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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El último sainete

En Madrid hay una calle llamada Don Ramón de la Cruz, en honor de uno de los máximos artífices del sainete. No es una calle lúdica o jocosa, como algunas de Chueca o Malasaña, sino que perfila sus nobles fachadas en pleno barrio de Salamanca, atildadas y con remilgados atuendos campestres de montería, que se siguen vendiendo en la zona para los buenos castellanos con cottage. Nos habituamos a los nombres del callejero, hasta el extremo de que los vaciamos de su historia y significado. Pero pocas calles existen que comiencen por Don, aunque en este caso no se trate de un vocativo sino del nombre con el que sus padres le inscribieron al nacer, un caso único en la historia de la iglesia católica en España. Nuestro Don vivió en Ceuta, donde ejercía como funcionario de prisiones, y uno de sus sainetes más célebres se tituló Manolo, una parodia desvestida con lenguaje arrabalero que narra las desventuras de un hampón recién salido de un presidio africano. Material de primera hubiera sido para Don Ramón de la Cruz la escenificación de la última españolada a resultas del contagio del virus de Ébola por una auxiliar de enfermería. Un caso enormemente dramático convertido en un teatrillo de disparates por su gestión política. Desde el primer mensaje de tranquilidad que tanto intranquilizó a los ciudadanos, seguido de un “nos hemos contagiado” de la ministra Mato -cuyo blindaje por parte de Rajoy resulta inaudito-, hasta las declaraciones del consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, y recurrir a Soraya Sáenz de Santamaría para enderezar tanto despropósito. No soy capaz de imaginarme a un alto responsable de la salud pública norteamericana acusando de mentir a una trabajadora que ha arriesgado su vida desinfectando una habitación con ébola y se halla en estado grave, como hizo el consejero Rodríguez. Tampoco podría justificar que los trajes -algunos se fijaban con cinta adhesiva- les quedan cortos sólo a los altos, como si no fuese normal serlo en España. Ni que se metiera, rabioso, con que la enferma hubiese tenido cuerpo para irse a hacer las mechas a la pelu. Qué cochambrosa domesticidad tiñe todas estas escenas. El cachondeo como refugio desesperado de la tragedia, al estilo del Manolo de Don Ramón, que carcome nuestra imagen ante el mundo. Berlanga y Azcona no lo hubieran imaginado mejor. En este instante, millones de personas estarán googleando la palabra ébola, que se cliquea a un ritmo enfebrecido. Un nombre que suena a juguete, pero que se anuncia como una pandemia comparable al sida. Que aquí nos haya llegado, según parece, por un error humano, no justifica la pachanguera actuación de la administración, todos los mecanismos de seguridad puestos en duda, ni la imbecilidad burocrática, la misma que recomienda “no salir de la vivienda aunque arda”, porque lo dicta el protocolo. (La Vanguardia)

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13 de octubre de 2014
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Juego de nombres

