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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Hombres en pelotas

Por qué las mujeres van juntas a la toilette y en cambio entran solas, mientras que los hombres nunca le dicen a otro “¿me acompañas al baño?” aunque orinen codo con codo? La fotografía de dos tazas de váter pareadas en los baños olímpicos de Sochi, realizada por Steve Rosenberg, corresponsal de la BBC en Rusia, ha dado pie a una sarta de burlas político-escatológicas -con la homofobia putinesca de fondo- que ha provocado un alud de imágenes capturadas por todo el mundo de retretes sin tabique en diferentes modalidades: alineados, uno frente a otro e, incluso, cuatro en corro. Los amantes de la antropología social han recordado que, en muchas culturas, este acto fisiológico que nosotros no concebimos sino en la más estricta intimidad se practica en compañía, e incluso se aprovecha para socializar. Siempre me han llamado la atención las escenas de ficción en que dos hombres se hacen alguna gran confesión en un urinario, de mafiosos a espías, adversarios amorosos o amiguitos del alma. Esa mecánica instalada, ese conversar con el sexo fuera, miccionando, con la misma naturalidad con la que uno se lava las manos, refleja abiertamente el desnudo viril en común como una condición inexpugnable de la masculinidad. Por todo ello, leo con interés las reflexiones de Richard Senelick, un neurólogo radicado en San Antonio (California) que asegura que los protocolos médicos que determinan con precisión cómo se debe actuar ante una mujer cuando se desviste para ser explorada son en cambio observados con laxitud cuando se trata de un hombre. El doctor Senelick explica que a lo largo de los años que lleva practicando la medicina ha aprendido varias cosas sobre el pudor masculino que no recuerda haber escuchado a sus profesores: “A muchos hombres no les gusta ser observados mientras se desnudan”, por mucho que prevalezca la idea de que los varones, ya desde niños, no necesitan privacidad. Así, los vestuarios masculinos resultan aún un reducto de aquel mandato de “hazte un hombre”, tanto por el imperativo de andar en pelotas como si se fuera vestido como por esa aparente camaradería que puede camuflar complejos e incomodidades (y al contrario, porque aquel que anda envuelto en la toalla será identificado como tímido e incluso sospechoso). A menudo las mujeres nos lamentamos de la infinidad de armaduras con las que seguimos cargando por cuestión de sexo. Pero también tendríamos que advertir aquellas que siguen sin ser cuestionadas, como por ejemplo:¿por qué el desnudo de un hombre vale menos que el nuestro?

(La Vanguardia)

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12 de febrero de 2014
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La independencia también tiene sexo

Las mujeres son menos independentistas”. Según la encuesta realizada por Gesop para el Grupo Godó, un 54% de los hombres apoya el respaldo al Estado propio frente al 42,3% de las mujeres. Una interesante perspectiva de género se abre a propósito de la aspiración a segregarse de España -en algunos gráficos, en la prensa se representa Catalunya como un gajo de mandarina o una porción de queso cortada del todo peninsular-. No sé si esta visión inhibe más a las mujeres por la evocación del dolor fantasma del miembro amputado. O si guardan relación su tan manida empatía, su deleite en el diálogo y su inteligencia emocional con su posición soberanista. Mucho se ha hablado de la necesaria feminización del mundo para lograr que tenga un rostro más amable. Tanto desde una perspectiva biológica como sociológica se subraya la importancia del acuerdo, ejemplificado muy a menudo por mujeres. Procuro sopesar si en verdad existe una argumentación que sustente esos 12 puntos de distancia con los hombres. ¿También somos diferentes en esto? De entrada, me llegan los ecos de la diputada socialista Victoria Kent bregando en el Congreso contra -ni más ni menos- el sufragio femenino. Consideradas esclavas mentales de la Iglesia o la familia, siervas de un conservadurismo a ultranza que imposibilitaba el progreso, el cliché de la población femenina en aquellos tiempos remitía al oscurantismo más tremebundo. Clara Campoamor, en cambio, combatió el prejuicio del adocenamiento. Nunca se me hubiera ocurrido preguntarme si hay más mujeres que hombres de derechas, o si hay más hombres que mujeres independentistas. Por ello me intriga que la encuesta haya resaltado la brecha de género en la intención de voto. De la misma forma que ha desmontado para la España más temerosa el tópico de que todos nuestros jóvenes son radicales separatistas a un paso de la kale borroka (un 52%, es decir, la mitad, están por la independencia), podríamos interpretar que a la mayoría de las ciudadanas no les agrada la transgresión ni el conflicto. “Si la civilización hubiera sido dejada en manos femeninas, todavía estaríamos viviendo en cabañas de hierba”, le leí en una ocasión a la siempre provocadora, y tan única como discutible, Camile Paglia. Siguiendo esta tesis, podríamos añadir que hubiéramos conocido un mundo sin tantos conflictos bélicos, menos narcotizado, con una cifra inferior de accidentes de tráfico, suicidios y violaciones. Paglia considera que la asunción de los llamados “valores femeninos” -como la sensibilidad, el diálogo o la cooperación- es perjudicial en el proceso de socialización en un mundo competitivo. Aunque interesantes y necesarios, las políticas y los estudios de género contraen el riesgo de olvidarse de la individualidad. Ya en pleno siglo XXI debería abundar lo que nos une, y no lo que nos separa. Pero, entonces, ¿qué haríamos con las estadísticas?

