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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El lujo antisistema

Hubo un tiempo en que el lujo se exhibía con teatralidad, presto a arrastrar el armiño por una escalera alfombrada y untar luego la tostada de caviar como si fuese mantequilla. A pesar de que los años 90 defendieran la desestructuración formal, lo desastrado no acabó de cuajar en la moda: “¡Oh, esta colección es el no finito de Michelangelo!”, escuché en aquel tiempo a la salida de un desfile de Comme des Garçons, las modelos se exhibían con mangas y bajos deshilachados. Servía para sublimar la foto, pero no para vestir la calle. Hoy, en cambio, una reina puede vestir unos ripped jeans, que es como los fashionistas denominan a los tejanos rotos, porque el lujo, además de democratizarse, se ha psicologizado, y su máximo valor es emocional. Pagas por la experiencia que te promete, por el acceso que te brinda a un universo desconocido, más que por su valor material. A excepción de los horteras, ya nadie entiende el lujo como ostentación porque su evolución también lo es de mentalidad. Debe de suscitar imaginarios, añadir a su plus de distinción otro de provocación, proyectar esa palabra cada vez más vacía de significado, “valores”, para conferirle contenido a la marca y venderla como un placer compartido. Esto es lo que, de nuevo, ha logrado Karl Lagerfeld, maestro en reformatear el lujo, en el último desfile de Chanel: El Grand Palais convertido en una avenida de adoquines por donde desfilaba una manifestación. Sus proclamas mezclaban feminismo y frivolidad, coquetería y humor: Desde “Haz la moda y no la guerra” hasta “He for she” “Be different” mientras sonaba “I’m every woman”. A Karl -de madre feminista y preocupado por el avance de la extrema derecha- le gusta rodearse de una troupe de chicas malas, como Elisa Sednaoui, la DJ Leigh Lezark o su última protegida, Cara Delevigne, que junto a la soberbia Gisèle Bundchen se metieron en el papel con brío dispuestas a demostrar que protestar es tendencia. Que nos lo digan por estas latitudes, con la piel levantada de tanto salir a la calle con la pancarta. George Clooney, que en más de una ocasión ha sido detenido en manifestaciones, como hace dos años frente a la embajada de Sudán en Washington, ha cambiado la protesta por el bodorrio. Sus más acérrimos fans, que ya le perdonaron tanto anuncio de café, se preguntan por los excesivos fastos venecianos. Amal Alamuddin, que debe de ser una mezcla entre madame Curie y Rita Levi-Montacini, pues de ella se alaba coralmente su inteligencia, acaso porque es guapa, es ya Amal Clooney. Una belleza libanesa de boca y nariz grandes, espigada como una modelo pero que pleitea por causas humanitarias, y exhibe el lujo a lo árabe, rodeada de las mujeres de su familia con esa mezcla obscena que forman un albornoz y una copa de champán. Al Clooney progre se le critica que se haya gastado 10 millones en un show mediático, pero, sobre todo, no se le perdona que haya renegado de su militante soltería y haya exclamado con ojos de corderito: “¡Qué bien se está casado!”. Las gladiadoras Se llaman Marta Xargay, Anna Cruz, Laia Palau, Alba Torrents, Nuria Martínez o Luci Pascua, algunos de los nombres-estrella de la selección española a las puertas de jugarse el título del Mundial de baloncesto. Sus movimientos en la cancha son tan plásticos como poderosos. Deberían de ser referentes para las jóvenes: espigadas y generosas, compiten con gozo y esfuerzo y contrarrestan la falta de fuerza física con creatividad y trabajo en equipo. Aunque las informaciones que tienen como protagonista a las mujeres deportistas apenas superan el 10% de todas las noticias de deportes, estas jugadoras-algunas compiten en la WNBA- vuelven a evidenciar que una de las pocas cosas que funciona en este país es el deporte. Diplo-gay-power “La fiesta más gay del embajador estadounidense James Costos”, así titulaba uno de los grandes diarios del país la crónica sobre la party que celebraba a partes iguales la rentrée y los dos años de Costos y su marido, el interiorista Michael S. Smith, en Madrid. Al igual que el embajador de Francia, Jérôme Bonnafont, también casado con un caballero, la diplomacia estelar ha sacudido bien las alfombras Y la verdad es que lo fue, con champán californiano y baile desenfrenado. Desde Miguel Bosé, Javier Cámara y Boris Izaguirre a Amaia Salamanca, Lorenzo Castillo, empresarios e incluso marines… Y, en cambio, los políticos brillaban por su ausencia. ¿Por miedo a las nuevas costumbres, al diplo-gay-power, a salir o entrar del armario? Taladra opacidades Es una de las escritoras más electrizantes del panorama y su último libro, El mundo deslumbrante (Anagrama) según Christina Paterson del Sunday Times es “de esas novelas que te hacen llorar (o casi) y pensar”. Desde que leí La mujer temblorosa -una erudita exploración sobre la relación entre cuerpo y mente- percibí que la voz de esta hija de noruegos nacida en Minnesota taladra opacidades y abre percepciones, y en eso consiste la buena literatura. Harriet Burden, su última protagonista, es una artista ninguneada que destapa un machismo más sibilino que el del tenis que aún impera en las artes y letras. Tiene toda la razón: ¿cuándo se prescindirá, en su caso, de la coletilla “la mujer de Paul Auster”? (La Vanguardia)