La palabra marca ha irrumpido en el ámbito individual y ha instaurado su lógica comercial en la identidad del ser humano. Por ello florecen los expertos en crear marca personal que platican sobre la importancia de tener audiencia. El aplauso que nos persigue -como si necesitáramos detrás de cada acto una corte de palmeros- da muestra de los miles de cristales pequeños que conforman la condición humana. La marca se ha comido a la romántica firma, con su ansia de monetizar -palabro terrible que hoy se utiliza para todo- y contabilizar los clics para reeditar el cuento de la lechera. John Galliano perdió su nombre hace un par de años. Nacido Juan Carlos Antonio Galliano-Guillén, cuando era un llanito que recortaba vestidos de papel poco podía imaginarse que un día formaría parte del olimpo de la costura, que cambiaría los patrones de una grande maison, un estilo años cincuenta desfasado, propio de un tiempo de mujeres-flor. Ni que multiplicaría los dividendos de la firma parisina adquirida por Bernard Arnault para coronarse como el más transgresor, genial, audaz y creativo de los diseñadores. Se conocía su pasado de adicciones y su tendencia al exceso. Diseñaba 25 colecciones anuales, y siempre se disfrazaba en la salida final de sus desfiles: de torero, o Napoleón, riéndose de sí mismo con sus cejas dalinianas. Hasta aquel exabrupto de “amo a Hitler”, completamente borracho. La condena fue unánime. No era un intelectual, como Heidegger, Hamsum, Pound o Grass; ni gozaba de la libertad desarrapada de Ian Curtis o David Bowie, que en su día declaró “creo que podría haber sido un Hitler cojonudo” sin temor a represalias. Él estaba a sueldo porque, a pesar de sus envoltorios, el negocio de la moda está sujeto a altas tiranías financieras. No sólo perdió trabajo: la marca John Galliano, del mismo propietario que Dior, sigue sin él. Se rehabilitó, duró poco en sus nuevos trabajos, y anunció que habría una segunda parte. Ha sido un italiano, Renzo Rosso -propietario de Diesel-, quien le ha brindado un nuevo nombre, el de otro diseñador que vendió el suyo: Martin Margiela. La foto que acompaña al comunicado, atildado y con mirada entre vidriosa y desafiante, resucita el fantasma de Dorian Grey. Así, Galliano firmará sus colecciones como Maison Margiela a fin de rehabilitar su nuevo yo. Un nudo borgiano con trasplante de nombres en toda regla. Como el que pide a gritos Isabel Pantoja, que difícilmente podrá arrebatarse el suyo. La orden del juzgado que la conmina a ingresar en prisión si no paga más de un millón de euros no hace sino reavivar su marca personal. Tragicomedia alrededor de los tribunales; la mancha del amor y sus blanqueos. Como si la Pantoja tuviera que interpretar en la vida todo lo que ha cantado. Nunca he entendido por qué le llaman canción ligera, cuando en sus letras se abren carnes y vísceras en canal: “Me duelen los centros”, dicen los manchegos. Igual que a los personajes que quedan atrapados en la rueda de la fama, esa gran trituradora de la dignidad. El ocaso Descendiente de una prolija casta de industriales y políticos, e incluso con un primo oficiando de obispo de los pobres y mutilados en Camboya, Rodrigo Rato fue un chico bien (en Madrid se empeñan en llamar chicos a los de sesenta y más) aunque lo expulsaran de Icade; contribuyese a hinchar la burbuja inmobiliaria desde el Gobierno; saliese por la puerta de atrás del FMI; y como guinda colaborase en el escandaloso hundimiento de Bankia utilizando su tarjeta fantasma a diestro y siniestro entre 1999 y 2012. Representó la esperanza blanca del aznarismo, la derecha moderna que se dice; ahora, imputado por el juez Andreu, deberá explicar sus caprichos pagados con tarjetas opacas. El siglo XXI será el de la transparencia, o no será. Ligues en Palacio “¿En tu casa o en palacio?”. El asunto es completamente real, nunca mejor dicho: los responsables de la seguridad de Buckingham están hartos de que el personal que atiende a la realeza británica (más de 800 entre mayordomos, limpiadores, camareros, vigilantes…) utilice Grindr, Bender y demás apps para ligar. Según han revelado, en los últimos meses se ha disparado el número de visitas -fugaces y ardientes- a las dependencias accesibles del regio complejo, que no son otras que sus habitaciones. La tecnología que las promueve también las delata. Quien le hubiera dicho a Isabel II que las trifulcas telefónicas serían, desde aquel tampax de Camila en el que quería convertirse su hijo, un continuo sobresalto. Memoria y pedigrí Patrick Modiano, flamante Nobel de Literatura, ha rechazado una y otra vez la fácil etiqueta de nostálgico que la crítica le ha colocado, aunque sea cierto que la literatura y el cine le funcionen para dialogar con el pasado. Como cierto es también que su retrato -en singular, pues su obra no puede entenderse sino como una suerte de Comedia Humana del siglo XX- de los terrores y miserias de la ocupación, valorada por la Academia Sueca, es tan evocador como valiente. Pero, ¿acaso no tratamos todos desesperadamente de no olvidar lo que hemos sido o a quienes hemos amado? La hierba de las noches, su última novela, estrena la autoficción poético-policial. Un noire seductor de quien escribió una pequeña obra monumental: Pedigrí. (La Vanguardia)

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11 de octubre de 2014
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La edad fértil

