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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El buzón está lleno

Cuando en la bandeja de entrada del correo aparece este mensaje, la sensación de ingravidez que procura internet se desvanece. El usuario común, y poco previsor, se siente atrapado por el juego de producir caducidad. De golpe es consciente de que ha ido acumulando memoria y el programa, que ya no admite más almacenamiento, amenaza con la parálisis, advirtiéndole de que quedará incomunicado si no borra mensajes. Es frecuente que, ante esta situación de colapso digital, un rapto de pesadez nos invada, debatiéndonos entre la premura de continuar hacia delante, a la búsqueda de lo nuevo y prometedor, o mirar atrás para limpiar. ¿Por qué borrar se trata de un gesto fastidioso para algunos, y de un sentimiento reconfortante para otros? Revisar lo anterior, marcarlo y eliminarlo del buzón resulta incluso más farragoso que hacer limpia de las cartas del banco el sábado por la mañana, o que ordenar cajones y estanterías, actividad que procura un henchido sentimiento de eficacia gracias al reencuentro material con pequeños objetos olvidados… A nadie le gusta relacionarse con la basura, claro, aunque sea la suya. Y a pesar de que las directrices de los coach para vivir conscientemente cada momento de la vida se impongan -con esos sermones de que toda acción es única y tiene su sentido, que hay que amar el presente y bla bla bla-, no he conocido a nadie que sienta que bajar la basura sea una vivencia gozosa, sino apestosa. En Los emigrados, el admirado W. G. Sebald contaba el caso de un pintor (Frank Auerbach en la vida real, Max Ferber en la novela) amante incondicional del polvo. “El polvo le importaba mucho más que la luz, el aire y el agua. Nada le resultaba más insoportable que una casa en la que limpian el polvo, y en ninguna parte se encontraba mejor que allí donde las cosas pueden reposar a su aire y en paz bajo la escoria gris y sedosa que se forma cuando la materia soplo a soplo se disuelve en la nada”. Nos cuesta borrar e-mails, acaso porque la pátina del pasado, que conforma una nebulosa irreal, nos hace compañía, como al personaje de Sebald. Seleccionar y eliminar mensajes del teléfono o del ordenador representa una condición indispensable para continuar hacia delante. Mientras que un buzón postal lleno es un síntoma inequívoco de abandono, la acumulación digital mide la hipercomunicabilidad del individuo. También su éxito social. El insistente aviso de que el buzón está “casi” lleno vibra como una metáfora de la condición humana: somos finitos, y estamos obligados a administrar nuestros detritus y vaciar la papelera, porque en verdad, cuando lo hacemos, sentimos como si nos prorrogaran nuestra existencia (digital).

(La Vanguardia)

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4 de diciembre de 2013
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El amor no se explica