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4 de octubre de 2014
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Álamo y bambú

Hay hombres que parecen personajes de novela, aunque nunca les ocurra nada excepcional; y en cambio existen tipos aparentemente anodinos a quienes les suceden asuntos que superan cualquier ficción. Aun careciendo de poses y mohines atormentados, son mucho más interesantes que los primeros, pero su apariencia ordinaria les resta prestigio social. Ya lo decía Oscar Wilde: el verdadero misterio está en lo visible, no en lo invisible. Ahora, las experiencias propias no son intercambiables. Es más, son inverificables. De ahí la brecha que aleja la teoría de la práctica y el deseo de la experiencia. Las mujeres se sienten atraídas por el misterio masculino, aunque a menudo quedan atrapadas en el tópico. De nada sirven las advertencias de los gineceos domésticos en los que se destripa a los alérgicos al compromiso que siguen enamorados de su madre. Una suerte de fatalidad asalta al sentido común, y la atracción hacia una idea de hombre terrenalmente elevada pervive, incluso sin haber podido verificar su existencia, pues el amor no cabe en una hoja de Excel. Dirán: «¡Ah, el cine, con sus héroes irresistibles que lo mismo cantan una balada con voz ronca que andan como si jugaran al polo!». Esos hombres incorrectos que se dan aires de vaquero, por mucho que hoy en día nadie beba ya aguardiente y el desaliño represente un lamentable anacronismo. El ideal se agranda en la imaginación, pero en la realidad se convierte en un mal sueño. Ni la generación X, ni la Y, ni tan siquiera la Z, han podido escapar al perfil de seductor. «Los seductores son como taxis con la luz verde que prefieren las carreras cortas, y la mayoría de las tías quieren una carrera larga, buscan el amor eterno. ¿Aún no te has enterado?», le decía un viejo a un joven en una laya del sur. Solo en las letras de algunas canciones se cuela la palabra «eternidad» relacionada con el amor. A pesar de todo, ¿qué sería el ser humano si no lo moviera un ansia de gran amor? Siempre habrá algo que se nos escape a los hombres y mujeres, aunque hayamos alcanzado una confortable velocidad de crucero. Hace años, al terminar una relación, escribí una carta de desamor, decir larga es poco, que terminaba con una frase absurda: «Prefiero ser álamo que bambú». Recibí su respuesta en una sola línea: «¿Qué significa lo del álamo y el bambú?»

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2 de octubre de 2014
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Secretos y heridas

