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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Marea baja

Marea baja en Madrid. Como cuando las olas arañan la orilla pero fracasan en su intento de espumear la playa. Marea sin mar que se convierte en marejada, y no sólo blanca, sino antracita, dejando tras de sí una estela de guijarros y malas hierbas. Marea negra de grafitis, como si más que nunca pudiera gritarse cualquier tontería sobre las fachadas mudas, o los ventanales chapados y ciegos de las oficinas de Bankia. Marea naranja de “se alquila” o “se vende”, que regurgita desde la calle Churruca a Príncipe de Vergara, o en General Martínez Campos, donde en un rótulo se lee: “Créditos avalados por tu vehículo”. Marea de enfermos hacinados en los pasillos del hospital de Móstoles y de mamografías aplazadas sine die. En calles señeras (y señoras) como Gran Vía o Serrano la tormenta imperfecta ha arrasado con el rancio señorío. Cerró la tienda Samaral, abierta en 1934 y de la cual Ava Gardner, la Dietrich o Elizabeth Taylor fueron clientas; y el esplendor del Palacio de la Música sigue pendiente de rehabilitación -el Ayuntamiento aún estudia cambiar su uso de cultural a urbanístico a fin de que pueda campar a sus anchas otro H&M o similar-. Hoy, en la T4 los pasajeros que se dirigen a la puerta deben pasar al lado de los módulos de gloss labial de Christian Dior. Ese no lugar donde el ciudadano debe demostrar a cada rato que es inocente se ha convertido en un gran centro comercial, propio de la macdonnaliación (o zaratización) del mundo, según George Ritzer. Los símbolos castizos acusan cansancio. En la Castellana incluso la señal del estadio del Real Madrid está de rebajas: “S Bernab”, se lee. Porque Madrid, después de la huelga de la limpieza, no ha vuelto a ser el mismo. Las hojas de octubre siguen arremolinadas en las alcantarillas. Y una cadena de actos fallidos desde el comando central del poder madrileño se acumula en los contenedores orgánicos. Pero ahí está el pueblo, esa raza gladiadora y tozuda, que refunfuña día sí y al otro también, el Madrid protesta de los dj, los tekis, también de los Milans del Bosch y los Álvarez de Toledo, de los cómicos sin camerino y los quiosqueros rojos que agitan la mañana de invierno con un par de churros y una leche manchada. Nunca hubieran podido elegir mejor momento para programar en el Prado una exposición de Velázquez y la familia de Felipe IV. (La Vanguardia)

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30 de enero de 2014
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?Rom-com?

Si bien es cierto que, en los últimos años, las comedias románticas han acabado por sucumbir a la disneychanelización, el amor nunca ha dejado de ser tendencia. Aunque su complejidad haya levantado un cableado de resignada melancolía y, afortunadamente, ya no creamos en los cuentos de hadas, regodearse en los amoríos de ficción es un entretenimiento placentero para días griposos. A pesar de que no destellen en ellas ni la sofisticada modernidad del toque Lubitsch ni esos diálogos dignos de ser enmarcados de Billy Wilder, el género sigue contando con el incondicional favor del público. Porque ni la decadencia manierista de las rom-coms ni la asunción de rasgos bipolares repetidos hasta la extenuación (el conflicto primero y después la recompensa) han tenido mal acomodo en la taquilla. Y así, mientras la crítica ningunea los merengues que, entre algunos espectadores, actúan como electrochoque hasta hacerles esbozar una sonrisa endorfinada y boba, un viejo adagio sentencia que las comedias no se llevan premios, o al menos no los de relumbrón. Con los mayordomos de los Oscar puliendo escaleras y cepillando kilómetros de alfombra roja, es fácil dar por bueno ese axioma. Este año, en la categoría de mejor película los argumentos rozan lo abisal: años de esclavitud, la soledad de las pantallas, padres alcohólicos y madres despojadas de sus hijos, secuestros por piratas somalíes… El buen cine debe mover las ideas, desenvolver preguntas y dejar respuestas a medias; atrapar y conmover, hable de lo que hable. Por ello, celebro que se rueden historias de amor sin sacarina, pobladas de travesías desérticas y azarosas claridades. En Sobran las palabras, el estreno post mórtem de Gandolfini, el amor surge cuando ya no se espera; y en Antes del anochecer, la reflexión sobre los sentimientos, la pasión y el futuro trasciende ese lugar común entendido como “construir el amor”, por mucho que su significado sea cabal. Demasiada carpintería para sostener un vínculo tan inmaterial como terrenal. Dos recientes películas españolas, a cuyos artífices sigo con atención, ponen una sonrisa en su The End. En Presentimientos, de Santiago Tabernero, el amor, de tan a la deriva, sobrevive, no sin antes mostrar los dientes. En La vida inesperada -aún por estrenar-, dirigida por Jorge Torregrosa y escrita por Elvira Lindo, el romanticismo llega de puntillas al nanoapartamento de un español en Manhattan. En ambos casos, un rugoso coraje se dispone a sobrevivir a los deseos inalcanzados, las mochilas de ideales y las rutinas embrutecedoras al peinar una ola de intimidad. El amor no siempre equivale a plenitud, pero los finales felices, tan impropios de las películas interesantes, abren ranuras de luz entre la borrasca y nos alivian de tantas madejas de intensidad. (La Vanguardia)