(La Vanguardia)

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10 de febrero de 2014
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Woody en el infierno

Siempre he sido bastante fan de Woody Allen, no tanto por su comicidad como por su melancólica dosis de existencialismo y por la transparencia epidérmica con la que hace pensar, sentir y actuar a sus personajes. También disfruté con Blue Jasmine, ese retrato tan bien perfilado de la ascensión y caída de un estilo de vida protagonizado por una elegante y atacada Cate Blanchett: la historia de la esposa de un millonario tan corrupto como infiel, que en un rapto de celos acaba delatándolo aun a riesgo de perderlo todo -incluso el amor de su hijo-, no está exenta de moraleja. De su anterior vida, sólo le queda un bolso de Hermès y una chaqueta de Chanel. Y una no puede dejar de preguntarse qué le quedará al gran Woody Allen después de la carta publicada por su hija Dylan Farrow en The New York Times. La revelación supone un baño de amargura, incluido ese minucioso, perverso y cinematográfico detalle del tren de juguete que la niña miraba mientras -confiesa ahora, a sus 28 años- el padre adoptivo la violaba. Y emerge en el ágora pública, con agigantadas negritas, el drama de los abusos sexuales en familia: un asunto nada marginal (ocho de cada diez, según las estadísticas) que nuestra sociedad aún no sabe cómo abordar. Allen nunca ha oficiado de dogmático ni ejemplar. Casarse con la hija de su entonces compañera fue un bombazo mediático, aunque acabó consiguiendo que incluso el puritanismo más feroz lo ignorara. Tras el affaire con Soon Yi, 35 años menor que él, Mia Farrow tiró de la manta denunciando turbios abusos por parte de Allen a una de sus hijas. La justicia, aunque con ambigüedad, dio el caso por cerrado. Y la opinión pública esgrimió el argumento de una mujer despechada, histérica y obsesionada con adoptar niños. Mucho se ha abundado en el asunto de la infamia y la genialidad. Del antisemitismo de Shakespeare o Quevedo al fascismo de Céline, pasando por las perversiones sexuales de Polanski y Kinski. Que fuera asesino o paidófilo no han impedido que las obras de Caravaggio sean exhibidas en las mejores pinacotecas. Todo apunta a que Allen se ratifica en su versión de hace más de dos décadas: que su hija no sabía distinguir entre realidad y fantasía a causa de la influencia de la madre. Y cabe preguntarse por qué la presunta víctima habla ahora, en la antesala de los Oscar. Pero ¿variará nuestra percepción artística de ese personaje brillante y creativo, tan querido en España? ¿Se atreverá a disipar su oscuridad en forma de guión, crudo y amoral, despiadado hasta consigo mismo? ¿O egoístamente pensaremos que, de los mitos, mejor ignorar su vida privada? (La Vanguardia)