Los portales de internet se han convertido en los nuevos oráculos de la psicología social, con sus pesquisas moderadamente creativas prestas a indagar acerca de los comportamientos humanos, en la mayoría de los casos con un claro fin comercial. El estudio Top Secret, elaborado por Lastminute.com, un portal de viajes y ocio de última hora, ha consistido en preguntar a 5.500 personas de seis países europeos cómo se comportan cuando tienen que guardar un secreto. Conclusión: a los españoles los secretos ajenos nos queman y, en cambio, somos quienes mejor guardan los propios. Más de la mitad de los encuestados, el 56%, reconoce tener “algo que esconder”. Es más, aseguran que, de hacerlo público, la opinión que se tendría de ellos sería notablemente peor. Incluso que dicha revelación podría cambiar sus vidas. Hace unos días el hijo adolescente de una amiga le comentó que todas las familias escondían un secreto, y le preguntó cuál era el suyo. “No creo que nosotros lo tengamos, pero me pareció curioso el concepto”, me contó la madre. Existe un momento en el que todos queremos hurgar en nuestras raíces: algunos bucean en su árbol genealógico e incluso en la heráldica. Otros husmean en cajones y baúles en pos de la escena universal del hallazgo de una misteriosa foto que le cambia a uno la vida, o se lanzan a esa búsqueda literaria tras una palabra furtiva, atrapada entre humos de habanos y manteles manchados de café, de una historia prohibida. En el secreto que Jordi Pujol mantuvo 34 años -que ni siquiera compartió con su hermana- hay un hecho irresoluble: permanecer media vida con una mancha en la frente es algo parecido a convivir con una mentira que el propio embustero acabará creyendo. A veces porque el traje que creemos habernos hecho a medida a fin de envolver nuestra identidad tiene unas sisas demasiado anchas para nuestras espaldas, aunque insistamos en presentarnos con él para salvaguardar un secreto que emergería al desnudarnos. Y al que deberíamos responder desde la vergüenza, el desprestigio o el dolor. Había algo en aquel Pujol del Parlament que no estaba escrito en el folio. Y era su herida abierta. Ni el mito forjado sobre el personaje, el del molt honorable ingeniero de Catalunya, ha resistido la confesión de su secreto, y de ahí esa respiración agitada y los alaridos. “El miedo de perder lo que uno no tiene o de no llegar a temer lo que uno persigue es lo que hiere, lo que da forma a la vida”, escribe Josep Pla en El quadern gris. La herida debe ser cauterizada, pero primero hay que anestesiar el impacto del secreto, el mismo que antaño se entendía como vida privada pero que hoy, afortunadamente, es vida pública.

(La Vanguardia)

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1 de octubre de 2014
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Sin vísceras

El pasado miércoles, la tertulia de La noche en 24 horas de Televisión Española arrancó con la noticia de la detención del pederasta de Ciudad Lineal en Santander, y una advertencia por parte de su conductor, Sergio Martín: nuestros contertulios se preguntan si no se ha sobredimensionado esta noticia, copando la atención de los medios; luego lo analizaremos, vino a decir, sin que la cita sea textual. Salté de la butaca. ¿Que el alborozo por la detención del presunto depredador que se paseaba por los parques infantiles y que llegó a drogar y violar a cinco niñas era una cortina de humo para tapar el inminente choque de trenes en Catalunya o la marcha atrás en la nueva ley del aborto y la dimisión de Gallardón? Me pregunté qué tipo de disfunción había espesado la mirada de los yonquis de la política para no considerar como un asunto político de primera magnitud la seguridad de nuestras hijas. Para mí lo es: tengo una de seis años y me produce angustia leer “chuches con Orfidal” o “las bañaba antes de soltarlas para no ser rastreado”. Comparto por tanto la sensibilidad social que esta semana, a la salida de los colegios madrileños, ha alfombrado el inicio de otoño, aunque aderezada con un extraño pesar: esos coches de segunda mano cruzando la ciudad, con las pequeñas dentro, delante de nuestras narices conducidos por un narcisista de libro que hinchaba sus músculos en el gimnasio. La policía consiguió encontrar la pista de Antonio Ortiz gracias a los detalles recordados por las niñas. Pienso en la crueldad que ha marcado a fuego su ingenuidad, como en el caso del apuñalador xenófobo de Lleida, de origen chino, dominicano, japonés…, y en el ovillo que ahora deberán deshacer para abandonar el infierno y domesticar el miedo. Se ha alertado ya acerca de la siguiente paradoja: se debate si los registros de pederastas deben ser públicos (el Gobierno ya lo anunció), pero resulta que Antonio Ortiz, que fue condenado por violar a una niña en los años noventa, no estaba fichado como agresor sexual. En la sociedad pantallizada que estrena el iPhone 6 pervive una oscura lacra, la represión sexual liberada desde distintas parafilias y patologías criminales, como el de sentir placer sexual abusando de niños. Unas estudiantes de sociología han realizado un trabajo de investigación con mujeres que ejercen la prostitución. Ni una ni dos, sino muchas, les han confesado que hay machos alfa que las llaman como a sus hijas y les piden que se vistan como ellas. La perversión nunca ha entendido de límites, pero sí el progreso. Y este no es un debate morboso, ni una exacerbada alarma maternal -por cierto, en aquella tertulia no había ninguna mujer-, sino un estado mental y físico que debería cristalizar en un brazo activo de la política social para proteger el bien más preciado: nuestro futuro.

