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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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A pie de calle

Dice que ante el espejo ve a una mujer de 57 años con la historia que ello comporta. Y que de su rostro le gusta casi todo, también su cabeza por dentro. Respira el pálpito de la calle, bien alejada de los sillones verticales en despachos caoba, porque M.ª José Lecha es mujer de sentarse con las piernas cruzadas. Su olor preferido es a naranja y madera. Su planta, la retama; su color, aceituna; su canción, Cançó de fer camí, un poema de Maria Mercè Marçal. Define su estilo como “natural”, y no considera la política como un oficio. Lecha desprende las libertades anidadas en el pedaleo de asamblea y las movilizaciones plurales donde perroflautas, 15Mistas y demás nombres compuestos cuestionan la política con corbata. El ademán de Lecha es propio de quien no entiende de modas -ni quiere-. Desafía la hipermodernidad con sus camisetas de colores, la coleta que parece hecha sin mirarse en el espejo y sus gafas de pasta anaranjadas. Parece decir: “Lo que veis es verdad, aquí no hay dobleces ni caras B”, ni una imagen pública ni otra privada, aunque defienda a ultranza su derecho a la intimidad. Su compromiso social transpira bajo su fiel fular enroscado al cuello, con ese aire progre que le habrá ayudado a enfrentar protocolos melifluos en el hospital de Sant Pau. De su experiencia profesional habrá escuchado infinitas historias difíciles: “El dolor de los otros provoca empatía”, asegura. Si atendemos a su expresión, lo primero que se aprecia es que no abunda en tablas mitineras. No vende experiencia, sino convicción. Frente al discurso-rodillo habitual en campaña, ella a veces titubea, habla muy despacio -incluso demasiado para nuestros tiempos cardiacos-, y aun así comunica. Su tono es bajo, y ello contrarresta la radicalidad de su discurso, bien alejada del tópico de “la extremista dando gritos”. Pide más libertad en la calle -”las libertades que reivindico darían para llenar entrevista enteras-, incluso para quienes quieren vender su cuerpo. De las prostitutas ha aprendido “la dignidad en la exclusión”. Lecha creció en el barrio de Hostafrancs y ahora vive en Fort Pienc, popular en el mejor sentido de la palabra: “Que es peculiar del pueblo o procede de él”. Y no se cansa de repetir que huyó despavorida de una vivienda en la avenida Gaudí debido a la masificación turística que ahora combate políticamente. La suya es una política de boca a oreja, de escalera de vecinos y autogestión: de defensa de lo público y límites a lo privado. Una política reverdecedora, que recuerda aquella lección de Nietzsche sobre lo que en verdad importa de un árbol: la mayoría cree que es el fruto, cuando en realidad es la semilla. Pero las semillas arraigan difícilmente en el cemento. (La Vanguardia)

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21 de mayo de 2015
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A la suiza

Haber cumplido los 50, hace tan sólo dos décadas, marcaba a las mujeres a fuego; o mejor dicho, venía a ser algo así como el elixir de Lewis Caroll: las empequeñecía hasta hacerlas invisibles. Cualquier intento por validar su feminidad resultaba tan heroico como fuera de contexto, por lo que causaron sensación las pioneras que sortearon la edad sin perder cintura ni encanto, pero sobre todo habiendo alcanzado el poder. Hoy, cuando Hillary Clinton -que cumplirá 68- se presenta como candidata a la presidencia de EE.UU. o Aguirre y Carmena se disputan la alcaldía de Madrid sin ganas de jubilarse, las cincuentonas, hijas del baby boom se han plantado en la política con la misma naturalidad que sus colegas. Carina Mejías, que considera a Hillary uno de sus grandes referentes, sabe que la corrección es un grado, y que flaco favor le haría a su imagen si comportara alguna estridencia, porque ahí es donde suele hacer daño la tuitología. La imagen de las mujeres públicas continúa provocando comentarios de verdulería en los confidenciales, pero también en las tribunas. Trajes de corte ejecutivo al estilo Sheryl Sandberg -blazer y camiseta-, más pantalón que falda, apenas joyas, cara despejada, y los rictus precisos de la edad sin relinchos de botox. Una de las partes de su físico en la que más invierte es el cabello, con su melena mechada, de peluquería, que ha ido enrubieciendo,puede que para dulcificar el cartel o por cuestiones prácticas. Una mujer con aplomo, algo seca dicen algunos, estirada, que se muerde los labios, dicen otros. Ella encarna la moderación y la seguridad: “Arriesgar todo o nada no va conmigo”, ha dicho. Declara con orgullo que es hija de una familia tradicional -de padre militar y numerosa- y que ella misma ha constituido otra. Le pregunto qué entiende por ello, y sale por la tangente: “Una pareja con un proyecto de vida común”. Prefiere no autonombrarse feminista, “creo en la igualdad de oportunidades”. Su censura al burka fue una de sus grandes batallas. Su oferta política se basa en la prudencia, el legalismo -es abogada- y la experiencia -fue diputada en el Parlament por primera vez, por el PP, de la mano de Piqué-. Tranquilidad al frente de un buque que, ante todo, no quiere bandazos. Lo que me trae a la cabeza a Orson Welles, de quien se celebra el centenario estos días, que en El tercer hombre daba una taxonomía de la política: “Durante treinta años, bajo los Borgia, Italia sufrió guerras, terror, asesinatos… pero produjo a Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal: quinientos años de democracia y paz. ¿Y qué produjeron? ¡El reloj de cuco!”. Mejías podría ser una política suiza, cuya principal misión -dictada por su jefe, Albert Rivera- es la de aplicar detergente con lejía al cuco. (La Vanguardia)