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5 de febrero de 2014
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La ciudad antisexy

Con el estropicio de la crisis, cierran algunos emblemas identitarios de consumo que han cincelado la personalidad de las grandes ciudades europeas. Igual que París se quedaría coja sin Le Bon Marché o Maxim’s, y Londres sería otra sin Harrod’s -aunque pertenezca a los qataríes, como ahora el hotel Renaissance de la Ciudad Condal-, el cierre del Colmado Quílez y la amenaza que se cierne sobre otros establecimientos históricos acelera esa sensación tan fin de siècle que aún intentamos digerir los ciudadanos de los años diez. Acabamos de entrar en el 14, un año en el cual conseguiremos crecer un 1% según cálculos de Isidre Fainé. Ganar un punto en los ratings económicos provee de una sensación similar a la de perder un kilo cuando se inicia una dieta. Es el principio de algo. Una primera descarga de euforia, con resultado, marginal, más simbólico que factual. Mientras aguardamos la belle époque de los años veinte, deseosos de que la rueda del eterno retorno nos haga retomar el ciclo creciente, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Por ello las ciudades deben hallar un nuevo modelo si quieren acallar la música de réquiem. Frente a la smart city de Xavier Trias, el proyecto de una ciudad cada vez más aireada, audaz y tecnológica, California trasplantada a Europa, bicis, patines, reposteros de nueva generación, hip-hoperos y artistas urbanos incluidos, ¿cuál es el proyecto de Madrid? Cierto es que entre el liberal Trias -un convergente con corazón socialdemócrata y empatía independentista- y la ultraconservadora Ana Botella hay un bache sociológico, ideológico y formal. Madrid se esforzó durante años por sentarse en la mesa de los mayores. Hoy, la principal diferencia entre Botella y alcaldes como António Costa (Lisboa), Klaus Wowereit (Berlín), el saliente Betrand Delanöe (París) o Boris Johnson (Londres) es su bajo perfil. Además de una política frugal en lugar de expansiva. Una ciudad creativa debe ser forzosamente comandada desde la flexibilidad y no desde el dogmatismo y la fe ciega. Lo aseguran Richard Florida y otros popes de la redefinición del espacio público. Madrid siempre ha sido muy de El Corte inglés y del Vips -a diferencia de Barcelona, donde puja la singularidad por encima de la uniformidad- y, así, no sorprende que ahora se doblegue ante las franquicias low cost, como los montaditos a un euro o los cubos de botellines de las cervecerías estruendosas. Atrás quedaron aquellas tiendas de pijerías llamadas Musgo, donde generaciones de madrileñas de postín encargaron su lista de bodas. En un momento en el que proyectos estrella, como la Ciudad de la Justicia o Valdebebas, se paralizaron -pese a los Florentinos, Arangos y aquellos que quieren ser paladines de la capital de España-, acaso bastaría con prender la mecha que tantos réditos ha aportado a Klaus Wowereit: “Berlín es pobre pero sexy”. Sólo que, hoy por hoy, es imposible que hablemos de Madrid.

(La Vanguardia)

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3 de febrero de 2014
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Marea baja