(La Vanguardia)

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29 de septiembre de 2014
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El corral del género y del sexo

Hace unos meses un amigo periodista me preguntó si a lo largo de mi vida profesional me había acostado con alguno de mis jefes, o posibles jefes. “Por supuesto que no”, le respondí. Y mientras me sorprendía de su trasnochada pregunta, él me aseguraba que, al menos entre los de nuestra generación, había sido algo muy común. Vislumbré entonces la escena, mucho más esperpéntica que real, de secretarias o enfermeras ascendidas a gerentes, perpetuando una relación de mando y sumisión. Un modelo casposo y desprestigiado que no sintoniza con nuestra tecnologizada sociedad de la información, donde ni distancia, ni origen, ni sexo son barreras para relacionarse de tú a tú. Las declaraciones de Toni Nadal han servido para evidenciar que, a día de hoy, perviven altísimas barreras invisibles entre los sexos, mantenidas por aquellos que consideran la segregación sexual como parte de una moral obsoleta. La reina Sofía, sin ir más lejos, entró en los vestuarios del estadio Moses Mabhida de Durban la noche que la roja se clasificó para la final del Mundial y se encontró con un Puyol con la toalla en la cintura. La emotividad del momento impedía la atención de cualquier otro elemento que no fuera la propia victoria. ¿Quien iba a pensar, pues, en lo que tapaba la toalla? En cambio Toni Nadal, que se autodefine como mojigato y clásico, debió de pensar en eso cuando se enteró que Gala León sería la nueva capitana española de la Copa Davis. Y brotaron palabras innecesarias: meadas, tíos en pelotas… el “qué sabrá esta tía”. Pero no torzamos el gesto tan rápido ante lo que podemos considerar vestigios de rancio machismo en tiempos de ombligos al aire, calzoncillos a la vista y torsos Toblerone. Es preocupante que no exista aún una clara noción cultural y científica acerca de la sexualidad. Iracundos votantes del PP en favor de la frustrada nueva ley del Aborto (que en realidad queda fuera de la agenda política por la salida de Rouco Varela y una conferencia episcopal más moderada) fueron a Génova a gritarle “maricón” a Rajoy, como si eso fuera un insulto. Esta semana, en Nueva York, se aplaudía el discurso sobre las formas de entender y respetar la sexualidad dibujado por Emma Watson en la ONU: “Ha llegado la hora de que percibamos el sexo como un abanico, no como dos ideales enfrentados”. No me extraña que hagan ruido en las redes quienes prefieren ir de cínicos vilipendiando su discurso, tildándola de “zorra feminista” o “puta” y amenazando con hackearla. Con qué altura interpretativa imprimiendo emoción justa logró comunicar esta actriz, la muchacha de Harry Potter, el mensaje de una igualdad sin resquemores. Watson acabó parafraseando a Burke: “Todo lo que se necesita para que las fuerzas del mal triunfen es que haya mujeres y hombres buenos que no hagan nada”. Tan valiente, tan joven, pronunciando desde su verdad un viejo discurso: no teman a la palabra “feminismo”, no tiene que ver con odiar a los hombres, sino con que unos y otras tengamos los mismos derechos. Silenciosa sirena Adelaida García Morales empezó a escribir imitando a su madre “una mujer distante que se encerraba con su máquina de escribir, pero que nunca llegó a publicar”. Pasarían tres décadas hasta que ella viese publicada su opera prima, El sur, que quien fuera su marido, Víctor Erice, inmortalizó en el cine. Exquisita, dulce y al tiempo afilada: “Aquella noche sentí que el tiempo es siempre destrucción”. Su hijo mayor, Galo, ha contado que enferma, renunció a escribir, que pasaron estrecheces económicas y que se arrepentía de algunas de sus últimas novelas. Leí El silencio de las sirenas con veinte años, y nada volvió a ser igual. Quien la haya leído entenderá la sensación de haber compartido una historia secreta, un vínculo que ni la muerte puede romper. ‘Bullers’ de alta cuna Por mucho que Escocia haya estado a punto de poner en duda lo de Reino Unido, hay cosas que nunca cambiarán en la elitista Albión. Oxford y Cambridge y sus clubs de hooligans de alta alcurnia son el ejemplo perfecto. Periódicamente reaparece en los medios una foto del Bullingdon Club de Oxford allá por 1987; y no lo haría si no fuese porque dos de sus altivos miembros eran David Cameron y Boris Johnson. Coincide ahora con el estreno de The riot club, que narra las desnortadas juergas de un club que es un trasunto de los bullers (y nos presenta, de paso, a los hijos de dos grandes actores británicos, Max Irons y Freddie Fox). Cameron ha confesado sentirse “avergonzado” de la foto. ¿Se reconocerá en la película? El dedal de oro Cuando residían en Madrid, me encontré en un par de ocasiones a los Beckham almorzando en Piu di Prima; él, cálido y cercano; ella con sonrisa avinagrada. La llamaban preanoréxica y la pintaban obsesionada con la imagen y el dinero, además de vanagloriarse de no haber leído un libro. En el 2007 estrenó marca propia; un capricho más. Pero hoy vende en 60 países y acaba de abrir tienda en el exclusivo barrio de Mayfair. Tan centrada está en su negocio que ni apareció en la inauguración -tenía trabajo en Nueva York- y mandó a su marido para la foto. Desde Suzy Menkes a Annie Wintour y los críticos de moda más sagaces han reconocido tras la marca Victoria Bekham a una diseñadora de altura, eso sí, mujer de pocas y funestas palabras.