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29 de enero de 2014
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Se vende París

Los celadores de la quintaesencia parisina han relajado sus fieras costumbres y abierto de par en par las puertas de su alma. Si usted es un magnate que ha suspirado, en su anhelo de grandeza, por pasar una noche en el palacio de Versalles, ahora le recibirán con una alfombra de rosas, camelias y peonías. Y si tan sólo pasa por excéntrico stendhaliano cuyo sueño es cerrar el Louvre y montar un cenáculo con cuatro buenos amigos entre Delacroix, Ingres y Géricault, le bastará con pagar entre 5.000 y 20.000 euros, seguridad incluida. Incluso se puede construir un Louvre en Dubái, una franquicia nacional, a cambio de un mullidito cash flow. Hoy, casi cualquier museo de París, palacio neobarroco, bulevar para flâneurs o fuente del Segundo Imperio puede alquilarse, por no hablar de la gloriosa porción de patrimonio histórico que Hollande ha puesto en venta (como el cuartel Lourcine, en el bulevar Port-Royal, por 52 millones de euros). Sarkozy ya demostró cómo se podía mercadear con la piedra noble con la venta del legendario edificio de la Imprenta Nacional a un precio irrisorio que hizo bramar a las inmobiliarias. Deshacerse de viejos inmuebles tocados por la grandeur que casi todos los franceses sentían como suyos ha reblandecido a sus ciudadanos, que cada vez compran menos flores y menos baguettes, y asisten a la debacle del empleo juvenil -que ha sobrepasado el 25%-. Durante la semana de la alta costura, muchos hoteles han pinchado; taxis con su humilde luz verde podían pararse en plena calle, cuando hace cuatro días no daban abasto con las colas de las paradas; en el restaurante L’Avenue, cuyas camareras-modelos antaño te atendían mirándose a la punta de los pies, había mesas libres y las serveuses se habían convertido en encantadoras gacelas. Este invierno, cualquier español debe paladear el manjar de la condescendencia al cruzarse con un parisino solidario con nuestra crisis, el mismo que hace un par de años se echaba las manos a la cabeza -y estallaba en una cyrana carcajada- ante el estropicio originado por tanta fiesta y siesta. Mientras Hollande y sus mujeres ocupan las portadas de todos los semanarios, amarilleando ruidosamente el quiosco, el anuncio de nuevos impuestos y tasas, la subida del IVA y los recortes sociales agrisan una ciudad que fue concebida para hacer literatura. Y parece ser, en cambio, que sólo McDonald’s pudo evadir más de 2.000 millones a Hacienda desde el 2009 porque el Hollande tasador de ricos no fue capaz de controlar a una gigantesca y multimillonaria cadena de hamburguesas. Mientras tanto, el 80% de franceses están en contra de la política fiscal del Elíseo, Le Figaro publica que Amancio Ortega ofrece 1.200 millones de euros por una veintena de inmuebles en los barrios más chics y los qataríes, de aspiraciones afrancesadas, a este paso acabarán comprando la Tour Eiffel. Hasta París entero. (La Vanguardia)

