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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Los raíles de un sueño

El tren es, sobre todo, un estado de ánimo. La vida en tránsito, y con ventanas. Con su ritual absolutamente hiperestésico: el silbato de la máquina; los chasquidos gomosos del freno; esa figura, entre hiperrealista y fantasmal, del revisor con visera en el andén; la mezcla de olores: alquitrán, azufre y café. Las estaciones de tren han forjado la historia de Europa, desafiando fronteras y cauces hasta franquear el círculo polar Ártico. De la imperial Victoria Station de Londres, de ladrillo rojo y piedra de Portland, por la que pasan al año más de 73 millones de viajeros, a la modernísima Berlin Hauptbahnhof, que, haciendo borrón y cuenta nueva con el pasado, es el mayor nudo ferroviario de la Unión. ¿Y las parisinas, con sus nombres llenos de resonancias? Como el pasado heroico al que remite la Gare d’Austerlitz, o la Gare de Lyon, provista de ese emblemático reloj, vestigio de la belle époque, donde ahora llega el AVE de Barcelona. El ir y venir de pasos y equipajes reproduce el coladero humano que sintetiza una estación. Los trenes nocturnos saturan novelas y películas, reproduciendo la escena universal de amor, separación y muerte. En ellos cristaliza con esa mezcla de dulce sopor y cabeza recostada la auténtica idea del sueño. El AVE Barcelona-París llega en un momento afanoso. Histórico también: la determinación de la consulta como un sueño posible, agitando el antiguo debate del derecho a decidir. En El dret d’escollir de Brian Clark, que dirigió e interpretó Josep María Flotats en el Poliorama hace ya más de dos décadas, Mateu Artigues, el protagonista, razonaba ante el juez que “cualquier definición razonable del hecho de vivir incluye la idea de la autosuficiencia”. Autosuficiencia e independencia igual a suicidio colectivo, dicen los unionistas, todos aquellos que consideran la voluntad de querer devenir Estado, y Estado libre, como una especie de eutanasia. Pero una gran parte de los catalanes desean ser desconectados de la máquina de España. De sus mecanismos inalterables, del agónico aliento que obliga a monitorizarle pulmón y corazón. Mal negocio posponer cualquier debate sobre el derecho a escoger, y más en una gran Europa en la que, desde la caída del Muro, se han movido la mitad de sus fichas: todas las antiguas repúblicas soviéticas; Bosnia, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia, desgajadas de Yugoslavia; Chequia y Eslovaquia… Y veremos Escocia. Unos tienden al provincialismo, otros a la identidad global. Pero la experiencia en otros países ha demostrado claramente que a pesar de que las fronteras se muevan, los vínculos entre habitantes apenas se alteran. Los raíles ya están. (La Vanguardia)

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18 de diciembre de 2013
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El placer del ridículo