No sé muy bien a qué permiso de paternidad se refería Mónica de Oriol, del que, en sus polémicas declaraciones, aseguró que “afortunadamente” también disfrutan los hombres. ¿A los distintos proyectos de ley, ya amarillentos, que desde hace siete años se van posponiendo porque siempre hay algo más urgente que reconocerle al padre sus derechos y sus responsabilidades? Porque, de las palabras de la presidenta del Círculo de Empresarios criticando duramente las regulaciones que protegen la maternidad, se sobreentiende que las funciones del padre se liquidan en los quince días de recreo actuales. Los mismos que por casarse -sea en primeras o cuartas nupcias-, otro chiste propio de la obsolescencia cultural que nos ampara. Que Oriol haga apología de contratar a mujeres de menos de 25 o por encima de 45 años en detrimento del resto es un disparate. No porque las becarias y las séniors no seamos valiosas, sino porque es la edad en la que el talento ya ha encontrado el cauce para ser productivo, mientras que la avidez de la juventud incide en la creatividad, el nervio y el reto. Y eso lo debería saber bien la líder de un lobby empresarial. ¿Cómo va a despreciarse a las profesionales con dos másters, jornadas interminables y atisbos de experiencia por estar en edad fértil? Conozco a varias de ellas que han sido madres y su actitud acaso se haya modificado en dos aspectos: se organizan mejor y dimiten de los actos de las ocho de la tarde en adelante. Porque de la irracionalidad de horarios que España sufre más que nadie, no somos responsables las mujeres. No es políticamente incorrecta sino empíricamente indemostrable la percepción del paternalismo de Estado al que indirectamente se refiere Oriol. Todo lo contrario, el Estado ha descansado cómodamente sobre el trabajo no remunerado de las mujeres. Hoy en día, cerca del 50% de las mujeres de todo el mundo trabajan, son mayoría en la universidad, y tienen elevadas responsabilidades en todos los ámbitos. Quien las haga sospechosas de desmotivarse al ser madres es que poco ha ahondado en su experiencia íntima y la construcción de su identidad. Ni en un modelo social que torpedea la realización conjunta profesional-familiar con horarios penosos, escuelas infantiles de pago, permisos paternos en el cajón, contratos basura y salarios inferiores. Ahí descansan algunos argumentos para determinar por qué las mujeres tienen hoy tan pocos hijos. Hay una frase lanzada al vuelo al comienzo de la intervención de De Oriol, acaso la más machista de todas: “El problema no son los consejos de administración, donde se tiene libertad de horarios”, sabiendo de antemano que en ellos sólo hay un 14% de mujeres. Y ese sí es un problema. (La Vanguardia)

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8 de octubre de 2014
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?Catalonian mood?

Somos también nuestro estado de ánimo. A merced de la ventisca que golpea los ventanales, la bruma que cae como una panza blanca o el sol refulgente que nos crea la ilusión de ser nosotros quienes brillamos. A merced de las noticias que acortan la esperanza, las llamadas de teléfono inesperadas, una mirada hostil, una palmada en el hombro, un beso. Mood, lo denominan los anglosajones, alérgicos a declarar su predisposición para afrontar las batallas cotidianas sin pudor. De nada sirve nuestra impecable agenda ni la inclinación a la sonrisa si el sueño desmemoriado ha maleado el inconsciente, o si la lluvia fina tamborilea una balada que hacemos nuestra. No sabemos qué nos pasa, decimos, pero andamos con flojera. O todo lo contrario, estamos pletóricos. La productividad, el consumo, incluso la generosidad dependen de con qué pierna nos levantemos de la cama. El pasado mes de abril, científicos del Georgia Tech, el instituto tecnológico de Atlanta, y de los Yahoo Labs, la división investigadora del gigante de internet, informaron de que un elemento extraño estaba manipulando las reseñas de restaurantes on line. No se trataba de hackers invasores, ni de restauradores haciendo trampas digitales, sino, simplemente, de la influencia del clima. Después de analizar más de un millón de comentarios en webs concluyeron que las reseñas eran significativamente más positivas cuando se habían escrito en un día soleado (de entre 31 y 37 grados centígrados), y que en las críticas aceradas pesaba tanto la cocción excesiva de un pescado como el incesante aguacero que les había mojado los zapatos. La interesante conclusión de los tecnólogos fue que en la expresión de un deseo nos condiciona más el estado de ánimo que nos exalta, incomoda o reduce, que la razón. Un día nos comemos el mundo y al otro nos disolvemos en un pozo de quimeras, aunque lo disimulemos. En el formato de la rutina: la oficina, el coche, la tienda, soportamos al cuerpo en lugar de que este nos soporte. Y logramos negarnos y negar el instinto de supervivencia, además de nuestra capacidad para afrontar lo inmediato. La tendencia a la negatividad (y el pesimismo) se encadenan a la espiral descendente de la procrastinación -mejor lo dejo para mañana, nos decimos- autoboicoteando lo que más ansiamos. La influencia de la felicidad en nuestros intereses y elecciones es un campo fecundo para el marketing y los managements creativos. También para las reivindicaciones. Un sentimiento eufórico, posibilista, enfebrecido, que tanto tiene que ver con el estado de ánimo y su componente emocional -mucho más elevado que en Escocia- recorre estos días las calles de Catalunya. Por ello sus senyeres palpitantes son capaces de manifestarse con paraguas, y de fortalecer la idea del “ahora o nunca”, antes de que lleguen los fríos del invierno.