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27 de enero de 2014
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Ideas y polillas

El latido de la historia arrastra inevitablemente sus cadáveres. Ideas antiguas, postulados inservibles, desterrados al cajón donde guardamos teléfonos móviles vintage, cables y disquetes, sabiendo que jamás precisaremos de sus servicios. Aun así, nos paraliza un instinto conservacionista, afilado por la incertidumbre ante lo que pueda venir, y por un perezoso batín. La convivencia con las ideas cadáver es un lastre que constriñe y reduce la visión del mundo. De ahí que la revista digital Edge haya elegido en esta ocasión como pregunta del año: “¿Qué idea o concepto científico sólidamente establecido está listo para ser jubilado, a fin de que la ciencia pueda avanzar?”. Muchas de las mentes célebres y lúcidas que han respondido al interrogante lo hacen sin pizca de nostalgia, deseosos de acabar con lugares comunes y falsos apostolados. Como la manida “sobrecarga de información”, que propone desechar Jay Rosen. El experto en internet Clay Shirky lo resume así: “No existe la sobrecarga de información, sólo el fracaso en sus filtros”. Y hay que optimizarlos para ganar en calidad de vida y no ser víctimas de la intoxicación que abruma al individuo abocado a la promiscuidad digital. Sorprende por su aplastante sentido común Nina Jablonski, que propone erradicar “raza” como parámetro trasnochado en una era donde los más sofisticados cócteles genéticos son resultado del mestizaje. Aunque esté tan ligada al devenir de la historia, la raza es una idea caduca, y más en un tiempo en el que etnicismo y fundamentalismo pueden llegar a confundirse a fin de procurar un falso confort para la tan maltrecha identidad. Por su parte, el comunicador científico y profesor de la Universidad de Copenhague Tor Norretranders quiere retirar de la circulación el concepto de altruismo: si bien los lazos entre las personas crecen, es obsoleta la idea de que hay que ayudar a los otros olvidándose de uno mismo, como si existiera un conflicto de intereses. Norretranders insiste en que la mayoría de las acciones son realmente recíprocas y con interés por ambas partes. Pero entre todas las respuestas, destaco la idea que liquidaría el periodista David Berreby: que las personas somos ovejas. El “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”, el gregarismo, el miedo a la diferencia, a llevar la contraria, a no ser aceptado. Puede que la libertad no exista, pero su búsqueda nos hace sentir más libres, como dejó escrito Carlos Fuentes. Limitarse a seguir la corriente por confort, o por disciplina -y vale tanto para quienes votarán el aborto como los que han votado la consulta o aquellos que votarán al presidente de su escalera-, es una tristísima forma de autojubilación.

(La Vanguardia)

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22 de enero de 2014
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¿Son tres multitud?

