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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El yo móvil

Por qué las mujeres ladeamos la cabeza en un escorzo cuando nos hacemos una selfie? Antes de intentar responder esta pregunta, vayan por delante algunas consideraciones: el autorretrato ha sido siempre un género practicado con ánimo lúdico por artistas, a fin de expresar la percepción de su yo, de la misma manera que hoy resulta un entretenimiento propio de jóvenes que llevan a cuestas su conflicto entre individualidad, gregarismo e hipercomunicación. Pero el fenómeno de las selfies trasciende la edad: los usuarios de smartphones quieren mirarse -admirarse- más que nunca, por ello se prestan a inmortalizar momentos eufóricos, conmemorativos o etílicos (que a menudo coinciden). El móvil ha logrado que hoy quepan en la palma de la mano una cámara de fotos, un mapa, una agenda, una discoteca, un surtido de videojuegos, un servicio de meteorología o un buzón de mensajes. En algunos países se ha convertido, de hecho, en una herramienta de supervivencia, aunque en Occidente nos aísle tanto como nos conecta, y produzca adicción. Algunos adolescentes, cuando tienen que estudiar de verdad, dejan el móvil en otra habitación, incapaces de fiarse de sí mismos. Y no hay más que ver los piques entre adultos si no les funciona la cámara cuando han terminado de asar la carne en la barbacoa. Con frecuencia, en lugar de estar contemplando un paisaje o un espectáculo, se fotografía indiscriminadamente, sustituyendo la vivencia por la foto. Basta apretar el botón, y uno se queda tranquilo; tal es nuestra ansia de posesión de la imagen, en lugar de la experiencia. Todos los perfiles de Narciso emergen en las imágenes de yo a yo en las que nos gusta escrutarnos. Esa obsesión por congelar cualquier instante antes de vivirlo, como si lo que más importara fuera exhibirlo, evidencia la imperiosa necesidad de contar con notarios de nuestra existencia a fin de que nuestros actos y elecciones tengan sentido. Pero no nos engañemos: en ese gesto se agazapa un desmesurado ombliguismo. La telefonía móvil da titulares día sí día no, y en el Mobile World Congress de Barcelona la estrecha relación entre movilidad y economía queda bien patente. Deberían analizar también cómo los smartphones han modificado la cartografía de nuestra realidad, e incluso la realidad misma. Poco nos falta para enamorarnos de nuestros sistemas operativos, al estilo Her: hemos idealizado la tecnología porque nos sorprende y nos mima con inaudita docilidad. Igual que un amante complaciente. Las mujeres, pues, más susceptibles a la belleza, inclinan la cabeza un 150% más que los hombres en una selfie, rendidas a la seducción de su propio yo.

(La Vanguardia)

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26 de febrero de 2014
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Reloj no marques?

Debo confesar que la relación de los individuos con las horas me fascina. Cómo el tiempo se escurre o se alarga igual que un chicle insípido. Siempre que puedo, procuro indagar acerca de los hábitos de la gente que me interesa: a qué hora se escriben, cuándo hacen ejercicio y, en el caso de las mujeres que concilian trabajo y familia, cómo ejecutan malabarismos horarios al coincidir los actos de las ocho de la tarde con la cena de los niños. Cuando se tienen hijos, una se cuestiona la frontera entre la tarde y la noche, que representa la ebullición pública. Las presentaciones de libros, estrenos, mesas redondas se programan cuando la curva del día desciende y en las casas con pequeños se agita un frenesí de toallas mojadas, peines dolorosos, purés de verduras y terrores nocturnos. Todo eso sucede, comprimido en unos 120 minutos, mientras afuera el mundo se saluda perfumado, “hace contactos” y multiplica el tiempo que no tiene. Expresiones como gestión del tiempo, horas productivas o higiene del sueño proliferan a día de hoy, cuando hay coaches para todo, incluso para organizarse un horario como quien escribe una partitura. Y la partitura española lleva mal el compás con el reloj internacional. Nos acostamos más tarde que cualquier vecino nuestro europeo, dormimos una hora menos, desayunamos cuando otros comen y nuestro prime time empieza una vez que belgas o alemanes ya se han tomado el diazepam. La semana pasada The New York Times publicaba el tema en portada, y nos reñía por cenar tan tarde y dormir la siesta, aunque esa dulce costumbre que tantos sabios han aplaudido apenas nos la permitamos los fines de semana. Las fotos que acompañaban el reportaje no muestran a un español perezoso en un sofá de Ikea o una terraza con encanto, sino que retratan una imagen zafia, a años luz de esa otra terca marca España. Y apelan a nuestra pobre cultura en economizar el tiempo. La que tantas veces han expuesto Ignasi Buqueras y su Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles con los demás países de la UE, relacionando nuestra extensa jornada laboral con nuestra baja productividad. Pero, en cambio, no señalan dos obstáculos de peso: por un lado, la antigua creencia de que echar horas en el trabajo significa hacer méritos y dar ejemplo. Sin duda un asunto espinoso para modificar en tiempos de precariedad y paro, pero que nos aísla de la agenda internacional. El segundo obstáculo es aún más inasequible: las cosas no suceden linealmente, una detrás de otra, sino que a menudo se simultanean, y un instante cabe dentro de otro instante. Cuando la luz del día se alarga, también parece que la vida se alargue. De ahí el apurar hasta el último sorbo de claridad. No, no es que nos pirremos por la chanza, seamos juerguistas, siesteros y desorganizados. El del español, catalán, vasco y gallego es un sueño de omnipotencia. Lo que queremos es vivir más que nadie. (La Vanguardia)