(La Vanguardia)

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27 de septiembre de 2014
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Misandria

¿Ha tenido alguna vez la curiosidad de preguntarse si para un tipo de mujeres usted es un fresco o un brother, un «bro mudo», una especie de calzonazos que se moja lo justo en asuntos de igualdad? En estas dos categorías dividen a los hombres los miembros de Misandry Book Club (misandria, odio a los hombres, lo opuesto a la misoginia). En Instagram se agolpan jóvenes feministas que con afilado sarcasmo y gran despreocupación han convertido los comentarios misándricos en juego de salón. No sabe con cuánto regocijo celebraron en dicho club la noticia de la Atlantic City Lab según la cual todas las personas que han muerto por un rayo en lo que va de año eran de sexo masculino. Las flechas del tiempo se invierten: hace apenas un siglo, quemaban a mujeres sospechosas de ser brujas. En cambio, hoy a partir de esta noticia, más de una se anunció con poderes, como autora intelectual del rayo mortal. Desde algunos blogs masculinistas, otro término en alza, se denuncia muy en serio esta moda de ridiculizar a los hombres y se pide que se sustituya en las frases más deleznables la palabra hombre por la de negro, a fin de hacerse una idea del delito. El efecto es demoledor: «los negros no saben pensar y mascar chicle a la vez». O «la mayoría de negros solo piensa en el sexo». Pura xenofobia y sexismo. Y el tan manido lugar común de que los hombres tienen un pene en el cerebro, sin calibrar las crisis de masculinidad que ello habrá desencadenado, y más ahora, que la salida de casados del armario se ha convertido en una pasarela de primavera-verano. Las misándricas irónicas creen que meterse ?siempre con buen humor? con los hombres funciona como altavoz para echar a los más ineptos del poder y sustituirlos por un puñado de mujeres sobradamente preparadas. Crear estado de opinión, lo llaman. Y permanecer en alerta ante los errores del enemigo, tal y como practican los feroces lobbies en Estados Unidos. Es muy probable que usted, lector de Icon, sea un tío majo de los que saben reírse de sí mismos y más aún con todos estos chistes de hombres inútiles. En realidad, no se siente aludido. Proverbial amigo de las mujeres, es alguien tan excepcional que nunca le han tenido que preguntar: «¿Me quieres?» El tipo de hombre que de vez en cuando le coge prestado el ¡Hola!; que huele el frasco de su perfume a escondidas y que detesta a los machotes que en las pelis porno besan a las chicas en la boca como si le succionaran el clítoris. Le duele la insensibilidad y la cabezonería, los machitos y los micromachismos, el «mujer tenías que ser». Pero, a pesar de su lado femenino, considera tan zoqueta la misoginia como la misandria, y desde luego no está dispuesto a que le parta ningún rayo. (Icon)

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26 de septiembre de 2014
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El hombre del jersey beige