De la misma forma que en internet arrasan las fotogalerías porque basta con mover el cursor para ir recorriendo una narración visual ya sea de los Grammy, del huracán de Filipinas o de la boda del hijo de José Manuel Lara, los rankings de fin de año resultan un tentador almanaque con cromos que nos convierte en espectadores y jueces de la realidad más mediática. Desde un púlpito imaginario, vemos desfilar las listas de los más algo, pero los repasos resultan tediosos en un mundo lleno de ventiladores virales que propulsan la misma información una y mil veces. Hoy todo es cuestión de enfoque y de punto de vista, de USP -unique selling position-. Y en esa recolección de personajes destacados, momentos solemnes, hitos, tragedias y anécdotas, lo que continúa vendiendo más es la estrepitosa caída. O sea, los que más la han pifiado. De la misma forma que los individuos, cuando alguien se rompe la crisma, ríen en una especie de acto reflejo, el error y muy especialmente el ridículo de los otros, suele proporcionar un placer vivificante. En verdad es trágica esta característica de la condición humana. Cómo nuestras emociones se deleitan con el patinazo ajeno, aunque nuestra moral nos dicte compasión y respeto. Dice Alberto Oliverio en Cerebro que “los juicios morales son naturales cuando son inmediatos y surgen de la emoción, de una empatía inmediata antes que de una racionalidad fría”. Y me pregunto por qué seguimos considerando las emociones propias del cuerpo caliente, y la razón como un sistema frío. Ese ha sido el error de la revista Time escogiendo las mejores pifias de alcaldes del año. ¿Cuál es la confusión, si no, que lleva a comparar la justificación del japonés Toru Hashimoto de que las violaciones durante la Segunda Guerra Mundial eran necesarias para relajar a los soldados, con el relaxing cup of café con leche de Ana Botella? Si bien la alcaldesa de Madrid produjo vergüenza ajena con su histriónica presentación, su desliz fue formal y además linda con una de las fantasías más fangosas que a menudo nos persiguen: el pánico al ridículo. Ese pellizco de ansiedad que siempre produce la exposición pública, desde hacer una pregunta en clase a tener que hablar frente a un auditorio. Para redondearlo, la moda de las selfies -esas fotos que se hace uno a sí mismo, con poses y gestos grotescos, muecas y absurdos ademanes de victoria- pone en evidencia la sonrojante idiotez humana. Como la de Obama ante la primera ministra danesa, igual que un colegial, Cameron de sujetavelas y Michelle con celoso rictus de ofensa. Acaso se deba a la serendipia de la cámara del fotógrafo, un soplo de instante que puede ser leído con maldad. La red contribuye a que el ridículo hoy alcance cotas nunca vistas. Pero siempre ha habido un ojo dispuesto a congelar ese instante en que la dignidad se arruga.

(La Vanguardia)

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16 de diciembre de 2013
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La memoria del paladar

Una de las principales aficiones de mi hija de cinco años guarda relación con la cocina. Con Caillou o los Cantajuegos compiten, en igualdad de condiciones, los tutoriales en los que se enseña a hacer galletas y pasteles. No le importa que las reposteras suelan ser señoras con look de jugadoras de bridge y ademanes cursis; ni que hablen en inglés o alemán y den grititos insoportables. A la niña le basta contemplar absorta la masa -con la boca hecha agua- anhelando hundir el brazo en ella hasta el codo y celebrar la sinfonía de colores que acompaña los pasteles arco iris o las magdalenas rosas en conos de barquillo para helado. A su edad, no sólo ha identificado mentalmente una tarta de golosinas con el súmmum del deseo, sino que ha conseguido retener en su memoria el sabor y sobre todo el olor a ideal. De la misma forma en que escasamente percibimos cómo cambian nuestros gustos, sobre todo por lo mucho que nos cuesta reconocer que aquello que un día juzgamos abominable (sea un cantante o un plato de acelgas) ha acabado por convencernos, tampoco advertimos cómo varía nuestra alimentación dependiendo del tipo de trabajo, pareja, peso o país en que vivimos. Julian Baggini, uno de mis columnistas de cabecera, cuenta que pasó una jornada entera probando los platos de su infancia a fin de descubrir por qué el sabor y el olor de algunos alimentos es tan evocador del pasado, tanto que constituye una parte poderosa de la narrativa emocional, más importante que la histórica. Y nada de pequeñas magdalenas en su caso, sino latas de crema de champiñones Heinz o patatas fritas con queso y cebolla de Sainsbury’s, capaces de despertar las emociones que invoca la memoria olfativa. Hay alimentos que parecen cosidos a nuestras vidas y que, cuando los reencontramos de forma inesperada, logran suspendernos en una plenitud redonda. Cada mañana paso cerca de un par de colegios, y el olor de sus cocinas -una mezcla de sopa de pollo, croquetas y macarrones- me procura un trago de nostalgia y me despierta un hambre más romántica que física. Según diversos estudios, la memoria olfativa y la gustativa son capaces de remontarse más lejos que la visual, de manera que los estímulos del pasado a menudo reemplazan una experiencia que no hemos podido almacenar como recuerdo. Los tomates de colgar, las almendras recién tostadas, el primer aceite del raig, la pelota en la olla, el comedor de los domingos con una sorpresa final, casi siempre caramelizada… Pero lo fundamental es que, aunque no representan ningún episodio trascendente de nuestra vida, guardan intacto, como en un cofre, el sentimiento de quienes fuimos un día.