(La Vanguardia)

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6 de octubre de 2014
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El lujo antisistema

Hubo un tiempo en que el lujo se exhibía con teatralidad, presto a arrastrar el armiño por una escalera alfombrada y untar luego la tostada de caviar como si fuese mantequilla. A pesar de que los años 90 defendieran la desestructuración formal, lo desastrado no acabó de cuajar en la moda: “¡Oh, esta colección es el no finito de Michelangelo!”, escuché en aquel tiempo a la salida de un desfile de Comme des Garçons, las modelos se exhibían con mangas y bajos deshilachados. Servía para sublimar la foto, pero no para vestir la calle. Hoy, en cambio, una reina puede vestir unos ripped jeans, que es como los fashionistas denominan a los tejanos rotos, porque el lujo, además de democratizarse, se ha psicologizado, y su máximo valor es emocional. Pagas por la experiencia que te promete, por el acceso que te brinda a un universo desconocido, más que por su valor material. A excepción de los horteras, ya nadie entiende el lujo como ostentación porque su evolución también lo es de mentalidad. Debe de suscitar imaginarios, añadir a su plus de distinción otro de provocación, proyectar esa palabra cada vez más vacía de significado, “valores”, para conferirle contenido a la marca y venderla como un placer compartido. Esto es lo que, de nuevo, ha logrado Karl Lagerfeld, maestro en reformatear el lujo, en el último desfile de Chanel: El Grand Palais convertido en una avenida de adoquines por donde desfilaba una manifestación. Sus proclamas mezclaban feminismo y frivolidad, coquetería y humor: Desde “Haz la moda y no la guerra” hasta “He for she” “Be different” mientras sonaba “I’m every woman”. A Karl -de madre feminista y preocupado por el avance de la extrema derecha- le gusta rodearse de una troupe de chicas malas, como Elisa Sednaoui, la DJ Leigh Lezark o su última protegida, Cara Delevigne, que junto a la soberbia Gisèle Bundchen se metieron en el papel con brío dispuestas a demostrar que protestar es tendencia. Que nos lo digan por estas latitudes, con la piel levantada de tanto salir a la calle con la pancarta. George Clooney, que en más de una ocasión ha sido detenido en manifestaciones, como hace dos años frente a la embajada de Sudán en Washington, ha cambiado la protesta por el bodorrio. Sus más acérrimos fans, que ya le perdonaron tanto anuncio de café, se preguntan por los excesivos fastos venecianos. Amal Alamuddin, que debe de ser una mezcla entre madame Curie y Rita Levi-Montacini, pues de ella se alaba coralmente su inteligencia, acaso porque es guapa, es ya Amal Clooney. Una belleza libanesa de boca y nariz grandes, espigada como una modelo pero que pleitea por causas humanitarias, y exhibe el lujo a lo árabe, rodeada de las mujeres de su familia con esa mezcla obscena que forman un albornoz y una copa de champán. Al Clooney progre se le critica que se haya gastado 10 millones en un show mediático, pero, sobre todo, no se le perdona que haya renegado de su militante soltería y haya exclamado con ojos de corderito: “¡Qué bien se está casado!”. Las gladiadoras Se llaman Marta Xargay, Anna Cruz, Laia Palau, Alba Torrents, Nuria Martínez o Luci Pascua, algunos de los nombres-estrella de la selección española a las puertas de jugarse el título del Mundial de baloncesto. Sus movimientos en la cancha son tan plásticos como poderosos. Deberían de ser referentes para las jóvenes: espigadas y generosas, compiten con gozo y esfuerzo y contrarrestan la falta de fuerza física con creatividad y trabajo en equipo. Aunque las informaciones que tienen como protagonista a las mujeres deportistas apenas superan el 10% de todas las noticias de deportes, estas jugadoras-algunas compiten en la WNBA- vuelven a evidenciar que una de las pocas cosas que funciona en este país es el deporte. Diplo-gay-power “La fiesta más gay del embajador estadounidense James Costos”, así titulaba uno de los grandes diarios del país la crónica sobre la party que celebraba a partes iguales la rentrée y los dos años de Costos y su marido, el interiorista Michael S. Smith, en Madrid. Al igual que el embajador de Francia, Jérôme Bonnafont, también casado con un caballero, la diplomacia estelar ha sacudido bien las alfombras Y la verdad es que lo fue, con champán californiano y baile desenfrenado. Desde Miguel Bosé, Javier Cámara y Boris Izaguirre a Amaia Salamanca, Lorenzo Castillo, empresarios e incluso marines… Y, en cambio, los políticos brillaban por su ausencia. ¿Por miedo a las nuevas costumbres, al diplo-gay-power, a salir o entrar del armario? Taladra opacidades Es una de las escritoras más electrizantes del panorama y su último libro, El mundo deslumbrante (Anagrama) según Christina Paterson del Sunday Times es “de esas novelas que te hacen llorar (o casi) y pensar”. Desde que leí La mujer temblorosa -una erudita exploración sobre la relación entre cuerpo y mente- percibí que la voz de esta hija de noruegos nacida en Minnesota taladra opacidades y abre percepciones, y en eso consiste la buena literatura. Harriet Burden, su última protagonista, es una artista ninguneada que destapa un machismo más sibilino que el del tenis que aún impera en las artes y letras. Tiene toda la razón: ¿cuándo se prescindirá, en su caso, de la coletilla “la mujer de Paul Auster”? (La Vanguardia)