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24 de febrero de 2014
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Cuarentones con show

Con lo encantadoras que resultan las tardes de sofá acompañadas por una vela perfumada de vainilla, una novela rusa, Chet Baker invariablemente y alguna pequeña adicción. Incluso una tableta de chocolate negro 70%, cuya imparable ascensión lo ha situado ya incluso en los mostradores de los quioscos, en dosis de bolsillo. Quién nos lo hubiera dicho, que en la setentización del cacao tendría tanta responsabilidad nuestra generación. ¿Qué íbamos a hacer, sino, comer pipas? Ser jóvenes en los años ochenta nos marcó la piel con veneno, pero ahora que ha llegado la edad de ser jefecillos de algo, aunque sea de uno mismo, tenemos peperos en lugar de poperos. Calcinada la frontera entre lo público y lo privado, emerge una nueva moralidad que acucia con un mandato: ?reinvéntate?. No hay palabra efecto de la crisis que aborrezca más. Me gustaría saber cuántos reinventados prosperan, o simplemente deben de agarrarse a la oportunidad y sacar la ambición por los carrillos. Como esa hornada de cuarentones que lucen poder, patillas y Twitter. Esta misma semana, dos hombres de cuarenta años, católicos, hiperactivos y temerarios, han ocupado la atención mediática. Ahí está Matteo Renzi, nuevo primer ministro italiano, que ya ha dejado bien claro como quiere a su equipo de gobierno: ?Con un cuchillo entre los dientes?. El chaval, descamisado, con muy buena agenda, conchabado con el diablo para, cual Bruto, acabar con Enrico Letta, tiene 39 años, va a misa los domingos, y está dispuesto a superar el verso de Marvell: ?Me engendró la unión de la desesperación con la imposibilidad?. Y qué decir acerca de Leopoldo López, un patiquín que afean en Venezuela, niño pijo y voluntarioso que le planta cara a la represión de Maduro. López, aupado por la meca del pop latino que le tuiteó mensajes de apoyo, se entregó a la policía con show, de blanco, con flores en la mano y un crucifijo en el pecho. Pero antes grabó un vídeo en el sofá de su casa, piernas abiertas, junto a su esposa, a quien agarra la rodilla durante veinte minutos de speech. Al final ella lo abraza, orgullosa. La escena psicoafectiva de estos políticos temperamentales atrae la fábula a la vida. López no tiene reparos en desplegar encanto personal, como ese otro figurín de la política internacional con mucha tesis: Axel Kicillof (42 años), mano derecha de Cristina Kirchner, un keynesiano impregnado de marxismo que ideó la expropiación de Repsol. Los nuevos cachorros de la política son desacomplejados, audaces, pulidos y 70% cacao. Que tome nota Madina (38 años), a ver si tiene show.