(La Vanguardia)

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11 de diciembre de 2013
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El fantasma de la teletienda

La noche del insomne es un desierto de realidad. Las horas caen lentas y picudas, igual que el goteo de un grifo mal cerrado. Sin movimiento, en silencio, acaso un crujido de la madera o un soplo de calefacción. Pero mientras el mundo se da por vencido y en su tregua acordada no espera nada ni a nadie, aquellos que no duermen sienten por un momento el control de la vigilia e incluso creen en los fantasmas. Porque en ese desvelo poblado de átomos de soledad pero también de voces amigas -con la ternura que acostumbra a dedicarse uno si no puede dormir y se hace unas hierbas o navega entre druidas y noticias- es cuando los fantasmas se sientan al pie de cama. E incluso ocurre que en esa escena de batín y calcetines, la casa bajo las sábanas, la sordidez de la madrugada adherida en sofá, el fantasma del deseo posee al insomne hasta el punto de hacerle comprar una centrifugadora de fregonas en la teletienda. Antes de continuar, debo de confesar que a veces he contemplado estos llamados infomerciales con la misma curiosidad antropológica con la que veo a los cantamañanas del tarot. Descubrir si quienes llaman son del programa, aguardar los movimientos que delatan la mentira en la faz del vidente, o en los michelines de la señora con faja anticelulítica, es una muestra colosal de cómo la frontera entre convicción y patraña se convierte en un entretenimiento. Los norteamericanos, a esa franja entre la una y las seis de la madrugada, al horario de mínima audiencia, le llaman “cementerio slot”. Pero según recientes informes, parece que no todo el pescado está vendido. Ventajas de precio y target para los anunciantes, una fórmula que utilizan cada vez más grandes marcas como preámbulo para impulsar la venta al por menor… Lejos de arrumbarse su vigencia, la teletienda noctámbula en EE.UU. es un negocio al alza, en que ,según Priceonomics (una web de precios on line) en el 2015 espera alcanzar 250.000 millones de dólares. A priori parecen objetos locos, multiuso pero con una aparente practicidad que le otorgan, a esas horas golfas, un papel redentor. Remedios para pies fríos, para obsesivos de la limpieza, voluntarias de la tonificación, domingueros sobrecargados, perezosos de las abdominales, calvos, con acné… Todos tienen su solución. Cuando creíamos que lo habíamos superado todo, el fantasma de la tele se convierte en un filón. El buen infomercial, asegura un especialista en el tema, Ken Stark, debe componerse de cuatro fases: crear conciencia, por tanto, un marco; crear necesidad (“¿está cansado de ver cómo…?”); crear una urgencia (ahora es más barato); evaluar opciones (se demuestra su eficacia con una prueba extra) y resolver el riesgo final (“le devolvemos su dinero”). Así, espectadores barridos por el día y la noche acaban convencidos de que habían estado toda la vida esperando aquel rallador de zanahoria que también corta el jamón.

(La Vanguardia)

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9 de diciembre de 2013
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El buzón está lleno