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4 de octubre de 2014
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Álamo y bambú

Hay hombres que parecen personajes de novela, aunque nunca les ocurra nada excepcional; y en cambio existen tipos aparentemente anodinos a quienes les suceden asuntos que superan cualquier ficción. Aun careciendo de poses y mohines atormentados, son mucho más interesantes que los primeros, pero su apariencia ordinaria les resta prestigio social. Ya lo decía Oscar Wilde: el verdadero misterio está en lo visible, no en lo invisible. Ahora, las experiencias propias no son intercambiables. Es más, son inverificables. De ahí la brecha que aleja la teoría de la práctica y el deseo de la experiencia. Las mujeres se sienten atraídas por el misterio masculino, aunque a menudo quedan atrapadas en el tópico. De nada sirven las advertencias de los gineceos domésticos en los que se destripa a los alérgicos al compromiso que siguen enamorados de su madre. Una suerte de fatalidad asalta al sentido común, y la atracción hacia una idea de hombre terrenalmente elevada pervive, incluso sin haber podido verificar su existencia, pues el amor no cabe en una hoja de Excel. Dirán: «¡Ah, el cine, con sus héroes irresistibles que lo mismo cantan una balada con voz ronca que andan como si jugaran al polo!». Esos hombres incorrectos que se dan aires de vaquero, por mucho que hoy en día nadie beba ya aguardiente y el desaliño represente un lamentable anacronismo. El ideal se agranda en la imaginación, pero en la realidad se convierte en un mal sueño. Ni la generación X, ni la Y, ni tan siquiera la Z, han podido escapar al perfil de seductor. «Los seductores son como taxis con la luz verde que prefieren las carreras cortas, y la mayoría de las tías quieren una carrera larga, buscan el amor eterno. ¿Aún no te has enterado?», le decía un viejo a un joven en una laya del sur. Solo en las letras de algunas canciones se cuela la palabra «eternidad» relacionada con el amor. A pesar de todo, ¿qué sería el ser humano si no lo moviera un ansia de gran amor? Siempre habrá algo que se nos escape a los hombres y mujeres, aunque hayamos alcanzado una confortable velocidad de crucero. Hace años, al terminar una relación, escribí una carta de desamor, decir larga es poco, que terminaba con una frase absurda: «Prefiero ser álamo que bambú». Recibí su respuesta en una sola línea: «¿Qué significa lo del álamo y el bambú?»

