser un síntoma de que nos hallemos en un tiempo de decadencia cultural, sí evidencia que nuestra época adolece de encanto emocional. “Cualquier cultura que celebra la juventud aboca el encanto, que, por definición, es una cualidad reservada a los adultos, a un terreno pedregoso”. Los valores dominantes de nuestros días difícilmente maridan con un caldo de lenta cocción. La sagacidad hipermoderna no entiende de anécdotas, como si la vida no tuviera tiempo de entretenerse en matices. Ni de cultivar la inclinación a ser atento, complaciente y delicado. Todo lo contrario, estas se consideran cualidades blandas en un lodazal de cínicos y “listos”. Es más, aquel que se afana en ser socialmente generoso puede llegar a levantar sospechas. Abundan las tertulias televisivas -¡incluso las del corazón!- en las que cuando presentan a sus participantes estos no sonríen, como si una mirada torva les otorgara más credibilidad. Un falso esencialismo, parco, huidizo, en extremo borde, gobierna una forma de interactuar en las relaciones sociales, en las antípodas del encanto. Porque quien lo atesora no es una persona insegura, ni inconsistente, ni susceptible, sino alguien que como mínimo se siente tan a gusto consigo mismo que puede ser -sin peajes, sin imposturas- encantador con los otros. (La Vanguardia)

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10 de julio de 2013
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