Cuando en la bandeja de entrada del correo aparece este mensaje, la sensación de ingravidez que procura internet se desvanece. El usuario común, y poco previsor, se siente atrapado por el juego de producir caducidad. De golpe es consciente de que ha ido acumulando memoria y el programa, que ya no admite más almacenamiento, amenaza con la parálisis, advirtiéndole de que quedará incomunicado si no borra mensajes. Es frecuente que, ante esta situación de colapso digital, un rapto de pesadez nos invada, debatiéndonos entre la premura de continuar hacia delante, a la búsqueda de lo nuevo y prometedor, o mirar atrás para limpiar. ¿Por qué borrar se trata de un gesto fastidioso para algunos, y de un sentimiento reconfortante para otros? Revisar lo anterior, marcarlo y eliminarlo del buzón resulta incluso más farragoso que hacer limpia de las cartas del banco el sábado por la mañana, o que ordenar cajones y estanterías, actividad que procura un henchido sentimiento de eficacia gracias al reencuentro material con pequeños objetos olvidados… A nadie le gusta relacionarse con la basura, claro, aunque sea la suya. Y a pesar de que las directrices de los coach para vivir conscientemente cada momento de la vida se impongan -con esos sermones de que toda acción es única y tiene su sentido, que hay que amar el presente y bla bla bla-, no he conocido a nadie que sienta que bajar la basura sea una vivencia gozosa, sino apestosa. En Los emigrados, el admirado W. G. Sebald contaba el caso de un pintor (Frank Auerbach en la vida real, Max Ferber en la novela) amante incondicional del polvo. “El polvo le importaba mucho más que la luz, el aire y el agua. Nada le resultaba más insoportable que una casa en la que limpian el polvo, y en ninguna parte se encontraba mejor que allí donde las cosas pueden reposar a su aire y en paz bajo la escoria gris y sedosa que se forma cuando la materia soplo a soplo se disuelve en la nada”. Nos cuesta borrar e-mails, acaso porque la pátina del pasado, que conforma una nebulosa irreal, nos hace compañía, como al personaje de Sebald. Seleccionar y eliminar mensajes del teléfono o del ordenador representa una condición indispensable para continuar hacia delante. Mientras que un buzón postal lleno es un síntoma inequívoco de abandono, la acumulación digital mide la hipercomunicabilidad del individuo. También su éxito social. El insistente aviso de que el buzón está “casi” lleno vibra como una metáfora de la condición humana: somos finitos, y estamos obligados a administrar nuestros detritus y vaciar la papelera, porque en verdad, cuando lo hacemos, sentimos como si nos prorrogaran nuestra existencia (digital).

(La Vanguardia)

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4 de diciembre de 2013
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El amor no se explica

El misterio de las parejas sigue golpeando nuestra curiosidad, y planea sobre uno de los deseos más ávidos del ser humano: ser amado. Pero, ¿por qué hay auténticos coleccionistas de relaciones que se escudan en la corta duración de un sentimiento totalizador -el amor dura dos años, como máximo tres, aseguran- y, por otro lado, perviven los virtuosos de la vida a cuatro manos que celebran bodas de plata, de perlas y de oro? Siempre creímos que la cuestión era acertar; no dejarse llevar por el ímpetu ni la enfermedad que posee al enamorado, cuya energía está destinada a alimentar la construcción amorosa una vez cree que encuentra a alguien para ponerle rostro a su felicidad. “Cásate con una de tu misma calle”, aconsejaban hace años las madres burguesas a sus hijos. En su plan estratégico anhelaban la estabilidad como horizonte vital. Observemos cómo adjetivamos positivamente a una pareja: “estable y sólida”, bien lejos del ideal romántico. En Occidente también ha habido una gran tradición de matrimonios arreglados, eso sí, con disimulo y pericia. Hay parejas instaladas en la impostura sentimental, pero cuya unión funciona a la maravilla como empresa familiar. Mientras que otras relaciones más pasionales se han habituado ya a las curvas del yoyó pero siguen defendiendo la fuerza del vínculo que les une, la “larva”, dicen, de un sentimiento que atrapa y conmueve, y que persistirá en el tiempo por su poder evocador, como la magdalena proustiana. Este fin de semana, la prensa recogía una investigación de la Universidad de Florida publicada en Science, y que favorece lo inconsciente en el lenguaje del amor: no hay relación entre lo que las personas dicen que sienten y sus reacciones no conscientes. Una patada a la lógica, e incluso al sentido común, se instala en los dominios de la felicidad amorosa, deslegitimando de un plumazo una vasta colección de manuales de autoayuda, reglas de oro y píldoras conductistas para encontrar el amor de tu vida y sobre todo mantenerlo. Este periódico informaba de las conclusiones del primer autor de la investigación, James McNulty, ante estos resultados: “Tal vez las personas quieran prestar más atención a lo que sienten en sus entrañas”. Tanto es así que desde la ciencia se legitima el pellizco en las tripas y el imán irresistible, la flecha de Cupido que atraviesa sin saber por qué un objeto de deseo y no otro. A pesar de lo discutido que ha sido Freud, no el genio ni el escritor sino el investigador, e incluso habiéndose declarado a menudo obsoletas sus teorías, desde la ciencia -en esta investigación sobre el vínculo amoroso- se regresa al deseo no consciente. Y en estos tiempos mecánicos, de hojas Excel y coachings, cuando la subjetividad está en horas bajas, estos psicólogos de Florida concluyen que el amor duradero está pilotado por emociones secretas e incluso inadvertidas. Por un no sé qué.