El misterio de las parejas sigue golpeando nuestra curiosidad, y planea sobre uno de los deseos más ávidos del ser humano: ser amado. Pero, ¿por qué hay auténticos coleccionistas de relaciones que se escudan en la corta duración de un sentimiento totalizador -el amor dura dos años, como máximo tres, aseguran- y, por otro lado, perviven los virtuosos de la vida a cuatro manos que celebran bodas de plata, de perlas y de oro? Siempre creímos que la cuestión era acertar; no dejarse llevar por el ímpetu ni la enfermedad que posee al enamorado, cuya energía está destinada a alimentar la construcción amorosa una vez cree que encuentra a alguien para ponerle rostro a su felicidad. “Cásate con una de tu misma calle”, aconsejaban hace años las madres burguesas a sus hijos. En su plan estratégico anhelaban la estabilidad como horizonte vital. Observemos cómo adjetivamos positivamente a una pareja: “estable y sólida”, bien lejos del ideal romántico. En Occidente también ha habido una gran tradición de matrimonios arreglados, eso sí, con disimulo y pericia. Hay parejas instaladas en la impostura sentimental, pero cuya unión funciona a la maravilla como empresa familiar. Mientras que otras relaciones más pasionales se han habituado ya a las curvas del yoyó pero siguen defendiendo la fuerza del vínculo que les une, la “larva”, dicen, de un sentimiento que atrapa y conmueve, y que persistirá en el tiempo por su poder evocador, como la magdalena proustiana. Este fin de semana, la prensa recogía una investigación de la Universidad de Florida publicada en Science, y que favorece lo inconsciente en el lenguaje del amor: no hay relación entre lo que las personas dicen que sienten y sus reacciones no conscientes. Una patada a la lógica, e incluso al sentido común, se instala en los dominios de la felicidad amorosa, deslegitimando de un plumazo una vasta colección de manuales de autoayuda, reglas de oro y píldoras conductistas para encontrar el amor de tu vida y sobre todo mantenerlo. Este periódico informaba de las conclusiones del primer autor de la investigación, James McNulty, ante estos resultados: “Tal vez las personas quieran prestar más atención a lo que sienten en sus entrañas”. Tanto es así que desde la ciencia se legitima el pellizco en las tripas y el imán irresistible, la flecha de Cupido que atraviesa sin saber por qué un objeto de deseo y no otro. A pesar de lo discutido que ha sido Freud, no el genio ni el escritor sino el investigador, e incluso habiéndose declarado a menudo obsoletas sus teorías, desde la ciencia -en esta investigación sobre el vínculo amoroso- se regresa al deseo no consciente. Y en estos tiempos mecánicos, de hojas Excel y coachings, cuando la subjetividad está en horas bajas, estos psicólogos de Florida concluyen que el amor duradero está pilotado por emociones secretas e incluso inadvertidas. Por un no sé qué.

(La Vanguardia) Foto: Mikel Uribetxeberria

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2 de diciembre de 2013
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La discreción de Esther K.

Hay personajes con mayúscula que consiguen no salir nunca en la foto. La vanidad se halla en la escala más baja de su credo. Puede que se deba a que se les ha atribuido un valor simbólico que equivale al verdadero poder: el dinero. La aversión a los ricos forma parte del histórico latido del pueblo; la brecha entre el mendrugo y la langosta, el vagón de metro y el avión privado. Y en tiempos de crisis, las grandes fortunas se prodigan mientras los pobres boquean. Aún y así la relación de España con sus millonarios es bien diferente a la de otras latitudes, de los Rockefeller, Buffett, Zuckerberg a los Arnault, Pinaud o Abramovich. De los ricos se construyen leyendas o prejuicios. Aunque lo más interesante, en un país donde la envidia constituye el gen más común y destructivo, es una generalizada percepción condenatoria. Muchos se la han ganado a pulso, con sus obscenidades estéticas y su ambiciosa falta de ética. Lo contrario a la ejemplaridad, con frecuencia bajo una aura roñosa que airean como virtud. Pero otros hacen lo que se espera de ellos. Sin aspavientos ni demostraciones, como los proyectos emprendidos por Rosalía Mera y su Fundación Paidea o a otra escala los Arango y Pequeño Deseo. Hoy, la mayor mecenas privada española se llama Esther Koplowitz, y a tan buen resguardo ha conseguido mantenerse que en verdad resulta una auténtica desconocida. Ojeo el libro de su fundación (de las que más han donado en Europa para investigación biomédica). No hallo ni una frase suya. Tan sólo una imagen de sus padres, él judío emigrado, ella aristocrática heredera; elegantes, sonrientes, lejos de poder imaginar que su foto un día abriría el libro que recoge la obra de su hija. Morena -el adjetivo que más la ha identificado-, carismática, observadora, solidaria, con voz ronca. Quienes la conocen dibujan el retrato de un personaje audaz, profundo y familiar; genio y figura, capaz de revertir lo imposible. Poderosa, aunque nunca haya despertado tanta curiosidad (ni bibliografía) como Amancio Ortega o Bill Gates -reciente socio suyo-, acaso algunos comentarios chocarreros en el couché, apegados anacrónicamente al imaginario colectivo de los ochenta. Hoy el panorama es bien distinto. Con el tiempo ha conseguido trascender a sus matrimonios, conspiraciones, e incluso a los ladrones de sus Goya. En sus dominios, los brókers que alimentan su patrimonio conviven con investigadores, bioinformáticos, cirujanos, discapacitados, ancianos desprotegidos, mujeres maltratadas o estudiantes sin recursos. Engrasan otro tipo de maquinaria, alimentando el pulmón social desde el capital privado para conjugar el futuro con una llama. (La Vanguardia)