Millones de chaquetas de tweed, camisas a cuadros y trajes oficiales -adjetivados igual que los coches ídem: Audis negros con cristales ahumados que escenifican la representación de un estatus- desembarcan estos primeros días del otoño en las tiendas de ropa para hombre. Aunque la pasarela internacional exhiba rabiosas tendencias que desafían la uniformidad, ávida por mostrar desacato estético, las avenidas de Occidente se llenan de hombres enfundados en jerséis beige y americanas gris marengo que igualan ambición e intención. Y ahuyentan la temeraria sombra del riesgo, que únicamente cotiza en tanto que altavoz mediático. El sistema de la moda se rige por una lógica perversa: los diseñadores resuelven sus creaciones durante seis meses, intentando ser únicos, los mejores, bajo la presión de la prensa especializada y los compradores, pero son meros eslabones de un sofisticado engranaje. Las firmas de lujo que los contratan codifican mensajes de deseo en forma de millonarias inversiones publicitarias de las que están tan necesitados los medios, mientras que las marcas de la llamada moda pronta, o low cost, se benefician de esas campañas y ponen en sus escaparates el mismo modelo con peores materiales pero a precios imbatibles. La ropa masculina asume su convencionalidad en época de profundas y sucesivas mutaciones. Porque el hombre del traje gris, ese estereotipo alumbrado en los años cincuenta, cuando los primeros brókers se hacían limpiar los zapatos en la Grand Central Station, ha devenido hoy en el hombre del jersey beige. Hace unos años se reeditó la novela de Sloan Wilson que acuñó dicha etiqueta, prologada por Jonathan Franzen, quien afirmaba: “Esta novela consigue capturar el espíritu de los cincuenta. El conformismo incómodo, la evasión del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear y la aceptación de los privilegios de clase”. Valores que permanecieron como absolutos durante más de sesenta años, y que el desgaste social de una crisis enquistada ha erosionado: la gente sale a la calle, no le teme al conflicto; se cuestionan los privilegios de clase y la familia se ha pluralizado. Aún así, el hombre del jersey beige ha emprendido su conquista planetaria. Sastrería industrial, o mejor dicho oficial, pero con patrones más sofisticados que los del sastre de Camps. Un carácter burgués uniformiza la debilitada eurozona: no es hora de extravagancias exquisitas. Aquellos políticos de UCD con trajes de Cortefiel son hoy populares o socialistas vestidos de Massimo Dutti y Mango, mientras que la izquierda escarlata compra las camisas en Alcampo. La pasarela palpita, la calle bosteza. Todo cambia excepto el aburrimiento. (La Vanguardia)

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24 de septiembre de 2014
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Generación Z

Qué ociosa abstracción la de tratar de ponerse en la piel de quienes hoy tienen dieciocho años. Y no me refiero a indagar en la promesa de que al final del túnel se halla el verdadero futuro, conectado siempre a las redes sociales, sino a descubrir cuál es su posición frente al amor, la justicia social o la extinción de las abejas. Antes, las etiquetas generacionales las acuñaban los poetas pero hoy las ponen los publicistas. La agencia neoyorquina Sparks & Honey ha bautizado a los chavales que hoy tienen 18 años como generación Z (con la generación X, también llamada baby boomer, y los millennials de la generación Y, han terminado con el abecedario). Se trata de un paraguas que engloba a 2.000 millones de jóvenes nacidos en torno al año 1995 que conforman una casta que se augura estelar: formada, afanosa, colaborativa y en busca de alternativas para mejorar este mundo en crisis. Los observo en sus fiestas, como la que organizó Nike el pasado domingo en el Casino de Madrid, muchos de ellos tan disfrazados como en los ochenta, con sus tatuajes rabiosos, metales en el cuerpo y esas horrendas barbas talibanas -por mucho tengan que ver con la subcultura hipster, de la que se han acabado hartando hasta ellos mismos-. Ahí están, como Walt Witmans bíblicos e iluminados que escuchan a Imagine Dragons y se agujerean la lengua para enfatizar su identidad. Poco sabemos de lo que hay debajo de las suelas de sus New Balance, de sus sudaderas 24 horas, o de sus cabellos teñidos. “Soy rubio natural, pero tengo los ojos azules y no quiero parecer nórdico”, me decía Diego, un sagaz diseñador veinteañero al cual con incontinente docencia le dije: “Disfruta de tu rubio, lo que daríamos para que el nuestro fuera auténtico”. Aseguran que el 60% de los miembros de la generación Z aspira a un trabajo que sea “socialmente relevante”, en el sentido de ser útil (cuando apenas un 30% de los Y lo tenía tan claro). La cantinela del emprendedor ha calado en ellos, no tanto por sus megáfonos como por la conciencia de que el trabajo dependerá más de la propia iniciativa que de los departamentos de recursos humanos (el 72% quiere crear su propio negocio). En lo tocante a sus valores, parecen ser más tolerantes con la diversidad -racial, sexual, generacional- que sus predecesores, y también son definidos como “más conservadores”: una encuesta masiva de los centros de Control de Enfermedades concluye que fuman, beben y se pelean menos (aunque mandan y reciben watsaps o suben cosas a las redes mientras conducen), y que “tienen costumbres más sanas que las de hace 20 años”. Aunque celebremos que la especie mejore, desde nuestra superioridad adulta pensaremos en lo que nunca cambia: desde los celos a la decepción, el desaliento de la felicidad, el duelo inevitable, o el vacío de las tardes de domingo. Pero una vez también tuvimos dieciocho años, cuando las X, Y o Z no tenían ninguna importancia. (La Vanguardia)