Marea baja en Madrid. Como cuando las olas arañan la orilla pero fracasan en su intento de espumear la playa. Marea sin mar que se convierte en marejada, y no sólo blanca, sino antracita, dejando tras de sí una estela de guijarros y malas hierbas. Marea negra de grafitis, como si más que nunca pudiera gritarse cualquier tontería sobre las fachadas mudas, o los ventanales chapados y ciegos de las oficinas de Bankia. Marea naranja de “se alquila” o “se vende”, que regurgita desde la calle Churruca a Príncipe de Vergara, o en General Martínez Campos, donde en un rótulo se lee: “Créditos avalados por tu vehículo”. Marea de enfermos hacinados en los pasillos del hospital de Móstoles y de mamografías aplazadas sine die. En calles señeras (y señoras) como Gran Vía o Serrano la tormenta imperfecta ha arrasado con el rancio señorío. Cerró la tienda Samaral, abierta en 1934 y de la cual Ava Gardner, la Dietrich o Elizabeth Taylor fueron clientas; y el esplendor del Palacio de la Música sigue pendiente de rehabilitación -el Ayuntamiento aún estudia cambiar su uso de cultural a urbanístico a fin de que pueda campar a sus anchas otro H&M o similar-. Hoy, en la T4 los pasajeros que se dirigen a la puerta deben pasar al lado de los módulos de gloss labial de Christian Dior. Ese no lugar donde el ciudadano debe demostrar a cada rato que es inocente se ha convertido en un gran centro comercial, propio de la macdonnaliación (o zaratización) del mundo, según George Ritzer. Los símbolos castizos acusan cansancio. En la Castellana incluso la señal del estadio del Real Madrid está de rebajas: “S Bernab”, se lee. Porque Madrid, después de la huelga de la limpieza, no ha vuelto a ser el mismo. Las hojas de octubre siguen arremolinadas en las alcantarillas. Y una cadena de actos fallidos desde el comando central del poder madrileño se acumula en los contenedores orgánicos. Pero ahí está el pueblo, esa raza gladiadora y tozuda, que refunfuña día sí y al otro también, el Madrid protesta de los dj, los tekis, también de los Milans del Bosch y los Álvarez de Toledo, de los cómicos sin camerino y los quiosqueros rojos que agitan la mañana de invierno con un par de churros y una leche manchada. Nunca hubieran podido elegir mejor momento para programar en el Prado una exposición de Velázquez y la familia de Felipe IV. (La Vanguardia)

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30 de enero de 2014
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?Rom-com?

Si bien es cierto que, en los últimos años, las comedias románticas han acabado por sucumbir a la disneychanelización, el amor nunca ha dejado de ser tendencia. Aunque su complejidad haya levantado un cableado de resignada melancolía y, afortunadamente, ya no creamos en los cuentos de hadas, regodearse en los amoríos de ficción es un entretenimiento placentero para días griposos. A pesar de que no destellen en ellas ni la sofisticada modernidad del toque Lubitsch ni esos diálogos dignos de ser enmarcados de Billy Wilder, el género sigue contando con el incondicional favor del público. Porque ni la decadencia manierista de las rom-coms ni la asunción de rasgos bipolares repetidos hasta la extenuación (el conflicto primero y después la recompensa) han tenido mal acomodo en la taquilla. Y así, mientras la crítica ningunea los merengues que, entre algunos espectadores, actúan como electrochoque hasta hacerles esbozar una sonrisa endorfinada y boba, un viejo adagio sentencia que las comedias no se llevan premios, o al menos no los de relumbrón. Con los mayordomos de los Oscar puliendo escaleras y cepillando kilómetros de alfombra roja, es fácil dar por bueno ese axioma. Este año, en la categoría de mejor película los argumentos rozan lo abisal: años de esclavitud, la soledad de las pantallas, padres alcohólicos y madres despojadas de sus hijos, secuestros por piratas somalíes… El buen cine debe mover las ideas, desenvolver preguntas y dejar respuestas a medias; atrapar y conmover, hable de lo que hable. Por ello, celebro que se rueden historias de amor sin sacarina, pobladas de travesías desérticas y azarosas claridades. En Sobran las palabras, el estreno post mórtem de Gandolfini, el amor surge cuando ya no se espera; y en Antes del anochecer, la reflexión sobre los sentimientos, la pasión y el futuro trasciende ese lugar común entendido como “construir el amor”, por mucho que su significado sea cabal. Demasiada carpintería para sostener un vínculo tan inmaterial como terrenal. Dos recientes películas españolas, a cuyos artífices sigo con atención, ponen una sonrisa en su The End. En Presentimientos, de Santiago Tabernero, el amor, de tan a la deriva, sobrevive, no sin antes mostrar los dientes. En La vida inesperada -aún por estrenar-, dirigida por Jorge Torregrosa y escrita por Elvira Lindo, el romanticismo llega de puntillas al nanoapartamento de un español en Manhattan. En ambos casos, un rugoso coraje se dispone a sobrevivir a los deseos inalcanzados, las mochilas de ideales y las rutinas embrutecedoras al peinar una ola de intimidad. El amor no siempre equivale a plenitud, pero los finales felices, tan impropios de las películas interesantes, abren ranuras de luz entre la borrasca y nos alivian de tantas madejas de intensidad. (La Vanguardia)