El diccionario es un ejemplo de resistencia, y también de como el lenguaje puede pervertir y confundir. Amante, según la RAE, es “el que ama”, aunque la cuarta acepción remite a la voz de “querido”: “hombre, respecto a la mujer, o mujer, respecto del hombre, con quien tiene relaciones amorosas ilícitas”. A principios de siglo pasado, tener una querida era para muchos caballeros un signo de estatus. Una posesión más, y a menudo muy vistosa. E incluso un medidor de la sagacidad y el hedonismo de burgueses y canallas. Con el ascenso de la clase media, las leyes igualitarias y la asunción de un nuevo ideal ético, las queridas se instalaron en lo oscuro: amores avivados por la pasión que contrae lo clandestino pero marcados por su condición de “no lícitos”. Francia fue caso aparte, y allí se siguió alimentando la figura del chevalier servant: el galante caballero que amaba a una mujer casada (o el casado que romanceaba con una soltera). El pasado miércoles, y a propósito de Hollande, nos referíamos a las “citas galantes”, un delicioso anacronismo en el magma del cibersexo. Gracias al gesto furtivo con el que ha sido cazado monsieur le président, se ha puesto en escena un guión en el que no falta ningún elemento para comprender la tradición francesa del triángulo, o del denominado de cinq à sept (el horario preferido de los amantes). Según diferentes investigaciones recogidas en The new rules: Internet dating, playfairs and erotic power, de la socióloga británica Catherine Hakim, se estima que una cuarta parte de los franceses tienen una amante. Hakim es de las que hace apología de la infidelidad; rebate la rigidez moral que, según ella, resulta una trampa que nos convierte en “animales enjaulados” y anima a aprender de nuestros vecinos: “El enfoque que tienen respecto a las infidelidades es mucho más filosófico”. El debate se centra hoy en permisividad frente a rectitud. Y no son pocos los que abogan por diferenciar los infieles de los desleales cuando se expan- den las voces de quienes airean un cambio de costumbres, expropian la culpa del engaño sexual y animan a explorar nuevas fórmulas bautizadas como poliamor -entre las cuales suma adeptos el intercambio de parejas, los tríos u orquestas-. Cierto es que una cosa es la libidinosa Francia y otra la aún piadosa España; basta, por ejemplo, comparar La Celestina con Las amistades peligrosas: el fin último de la primera no es otro que combatir el “loco amor”, un voraz y censurable apetito material; mientras que la obra de Choderlos de Laclos es, en cambio, un manual de maquiavelismo amoroso repleto de intrigas y desengaños. Según lo que ha trascendido, el de Hollande-Gayet-Trierweiler era un secreto a voces. Y si fuera así, parece claro que el detonante de la inconsolable tristeza de la primera dama no ha sido tanto la noticia como su exhibición pública. De fondo, una fatal moraleja: el alto precio de la transgresión.

(La Vanguardia)

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20 de enero de 2014
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Citas galantes

La paradoja que nos ofrece la libertina Francia con su reacción ante el caso del presidente Hollande es digna de análisis por varias razones. La primera: si bien el asunto ha copado las primeras planas de la prensa europea -la foto de su amante, Julie Gayet, en La Vanguardia se publicó a cuatro columnas-, la amplia mayoría de los franceses considera que se trata de un asunto privado que sólo le incumbe a él, y ahora a su familia. Entonces,¿por qué tanto revuelo? Podríamos aventurar que el desbordante interés mediático de la noticia queda al margen del juicio ético público. Y más cuando la infidelidad, en unos tiempos de conductas privadas laxas, ha roto la cadena moralizante que la ligaba al tabú. Hasta el extremo de que hoy incluso se vende como tendencia para avivar el fuego de la pareja. Pero que tres cuartas partes de los franceses consideren que las citas galantes de un Hollande que visita a su maîtresse con casco de motorista en pleno invierno antracita parisino no afectan a su perfil político, no significa que no se hable de otra cosa, tanto en la rive gauche como en la rive droite. La segunda razón para analizar el triángulo Hollande-Gayet-Trierweiler es la constatación de cómo las infidelidades de los políticos siguen despertando un morbo socialmente legitimado. Una ley no escrita ha protegido durante muchos años la intimidad de sus excelencias y señorías en España, y así amigas, pisos francos, tirachinas de machos alfa y dobles vidas se han guardado con celosa discreción, a diferencia del puritanismo anglosajón. En Francia hay tradición. Como si el Elíseo invistiera de una especie de aura erótica y dotara de brío lubricante a sus inquilinos. Ya hemos citado en alguna ocasión el libro Sexus politicus, donde se glosan las aventuras de Valery, la nuit Giscard d’Estaing; se recuerda la frase preferida de Bernadette Chirac cuando llamaba a los servicios secretos: “¿saben dónde está mi esposo esta noche?” o se ilustra la bigamia oficiosa de Mitterrand. La tercera y última consideración a la que invita el asunto es que un gobernante debe ser juzgado por sus políticas y no por sus actos íntimos, sólo que a veces se superponen. Es muy probable que, en el imaginario popular, aquel que, recordemos, se definía a sí mismo como un “hombre normal” -y que con esa frase ganó las elecciones- empiece a adquirir tintes de superhombre, frecuentando a atractivas cuarentonas cuando su primera mujer ha cumplido los sesenta. Lo del hombre normal fue un eslogan que trataba de capitalizar empatía a costa de su físico. Ahora se revierte: clínica de reposo para su compañera, mafia corsa, seguridad de Estado, libido desatada… Un hombre más bien extraordinario, con un buen rock and roll.