(La Vanguardia) Foto: Mikel Uribetxeberria

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2 de diciembre de 2013
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La discreción de Esther K.

Hay personajes con mayúscula que consiguen no salir nunca en la foto. La vanidad se halla en la escala más baja de su credo. Puede que se deba a que se les ha atribuido un valor simbólico que equivale al verdadero poder: el dinero. La aversión a los ricos forma parte del histórico latido del pueblo; la brecha entre el mendrugo y la langosta, el vagón de metro y el avión privado. Y en tiempos de crisis, las grandes fortunas se prodigan mientras los pobres boquean. Aún y así la relación de España con sus millonarios es bien diferente a la de otras latitudes, de los Rockefeller, Buffett, Zuckerberg a los Arnault, Pinaud o Abramovich. De los ricos se construyen leyendas o prejuicios. Aunque lo más interesante, en un país donde la envidia constituye el gen más común y destructivo, es una generalizada percepción condenatoria. Muchos se la han ganado a pulso, con sus obscenidades estéticas y su ambiciosa falta de ética. Lo contrario a la ejemplaridad, con frecuencia bajo una aura roñosa que airean como virtud. Pero otros hacen lo que se espera de ellos. Sin aspavientos ni demostraciones, como los proyectos emprendidos por Rosalía Mera y su Fundación Paidea o a otra escala los Arango y Pequeño Deseo. Hoy, la mayor mecenas privada española se llama Esther Koplowitz, y a tan buen resguardo ha conseguido mantenerse que en verdad resulta una auténtica desconocida. Ojeo el libro de su fundación (de las que más han donado en Europa para investigación biomédica). No hallo ni una frase suya. Tan sólo una imagen de sus padres, él judío emigrado, ella aristocrática heredera; elegantes, sonrientes, lejos de poder imaginar que su foto un día abriría el libro que recoge la obra de su hija. Morena -el adjetivo que más la ha identificado-, carismática, observadora, solidaria, con voz ronca. Quienes la conocen dibujan el retrato de un personaje audaz, profundo y familiar; genio y figura, capaz de revertir lo imposible. Poderosa, aunque nunca haya despertado tanta curiosidad (ni bibliografía) como Amancio Ortega o Bill Gates -reciente socio suyo-, acaso algunos comentarios chocarreros en el couché, apegados anacrónicamente al imaginario colectivo de los ochenta. Hoy el panorama es bien distinto. Con el tiempo ha conseguido trascender a sus matrimonios, conspiraciones, e incluso a los ladrones de sus Goya. En sus dominios, los brókers que alimentan su patrimonio conviven con investigadores, bioinformáticos, cirujanos, discapacitados, ancianos desprotegidos, mujeres maltratadas o estudiantes sin recursos. Engrasan otro tipo de maquinaria, alimentando el pulmón social desde el capital privado para conjugar el futuro con una llama. (La Vanguardia)

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27 de noviembre de 2013
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Platón, a escobazos

