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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Morir por amor

Qué interesante entrevista a la autora del polémico Cásate y sé sumisa en el Huffington Post. Es una excelente muestra del sudor del periodista a la búsqueda, no del titular, sino del hecho consumado. De cómo se abre paso, con gran manejo de la mano izquierda y el tempo, ávido por encontrar alguna fisura en la coraza de Constanza Miriano, la periodista de la RAI que ha encendido el escándalo con su libro, un superventas en Italia, que al principio fue colocado en algunas librerías en la sección de humor. “No me podrían haber hecho mejor cumplido -dice -. ¡Reír hablando de san Pablo!”. En España ha sido editado por empeño del arzobispado de Granada, y aboga por “la obediencia leal y generosa, la sumisión” de las mujeres. PSOE e IU han pedido ya explicaciones en el Congreso, interrogándose acerca de la posición del Gobierno frente a tal “apología del machismo”. Pero la periodista transalpina -rubia, atractiva, joven-, que según confiesa al periódico digital recomienda a sus amigas el matrimonio como portal a la felicidad, está perpleja. Algunas frases clave de la citada entrevista: “No me explico todo este revuelo porque en Italia no ocurrió nada de eso” , “gritar los propios derechos no sirve de nada”, o cómo se tradujeron las teorías de género y la antropología cristiana a “un lenguaje pop”. Pero el mayor hallazgo reside en esta pregunta: “Entonces, ¿usted cree que el hombre debe dominar a la mujer?”, y en esta respuesta: “No, creo que debe morir por ella”. Digamos que según la lógica de Miriano, en plena era hipermoderna, casarse es el pasaporte a la dicha, la docilidad debe ser una constante unidireccional entre mujeres y hombres, y estos deben morir por sus esposas llegado el caso. Cristianismo, burguesía, pop y amor cortés en una mezcla genuina. Pero tal vez lo más inquietante sea su idea de la sumisión. Lejos de vincularla con la falta de respeto – “los buenos no son violentos”-, sostiene que querer cambiar a las personas “siempre es la tentación de las mujeres (…) lo que están haciendo las españolas conmigo”. Qué audaz contrapunto: la abnegación gozosa frente a la rebeldía infeliz de quienes se escandalizan por una apología del sometimiento. Hace un par de días escribía en este periódico acerca de las relaciones masoquistas. De ese silencio tan femenino, de la madurez estoica que tanto nos turbaba de las madres o abuelas resignadas. No creo que haya que retirar el libro de Miriano, en absoluto. Es más, deberíamos leerlo atentamente porque en él se perpetúa la idea del amor que tanto hemos combatido. Morir por amor no sólo es folletín. Es también veneno. (La Vanguardia)

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20 de noviembre de 2013
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Amos y presas