(La Vanguardia)

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15 de enero de 2014
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El aborto, en privado

Cuánta verborrea surge desde las propias filas del PP tras el gallardonazo al aborto a propósito del vientre fecundo de las mujeres. Qué desaforadas -y desesperadas- exhibiciones de política emocional enardecen a las bases. Como la del diputado Cotino asegurando que, en vez de celebrar el cumpleaños, tendríamos que festejar el día en que fuimos concebidos. O Esperanza Aguirre afirmando tajantemente que “el aborto no es una salida ni un derecho, es un fracaso”. Es terriblemente molesto, además, ese afán de intentar suavizar las intenciones e interpretar el subtexto: “Aquella que geste un feto con graves malformaciones podrá acogerse al supuesto de alteración de la salud psíquica”, según León de la Riva, como si quisiera decir: “No montéis la gorda, no veis que os podéis colar por este ranura”, y a la vez reduciendo el papel de los psiquiatras al de meras comparsas. Resulta asombroso el paraguas legal en que puede llegar a convertirse la psique femenina. Que se pretenda objetualizar la compleja subjetividad de aquellas mujeres reales que se ven sumidas en el trance de interrumpir su embarazo. Pero en el magma de opiniones cruzadas que estos días se oyen en este debate impostado -y digo impostado porque es evidente que la sociedad española ha madurado lo suficiente como para no hacer política con la actividad uterina- hay demasiado derroche de inteligencia emocional. Entre las variadas hipótesis que siguen hirviendo en mi cabeza, al preguntarme el porqué de tan escandalosa decisión -y su acerada intransigencia para retocarla: “Escucharemos a las autonomías, pero habrá pocas modificaciones”-, me decanto por la de la estrategia electoral, aunque errónea. Tras el impacto que ha supuesto la sumisa genuflexión ante Europa, y el mazazo para las bases más ultras de la anulación de la doctrina Parot, hay que servir un buen cochinillo al horno. Por mucho que sea bien sabido que unas elecciones no se ganan desde los extremos, sino haciéndose con el centro (y más en un país con una alta volatilidad electoral). Y que el radicalismo, en el seno de una familia, no siempre se transfiere de padres a hijos, más bien todo lo contrario. Así lo han escenificado los representantes del PP que han manifestado públicamente su disgusto ante la propuesta de ley. Una honradez ejemplar en unos tiempos en los que la credibilidad política ha tocado fondo. Ni la más acérrima disciplina de partido puede secuestrar la conciencia de quienes consideran aberrante el erigirse en incontestable autoridad moral. Un debate a plena luz, aunque Mariano Rajoy haya pedido que se lleve a cabo en privado. Debería saber que, a medio plazo, puede tratarse de la única estrategia electoral reparadora: que otras voces, en las antípodas de la retrógrada posición de Gallardón, le salven la cara al partido ante el terror social que produce este viaje en el túnel del tiempo.

(La Vanguardia)

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13 de enero de 2014
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Codicia