Se cae la filosofía del bachillerato tras un pulso político en el que algunos partidos pedían rebajar el peso del latín en favor de las matemáticas. Al final, por algún lado había que ceder, y la fea del baile ha resultado ser la historia de la filosofía. Nada más y nada menos. Platón, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y sus amigos. El resumen sucinto, un par de clases a la semana, sobre siglos de dudas, indagaciones y hallazgos acerca de lo que nos rodea y lo que nos conforma; el legado de la sabiduría desde las largas barbas presocráticas hasta la lucidez de un Jürgen Habermas o una Martha Nussbaum, o de nuestros Savater y Gomà. Recordemos las palabras de Adorno: “Porque no sirve para nada, no está aún caduca la filosofía”. Es una ingenuidad que la política, y la Lomce -pero también la mentalidad mainstream-, pueda ser capaz de entender este enunciado. Y es un serio síntoma de retroceso intelectual que esto ocurra cuando medir la importancia de las cosas y las personas por su utilidad nos ha enfangado hasta el cuello. Aun así, entre la impaciencia y la precariedad no hay formato largo que perviva en estos tiempos numéricos. Las ideas tan sólo cotizan por su rentabilidad. Los verbos tumbados: discurrir, contemplar, poetizar, son patrimonio de ociosos, viejos o iluminados; mientras que los bien plantados: actuar, emprender, multiplicar… enarbolan la idea del triunfo. El pensamiento, pues, se deprecia en el currículum académico. Era un bello accesorio, casi una excentricidad. Justo cuando en muchos consejos de administración a los euros se les llama boniatos. De nada han servido las firmas de 10.000 filósofos, ni la oposición de algunos diputados en defensa de una de las asignaturas que, bien enseñada, es capaz de agitar la mente del joven bachiller justo cuando abre paso al mundo adulto con una maleta provista de interrogantes. El enfrentamiento entre matemáticas, latín y filosofía parece perverso. Porque para adaptarse a sobrevivir, para detectar las reacciones que surgen de una acción y poder modularlas, hay que conjugar el verbo pensar, que ha sido echado. Ortega y Gasset escribía en El Espectador que Velázquez arrojaba a los dioses “como a escobazos”. Y argumentaba que la negación de los dioses equivale a decir que las cosas, aparte de materia, carecen de aroma y sentido. Que no poseen un sentido superior. “Ha preparado el camino para nuestra edad, exenta de dioses; edad administrativa en que, en vez de Dioniso, hablamos del alcoholismo”. Boutades aparte, Ortega identificaba la deriva burocrática que tomaba Occidente, y que la hipermodernidad ha llevado al paroxismo. No sea que a nuestros jóvenes les acometa el vicio de razonar. Quizá falten todavía unos años para que acordemos que el desplumar al bachillerato de la filosofía es un acto tan vandálico como suprimir las matemáticas.

(La Vanguardia)

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25 de noviembre de 2013
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Morir por amor

Qué interesante entrevista a la autora del polémico Cásate y sé sumisa en el Huffington Post. Es una excelente muestra del sudor del periodista a la búsqueda, no del titular, sino del hecho consumado. De cómo se abre paso, con gran manejo de la mano izquierda y el tempo, ávido por encontrar alguna fisura en la coraza de Constanza Miriano, la periodista de la RAI que ha encendido el escándalo con su libro, un superventas en Italia, que al principio fue colocado en algunas librerías en la sección de humor. “No me podrían haber hecho mejor cumplido -dice -. ¡Reír hablando de san Pablo!”. En España ha sido editado por empeño del arzobispado de Granada, y aboga por “la obediencia leal y generosa, la sumisión” de las mujeres. PSOE e IU han pedido ya explicaciones en el Congreso, interrogándose acerca de la posición del Gobierno frente a tal “apología del machismo”. Pero la periodista transalpina -rubia, atractiva, joven-, que según confiesa al periódico digital recomienda a sus amigas el matrimonio como portal a la felicidad, está perpleja. Algunas frases clave de la citada entrevista: “No me explico todo este revuelo porque en Italia no ocurrió nada de eso” , “gritar los propios derechos no sirve de nada”, o cómo se tradujeron las teorías de género y la antropología cristiana a “un lenguaje pop”. Pero el mayor hallazgo reside en esta pregunta: “Entonces, ¿usted cree que el hombre debe dominar a la mujer?”, y en esta respuesta: “No, creo que debe morir por ella”. Digamos que según la lógica de Miriano, en plena era hipermoderna, casarse es el pasaporte a la dicha, la docilidad debe ser una constante unidireccional entre mujeres y hombres, y estos deben morir por sus esposas llegado el caso. Cristianismo, burguesía, pop y amor cortés en una mezcla genuina. Pero tal vez lo más inquietante sea su idea de la sumisión. Lejos de vincularla con la falta de respeto – “los buenos no son violentos”-, sostiene que querer cambiar a las personas “siempre es la tentación de las mujeres (…) lo que están haciendo las españolas conmigo”. Qué audaz contrapunto: la abnegación gozosa frente a la rebeldía infeliz de quienes se escandalizan por una apología del sometimiento. Hace un par de días escribía en este periódico acerca de las relaciones masoquistas. De ese silencio tan femenino, de la madurez estoica que tanto nos turbaba de las madres o abuelas resignadas. No creo que haya que retirar el libro de Miriano, en absoluto. Es más, deberíamos leerlo atentamente porque en él se perpetúa la idea del amor que tanto hemos combatido. Morir por amor no sólo es folletín. Es también veneno. (La Vanguardia)