Buscan a sus presas con un denominador común: la sumisión. Porque para ellos entrega equivale a esclavitud, a todo o nada. Quienes caen en sus redes han interiorizado un sentimiento de desigualdad y dependencia. La felicidad de ellos será la suya, sin excepciones, pero también sin conciencia. Frágiles, deshabitadas a pesar de haber sobrevivido a varios casos de malos tratos, acaban de nuevo atrapadas. En una espiral enferma que traiciona la pureza de los sentimientos nobles, no entienden el amor como vínculo sino como posesión. Puede que algunas repitan patrones que se fijaron en su inconsciente, los que mamaron en casa, modelos caducos de una feminidad postrada a los designios de su dueño y señor. Otras caen en la trampa como quien se mete sin darse cuenta en la droga, extraviadas en una rueda de violencia y reconciliación que se convierte en su única razón de vivir. Estas son algunas frases elegidas al vuelo de Voces prestadas (Editorial Séneca), en el que sin demagogia ni tremendismo Grela Bravo recoge testimonios de vida de mujeres maltratadas: “Él traducía mi cariño en suciedad”, “Yo aún seguía creyendo que si había pasado todos esos malos ratos, tenía que servir para algo”, “Otra vez creía que las cosas podían cambiar…”. En la presentación del libro hablaron algunas de las supervivientes (no digamos víctimas, a menos que hayan acabado muertas). Carmen, que soportó vivir en el infierno durante 11 años, aseguraba que “cuando te quieres dar cuenta, ya no eres nadie”, al tiempo que pedía que se respete a aquellas que no quieren denunciar ni seguir el vía crucis judicial, e intentan otras vías. Sin duda ese es un asunto delicado. El paseíllo por juzgados; la reconstrucción, una y mil veces; los sentimientos encontrados: pena, compasión, “pobre diablo, si en el fondo me quiere…”. Inútiles son las excusas que enmascaran la pantomima del amor, porque una relación estructurada sobre el dominio no es sino masoquismo. Pero si bien se ha investigado mucho sobre la reincidencia de los maltratadores y sus perfiles psicológicos, menos se ha abundando en aquellas que caen repetidamente en manos de torturadores, que, cuando llegan al último eslabón de la cadena, las mata, como Eva V.P., que con 36 años murió la semana pasada en manos de su tercer maltratador. Se trata de mujeres adultas, libres, que pueden valerse de maravilla en la vida, y cuyo entorno se echa las manos a la cabeza al ver qué clase de sujetos eligen para andar por la vida. Existe pedagogía sobre la construcción del amor, sí, pero todavía a migajas. Porque ni la emancipación de la mujer, ni sus conquistas -en Occidente- tienen traducción en muchas alcobas. En el sexo, si es libre, todo está permitido. Pero el problema es que, a veces, las fantasías de dominador y sumisa no se quedan en la cama y salen fuera, aunque no valgan como billete para la vida. Llegarán como mucho al descansillo, donde tantas mujeres acaban asesinadas. (La Vanguardia)

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18 de noviembre de 2013
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Aprendiendo a aprender

He escuchado con atención las declaraciones en España de la niña Malala, la que sobrevivió a los ataques de los integristas que le negaban su derecho a tener un pupitre. Y cómo, desde su exilio europeo a fin de seguir una escolarización libre de balas, advierte que los niños occidentales no valoran ese derecho. Tanto en su anterior realidad, en Pakistán, donde querer aprender geografía resultaba una pretensión temeraria, como en su nuevo contexto democrático y liberal -en el que se considera que el verbo educar, fiel a su etimología, significa guiar-, advierto un riesgo monumental: la fatiga. En las puertas de los colegios, a las ocho y media de la mañana, los escolares cargan sus angustias o alborozos en la mochila. En las clases, además de memorizar, buscarán un hueco vital, un destello que les alumbre el laberinto y les regale esa palabra mágica: motivación. Sus notas, a veces resultado del azar y otras del esfuerzo, determinarán la cruz en la casilla del futuro, mientras que las familias, más desencantadas que nunca, reducen su implicación. En el mundo adulto se discute sin cesar sobre sistemas educativos e innovaciones tecnológicas que se venden a bombo y platillo, como si una pantalla fuera capaz de sustituir grandes carencias. “Educar en valores”, se repite sin cesar. Pero ¿cómo se puede educar en valores, con los mismos valores de siempre? O mejor dicho, y como sostenía recientemente Peter Buffett, hijo del multimillonario, en un artículo en que denunciaba el colonialismo filantrópico: “Hay que gastar dinero probando ideas que sacudan los sistemas y estructuras, ya que, como dijo Einstein, ‘no se puede resolver un problema con la misma mentalidad que lo creó’”. El profesor Jordi Sallent citó estas palabras en un debate organizado ayer en Madrid por la Fundación Telefónica y denunció políticas educativas involutivas, algunas paternalistas, otras producto del “complejo caritativo industrial” como la promovida por la Fundación Bill & Melinda Gates, que considera al maestro casi como al responsable de una cuenta de resultados: si el alumno saca buenas notas, el profesor cobrará más partiendo de que no hay malos aprendices, sino maestros incapaces. Que un país suspenda en educación es una derrota moral. Pero ni la política, ni la filantropía, ni las TIC podrán resolver la fatiga que asuela a quienes cada día se cuestionan la ideologización de las aulas, los tuppers, las becas, la sobrecarga del profesorado, las escuelas segregadas, la disparidad de libros de historia, en lugar de celebrar la reconfortante autonomía mental del aprendizaje, demasiado elevada para ser reducida a términos contables. La crisis del sistema educativo es ante todo una crisis de convicción.