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22 de septiembre de 2014
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El personaje es el mensaje

La belleza encandila pero a la vez penaliza, sobre todo en política. Discreción y uniformidad son mandatos para devenir creíble en una España donde excentricidad y glamour tienen mal encaje. Bien diferente que en Francia, con esos ministros jóvenes y charmants que ha fichado Hollande: Emmanuel Macron detenta la cartera de economía y a su brillante curriculum se añade el dato de estar casado con su antigua profesora, veinte años mayor que él. Todo tan francés y desacomplejado a fin de disipar la neblina moralista y añadirle un plus flaubertiano a las intrigas del Elíseo. En su tourné mediática, Pedro Sánchez no deja de repetir que, además de guapo, es doctor y profesor de economía, que ha estado en paro y que dejó temporalmente la política abrumado por sus corruptelas y la generación tapón que impedía el relevo generacional. La otra noche aseguró en El Hormiguero que ha regresado a ella para ?cambiar la política?. Es encomiable la elevada aspiración del flamante secretario general de PSOE, más cuando hoy difícilmente logramos cambiar una coma de nosotros mismos. El punto fuerte de Sánchez ha sido su intrepidez para lanzarse a la arena.¿El débil? su inconsistencia. Podría ser un estilo Suárez ?apuesto, amable, educado- pero para eso tendría que desmontar el viejo PSOE como Adolfo finiquitó el franquismo. En un mundo en el que los conceptos ‘aspiración’ y ‘cercanía’ han transcendido sus propios límites, hay que sustituir la metáfora por un rostro. El pasado miércoles, mientras Pablo Motos entrevistaba a Sánchez, en la pantalla de detrás aparecían imágenes de Pablo Iglesias, consiguiendo un plano superpuesto de ambos personajes. Es evidente que el candidato socialista ha aprendido la lección del profesor Iglesias: hay que estar en todos sitios a todas horas, lograr que el ciudadano de a pie conozca al menos tu cara, si no tu discurso. Ya sea entrando en directo para condenar el Toro de la Vega en Sálvame ?con una media de millón y medio de espectadores? o aguantando bromitas al lado de las marionetas de El hormiguero ?más de dos millones?. La nuestra es una democracia de espectadores, así que, hoy más que nunca, hay que tener a los medios de comunicación como aliados cuando la poderosa empatía ha suplido al contenido ideológico. Los asamblearios de Podemos siguieron a pies juntillas el mandato leninista de infiltrarse en los medios y aprovecharse de ellos para lanzar un ?mensaje populista? que, según Sánchez, da ?soluciones falsas a problemas reales”. En su caso, la lógica de convertir el puerta a puerta en share a share, se construye sobre una relectura de McLuhan: el personaje es el mensaje. Los guapos que ejercen y cobran por serlo saben que las proclamas políticas tienen un efecto insecticida sobre sus contratos. De ahí que el agente y los abogados del modelo Andrés Velencoso hayan saltado de sus sillas al ver cómo la plataforma Societat Civil Catalana utilizaba su imagen y esa frase, ya tan demodé, que un día soltó nuestro top internacional: ?soy catalán, español y ciudadano del mundo?. Si eso lo hubiera dicho un feo, aunque fuese catedrático nadie se habría enterado. Máquinas humanas Tim Cook se disfraza de Steve Jobs y presenta en vaqueros los nuevos iPhone 6 y el súper reloj inteligente ?y elegante? Apple Watch, dejando claro que la filosofía de la compañía ha sido, es y será siempre “ser los mejores, no los primeros”. No se refiere a las ventas, por supuesto, sino al viejo adagio de que “quien pega primero pega dos veces”. La relación simbólica que se creó entre la invención del transistor y el rock & roll quiere ser emulada a partir del nuevo reloj ?una máquina humana- desde el cual se pueden mandar hasta los latidos del corazón. Ni la precoz desaparición de Jobs, ni la durísima competencia de Samsung oxidan a la manzana de Cupertino. Y eso que está mordida. El hotelero cool Tras revolucionar el concepto ‘hotel’ con sus Room Mate en los centros urbanos?18 en todo el mundo?, el empresario (y ex jinete) Kike Sarasola luce swing de cintura en tiempos de consumo colaborativo con Be Mate, su nueva apuesta. ¿Que las reservas hoteleras en los centros de las grandes ciudades se resienten del alquiler de ‘apartamentos turísticos’? Únete al enemigo, además de ofrecer: “una casa lejos de casa” a tus clientes. Pisos “únicos y de diseño” en Barcelona, Madrid, Ámsterdam, Florencia, Nueva York… forman parte de la nueva estrategia de este emprendedor sin miedo y con pedigrí. Mientras el sector clama por la ruptura del ‘frente’ contra el enemigo común, Sarasola apuesta por “dar un paso adelante y tomar la iniciativa a fin de transformarse”. La plaza de hierro Inaugurar una Margaret Thatcher Square en pleno barrio de Salamanca de Madrid, eso sí que es insólito… Hasta los británicos se han sorprendido. Es el primer homenaje a “la Dama de hierro” fuera del Reino Unido. The Guardian titulaba: “curiosa referencia en unos tiempos difíciles”. El caso es que, el pasado lunes, la saliente Ana Botella, acompañada por el Embajador británico en nuestro país, Simon Manley, y Mark Thatcher, hijo de la ex Primera Ministra, bendijeron ese ricón ‘neocon’ en pleno downtown capitalino. Esperanza Aguirre, fan declarada, no podía faltar. Podrán inaugurarse tiendas de lujo, hoteles de diseño, casinos con restaurante Michelin, pero Madrid no cambia. (La Vanguardia)