(La Vanguardia)

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22 de febrero de 2014
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Disneylandia en Facebook

Los oráculos de la red se atreven con el amor. Y juegan a la sociología con su mirada panóptica, aunque en realidad se centren en el trasiego contable: cifrar el número de clicks y medir el tiempo de conexión. Cuán importante es la curva tanto en los negocios como en el amor. No sabría decir si en la vida de las parejas el gráfico de la curva es más valle que colina, si hay más longitud de línea hendida que de remontada. ¿Qué dirán las estadísticas? Según Facebook, la curva que calibra la comunicación virtual cae en picado cuando dos se enamoran. En una campaña de jugoso marketing, anuncia que puede identificar cómo actúan dos perfiles de su red al enamorarse. El resultado no tiene mucho misterio: “Durante los 100 días previos al comienzo de la relación se observa un aumento lento pero constante en el número de posts compartidos en sus muros por la futura pareja. Cuando se inicia la relación (‘día 0′), los mensajes empiezan a disminuir. Presumiblemente, las parejas deciden entonces pasar más tiempo juntas; se acabó el cortejo, y las interacciones on line dan paso a una mayor relación en el mundo físico”. Cito a los científicos de datos de Facebook, cuyos razonamientos parecen demostrar lo que el saber popular ya conocía: que cuando dos intiman se para el mundo. Lo fascinante es hasta qué punto la multinacional de Menlo Park se ha convertido en una nueva Disneylandia, porque su mensaje, en el fondo, viene a ser: “Señores, puede que en internet no se ligue rápido, como en un bar. Se tarda unos tres meses en obrar el milagro… pero se logra. Y entonces ya no nos necesitará”. Conviene que desde las entrañas de Facebook se silencie a las legiones de solitarios que no desconectan ni un día. Que se han conformado con que sus cariños se expresen a través del plasma, sin necesidad de sudar o ruborizarse, sin tener que pagar la cuenta del restaurante ni equivocarse de dirección. El ideal romántico prendió la mecha en la red: ahí está la aguja en el pajar que te está aguardando pese a que nada sepa de sudor ni rubor. Pero un interesantísimo reportaje en Time sostiene justo lo contrario: que nuestra vida social virtual sabotea a menudo nuestras relaciones amorosas. La “conectividad 24/7 significa que nadamos contra una corriente de mensajes urgentes de nuestros amigos más cercanos, acrecentados por el me gusta. Y de Sexo en Nueva York a New girl, la cultura popular nos recuerda una y otra vez que es la amistad, y no el amor, lo que dura para siempre”, afirma la periodista. El frenesí de la hipercomunicación ahuyenta al click-cupido. Aunque, la verdad, tres meses de cortejo digital, en la vida de un adulto, dan buena cuenta de cuán placenteramente nos hemos disneylandizado.

(La Vanguardia)

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19 de febrero de 2014
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Petróleo blanco

El mapa del mundo se construye sobre el combustible, el de los motores y el de los cuerpos. El combustible de los motores es el petróleo, el de los cuerpos es la coca”, escribe Roberto Saviano en su Cero, cero, cero. Cómo la cocaína gobierna el mundo (Anagrama). Se trata de un trabajo de investigación, profundísimo, admirable. El talento de Saviano tiene difícil comparación por su fuerza narrativa, su rigor y su capacidad de análisis, entomólogo de las realidades ocultas. Con 27 años escribió Gomorra, y desde entonces vive amenazado, aunque sin esconderse; este libro se lo dedica a los carabinieri que integran su escolta, “a las 38.000 horas pasadas juntos. Y a las que todavía hemos de pasar”. El periodista y escritor napolitano parece no conocer el miedo: “La cobardía es una opción, el miedo un estado”. A lo largo de sus 500 páginas ahonda en el impacto del tráfico de droga en la economía mundial, la organización de los grandes cárteles y su enorme y sombrío poder: sólo en México, la puerta a Estados Unidos, mueven entre 25.000 y 50.000 millones de dólares al año. Y demuestra cómo la crisis económica potencia las finanzas criminales, llegando a asegurar que el Bing Bang moderno, el de los flujos financieros inmediatos, parte del negocio de la coca colombiana. Del perico, la farlopa, Charlie, Snow White, heaven dust, flow y blow… nombres misteriosos y sugerentes en todas las latitudes. Saviano denuncia que nuestra sociedad esnifa para, regando sus neurotransmisores con dopamina, aligerar su gravedad y eliminar barreras, para quererse más antes de reventarse el cerebro o el corazón. La política del narcoestado reproduce los códigos de la mafia, la Onorata Società y, de hecho, sus capos adiestran a la burguesía criminal latinoamericana, dispuesta a dominar las inversiones mundiales. Coincide la aparición del libro en España con la consternación por la muerte del gran Philip Seymour Hoffman, aparentemente a causa de una sobredosis de heroína. Justo cuando creíamos que la euforizante reina cocaína domina el mundo, nos informan acerca del repunte de esta droga a causa de los elevados precios de algunos medicamentos, de analgésicos a antidepresivos. En las calles norteamericanas, una dosis de heroína cuesta unos 6 euros, mientras que una caja de Vocidin pasa de 100. Es fácil asociar este letal revival, así como el ascendente poder de los cárteles, a un creciente impulso de muerte, un suicidio no del todo consciente de una sociedad desnortada. Por ello, me quedo con una frase que a Saviano le cuesta escribir: “Por más terrible que pueda parecer, la legalización total de las drogas podría ser la única respuesta para parar la guerra”. No son pocas las voces autorizadas que defienden este argumento como la única política de lucha real contra el narcocapitalismo. Desde la legalidad.