(La Vanguardia)

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13 de noviembre de 2013
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Cuernos

Usted y yo sabemos que su problema no son las mujeres, ni siquiera cuando se siente como un viejo coche en desguace, poquita cosa, un mal negocio. A pesar de ello, es probable que alguna vez haya sido acusado con una ristra de tópicos que van desde egoísta, poco empático, inmaduro o frío, hasta cabrón… un mindundi. Puede incluso que le hayan soltado aquello del síndrome de Peter Pan, de que si es fóbico al compromiso o incapaz de expresar sus sentimientos y ponerle nombre a las emociones. Acaso una noche de verano le reprobaron que en lugar de contemplar la luna desde el velador ??una luna que parecía que tuviera cara?, en palabras de ella­? usted estuviera arreglando un transformador o haciendo un backup al portátil. Existe la posibilidad de que en alguna riña acerada, cuando el malestar se desparrama por el sofá y los días se suceden en silencio, ella dejara caer la expresión ?maltrato psicológico?, a usted le saltaran todas las alarmas, confundido, extraño a todo. También podría darse el caso de que, justo antes del partido, le rogara una palabra: ?di algo, por favor?, y usted sintiera nacer una náusea en la boca del estómago, y fuera a por un whisky a fin de poder callar mejor. Más tarde, en un instante fugaz, mientras le revuelve el pelo en el abrazo siempre nuevo de la reconciliación, quizás regrese la náusea de la impostura, prometiéndose íntimamente, como un adicto, que será la última vez. Porque aquella que estrecha entre sus brazos es su columna griega, el aliento que le empuja a levantarse cada día para hacer el café, la que le acompaña, muy especialmente los domingos por la tarde, a esa hora en que todo parece perdido. Hasta que un día ella parece otra. Y usted le espía el gmail: ?mi problema no son dos hombres, soy yo?, lee. ?Uno es el árbol que me sostiene cada vez que voy a caerme. Con esa manera tan ciega de creer en mí. Pero de quien incluso sus infidelidades me aburren. Y el otro es mi droga, mi dieta y mi verso. Me siento culpable, y no soporto el peso en la nuca al pensar que mis hijos no tendrán recuerdos de sus padres juntos. Solo fotos?. Y entonces a usted le corresponde resolver el asunto de la infidelidad y la hombría. Lo que toca es preguntarse qué ha hecho mal, sentir que ha apuñalado el futuro… Reconocer que en su vida, llena de castillos al aire, solo ella se alzaba como su única torre. Interrogarse acerca de la improbable pureza de los sentimientos, de cómo la vida se complica al madurar, de la mancha de humedad tras el cuadro que casi todas las familias esconden. Pero ahora mismo está verdaderamente sorprendido. Y lejos de cualquier otra obviedad, se excita. La imagina rodando piel con piel con sus mejores bragas. El otro. Su droga, su dieta, su verso. Y extenuado, piensa que no le será difícil perdonarla. Que la igualdad también es eso. (Icon) (Foto: Anthony Gerace)

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12 de noviembre de 2013
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No es culpa mía