El juez Castro, en su segunda imputación a la infanta Cristina, ha recurrido al argumento moral para ilustrar, en un claro juicio de valores, dos conductas que, al margen de su reprobación, gozan de buen sedimento en las perfumadas alcantarillas de la realidad. De hecho, vienen formado parte del marchamo del triunfador como pasos determinantes para multiplicar ganancias: “mirar hacia otro lado” y actuar por “codicia”. El del juez es un alegato contra el deseo febril por lo excedente, esa avaricia bíblica de la que tanto hay que guardarse porque siempre acabará trayendo problemas. A pesar de que no lo cite explícitamente, el auto dimana un ajuste de cuentas con el sentido de inmunidad, el mismo que, según los fiscales -que no ven indicios de delito-, puede ser utilizado como un argumento de desigualdad e indefensión al tratarse de la infanta Cristina. Curioso asunto el del privilegio frente a la penalización del apellido, en un tiempo en el que media élite española es presunta y sigue repantigándose en los cenadores Michelin. Parece que, entre los 277 folios del auto, en verdad se esté juzgando un substrato mucho más profundo que guarda relación con el modus operandi de un sistema que, a pesar de haberse anunciado a los cuatro vientos que es caduco, sigue mostrando el óxido de una idealizada ejemplaridad con la que manteníamos a salvo la aspiración de un mundo mejor. Porque en una España estragada por las penurias de la crisis y con tres millones de ciudadanos en situación de pobreza extrema, los agasajos y privilegios de cuna o rango continúan al orden del día. En su ensayo David y Goliat. Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes, el periodista del New Yorker Malcolm Gladwell se refiere a lo que los economistas denominan “la ley de los rendimientos decrecientes” para subrayar la importancia de los límites, sobre todo en la relación paternidad-riqueza: “el pasar del no podemos al no queremos”, porque la segunda se trata de una posición mucho más compleja, en cuya sombra se agazapan una moral y una estética. Por ello, recurre a diferentes dichos populares que, en todas las culturas, ilustran la necesidad de poner fronteras al privilegio a fin de evitar la autodestrucción que anida en él: del anglosajón “de descamisado a descamisado en tres generaciones”, al italiano “de las estrellas a los establos”, o nuestro “quien no lo tiene, lo hace; y quien lo tiene, lo deshace”. La codicia, imputada ahora en las portadas de los periódicos, no podía tener protagonistas más simbólicos para ilustrar esa parábola sobre la agonía de la desmesura. Otro asunto es esa histeria que reclama una humillación real cuando las fantasías codiciosas parecían hasta ahora la forma más apropiada de estar en el mundo. (La Vanguardia)

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8 de enero de 2014
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Amaxofóbicos

Pertenezco a ese ínfimo porcentaje de adultos que no conducen. No es fácil adjetivarlos. Contaré que, de pequeña, siempre me mareaba con las curvas, sobre todo en el Coll de Lilla, donde tantas veces vomité procurando no mancharme la punta de las merceditas. A los veinte ya había dejado pagadas tres matrículas de autoescuela, y a lo más que llegué fue a llevar una Mobylette por cuarenta kilómetros de carreteras comarcales entre cerdos y almendros. Y siempre he soportado con desagrado el olor a goma quemada y a gasolina, los tubos de escape humeantes o ese no lugar tan inhóspito que son los parkings subterráneos. La primera vez que me preguntaron por qué no conducía me escabullí con la excusa de falta de tiempo. Después, alentada por algunos de mis amigos, acabé por aceptar que mi conducta evitativa encubría una decisión cabal: algo más profundo me inhabilitaba para ejecutar esforzadas maniobras pero, sobre todo, para salir de mi ensimismamiento a cien por hora. “¿Cómo una mujer moderna como tú no conduce?” me han repetido aquellos que no sabrían vivir sin su coche. Amaxofóbicos se denomina a los que padecen ansiedad y parálisis frente a un volante. Algunos han sufrido malas experiencias en la carretera; otros, cuando maduran, empiezan a menguar en el asiento; ignoro si el concepto también engloba a quienes nunca hemos sentido el más mínimo interés por conducir y hemos levantado un muro mental ante un motor. Cierto es que viajar no es lo mismo que trasladarse. Pla prefirió visitar España en autobús, como Peter Handke. Cela se puso choferesa negra. De Fernán Gómez a Umbral, pasando por Antonio Gala, Pere Gimferrer, Luis Antonio de Villena o Joaquín Sabina, y periodistas como Juan Cruz, Fernando Rodríguez Lafuente, Pedro J. o Carmen Rigalt, curiosamente, la lista de amaxofóbicos entre plumas y plumillas es abultada. ¿Otro tipo de bloqueo? El caso es que no puedo sentirme más dichosa ante la extraordinaria noticia de los 183 muertos menos en carretera que en el 2012. La cifra más baja desde que existen estadísticas -1960, cuando se contaba un millón de coches frente a los treinta y uno que circulan hoy-. En medio siglo se han reducido en un porcentaje gigantesco -de más del 90%- los accidentes mortales, un gran triunfo en el inacabable proceso civilizatorio. Y ahí están los encomiables esfuerzos en materia de seguridad vial. Aunque algunos psicólogos aseguren que el coche -a cierta edad y entre la población masculina- figura la potencia del falo, hoy ya no es símbolo de estatus ni de conexión; resulta mucho más necesario un portátil o un smartphone. Las nuevas fórmulas propiciadas por la crisis como el compartir coche, las rebajas en la alta velocidad o los vuelos low cost también han contribuido a matizar su centralidad. Sea como sea, me pregunto si a esa fobia influye que musicalmente siempre haya preferido el Born to be alive al Born to run, incluso sobre cuatro ruedas. (La Vanguardia)