(La Vanguardia)

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17 de febrero de 2014
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Alma de rockabilly, corazón de flamenca

“Dos mujeres”. Tan solo con pronunciar esa locución sellada con lacre, y el imaginario colectivo se colorea de la proverbial competencia femenina. Duelos a muerte entre mujeres que no están dispuestas a perder su trono. Qué tentación la de alimentar maledicencias a riesgo de retrasar la asunción de la verdadera igualdad que, entre otras cosas, contempla que dos mujeres puedan discrepar públicamente, como ellos, con deportividad. El estilo es un cajón de sastre tan arbitrario como determinante. Pongan en la coctelera un bolso, por ejemplo uno de Miu Miu y otro de loneta a rayas; un andar más campechano, de zancada amplia, y otro más self confident, con suave contorneo; un discurso rápido de reflejos, frente a una contundencia propia de una auténtica dama de hierro que ha tenido que bregar con una fontanería de machos alfa. No hablamos de Rihanna y Beyoncé, no, sino de Soraya Sáenz de Santamaría y de María Dolores de Cospedal, respectivamente. Dos mujeres que apenas tienen un segundo que perder en rifirrafes. Porque se trata de dos señoras de la política, llegadas a la primera línea de fuego en el 2008, cuando Rajoy -tras el fracaso electoral- decidió romper con el pasado. A Soraya la llamaban por entonces “la niña” y apenas contaba con currículum político, pero parecía tener ojos en la nuca. Se hizo cargo de la portavocía de la oposición con tejanos y chalecos de piel frente a los trajes rosas con maquillaje coordinado de María Teresa Fernández de la Vega. Fue la primera de su promoción en Derecho, luego abogada del Estado con 27 años, y ha devenido en una profesional de la política sin pasado ideológico. La responsable de adecuar paulatinamente su imagen y su estilo ha sido su jefa de gabinete desde entonces, María González Pico, quien la alejó del cliché de alta funcionaria aconsejándole que se ajustara a la etiqueta de “una tía normal” que madruga más que nadie para empaparse de todo. Nunca ha tenido asesor de estilo aunque se haya publicado, tan solo amigos fashion. Y nunca ha acusado el endiosamiento propio del síndrome de Napoleón que afecta a tantos líderes bajitos. Acaso gracias a los tacones. La mujer con mayor poder de España, que controla desde el Cesid hasta el concierto autonómico, vive en un barrio arbolado de Madrid, la Fuente del Berro, junto a su marido Iván Rosa -ejecutivo de Telefónica-, con quien tuvo su primer hijo hace dos años. Ella misma reconoce que ha tenido que ganarse el respeto, y superar el primer “test visual” que aún se exige a las mujeres. Viste a menudo ropa de Zara, Miguel Palacio, Sandro o el joven Eduardo Rivera. Su único escándalo: un posado para un dominical con vestido de noche y descalza y una belleza despeinada. María Dolores de Cospedal, igualmente castellana, también abogada del Estado, y madre que reivindica que a una mujer se le pregunte lo mismo que a un hombre respecto a su vida privada, fue elegida en el 2010 en una encuesta de El Mundo como una de las más deseadas de España. Y su fama de guapa castellana ha tenido que ser neutralizada con blusas con lazos y recogidos austeros, y sobre todo con su fama de regia. No lleva leggings ni cueros, sino chaquetas de Montepicaza, una firma talaverana pija y muy torera. Y cuando el protocolo lo permite, peineta y mantilla. “Gusta mucho a los hombres, a todos los niveles. Le encuentran un sex appeal especial” aseguran en su entorno. Sus rasgos angulosos y algo masculinos en contraste con sus ojos verdes, resaltan su posado de maja española. En unos tiempos en que el casticismo no había conocido horas tan bajas, queda un poso de resistencia: Cospedal parece haber heredado el arrojo de Esperanza Aguirre. Estas dos políticas, una más rockabilly, otra más flamenca, han intentado huir de la prensa del corazón y aún y así les han atribuido incluso retoques estéticos con es el caso de Cospedal (quien a diferencia de Soraya, funciona con el apellido incluso abreviado). La secretaria general del PP se ha dejado ver con unas gafas azul turquesa de montura mariposa, un diseño que le quita hielo. “Nunca la he visto relajada, siempre está en guardia, es híper exigente”, dice una excolaboradora. Ella misma admitía en una entrevista de Magis Iglesias que la antipatía que se le atribuye es el resultado de una interiorización de patrones masculinos en el ejercicio del poder que ha asumido para imponerse. Faldas midi, piernas bronceadas, algún broche, zapatos de Ferragamo; también se la visto haciendo cola en Zara, marca reivindicada entre las políticas por razones obvias. Dos caracteres que han conseguido blindarse a la frivolidad, pero que deben de sopesar cada día cuánto dinero llevan puesto encima. El estilo, además de un portaequipaje de la identidad, es la caligrafía del cuerpo, la intención en la mirada y el equilibrio entre telegenia, rigor y empatía. Algo que trasciende a los guiones preparados. En una ocasión, la cantante Lolita le preguntó en televisión a su madre qué era el carisma y Lola Flores le respondió: “lo que yo tengo, y tú no, hija mía”.