Creía que se trataba de una cuestión generacional de quienes nos educamos en una cultura que empezó a glorificar la juventud, no sólo como una (buena) etapa de la vida sino como ideal de permanencia. Y que pensamos ingenuamente que sentirnos eternos adolescentes era una ventaja en lugar de un molesto inconveniente. Pero según la autora del best seller Adulting, Kelly Williams Brown, después de diversas indagaciones sobre la dificultad de madurar, “nadie se ve a sí mismo como un adulto”. Leo sus bienintencionados consejos para conseguir dar ese paso (desde comprar diez barras de desodorante y repartirlas por el baño, el coche o el despacho -”su importe es irrisorio comparado con lo que logran evitar”-, hasta propuestas más russellianas como, a la conquista de la felicidad, aprender a “ser justo con los demás” y crítico con nosotros mismos), pero hoy el sentido común, más allá de generaciones X o Y, cotiza a la baja. “Joven de espíritu”, se dice de aquellos que, a pesar del paso de los años, huyen de ánimos, actitudes, apariencias y términos que les avejenten. Algo bien distinto a ser un “inmaduro”, etiqueta que hasta hace poco se utilizaba sobre todo en las relaciones entre hombres y mujeres (mayoritariamente en referencia a los primeros) para referirse a esa invisible losa que paraliza e inhibe conductas. Williams Brown amplía el catálogo: quejarse a menudo, con tintes melancólicos instalados en el ensimismamiento tan propio de la pubertad; creerse siempre la víctima; azuzar la ansiedad por no alcanzar las expectativas de los otros… Pero hay una fórmula que destaca en el retrato de la inmadurez en sociedad, y que tiene que ver con la dificultad en asumir los errores propios. ¿Cuántos “no es culpa mía” oímos al día? Además de en nuestro entorno cotidiano, desde las tribunas políticas, económicas o policiales se repite sin cesar esa justificación exculpatoria tan infantil y gratuita. La misma que tiene ahora a Madrid convertido en un vertedero. La que decide unilateralmente cerrar Canal 9, donde antaño impuso mazo y bozal, exigiendo que, de Zaplana, se emitieran sólo imágenes de su perfil bueno antes de defenestrarle. O la que mantiene enfrentados a Generalitat y Gobierno central por la morosidad en el pago a las farmacias catalanas. Puede que no sea culpa tuya, pero sí asunto tuyo, como razona la autora de Adulting. En su crónica aflora el retrato de una sociedad que, desde las cúpulas donde se deberían optimizar políticas y resultados, hasta las tormentas de arena con las que nos hemos acostumbrado a convivir, tiende a desembarazarse de sus competencias. Entre la previsión y el caos, la obsesión de control y la laxitud hedonista, pero, sobre todo, entre la responsabilidad y la dimisión de la misma, oscilamos, hartos de oír que nadie tiene la culpa de nada, cuando lo que de verdad importa ante un problema es la destreza y la voluntad para solucionarlo. (La Vanguardia)

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11 de noviembre de 2013
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La trampa del recuerdo

La primera persona y sus menudencias no sólo se han extendido, sino que se han interiorizado en la actual hegemonía de la cultura confesional. Y sitúan en primer plano el mundo de los recuerdos, planteando el dilema sobre su fiabilidad. ¿Mentimos al rememorar? ¿Lo hacemos involuntariamente porque lo que nos viene siempre a la memoria es la última recreación de dicho recuerdo? ¿Nos apropiamos incluso de imágenes mentales relatadas por otros? Muchos son los interrogantes sobre el discurrir de la memoria, que como capas de cebolla va envolviendo la reconstrucción de una vivencia hasta el extremo de deformarla, embellecerla o dulcificarla. “Los recuerdos se revisan con el tiempo y sus significados cambian a medida que envejecemos, algo que hoy reconoce la neurociencia y denomina ‘reconsolidación de los recuerdos’”, asegura Siri Hustvedt en su apasionante recopilación de ensayos Vivir, pensar, mirar. Todo el mundo se siente propietario de una historia, y lo que hay de intransferible en ella representa un pequeño tesoro. El yo se descompone en mil partículas, y la experiencia (auto)biográfica atrapa hoy tanto como la ficción en todos los formatos -de los realities televisivos a los blogs y bitácoras digitales-, incluso cuestionando su papel cuando resulta tan fácil, tan consumible y carente del pudor de antaño. Lo que a menudo olvidamos es que el ser humano -desprovisto de una rigurosa metodología analítica como herramienta de trabajo, a la manera del historiador o del biógrafo- reinventa a menudo su propio pasado. En Slate leo una entrevista con la matemática y psicóloga de la Universidad de California Elisabeth Loftus, cuya intervención en reconstrucciones de accidentes de tráfico o en interrogatorios a testigos en juicios -como el de O. J. Simpson o el de Michael Jackson- ha sido clave para mostrar el grado de contaminación del recuerdo. Tanto en la identificación de criminales como en la reconstrucción de un asesinato, a menudo consigue poner en entredicho la credibilidad de los testigos presenciales, sin que ello significara que mintieran: tan sólo evidenciaba que la memoria es maleable. Eso sí, muchos expertos en la materia afirman que embellecer los recuerdos es garantía de superación, puro instinto de supervivencia. Estas conclusiones nos chocan, justo cuando la videomanía se ha convertido en un gesto cotidiano, casi en una obsesión. Y grabamos lo intrascendente y lo trascendente. Como esa brutal paliza de los mossos a Juan Andrés Benítez, que sin las cámaras de los ciudadanos se hubiera agazapado entre la amnesia del recuerdo y la tendencia a ficcionarlo. (La Vanguardia)(Foto: Caroline Makintosh)