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29 de enero de 2014
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Se vende París

Los celadores de la quintaesencia parisina han relajado sus fieras costumbres y abierto de par en par las puertas de su alma. Si usted es un magnate que ha suspirado, en su anhelo de grandeza, por pasar una noche en el palacio de Versalles, ahora le recibirán con una alfombra de rosas, camelias y peonías. Y si tan sólo pasa por excéntrico stendhaliano cuyo sueño es cerrar el Louvre y montar un cenáculo con cuatro buenos amigos entre Delacroix, Ingres y Géricault, le bastará con pagar entre 5.000 y 20.000 euros, seguridad incluida. Incluso se puede construir un Louvre en Dubái, una franquicia nacional, a cambio de un mullidito cash flow. Hoy, casi cualquier museo de París, palacio neobarroco, bulevar para flâneurs o fuente del Segundo Imperio puede alquilarse, por no hablar de la gloriosa porción de patrimonio histórico que Hollande ha puesto en venta (como el cuartel Lourcine, en el bulevar Port-Royal, por 52 millones de euros). Sarkozy ya demostró cómo se podía mercadear con la piedra noble con la venta del legendario edificio de la Imprenta Nacional a un precio irrisorio que hizo bramar a las inmobiliarias. Deshacerse de viejos inmuebles tocados por la grandeur que casi todos los franceses sentían como suyos ha reblandecido a sus ciudadanos, que cada vez compran menos flores y menos baguettes, y asisten a la debacle del empleo juvenil -que ha sobrepasado el 25%-. Durante la semana de la alta costura, muchos hoteles han pinchado; taxis con su humilde luz verde podían pararse en plena calle, cuando hace cuatro días no daban abasto con las colas de las paradas; en el restaurante L’Avenue, cuyas camareras-modelos antaño te atendían mirándose a la punta de los pies, había mesas libres y las serveuses se habían convertido en encantadoras gacelas. Este invierno, cualquier español debe paladear el manjar de la condescendencia al cruzarse con un parisino solidario con nuestra crisis, el mismo que hace un par de años se echaba las manos a la cabeza -y estallaba en una cyrana carcajada- ante el estropicio originado por tanta fiesta y siesta. Mientras Hollande y sus mujeres ocupan las portadas de todos los semanarios, amarilleando ruidosamente el quiosco, el anuncio de nuevos impuestos y tasas, la subida del IVA y los recortes sociales agrisan una ciudad que fue concebida para hacer literatura. Y parece ser, en cambio, que sólo McDonald’s pudo evadir más de 2.000 millones a Hacienda desde el 2009 porque el Hollande tasador de ricos no fue capaz de controlar a una gigantesca y multimillonaria cadena de hamburguesas. Mientras tanto, el 80% de franceses están en contra de la política fiscal del Elíseo, Le Figaro publica que Amancio Ortega ofrece 1.200 millones de euros por una veintena de inmuebles en los barrios más chics y los qataríes, de aspiraciones afrancesadas, a este paso acabarán comprando la Tour Eiffel. Hasta París entero. (La Vanguardia)

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27 de enero de 2014
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Ideas y polillas