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2 de octubre de 2014
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Secretos y heridas

Los portales de internet se han convertido en los nuevos oráculos de la psicología social, con sus pesquisas moderadamente creativas prestas a indagar acerca de los comportamientos humanos, en la mayoría de los casos con un claro fin comercial. El estudio Top Secret, elaborado por Lastminute.com, un portal de viajes y ocio de última hora, ha consistido en preguntar a 5.500 personas de seis países europeos cómo se comportan cuando tienen que guardar un secreto. Conclusión: a los españoles los secretos ajenos nos queman y, en cambio, somos quienes mejor guardan los propios. Más de la mitad de los encuestados, el 56%, reconoce tener “algo que esconder”. Es más, aseguran que, de hacerlo público, la opinión que se tendría de ellos sería notablemente peor. Incluso que dicha revelación podría cambiar sus vidas. Hace unos días el hijo adolescente de una amiga le comentó que todas las familias escondían un secreto, y le preguntó cuál era el suyo. “No creo que nosotros lo tengamos, pero me pareció curioso el concepto”, me contó la madre. Existe un momento en el que todos queremos hurgar en nuestras raíces: algunos bucean en su árbol genealógico e incluso en la heráldica. Otros husmean en cajones y baúles en pos de la escena universal del hallazgo de una misteriosa foto que le cambia a uno la vida, o se lanzan a esa búsqueda literaria tras una palabra furtiva, atrapada entre humos de habanos y manteles manchados de café, de una historia prohibida. En el secreto que Jordi Pujol mantuvo 34 años -que ni siquiera compartió con su hermana- hay un hecho irresoluble: permanecer media vida con una mancha en la frente es algo parecido a convivir con una mentira que el propio embustero acabará creyendo. A veces porque el traje que creemos habernos hecho a medida a fin de envolver nuestra identidad tiene unas sisas demasiado anchas para nuestras espaldas, aunque insistamos en presentarnos con él para salvaguardar un secreto que emergería al desnudarnos. Y al que deberíamos responder desde la vergüenza, el desprestigio o el dolor. Había algo en aquel Pujol del Parlament que no estaba escrito en el folio. Y era su herida abierta. Ni el mito forjado sobre el personaje, el del molt honorable ingeniero de Catalunya, ha resistido la confesión de su secreto, y de ahí esa respiración agitada y los alaridos. “El miedo de perder lo que uno no tiene o de no llegar a temer lo que uno persigue es lo que hiere, lo que da forma a la vida”, escribe Josep Pla en El quadern gris. La herida debe ser cauterizada, pero primero hay que anestesiar el impacto del secreto, el mismo que antaño se entendía como vida privada pero que hoy, afortunadamente, es vida pública.

(La Vanguardia)

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1 de octubre de 2014
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Sin vísceras

El pasado miércoles, la tertulia de La noche en 24 horas de Televisión Española arrancó con la noticia de la detención del pederasta de Ciudad Lineal en Santander, y una advertencia por parte de su conductor, Sergio Martín: nuestros contertulios se preguntan si no se ha sobredimensionado esta noticia, copando la atención de los medios; luego lo analizaremos, vino a decir, sin que la cita sea textual. Salté de la butaca. ¿Que el alborozo por la detención del presunto depredador que se paseaba por los parques infantiles y que llegó a drogar y violar a cinco niñas era una cortina de humo para tapar el inminente choque de trenes en Catalunya o la marcha atrás en la nueva ley del aborto y la dimisión de Gallardón? Me pregunté qué tipo de disfunción había espesado la mirada de los yonquis de la política para no considerar como un asunto político de primera magnitud la seguridad de nuestras hijas. Para mí lo es: tengo una de seis años y me produce angustia leer “chuches con Orfidal” o “las bañaba antes de soltarlas para no ser rastreado”. Comparto por tanto la sensibilidad social que esta semana, a la salida de los colegios madrileños, ha alfombrado el inicio de otoño, aunque aderezada con un extraño pesar: esos coches de segunda mano cruzando la ciudad, con las pequeñas dentro, delante de nuestras narices conducidos por un narcisista de libro que hinchaba sus músculos en el gimnasio. La policía consiguió encontrar la pista de Antonio Ortiz gracias a los detalles recordados por las niñas. Pienso en la crueldad que ha marcado a fuego su ingenuidad, como en el caso del apuñalador xenófobo de Lleida, de origen chino, dominicano, japonés…, y en el ovillo que ahora deberán deshacer para abandonar el infierno y domesticar el miedo. Se ha alertado ya acerca de la siguiente paradoja: se debate si los registros de pederastas deben ser públicos (el Gobierno ya lo anunció), pero resulta que Antonio Ortiz, que fue condenado por violar a una niña en los años noventa, no estaba fichado como agresor sexual. En la sociedad pantallizada que estrena el iPhone 6 pervive una oscura lacra, la represión sexual liberada desde distintas parafilias y patologías criminales, como el de sentir placer sexual abusando de niños. Unas estudiantes de sociología han realizado un trabajo de investigación con mujeres que ejercen la prostitución. Ni una ni dos, sino muchas, les han confesado que hay machos alfa que las llaman como a sus hijas y les piden que se vistan como ellas. La perversión nunca ha entendido de límites, pero sí el progreso. Y este no es un debate morboso, ni una exacerbada alarma maternal -por cierto, en aquella tertulia no había ninguna mujer-, sino un estado mental y físico que debería cristalizar en un brazo activo de la política social para proteger el bien más preciado: nuestro futuro.