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21 de septiembre de 2014
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Jaqueca universal

Cada vez es más difícil salir de casa sin un analgésico en el bolsillo. A pesar de las alarmas sobre al abuso de ibuprofenos y paracetamoles -de los que, sólo en España, se venden cerca de 50 millones de cajas de cada uno al año-, las pesadumbres diarias, acrecentadas por las multiformes caras del estrés y la crisis, empujan a servirse de una ayuda para aliviar el malestar en un gesto lícito y compasivo con nosotros mismos. La fantasía de una pastilla que combata por igual la tristeza y la faringitis ha hecho mella en nuestra sociedad, donde las constantes noticias sobre el creciente consumo de antidepresivos alertan de la descompensación entre realidad e ideal. Ya no aspiramos a conseguir la fórmula de la felicidad: nos contentamos con un aceptable grado de bienestar que nos permita minimizar las inclemencias cotidianas. De ahí que la parafarmacia se haya convertido en uno de los sectores de mercado que más crecen. Y que nuestra obsesión por vivir mejor, desactivar malos hábitos y cultivar tomates en un huerto urbano haya alcanzado un elevado grado de experiencia y sofisticación. Virginia Woolf se lamentaba de que poseamos un lenguaje rico para nombrar el amor, mientras apenas existen palabras para comunicar la fiebre o el dolor de cabeza. La propia descripción de esa niebla densa capaz de emborronar la visión que se esparce sobre las sienes no resulta demasiado atractiva para el lector, aunque la gran mayoría de los mortales nos reconozcamos en esa sensación de jaqueca pesante que nos impide mantener la frente erguida. En el siglo XIX, según cuenta la historiadora Joanna Bourke en The story of pain, el pionero de la homeopatía, Constantine Hering, proporcionaba una lista de adjetivos para ayudar a sus pacientes a verbalizar su malestar. Y les preguntaba si sus dolores eran pesados, palpitantes o punzantes… Todo un precursor del moderno cuestionario McGill, que trata de evaluar el dolor sistematizando su localización, intensidad o el tiempo que dura. En cambio, las dolencias y las enfermedades a menudo salpican el lenguaje del día a día: “Es como un cáncer”, se dice de algún fenómeno negativo que se extiende, banalizando una de las enfermedades que más inciden sobre la población. Y cuántas veces hemos escuchado decir: “Parece autista”, o “bipolar”. La ligereza con la que males tan funestos se esgrimen como metáfora, ofendiendo justamente a quienes los padecen, choca con la pobreza de imágenes que poseemos para profundizar en el malestar. El malestar invade y aísla, transforma el tiempo, enmudece; es fácil de imaginar y de sentir, pero imposible de compartir, y difícil de describir, aunque, al ponerle palabras, la sensación de control aumenta y el dolor palidece.

(La Vanguardia)

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17 de septiembre de 2014
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El Boomeran(g)
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