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27 de noviembre de 2013
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Platón, a escobazos

Se cae la filosofía del bachillerato tras un pulso político en el que algunos partidos pedían rebajar el peso del latín en favor de las matemáticas. Al final, por algún lado había que ceder, y la fea del baile ha resultado ser la historia de la filosofía. Nada más y nada menos. Platón, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y sus amigos. El resumen sucinto, un par de clases a la semana, sobre siglos de dudas, indagaciones y hallazgos acerca de lo que nos rodea y lo que nos conforma; el legado de la sabiduría desde las largas barbas presocráticas hasta la lucidez de un Jürgen Habermas o una Martha Nussbaum, o de nuestros Savater y Gomà. Recordemos las palabras de Adorno: “Porque no sirve para nada, no está aún caduca la filosofía”. Es una ingenuidad que la política, y la Lomce -pero también la mentalidad mainstream-, pueda ser capaz de entender este enunciado. Y es un serio síntoma de retroceso intelectual que esto ocurra cuando medir la importancia de las cosas y las personas por su utilidad nos ha enfangado hasta el cuello. Aun así, entre la impaciencia y la precariedad no hay formato largo que perviva en estos tiempos numéricos. Las ideas tan sólo cotizan por su rentabilidad. Los verbos tumbados: discurrir, contemplar, poetizar, son patrimonio de ociosos, viejos o iluminados; mientras que los bien plantados: actuar, emprender, multiplicar… enarbolan la idea del triunfo. El pensamiento, pues, se deprecia en el currículum académico. Era un bello accesorio, casi una excentricidad. Justo cuando en muchos consejos de administración a los euros se les llama boniatos. De nada han servido las firmas de 10.000 filósofos, ni la oposición de algunos diputados en defensa de una de las asignaturas que, bien enseñada, es capaz de agitar la mente del joven bachiller justo cuando abre paso al mundo adulto con una maleta provista de interrogantes. El enfrentamiento entre matemáticas, latín y filosofía parece perverso. Porque para adaptarse a sobrevivir, para detectar las reacciones que surgen de una acción y poder modularlas, hay que conjugar el verbo pensar, que ha sido echado. Ortega y Gasset escribía en El Espectador que Velázquez arrojaba a los dioses “como a escobazos”. Y argumentaba que la negación de los dioses equivale a decir que las cosas, aparte de materia, carecen de aroma y sentido. Que no poseen un sentido superior. “Ha preparado el camino para nuestra edad, exenta de dioses; edad administrativa en que, en vez de Dioniso, hablamos del alcoholismo”. Boutades aparte, Ortega identificaba la deriva burocrática que tomaba Occidente, y que la hipermodernidad ha llevado al paroxismo. No sea que a nuestros jóvenes les acometa el vicio de razonar. Quizá falten todavía unos años para que acordemos que el desplumar al bachillerato de la filosofía es un acto tan vandálico como suprimir las matemáticas.

(La Vanguardia)

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25 de noviembre de 2013
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Morir por amor