(La Vanguardia)

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29 de septiembre de 2014
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El corral del género y del sexo

Hace unos meses un amigo periodista me preguntó si a lo largo de mi vida profesional me había acostado con alguno de mis jefes, o posibles jefes. “Por supuesto que no”, le respondí. Y mientras me sorprendía de su trasnochada pregunta, él me aseguraba que, al menos entre los de nuestra generación, había sido algo muy común. Vislumbré entonces la escena, mucho más esperpéntica que real, de secretarias o enfermeras ascendidas a gerentes, perpetuando una relación de mando y sumisión. Un modelo casposo y desprestigiado que no sintoniza con nuestra tecnologizada sociedad de la información, donde ni distancia, ni origen, ni sexo son barreras para relacionarse de tú a tú. Las declaraciones de Toni Nadal han servido para evidenciar que, a día de hoy, perviven altísimas barreras invisibles entre los sexos, mantenidas por aquellos que consideran la segregación sexual como parte de una moral obsoleta. La reina Sofía, sin ir más lejos, entró en los vestuarios del estadio Moses Mabhida de Durban la noche que la roja se clasificó para la final del Mundial y se encontró con un Puyol con la toalla en la cintura. La emotividad del momento impedía la atención de cualquier otro elemento que no fuera la propia victoria. ¿Quien iba a pensar, pues, en lo que tapaba la toalla? En cambio Toni Nadal, que se autodefine como mojigato y clásico, debió de pensar en eso cuando se enteró que Gala León sería la nueva capitana española de la Copa Davis. Y brotaron palabras innecesarias: meadas, tíos en pelotas… el “qué sabrá esta tía”. Pero no torzamos el gesto tan rápido ante lo que podemos considerar vestigios de rancio machismo en tiempos de ombligos al aire, calzoncillos a la vista y torsos Toblerone. Es preocupante que no exista aún una clara noción cultural y científica acerca de la sexualidad. Iracundos votantes del PP en favor de la frustrada nueva ley del Aborto (que en realidad queda fuera de la agenda política por la salida de Rouco Varela y una conferencia episcopal más moderada) fueron a Génova a gritarle “maricón” a Rajoy, como si eso fuera un insulto. Esta semana, en Nueva York, se aplaudía el discurso sobre las formas de entender y respetar la sexualidad dibujado por Emma Watson en la ONU: “Ha llegado la hora de que percibamos el sexo como un abanico, no como dos ideales enfrentados”. No me extraña que hagan ruido en las redes quienes prefieren ir de cínicos vilipendiando su discurso, tildándola de “zorra feminista” o “puta” y amenazando con hackearla. Con qué altura interpretativa imprimiendo emoción justa logró comunicar esta actriz, la muchacha de Harry Potter, el mensaje de una igualdad sin resquemores. Watson acabó parafraseando a Burke: “Todo lo que se necesita para que las fuerzas del mal triunfen es que haya mujeres y hombres buenos que no hagan nada”. Tan valiente, tan joven, pronunciando desde su verdad un viejo discurso: no teman a la palabra “feminismo”, no tiene que ver con odiar a los hombres, sino con que unos y otras tengamos los mismos derechos. Silenciosa sirena Adelaida García Morales empezó a escribir imitando a su madre “una mujer distante que se encerraba con su máquina de escribir, pero que nunca llegó a publicar”. Pasarían tres décadas hasta que ella viese publicada su opera prima, El sur, que quien fuera su marido, Víctor Erice, inmortalizó en el cine. Exquisita, dulce y al tiempo afilada: “Aquella noche sentí que el tiempo es siempre destrucción”. Su hijo mayor, Galo, ha contado que enferma, renunció a escribir, que pasaron estrecheces económicas y que se arrepentía de algunas de sus últimas novelas. Leí El silencio de las sirenas con veinte años, y nada volvió a ser igual. Quien la haya leído entenderá la sensación de haber compartido una historia secreta, un vínculo que ni la muerte puede romper. ‘Bullers’ de alta cuna Por mucho que Escocia haya estado a punto de poner en duda lo de Reino Unido, hay cosas que nunca cambiarán en la elitista Albión. Oxford y Cambridge y sus clubs de hooligans de alta alcurnia son el ejemplo perfecto. Periódicamente reaparece en los medios una foto del Bullingdon Club de Oxford allá por 1987; y no lo haría si no fuese porque dos de sus altivos miembros eran David Cameron y Boris Johnson. Coincide ahora con el estreno de The riot club, que narra las desnortadas juergas de un club que es un trasunto de los bullers (y nos presenta, de paso, a los hijos de dos grandes actores británicos, Max Irons y Freddie Fox). Cameron ha confesado sentirse “avergonzado” de la foto. ¿Se reconocerá en la película? El dedal de oro Cuando residían en Madrid, me encontré en un par de ocasiones a los Beckham almorzando en Piu di Prima; él, cálido y cercano; ella con sonrisa avinagrada. La llamaban preanoréxica y la pintaban obsesionada con la imagen y el dinero, además de vanagloriarse de no haber leído un libro. En el 2007 estrenó marca propia; un capricho más. Pero hoy vende en 60 países y acaba de abrir tienda en el exclusivo barrio de Mayfair. Tan centrada está en su negocio que ni apareció en la inauguración -tenía trabajo en Nueva York- y mandó a su marido para la foto. Desde Suzy Menkes a Annie Wintour y los críticos de moda más sagaces han reconocido tras la marca Victoria Bekham a una diseñadora de altura, eso sí, mujer de pocas y funestas palabras.