El latido de la historia arrastra inevitablemente sus cadáveres. Ideas antiguas, postulados inservibles, desterrados al cajón donde guardamos teléfonos móviles vintage, cables y disquetes, sabiendo que jamás precisaremos de sus servicios. Aun así, nos paraliza un instinto conservacionista, afilado por la incertidumbre ante lo que pueda venir, y por un perezoso batín. La convivencia con las ideas cadáver es un lastre que constriñe y reduce la visión del mundo. De ahí que la revista digital Edge haya elegido en esta ocasión como pregunta del año: “¿Qué idea o concepto científico sólidamente establecido está listo para ser jubilado, a fin de que la ciencia pueda avanzar?”. Muchas de las mentes célebres y lúcidas que han respondido al interrogante lo hacen sin pizca de nostalgia, deseosos de acabar con lugares comunes y falsos apostolados. Como la manida “sobrecarga de información”, que propone desechar Jay Rosen. El experto en internet Clay Shirky lo resume así: “No existe la sobrecarga de información, sólo el fracaso en sus filtros”. Y hay que optimizarlos para ganar en calidad de vida y no ser víctimas de la intoxicación que abruma al individuo abocado a la promiscuidad digital. Sorprende por su aplastante sentido común Nina Jablonski, que propone erradicar “raza” como parámetro trasnochado en una era donde los más sofisticados cócteles genéticos son resultado del mestizaje. Aunque esté tan ligada al devenir de la historia, la raza es una idea caduca, y más en un tiempo en el que etnicismo y fundamentalismo pueden llegar a confundirse a fin de procurar un falso confort para la tan maltrecha identidad. Por su parte, el comunicador científico y profesor de la Universidad de Copenhague Tor Norretranders quiere retirar de la circulación el concepto de altruismo: si bien los lazos entre las personas crecen, es obsoleta la idea de que hay que ayudar a los otros olvidándose de uno mismo, como si existiera un conflicto de intereses. Norretranders insiste en que la mayoría de las acciones son realmente recíprocas y con interés por ambas partes. Pero entre todas las respuestas, destaco la idea que liquidaría el periodista David Berreby: que las personas somos ovejas. El “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”, el gregarismo, el miedo a la diferencia, a llevar la contraria, a no ser aceptado. Puede que la libertad no exista, pero su búsqueda nos hace sentir más libres, como dejó escrito Carlos Fuentes. Limitarse a seguir la corriente por confort, o por disciplina -y vale tanto para quienes votarán el aborto como los que han votado la consulta o aquellos que votarán al presidente de su escalera-, es una tristísima forma de autojubilación.

(La Vanguardia)

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22 de enero de 2014
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¿Son tres multitud?

El diccionario es un ejemplo de resistencia, y también de como el lenguaje puede pervertir y confundir. Amante, según la RAE, es “el que ama”, aunque la cuarta acepción remite a la voz de “querido”: “hombre, respecto a la mujer, o mujer, respecto del hombre, con quien tiene relaciones amorosas ilícitas”. A principios de siglo pasado, tener una querida era para muchos caballeros un signo de estatus. Una posesión más, y a menudo muy vistosa. E incluso un medidor de la sagacidad y el hedonismo de burgueses y canallas. Con el ascenso de la clase media, las leyes igualitarias y la asunción de un nuevo ideal ético, las queridas se instalaron en lo oscuro: amores avivados por la pasión que contrae lo clandestino pero marcados por su condición de “no lícitos”. Francia fue caso aparte, y allí se siguió alimentando la figura del chevalier servant: el galante caballero que amaba a una mujer casada (o el casado que romanceaba con una soltera). El pasado miércoles, y a propósito de Hollande, nos referíamos a las “citas galantes”, un delicioso anacronismo en el magma del cibersexo. Gracias al gesto furtivo con el que ha sido cazado monsieur le président, se ha puesto en escena un guión en el que no falta ningún elemento para comprender la tradición francesa del triángulo, o del denominado de cinq à sept (el horario preferido de los amantes). Según diferentes investigaciones recogidas en The new rules: Internet dating, playfairs and erotic power, de la socióloga británica Catherine Hakim, se estima que una cuarta parte de los franceses tienen una amante. Hakim es de las que hace apología de la infidelidad; rebate la rigidez moral que, según ella, resulta una trampa que nos convierte en “animales enjaulados” y anima a aprender de nuestros vecinos: “El enfoque que tienen respecto a las infidelidades es mucho más filosófico”. El debate se centra hoy en permisividad frente a rectitud. Y no son pocos los que abogan por diferenciar los infieles de los desleales cuando se expan- den las voces de quienes airean un cambio de costumbres, expropian la culpa del engaño sexual y animan a explorar nuevas fórmulas bautizadas como poliamor -entre las cuales suma adeptos el intercambio de parejas, los tríos u orquestas-. Cierto es que una cosa es la libidinosa Francia y otra la aún piadosa España; basta, por ejemplo, comparar La Celestina con Las amistades peligrosas: el fin último de la primera no es otro que combatir el “loco amor”, un voraz y censurable apetito material; mientras que la obra de Choderlos de Laclos es, en cambio, un manual de maquiavelismo amoroso repleto de intrigas y desengaños. Según lo que ha trascendido, el de Hollande-Gayet-Trierweiler era un secreto a voces. Y si fuera así, parece claro que el detonante de la inconsolable tristeza de la primera dama no ha sido tanto la noticia como su exhibición pública. De fondo, una fatal moraleja: el alto precio de la transgresión.