Qué interesante entrevista a la autora del polémico Cásate y sé sumisa en el Huffington Post. Es una excelente muestra del sudor del periodista a la búsqueda, no del titular, sino del hecho consumado. De cómo se abre paso, con gran manejo de la mano izquierda y el tempo, ávido por encontrar alguna fisura en la coraza de Constanza Miriano, la periodista de la RAI que ha encendido el escándalo con su libro, un superventas en Italia, que al principio fue colocado en algunas librerías en la sección de humor. “No me podrían haber hecho mejor cumplido -dice -. ¡Reír hablando de san Pablo!”. En España ha sido editado por empeño del arzobispado de Granada, y aboga por “la obediencia leal y generosa, la sumisión” de las mujeres. PSOE e IU han pedido ya explicaciones en el Congreso, interrogándose acerca de la posición del Gobierno frente a tal “apología del machismo”. Pero la periodista transalpina -rubia, atractiva, joven-, que según confiesa al periódico digital recomienda a sus amigas el matrimonio como portal a la felicidad, está perpleja. Algunas frases clave de la citada entrevista: “No me explico todo este revuelo porque en Italia no ocurrió nada de eso” , “gritar los propios derechos no sirve de nada”, o cómo se tradujeron las teorías de género y la antropología cristiana a “un lenguaje pop”. Pero el mayor hallazgo reside en esta pregunta: “Entonces, ¿usted cree que el hombre debe dominar a la mujer?”, y en esta respuesta: “No, creo que debe morir por ella”. Digamos que según la lógica de Miriano, en plena era hipermoderna, casarse es el pasaporte a la dicha, la docilidad debe ser una constante unidireccional entre mujeres y hombres, y estos deben morir por sus esposas llegado el caso. Cristianismo, burguesía, pop y amor cortés en una mezcla genuina. Pero tal vez lo más inquietante sea su idea de la sumisión. Lejos de vincularla con la falta de respeto – “los buenos no son violentos”-, sostiene que querer cambiar a las personas “siempre es la tentación de las mujeres (…) lo que están haciendo las españolas conmigo”. Qué audaz contrapunto: la abnegación gozosa frente a la rebeldía infeliz de quienes se escandalizan por una apología del sometimiento. Hace un par de días escribía en este periódico acerca de las relaciones masoquistas. De ese silencio tan femenino, de la madurez estoica que tanto nos turbaba de las madres o abuelas resignadas. No creo que haya que retirar el libro de Miriano, en absoluto. Es más, deberíamos leerlo atentamente porque en él se perpetúa la idea del amor que tanto hemos combatido. Morir por amor no sólo es folletín. Es también veneno. (La Vanguardia)

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20 de noviembre de 2013
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Amos y presas

Buscan a sus presas con un denominador común: la sumisión. Porque para ellos entrega equivale a esclavitud, a todo o nada. Quienes caen en sus redes han interiorizado un sentimiento de desigualdad y dependencia. La felicidad de ellos será la suya, sin excepciones, pero también sin conciencia. Frágiles, deshabitadas a pesar de haber sobrevivido a varios casos de malos tratos, acaban de nuevo atrapadas. En una espiral enferma que traiciona la pureza de los sentimientos nobles, no entienden el amor como vínculo sino como posesión. Puede que algunas repitan patrones que se fijaron en su inconsciente, los que mamaron en casa, modelos caducos de una feminidad postrada a los designios de su dueño y señor. Otras caen en la trampa como quien se mete sin darse cuenta en la droga, extraviadas en una rueda de violencia y reconciliación que se convierte en su única razón de vivir. Estas son algunas frases elegidas al vuelo de Voces prestadas (Editorial Séneca), en el que sin demagogia ni tremendismo Grela Bravo recoge testimonios de vida de mujeres maltratadas: “Él traducía mi cariño en suciedad”, “Yo aún seguía creyendo que si había pasado todos esos malos ratos, tenía que servir para algo”, “Otra vez creía que las cosas podían cambiar…”. En la presentación del libro hablaron algunas de las supervivientes (no digamos víctimas, a menos que hayan acabado muertas). Carmen, que soportó vivir en el infierno durante 11 años, aseguraba que “cuando te quieres dar cuenta, ya no eres nadie”, al tiempo que pedía que se respete a aquellas que no quieren denunciar ni seguir el vía crucis judicial, e intentan otras vías. Sin duda ese es un asunto delicado. El paseíllo por juzgados; la reconstrucción, una y mil veces; los sentimientos encontrados: pena, compasión, “pobre diablo, si en el fondo me quiere…”. Inútiles son las excusas que enmascaran la pantomima del amor, porque una relación estructurada sobre el dominio no es sino masoquismo. Pero si bien se ha investigado mucho sobre la reincidencia de los maltratadores y sus perfiles psicológicos, menos se ha abundando en aquellas que caen repetidamente en manos de torturadores, que, cuando llegan al último eslabón de la cadena, las mata, como Eva V.P., que con 36 años murió la semana pasada en manos de su tercer maltratador. Se trata de mujeres adultas, libres, que pueden valerse de maravilla en la vida, y cuyo entorno se echa las manos a la cabeza al ver qué clase de sujetos eligen para andar por la vida. Existe pedagogía sobre la construcción del amor, sí, pero todavía a migajas. Porque ni la emancipación de la mujer, ni sus conquistas -en Occidente- tienen traducción en muchas alcobas. En el sexo, si es libre, todo está permitido. Pero el problema es que, a veces, las fantasías de dominador y sumisa no se quedan en la cama y salen fuera, aunque no valgan como billete para la vida. Llegarán como mucho al descansillo, donde tantas mujeres acaban asesinadas. (La Vanguardia)