(La Vanguardia)

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16 de febrero de 2014
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Hombres en pelotas

Por qué las mujeres van juntas a la toilette y en cambio entran solas, mientras que los hombres nunca le dicen a otro “¿me acompañas al baño?” aunque orinen codo con codo? La fotografía de dos tazas de váter pareadas en los baños olímpicos de Sochi, realizada por Steve Rosenberg, corresponsal de la BBC en Rusia, ha dado pie a una sarta de burlas político-escatológicas -con la homofobia putinesca de fondo- que ha provocado un alud de imágenes capturadas por todo el mundo de retretes sin tabique en diferentes modalidades: alineados, uno frente a otro e, incluso, cuatro en corro. Los amantes de la antropología social han recordado que, en muchas culturas, este acto fisiológico que nosotros no concebimos sino en la más estricta intimidad se practica en compañía, e incluso se aprovecha para socializar. Siempre me han llamado la atención las escenas de ficción en que dos hombres se hacen alguna gran confesión en un urinario, de mafiosos a espías, adversarios amorosos o amiguitos del alma. Esa mecánica instalada, ese conversar con el sexo fuera, miccionando, con la misma naturalidad con la que uno se lava las manos, refleja abiertamente el desnudo viril en común como una condición inexpugnable de la masculinidad. Por todo ello, leo con interés las reflexiones de Richard Senelick, un neurólogo radicado en San Antonio (California) que asegura que los protocolos médicos que determinan con precisión cómo se debe actuar ante una mujer cuando se desviste para ser explorada son en cambio observados con laxitud cuando se trata de un hombre. El doctor Senelick explica que a lo largo de los años que lleva practicando la medicina ha aprendido varias cosas sobre el pudor masculino que no recuerda haber escuchado a sus profesores: “A muchos hombres no les gusta ser observados mientras se desnudan”, por mucho que prevalezca la idea de que los varones, ya desde niños, no necesitan privacidad. Así, los vestuarios masculinos resultan aún un reducto de aquel mandato de “hazte un hombre”, tanto por el imperativo de andar en pelotas como si se fuera vestido como por esa aparente camaradería que puede camuflar complejos e incomodidades (y al contrario, porque aquel que anda envuelto en la toalla será identificado como tímido e incluso sospechoso). A menudo las mujeres nos lamentamos de la infinidad de armaduras con las que seguimos cargando por cuestión de sexo. Pero también tendríamos que advertir aquellas que siguen sin ser cuestionadas, como por ejemplo:¿por qué el desnudo de un hombre vale menos que el nuestro?