(La Vanguardia)

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27 de septiembre de 2014
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Misandria

¿Ha tenido alguna vez la curiosidad de preguntarse si para un tipo de mujeres usted es un fresco o un brother, un «bro mudo», una especie de calzonazos que se moja lo justo en asuntos de igualdad? En estas dos categorías dividen a los hombres los miembros de Misandry Book Club (misandria, odio a los hombres, lo opuesto a la misoginia). En Instagram se agolpan jóvenes feministas que con afilado sarcasmo y gran despreocupación han convertido los comentarios misándricos en juego de salón. No sabe con cuánto regocijo celebraron en dicho club la noticia de la Atlantic City Lab según la cual todas las personas que han muerto por un rayo en lo que va de año eran de sexo masculino. Las flechas del tiempo se invierten: hace apenas un siglo, quemaban a mujeres sospechosas de ser brujas. En cambio, hoy a partir de esta noticia, más de una se anunció con poderes, como autora intelectual del rayo mortal. Desde algunos blogs masculinistas, otro término en alza, se denuncia muy en serio esta moda de ridiculizar a los hombres y se pide que se sustituya en las frases más deleznables la palabra hombre por la de negro, a fin de hacerse una idea del delito. El efecto es demoledor: «los negros no saben pensar y mascar chicle a la vez». O «la mayoría de negros solo piensa en el sexo». Pura xenofobia y sexismo. Y el tan manido lugar común de que los hombres tienen un pene en el cerebro, sin calibrar las crisis de masculinidad que ello habrá desencadenado, y más ahora, que la salida de casados del armario se ha convertido en una pasarela de primavera-verano. Las misándricas irónicas creen que meterse ?siempre con buen humor? con los hombres funciona como altavoz para echar a los más ineptos del poder y sustituirlos por un puñado de mujeres sobradamente preparadas. Crear estado de opinión, lo llaman. Y permanecer en alerta ante los errores del enemigo, tal y como practican los feroces lobbies en Estados Unidos. Es muy probable que usted, lector de Icon, sea un tío majo de los que saben reírse de sí mismos y más aún con todos estos chistes de hombres inútiles. En realidad, no se siente aludido. Proverbial amigo de las mujeres, es alguien tan excepcional que nunca le han tenido que preguntar: «¿Me quieres?» El tipo de hombre que de vez en cuando le coge prestado el ¡Hola!; que huele el frasco de su perfume a escondidas y que detesta a los machotes que en las pelis porno besan a las chicas en la boca como si le succionaran el clítoris. Le duele la insensibilidad y la cabezonería, los machitos y los micromachismos, el «mujer tenías que ser». Pero, a pesar de su lado femenino, considera tan zoqueta la misoginia como la misandria, y desde luego no está dispuesto a que le parta ningún rayo. (Icon)

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26 de septiembre de 2014
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El Boomeran(g)
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