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18 de noviembre de 2013
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Aprendiendo a aprender

He escuchado con atención las declaraciones en España de la niña Malala, la que sobrevivió a los ataques de los integristas que le negaban su derecho a tener un pupitre. Y cómo, desde su exilio europeo a fin de seguir una escolarización libre de balas, advierte que los niños occidentales no valoran ese derecho. Tanto en su anterior realidad, en Pakistán, donde querer aprender geografía resultaba una pretensión temeraria, como en su nuevo contexto democrático y liberal -en el que se considera que el verbo educar, fiel a su etimología, significa guiar-, advierto un riesgo monumental: la fatiga. En las puertas de los colegios, a las ocho y media de la mañana, los escolares cargan sus angustias o alborozos en la mochila. En las clases, además de memorizar, buscarán un hueco vital, un destello que les alumbre el laberinto y les regale esa palabra mágica: motivación. Sus notas, a veces resultado del azar y otras del esfuerzo, determinarán la cruz en la casilla del futuro, mientras que las familias, más desencantadas que nunca, reducen su implicación. En el mundo adulto se discute sin cesar sobre sistemas educativos e innovaciones tecnológicas que se venden a bombo y platillo, como si una pantalla fuera capaz de sustituir grandes carencias. “Educar en valores”, se repite sin cesar. Pero ¿cómo se puede educar en valores, con los mismos valores de siempre? O mejor dicho, y como sostenía recientemente Peter Buffett, hijo del multimillonario, en un artículo en que denunciaba el colonialismo filantrópico: “Hay que gastar dinero probando ideas que sacudan los sistemas y estructuras, ya que, como dijo Einstein, ‘no se puede resolver un problema con la misma mentalidad que lo creó’”. El profesor Jordi Sallent citó estas palabras en un debate organizado ayer en Madrid por la Fundación Telefónica y denunció políticas educativas involutivas, algunas paternalistas, otras producto del “complejo caritativo industrial” como la promovida por la Fundación Bill & Melinda Gates, que considera al maestro casi como al responsable de una cuenta de resultados: si el alumno saca buenas notas, el profesor cobrará más partiendo de que no hay malos aprendices, sino maestros incapaces. Que un país suspenda en educación es una derrota moral. Pero ni la política, ni la filantropía, ni las TIC podrán resolver la fatiga que asuela a quienes cada día se cuestionan la ideologización de las aulas, los tuppers, las becas, la sobrecarga del profesorado, las escuelas segregadas, la disparidad de libros de historia, en lugar de celebrar la reconfortante autonomía mental del aprendizaje, demasiado elevada para ser reducida a términos contables. La crisis del sistema educativo es ante todo una crisis de convicción.

(La Vanguardia)

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13 de noviembre de 2013
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Cuernos