(La Vanguardia)

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12 de febrero de 2014
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La independencia también tiene sexo

Las mujeres son menos independentistas”. Según la encuesta realizada por Gesop para el Grupo Godó, un 54% de los hombres apoya el respaldo al Estado propio frente al 42,3% de las mujeres. Una interesante perspectiva de género se abre a propósito de la aspiración a segregarse de España -en algunos gráficos, en la prensa se representa Catalunya como un gajo de mandarina o una porción de queso cortada del todo peninsular-. No sé si esta visión inhibe más a las mujeres por la evocación del dolor fantasma del miembro amputado. O si guardan relación su tan manida empatía, su deleite en el diálogo y su inteligencia emocional con su posición soberanista. Mucho se ha hablado de la necesaria feminización del mundo para lograr que tenga un rostro más amable. Tanto desde una perspectiva biológica como sociológica se subraya la importancia del acuerdo, ejemplificado muy a menudo por mujeres. Procuro sopesar si en verdad existe una argumentación que sustente esos 12 puntos de distancia con los hombres. ¿También somos diferentes en esto? De entrada, me llegan los ecos de la diputada socialista Victoria Kent bregando en el Congreso contra -ni más ni menos- el sufragio femenino. Consideradas esclavas mentales de la Iglesia o la familia, siervas de un conservadurismo a ultranza que imposibilitaba el progreso, el cliché de la población femenina en aquellos tiempos remitía al oscurantismo más tremebundo. Clara Campoamor, en cambio, combatió el prejuicio del adocenamiento. Nunca se me hubiera ocurrido preguntarme si hay más mujeres que hombres de derechas, o si hay más hombres que mujeres independentistas. Por ello me intriga que la encuesta haya resaltado la brecha de género en la intención de voto. De la misma forma que ha desmontado para la España más temerosa el tópico de que todos nuestros jóvenes son radicales separatistas a un paso de la kale borroka (un 52%, es decir, la mitad, están por la independencia), podríamos interpretar que a la mayoría de las ciudadanas no les agrada la transgresión ni el conflicto. “Si la civilización hubiera sido dejada en manos femeninas, todavía estaríamos viviendo en cabañas de hierba”, le leí en una ocasión a la siempre provocadora, y tan única como discutible, Camile Paglia. Siguiendo esta tesis, podríamos añadir que hubiéramos conocido un mundo sin tantos conflictos bélicos, menos narcotizado, con una cifra inferior de accidentes de tráfico, suicidios y violaciones. Paglia considera que la asunción de los llamados “valores femeninos” -como la sensibilidad, el diálogo o la cooperación- es perjudicial en el proceso de socialización en un mundo competitivo. Aunque interesantes y necesarios, las políticas y los estudios de género contraen el riesgo de olvidarse de la individualidad. Ya en pleno siglo XXI debería abundar lo que nos une, y no lo que nos separa. Pero, entonces, ¿qué haríamos con las estadísticas?

(La Vanguardia)

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10 de febrero de 2014
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Woody en el infierno

Siempre he sido bastante fan de Woody Allen, no tanto por su comicidad como por su melancólica dosis de existencialismo y por la transparencia epidérmica con la que hace pensar, sentir y actuar a sus personajes. También disfruté con Blue Jasmine, ese retrato tan bien perfilado de la ascensión y caída de un estilo de vida protagonizado por una elegante y atacada Cate Blanchett: la historia de la esposa de un millonario tan corrupto como infiel, que en un rapto de celos acaba delatándolo aun a riesgo de perderlo todo -incluso el amor de su hijo-, no está exenta de moraleja. De su anterior vida, sólo le queda un bolso de Hermès y una chaqueta de Chanel. Y una no puede dejar de preguntarse qué le quedará al gran Woody Allen después de la carta publicada por su hija Dylan Farrow en The New York Times. La revelación supone un baño de amargura, incluido ese minucioso, perverso y cinematográfico detalle del tren de juguete que la niña miraba mientras -confiesa ahora, a sus 28 años- el padre adoptivo la violaba. Y emerge en el ágora pública, con agigantadas negritas, el drama de los abusos sexuales en familia: un asunto nada marginal (ocho de cada diez, según las estadísticas) que nuestra sociedad aún no sabe cómo abordar. Allen nunca ha oficiado de dogmático ni ejemplar. Casarse con la hija de su entonces compañera fue un bombazo mediático, aunque acabó consiguiendo que incluso el puritanismo más feroz lo ignorara. Tras el affaire con Soon Yi, 35 años menor que él, Mia Farrow tiró de la manta denunciando turbios abusos por parte de Allen a una de sus hijas. La justicia, aunque con ambigüedad, dio el caso por cerrado. Y la opinión pública esgrimió el argumento de una mujer despechada, histérica y obsesionada con adoptar niños. Mucho se ha abundado en el asunto de la infamia y la genialidad. Del antisemitismo de Shakespeare o Quevedo al fascismo de Céline, pasando por las perversiones sexuales de Polanski y Kinski. Que fuera asesino o paidófilo no han impedido que las obras de Caravaggio sean exhibidas en las mejores pinacotecas. Todo apunta a que Allen se ratifica en su versión de hace más de dos décadas: que su hija no sabía distinguir entre realidad y fantasía a causa de la influencia de la madre. Y cabe preguntarse por qué la presunta víctima habla ahora, en la antesala de los Oscar. Pero ¿variará nuestra percepción artística de ese personaje brillante y creativo, tan querido en España? ¿Se atreverá a disipar su oscuridad en forma de guión, crudo y amoral, despiadado hasta consigo mismo? ¿O egoístamente pensaremos que, de los mitos, mejor ignorar su vida privada? (La Vanguardia)