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6 de noviembre de 2013
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El arrepentimiento

Salen de la cárcel a pesar de que, si las condenas se sumaran, se pudrirían en ellas. Las fotos de recién liberados (debería analizarse la iconografía que acompaña a quien sale de la cárcel: la sonrisa borrosa, la indumentaria de estudiante, la bolsa de deporte con lo que resume treinta años entre rejas, la comparsa obligada de los familiares…) están estos días en primera plana. Salen, pero no están arrepentidos. Ese es el gusano que carcome a los familiares de padres y hermanos asesinados por ETA o de las mujeres -hasta 78 violó Antonio García Carbonell- que no han podido deshabitar el miedo ni un solo día de sus vidas. La mayoría de presos que han pertenecido a ETA, incluso los que se han desradicalizado, aseguran que “no se arrepienten de nada absolutamente”. Así lo afirma en el libro Patriotas de la muerte la mayor parte de sus 70 antiguos militantes que entrevistó el catedrático de Ciencia Política y experto en terrorismo Fernando Reinares. “Satisfecho”, “orgulloso”, esos son los sentimientos predominantes en los terroristas. También insisten en el “contexto histórico” y utilizan a menudo la coletilla “el precio que debía pagarse”. Para ellos su lógica continúa vigente y no se permiten cuestionarse lo que significa acabar con una vida. En un principio -y pienso en Foucault- las cárceles modernas surgieron como instituciones disciplinarias con el objetivo principal de separar al criminal de la sociedad, por ser un peligro público. Pronto se le añadió a este argumento un componente fundamental: el delincuente pagaba, no directamente a las familias de sus víctimas sino, simbólicamente, al conjunto de individuos por el daño causado. Trabajaba, se formaba, encontraba su utilidad. Y, tras haber cumplido su condena y haberse reeducado, quedaba exento de toda culpa y podía reemprender una nueva vida, algo que con los años se ha demostrado, en la mayoría de los casos, una auténtica utopía. Hoy en nuestro país hay 159 presos por cada 100.000 habitantes. Vivimos en una sociedad cada vez menos violenta gracias al progreso, pero aumenta la población reclusa a causa del fracaso de nuestra política penitenciaria: los presupuestos menguan, se denuncian falta de asistencia médica y abandono de programas de reinserción… España es el país con más presos de Europa Occidental. De la misma forma que para solucionar un problema lo primero es reconocerlo, parece lógico que para expiar una culpa haya que empezar por arrepentirse. Pero ese razonamiento tan sólo es moral. El culpable, según Spinoza, no puede arrepentirse porque estaría expresando su voluntad de desligar su persona de la acción de la que, sin embargo, se considera causa. “Nadie podrá arrepentirse de una acción que haya sido incorporada a la trama de su propia personalidad”, encuentro en un diccionario filosófico en una entrada sobre la culpa. O sea, la muerte en vida. Aunque ya sean zombis. (La Vanguardia)

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4 de noviembre de 2013
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Cóctel con mono