Usted y yo sabemos que su problema no son las mujeres, ni siquiera cuando se siente como un viejo coche en desguace, poquita cosa, un mal negocio. A pesar de ello, es probable que alguna vez haya sido acusado con una ristra de tópicos que van desde egoísta, poco empático, inmaduro o frío, hasta cabrón… un mindundi. Puede incluso que le hayan soltado aquello del síndrome de Peter Pan, de que si es fóbico al compromiso o incapaz de expresar sus sentimientos y ponerle nombre a las emociones. Acaso una noche de verano le reprobaron que en lugar de contemplar la luna desde el velador ??una luna que parecía que tuviera cara?, en palabras de ella­? usted estuviera arreglando un transformador o haciendo un backup al portátil. Existe la posibilidad de que en alguna riña acerada, cuando el malestar se desparrama por el sofá y los días se suceden en silencio, ella dejara caer la expresión ?maltrato psicológico?, a usted le saltaran todas las alarmas, confundido, extraño a todo. También podría darse el caso de que, justo antes del partido, le rogara una palabra: ?di algo, por favor?, y usted sintiera nacer una náusea en la boca del estómago, y fuera a por un whisky a fin de poder callar mejor. Más tarde, en un instante fugaz, mientras le revuelve el pelo en el abrazo siempre nuevo de la reconciliación, quizás regrese la náusea de la impostura, prometiéndose íntimamente, como un adicto, que será la última vez. Porque aquella que estrecha entre sus brazos es su columna griega, el aliento que le empuja a levantarse cada día para hacer el café, la que le acompaña, muy especialmente los domingos por la tarde, a esa hora en que todo parece perdido. Hasta que un día ella parece otra. Y usted le espía el gmail: ?mi problema no son dos hombres, soy yo?, lee. ?Uno es el árbol que me sostiene cada vez que voy a caerme. Con esa manera tan ciega de creer en mí. Pero de quien incluso sus infidelidades me aburren. Y el otro es mi droga, mi dieta y mi verso. Me siento culpable, y no soporto el peso en la nuca al pensar que mis hijos no tendrán recuerdos de sus padres juntos. Solo fotos?. Y entonces a usted le corresponde resolver el asunto de la infidelidad y la hombría. Lo que toca es preguntarse qué ha hecho mal, sentir que ha apuñalado el futuro… Reconocer que en su vida, llena de castillos al aire, solo ella se alzaba como su única torre. Interrogarse acerca de la improbable pureza de los sentimientos, de cómo la vida se complica al madurar, de la mancha de humedad tras el cuadro que casi todas las familias esconden. Pero ahora mismo está verdaderamente sorprendido. Y lejos de cualquier otra obviedad, se excita. La imagina rodando piel con piel con sus mejores bragas. El otro. Su droga, su dieta, su verso. Y extenuado, piensa que no le será difícil perdonarla. Que la igualdad también es eso. (Icon) (Foto: Anthony Gerace)

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12 de noviembre de 2013
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No es culpa mía

Creía que se trataba de una cuestión generacional de quienes nos educamos en una cultura que empezó a glorificar la juventud, no sólo como una (buena) etapa de la vida sino como ideal de permanencia. Y que pensamos ingenuamente que sentirnos eternos adolescentes era una ventaja en lugar de un molesto inconveniente. Pero según la autora del best seller Adulting, Kelly Williams Brown, después de diversas indagaciones sobre la dificultad de madurar, “nadie se ve a sí mismo como un adulto”. Leo sus bienintencionados consejos para conseguir dar ese paso (desde comprar diez barras de desodorante y repartirlas por el baño, el coche o el despacho -”su importe es irrisorio comparado con lo que logran evitar”-, hasta propuestas más russellianas como, a la conquista de la felicidad, aprender a “ser justo con los demás” y crítico con nosotros mismos), pero hoy el sentido común, más allá de generaciones X o Y, cotiza a la baja. “Joven de espíritu”, se dice de aquellos que, a pesar del paso de los años, huyen de ánimos, actitudes, apariencias y términos que les avejenten. Algo bien distinto a ser un “inmaduro”, etiqueta que hasta hace poco se utilizaba sobre todo en las relaciones entre hombres y mujeres (mayoritariamente en referencia a los primeros) para referirse a esa invisible losa que paraliza e inhibe conductas. Williams Brown amplía el catálogo: quejarse a menudo, con tintes melancólicos instalados en el ensimismamiento tan propio de la pubertad; creerse siempre la víctima; azuzar la ansiedad por no alcanzar las expectativas de los otros… Pero hay una fórmula que destaca en el retrato de la inmadurez en sociedad, y que tiene que ver con la dificultad en asumir los errores propios. ¿Cuántos “no es culpa mía” oímos al día? Además de en nuestro entorno cotidiano, desde las tribunas políticas, económicas o policiales se repite sin cesar esa justificación exculpatoria tan infantil y gratuita. La misma que tiene ahora a Madrid convertido en un vertedero. La que decide unilateralmente cerrar Canal 9, donde antaño impuso mazo y bozal, exigiendo que, de Zaplana, se emitieran sólo imágenes de su perfil bueno antes de defenestrarle. O la que mantiene enfrentados a Generalitat y Gobierno central por la morosidad en el pago a las farmacias catalanas. Puede que no sea culpa tuya, pero sí asunto tuyo, como razona la autora de Adulting. En su crónica aflora el retrato de una sociedad que, desde las cúpulas donde se deberían optimizar políticas y resultados, hasta las tormentas de arena con las que nos hemos acostumbrado a convivir, tiende a desembarazarse de sus competencias. Entre la previsión y el caos, la obsesión de control y la laxitud hedonista, pero, sobre todo, entre la responsabilidad y la dimisión de la misma, oscilamos, hartos de oír que nadie tiene la culpa de nada, cuando lo que de verdad importa ante un problema es la destreza y la voluntad para solucionarlo. (La Vanguardia)