(La Vanguardia)

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20 de enero de 2014
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Citas galantes

La paradoja que nos ofrece la libertina Francia con su reacción ante el caso del presidente Hollande es digna de análisis por varias razones. La primera: si bien el asunto ha copado las primeras planas de la prensa europea -la foto de su amante, Julie Gayet, en La Vanguardia se publicó a cuatro columnas-, la amplia mayoría de los franceses considera que se trata de un asunto privado que sólo le incumbe a él, y ahora a su familia. Entonces,¿por qué tanto revuelo? Podríamos aventurar que el desbordante interés mediático de la noticia queda al margen del juicio ético público. Y más cuando la infidelidad, en unos tiempos de conductas privadas laxas, ha roto la cadena moralizante que la ligaba al tabú. Hasta el extremo de que hoy incluso se vende como tendencia para avivar el fuego de la pareja. Pero que tres cuartas partes de los franceses consideren que las citas galantes de un Hollande que visita a su maîtresse con casco de motorista en pleno invierno antracita parisino no afectan a su perfil político, no significa que no se hable de otra cosa, tanto en la rive gauche como en la rive droite. La segunda razón para analizar el triángulo Hollande-Gayet-Trierweiler es la constatación de cómo las infidelidades de los políticos siguen despertando un morbo socialmente legitimado. Una ley no escrita ha protegido durante muchos años la intimidad de sus excelencias y señorías en España, y así amigas, pisos francos, tirachinas de machos alfa y dobles vidas se han guardado con celosa discreción, a diferencia del puritanismo anglosajón. En Francia hay tradición. Como si el Elíseo invistiera de una especie de aura erótica y dotara de brío lubricante a sus inquilinos. Ya hemos citado en alguna ocasión el libro Sexus politicus, donde se glosan las aventuras de Valery, la nuit Giscard d’Estaing; se recuerda la frase preferida de Bernadette Chirac cuando llamaba a los servicios secretos: “¿saben dónde está mi esposo esta noche?” o se ilustra la bigamia oficiosa de Mitterrand. La tercera y última consideración a la que invita el asunto es que un gobernante debe ser juzgado por sus políticas y no por sus actos íntimos, sólo que a veces se superponen. Es muy probable que, en el imaginario popular, aquel que, recordemos, se definía a sí mismo como un “hombre normal” -y que con esa frase ganó las elecciones- empiece a adquirir tintes de superhombre, frecuentando a atractivas cuarentonas cuando su primera mujer ha cumplido los sesenta. Lo del hombre normal fue un eslogan que trataba de capitalizar empatía a costa de su físico. Ahora se revierte: clínica de reposo para su compañera, mafia corsa, seguridad de Estado, libido desatada… Un hombre más bien extraordinario, con un buen rock and roll.

(La Vanguardia)

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15 de enero de 2014
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El Boomeran(g)
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