Antes de imprimir la invitación a una fiesta deben dar el visto bueno unos diez o doce ojos. “¿No haría falta especificar el dress code?”, señalan unas gafas. “Le falta un poco de magenta”, advierten otras. Cuando por fin todos dan su OK -con el que, de un tiempo a esta parte, asentimos todos por escrito pero nos cuidamos de decirlo de viva voz-, los organizadores sienten que ya no hay marcha atrás. Dependiendo del aforo, la decena de ojos empieza a dividir el preciado mailing de invitados entre sí y no. Dicen: “Fulanito no… ay qué pereza”, o “menganito sí, of course”. La lista no parece referirse a personas, sino sólo a nombres, y según cotice en ese momento el nombre recibirá el cartón con un poco más de magenta. Es curioso como aún permanece esa vieja palabra, cóctel, que ha acabado por denominar el acto social en que la gente se besa, hace cháchara, aprovecha para exhibir su belleza o su influencia, y busca trabajo. Se dan de todo tipo, con almendras y con foie, grisines o vino dulce, y con champán francés, aunque desde hace unos años sólo corran burbujas si está patrocinado. “Aquí al menos tienen jamón”, comentaban en una embajada. Ya en 1986 Tom Wolfe consideraba el cóctel como una institución en vías de extinción. En su libro La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop cita el caso de la llamada “cena con mono”, que marcó un antes y un después en la vida social neoyorquina. Una dama, Stuyvesant Fish, convocó en 1908 a lores y condesas a una cena de honor del príncipe Drago. “Nadie se molestó en preguntar quién era el príncipe Drago, pero todos asistieron. Y allí estaba el príncipe, sentado a la mesa: un babuino adulto del Zambeze vestido de etiqueta”. Entre las bestialidades del primate y la absurda situación, la señora Fish dejó en evidencia a todos sus frívolos invitados, muchos de ellos profundamente indignados. Hoy el mono es el famoso o el aspirante de turno, y el dios, el espónsor. No importa que, detrás de cualquier honor que se rinda, haya una marca de vodka o una aseguradora si, a cambio de taladrarte con su nombre, te dan de cenar. Y más cuando ofrecer algo gratis se valora con ecos de posguerra. Pero a fin de amortizar el dispendio, lo que en verdad importa cuando se invita a las cámaras es el photocall. Hay que hacer casar dos nombres: el noble y el comercial. Si se invitara a ese grupo elegido en nombre de una marca de cervezas, los asistentes dirían: qué horror. En cambio, si quien convoca es una institución, un gran personaje o la excusa de unos premios, que cuando entra el otoño proliferan en las ciudades, los invitados se dicen: “Hay que ir, hay que dejarse ver”, con el ferviente pero callado deseo de querer ser el mono.

(La Vanguardia)

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30 de octubre de 2013
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Tacones y cerebro

La indumentaria en el mundo de los negocios no sigue las tendencias. A pesar de que los nuevos millonarios de Silicon Valley o Palo Alto sean tipos ataviados con camisas a cuadros y tejanos bajos de cintura que bien podrían pasar por vendedores de bicicletas, el código de vestimenta, en este ámbito, poco ha variado su estilo conservador. Y no me refiero a los zapatos Oxford, los puños almidonados o la espectacularidad de un reloj -nunca más grande que la hebilla del cinturón- sino a la composición final cuyo propósito es ofrecer una imagen que no compita con la cuenta de resultados. Varios casos se han sucedido ya de ejecutivas reprobadas, e incluso despedidas, por vestir demasiado sexy. “Uno no se podía concentrar”, declaraban. “Querían mostrar con más atención su cuerpo que su cerebro”. Escotes desinteresados, minifaldas brevísimas y labios perfilados como un corazón, a menudo protagonizan esa noticia chisposa que, a pesar de su carga discriminatoria, destaca más por su vistosidad que por su trasnochado puritanismo. El ser humano requiere de protocolos. Constituyen un dique contra el error y la mala representación. Unas mínimas reglas ayudan a uniformizar, verbo que puede conjugarse como la acción de controlar la singularidad de cada uno y a la vez la de identificarle como parte de un todo. Pero es arriesgado que se señale a quien se salta las líneas del guión no escrito y, como ocurrió en un foro de inversores, elija -frente a la libertad de su armario- calzarse unos tacones de 15 cm. Eso sucedió hace unos días cuando Jorge Cortell, cabeza de una compañía de software médico, tuiteó una foto de una chica sobre unos stilettos infinitos. Junto a la foto, Cortell escribió: “Se supone que este evento es para los empresarios, capitalistas de éxito, pero estos tacones… (he visto varios como estos). WTF . #brainsnotrequired. Ya alertaron las feministas hace años que cerebro y tacones guardaban la misma relación que plumero y leones”. El tuit encendió la red, acusado de sexista, pero también fue defendido por aquellos que insisten en que para elaborar un plan de negocio, ninguna mujer debe igualar su calzado al de Dita von Teese. No es un caso aislado, conozco a más de una a quien su jefe le ha pedido -bien, como suele decirse, con cariño- que no se ponga tacones para discutir cuentas de resultados. “Sólo cuando estemos con clientes” . Más allá de la anacrónica moral que aún defiende con severidad que al cuerpo de la mujer no lo vista el diablo, pervive una tendencia ni clásica ni conservadora sino mojigata. “Una mujer con tacones de aguja es como un hombre con una camisa desabrochada hasta la clavícula”, leo en el artículo de The Wall Street Journal. Después del incendio en la red, llegó la podología. Lo nunca visto: una sociedad obsesionada por la salud de los pies de las mujeres. (La Vanguardia)