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11 de noviembre de 2013
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La trampa del recuerdo

La primera persona y sus menudencias no sólo se han extendido, sino que se han interiorizado en la actual hegemonía de la cultura confesional. Y sitúan en primer plano el mundo de los recuerdos, planteando el dilema sobre su fiabilidad. ¿Mentimos al rememorar? ¿Lo hacemos involuntariamente porque lo que nos viene siempre a la memoria es la última recreación de dicho recuerdo? ¿Nos apropiamos incluso de imágenes mentales relatadas por otros? Muchos son los interrogantes sobre el discurrir de la memoria, que como capas de cebolla va envolviendo la reconstrucción de una vivencia hasta el extremo de deformarla, embellecerla o dulcificarla. “Los recuerdos se revisan con el tiempo y sus significados cambian a medida que envejecemos, algo que hoy reconoce la neurociencia y denomina ‘reconsolidación de los recuerdos’”, asegura Siri Hustvedt en su apasionante recopilación de ensayos Vivir, pensar, mirar. Todo el mundo se siente propietario de una historia, y lo que hay de intransferible en ella representa un pequeño tesoro. El yo se descompone en mil partículas, y la experiencia (auto)biográfica atrapa hoy tanto como la ficción en todos los formatos -de los realities televisivos a los blogs y bitácoras digitales-, incluso cuestionando su papel cuando resulta tan fácil, tan consumible y carente del pudor de antaño. Lo que a menudo olvidamos es que el ser humano -desprovisto de una rigurosa metodología analítica como herramienta de trabajo, a la manera del historiador o del biógrafo- reinventa a menudo su propio pasado. En Slate leo una entrevista con la matemática y psicóloga de la Universidad de California Elisabeth Loftus, cuya intervención en reconstrucciones de accidentes de tráfico o en interrogatorios a testigos en juicios -como el de O. J. Simpson o el de Michael Jackson- ha sido clave para mostrar el grado de contaminación del recuerdo. Tanto en la identificación de criminales como en la reconstrucción de un asesinato, a menudo consigue poner en entredicho la credibilidad de los testigos presenciales, sin que ello significara que mintieran: tan sólo evidenciaba que la memoria es maleable. Eso sí, muchos expertos en la materia afirman que embellecer los recuerdos es garantía de superación, puro instinto de supervivencia. Estas conclusiones nos chocan, justo cuando la videomanía se ha convertido en un gesto cotidiano, casi en una obsesión. Y grabamos lo intrascendente y lo trascendente. Como esa brutal paliza de los mossos a Juan Andrés Benítez, que sin las cámaras de los ciudadanos se hubiera agazapado entre la amnesia del recuerdo y la tendencia a ficcionarlo. (La Vanguardia)(Foto: Caroline Makintosh)

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6 de noviembre de 2013
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