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5 de febrero de 2014
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La ciudad antisexy

Con el estropicio de la crisis, cierran algunos emblemas identitarios de consumo que han cincelado la personalidad de las grandes ciudades europeas. Igual que París se quedaría coja sin Le Bon Marché o Maxim’s, y Londres sería otra sin Harrod’s -aunque pertenezca a los qataríes, como ahora el hotel Renaissance de la Ciudad Condal-, el cierre del Colmado Quílez y la amenaza que se cierne sobre otros establecimientos históricos acelera esa sensación tan fin de siècle que aún intentamos digerir los ciudadanos de los años diez. Acabamos de entrar en el 14, un año en el cual conseguiremos crecer un 1% según cálculos de Isidre Fainé. Ganar un punto en los ratings económicos provee de una sensación similar a la de perder un kilo cuando se inicia una dieta. Es el principio de algo. Una primera descarga de euforia, con resultado, marginal, más simbólico que factual. Mientras aguardamos la belle époque de los años veinte, deseosos de que la rueda del eterno retorno nos haga retomar el ciclo creciente, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Por ello las ciudades deben hallar un nuevo modelo si quieren acallar la música de réquiem. Frente a la smart city de Xavier Trias, el proyecto de una ciudad cada vez más aireada, audaz y tecnológica, California trasplantada a Europa, bicis, patines, reposteros de nueva generación, hip-hoperos y artistas urbanos incluidos, ¿cuál es el proyecto de Madrid? Cierto es que entre el liberal Trias -un convergente con corazón socialdemócrata y empatía independentista- y la ultraconservadora Ana Botella hay un bache sociológico, ideológico y formal. Madrid se esforzó durante años por sentarse en la mesa de los mayores. Hoy, la principal diferencia entre Botella y alcaldes como António Costa (Lisboa), Klaus Wowereit (Berlín), el saliente Betrand Delanöe (París) o Boris Johnson (Londres) es su bajo perfil. Además de una política frugal en lugar de expansiva. Una ciudad creativa debe ser forzosamente comandada desde la flexibilidad y no desde el dogmatismo y la fe ciega. Lo aseguran Richard Florida y otros popes de la redefinición del espacio público. Madrid siempre ha sido muy de El Corte inglés y del Vips -a diferencia de Barcelona, donde puja la singularidad por encima de la uniformidad- y, así, no sorprende que ahora se doblegue ante las franquicias low cost, como los montaditos a un euro o los cubos de botellines de las cervecerías estruendosas. Atrás quedaron aquellas tiendas de pijerías llamadas Musgo, donde generaciones de madrileñas de postín encargaron su lista de bodas. En un momento en el que proyectos estrella, como la Ciudad de la Justicia o Valdebebas, se paralizaron -pese a los Florentinos, Arangos y aquellos que quieren ser paladines de la capital de España-, acaso bastaría con prender la mecha que tantos réditos ha aportado a Klaus Wowereit: “Berlín es pobre pero sexy”. Sólo que, hoy por hoy, es imposible que hablemos de Madrid.

(La Vanguardia)

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3 de febrero de 2014
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El Boomeran(g)
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