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28 de octubre de 2013
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Lo que permanece

En los últimos años, debido al estatus de la tecnología como la nueva religión y al cambio de mentalidad propiciado por la crisis, han surgido varias palabras fetiche que giran alrededor del concepto de transformación. La sensación de que todo muda se ha ido apropiando de nuestras mentes, aunque cada vez son más quienes sostienen que internet nos ha hecho más superficiales. No me refiero a los nostálgicos, a esas viejas glorias que se han visto desplazadas en un mundo con un renovado alfabeto. Ni a los que acusan pereza, o una mortecina curiosidad, respecto a la nueva forma de comunicarse y a descifrar la ristra de neologismos que nos acompaña. A pesar de la responsabilidad de los medios en cuidar nuestra lengua, muchos son quienes esgrimen las ventajas de hablar un lenguaje global, y a menudo caemos en la trampa porque crowfounding resulta más simple que “financiación colectiva”, o naming más resultón que “ponerle nombre a un producto o una cosa” -por cierto, un nuevo oficio en tiempos en los que el envoltorio es tan decisivo que hay que empezar a seducir con la magia del título-. Pero a un resumen lo llamamos briefing; al posicionamiento de un producto, product placement; a una marca, brand… Por no hablar de expresiones como “360 grados”, un concepto plenamente nietzscheano que evoca el eterno retorno: cerrar el círculo, marcar un recorrido íntimamente conectado de principio a fin. Más Nietzsche y menos naming, podrían decir quienes sienten cierto hastío ante la jerga marketiniana que hoy destilan las relaciones laborales y comerciales, y que esgrimen desde sus outlooks los profesionales 3.0 que se han apropiado del nuevo paradigma. Bien conscientes de que en nuestros días todo dura poco, incluso un palabro de moda como es el caso de disrupción. El término significa romper las reglas del juego en una interrupción brusca que hace referencia a un cambio muy relevante, y que sin duda llama la atención, pero también se enmarca en un relativismo inconcreto. Porque acaso sea pronto más disruptivo no hablar tanto de lo cambiante como de aquello que permanece; desde descalzarse al llegar a casa hasta la cruz verde de las farmacias o las velas para celebrar un cumpleaños. Los castillos en la arena, las setas en otoño, la palmada en la espalda, la idea, tan fugitiva, de la felicidad… Nos habitan infinidad de gestos que repetimos de generación en generación, y que fluyen con el ciclo de la vida, conscientes, como bien saben los estudiantes que hacen comentarios de texto, de que lo que varían no son los temas -universales, los mismos de siempre: la muerte, el amor, el dinero, el dolor…-, sino la manera de contarlos, y de vivirlos.

(La Vanguardia)

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23 de octubre de 2013
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