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20 de noviembre de 2013
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Amos y presas

Buscan a sus presas con un denominador común: la sumisión. Porque para ellos entrega equivale a esclavitud, a todo o nada. Quienes caen en sus redes han interiorizado un sentimiento de desigualdad y dependencia. La felicidad de ellos será la suya, sin excepciones, pero también sin conciencia. Frágiles, deshabitadas a pesar de haber sobrevivido a varios casos de malos tratos, acaban de nuevo atrapadas. En una espiral enferma que traiciona la pureza de los sentimientos nobles, no entienden el amor como vínculo sino como posesión. Puede que algunas repitan patrones que se fijaron en su inconsciente, los que mamaron en casa, modelos caducos de una feminidad postrada a los designios de su dueño y señor. Otras caen en la trampa como quien se mete sin darse cuenta en la droga, extraviadas en una rueda de violencia y reconciliación que se convierte en su única razón de vivir. Estas son algunas frases elegidas al vuelo de Voces prestadas (Editorial Séneca), en el que sin demagogia ni tremendismo Grela Bravo recoge testimonios de vida de mujeres maltratadas: “Él traducía mi cariño en suciedad”, “Yo aún seguía creyendo que si había pasado todos esos malos ratos, tenía que servir para algo”, “Otra vez creía que las cosas podían cambiar…”. En la presentación del libro hablaron algunas de las supervivientes (no digamos víctimas, a menos que hayan acabado muertas). Carmen, que soportó vivir en el infierno durante 11 años, aseguraba que “cuando te quieres dar cuenta, ya no eres nadie”, al tiempo que pedía que se respete a aquellas que no quieren denunciar ni seguir el vía crucis judicial, e intentan otras vías. Sin duda ese es un asunto delicado. El paseíllo por juzgados; la reconstrucción, una y mil veces; los sentimientos encontrados: pena, compasión, “pobre diablo, si en el fondo me quiere…”. Inútiles son las excusas que enmascaran la pantomima del amor, porque una relación estructurada sobre el dominio no es sino masoquismo. Pero si bien se ha investigado mucho sobre la reincidencia de los maltratadores y sus perfiles psicológicos, menos se ha abundando en aquellas que caen repetidamente en manos de torturadores, que, cuando llegan al último eslabón de la cadena, las mata, como Eva V.P., que con 36 años murió la semana pasada en manos de su tercer maltratador. Se trata de mujeres adultas, libres, que pueden valerse de maravilla en la vida, y cuyo entorno se echa las manos a la cabeza al ver qué clase de sujetos eligen para andar por la vida. Existe pedagogía sobre la construcción del amor, sí, pero todavía a migajas. Porque ni la emancipación de la mujer, ni sus conquistas -en Occidente- tienen traducción en muchas alcobas. En el sexo, si es libre, todo está permitido. Pero el problema es que, a veces, las fantasías de dominador y sumisa no se quedan en la cama y salen fuera, aunque no valgan como billete para la vida. Llegarán como mucho al descansillo, donde tantas mujeres acaban asesinadas. (La Vanguardia)

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18 de noviembre de 2013
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El Boomeran(g)
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