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6 de enero de 2014
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La secta

Podríamos entretenernos con la moral del Estado y hacer un poco de demagogia contraponiendo el legalizado blanqueo de divisas que engordaron con el buen pienso bancario de la bella Suiza y la legalizada marginalización de miles de personas que sólo pueden mantener la luz encendida en una habitación de la casa, si es que aún la conservan. La moral del dinero es tan esquiva como relumbrante. Por ella, la sociedad patalea, aherrojada por un discurso cada vez más aceptado que glorifica el sacrificio y penaliza el privilegio. ¡Ay, la moral de Estado, y la desprotección de la vida de los sí nacidos! Ni piedad ni solidaridad sino un gargajo tirano desde el núcleo duro de la tan añorada ideología. ¿No ha sido acusado este Gobierno, desde todos los púlpitos y pálpitos, de incumplir la letra pequeña (y la grande) de su programa? ¿No gobernó el mismo partido durante ocho años sin tocar una coma de una ley, la de 1985, que incumplía los plazos que la mayoría de países europeos exigen? Pues parece que en esta España fracturada y empobrecida era urgente penalizar el aborto. Lo más conveniente para terminar el año alimentando la alarma social, y no sólo entre mujeres -son múltiples las voces de hombres que consideran esta amenaza de ley como una vulneración de la libertad de conciencia o una perversión-. La misma que aviva el recuerdo de los métodos caseros como las agujas y el perejil; no en vano, el aborto clandestino es la primera causa de muerte entre embarazadas allí donde está penalizado. La que subyuga a la mujer; a la imprudente, sí, pero también a la accidentada, o a la doliente, cuyo neonato sufre severas malformaciones que, en caso de vida, procurarán un sádico padecimiento. La que nos sitúa a la cola de una Europa incrédula ante la gallardonada. Nadie está a favor del aborto, ese infortunio. La náusea de la que se sabe gestando vida y entiende que es vana y terrible. Me azora, y me cuesta, imaginar a prostitutas nigerianas adolescentes solicitando un doble diagnóstico de peligro para su salud mental. Tanto como me turba revivir los viajes a Londres de las niñas de buena familia católica, con forfait de clínica, hotel y Harrods. Porque esta es una ley que en caso de ser votada, será inaplicable y tan sólo servirá para desviar la mirada bajo la hipocresía política del “yo ya he cumplido”. Es bien improbable que, consolidados como están los fundamentos de un Occidente pragmático, se trate ahora de contentar a los más reaccionarios; ni de, a estas alturas, bailarle el agua a la Iglesia; o hacer proselitismo de una superior moral provida -como si el resto fuéramos promuerte-. No, resulta más bien consecuencia de una iluminación de índole mesiánica. Cínica, déspota, que se atreve a secuestrar la voluntad de las mujeres. Citaré tan sólo una frase que lo corrobora y que pertenece al presidente del PP de Gipuzkoa, Borja Semper: “Los partidos no deben ser sectas”. (La Vanguardia)

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30 de diciembre de 2013
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El Boomeran(g)
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