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20 de mayo de 2015
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En palabras del poeta

No existen dos disciplinas más antagónicas en cuanto a la naturaleza del oficio: la política y la poesía. Sentirse llamado a hacer grandes cosas para mejorar el mundo, frente a la soledad desmañada de quien arranca pequeños sorbos de palabras con la voluntad de mejorar la cuartilla. Pero, a la vez, la larga tradición que las une demuestra que al político le empuja una impe­riosa necesidad, una fijación, de arañar algún verso para ennoblecer su discurso. Bien lo saben quienes los escriben: deben de ser certeros en su elección, en la procedencia del autor y su idoneidad. ¡Qué fatigados deben estar los espíritus de Cervantes, Machado, Espriu, Pla, Borges o Neruda, por citar algunos de los que no suelen fallar en las alocuciones de los cabezas de cartel! Con demasiada frecuencia los versos son pronunciados frente al atril, sea mitin o discurso solemne, como un pegote de silicona, un embe­llecimiento fútil que, lejos de provocar una corriente de electricidad entre la audiencia, de sentir el cosquilleo de las imágenes que el poeta sacó de su prodigiosa chistera, produce una sensación pretenciosa e incluso amarga. Aún recuerdo aquellos días azules que un bucólico Mariano Rajoy deseaba a todos los españoles: “Tendremos un mañana colmado de días azules y soleados”, voceó en un pueblo de Cá­ceres. Posteriormente, en una entrevista, Gloria Lomana le preguntó por su inusitada poética, y el presidente le explicó que había fusilado a Machado y Pessoa. Un retruécano imposible propio de un estudiante de secundaria: los últimos versos escritos por el poeta andaluz: “Esos días azules y ese sol de mi infancia”, fusionados con la saudade del portugués: “No sé lo que traerá el mañana”. En su último acto como alcaldesa, Ana Botella quiso también embellecer su verbo, y según las crónicas “tomó prestadas las palabras del poeta Joan Margarit para decir que ‘pese a todo y siempre, en los peores momentos, mi familia ha sabido hacerme misteriosamente feliz’”. ¡Qué extraña pareja: Botella y Margarit! Cuando los nuestros viajan fuera, salen preparados, a la manera de Artur Mas en una reciente conferencia en la Universidad de Columbia de Nueva York. Por un lado, tuvo buen gusto al elegir a un exquisito de la poesía norteamericana, Robert Frost, y su El camino no elegido, pero hizo de él una interpretación errónea. Se trata de unos versos populares, que conocen bien los universitarios, y que derraman un lúcido estoicismo: “Dos caminos se separaban en un bosque, y yo¿ yo tomé el menos transitado. Y eso lo ha cambiado todo”. El propio Frost advirtió de su trampa: no hay un camino más difícil que otro, son casi iguales, pero lo que hace la diferencia es la decisión que uno toma. Bien lo sabe Susana Díaz, que estos días no precisa sonetos, acaso de haikus, y que en su soledad errante habrá recordado aquel consejo que un día le diera su padre: “Niña, no te metas en política”. (La Vanguardia)

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18 de mayo de 2015
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Idealista y resolutivo

En algunos partidos, los profesores han recalado en sus filas con el pálpito de aunar realidad y utopía. “Soñar participa de la historia”, escribió Walter Benjamin, aunque también desaconsejaba relatar los sueños en ayunas para no delatarse a uno mismo mostrando su ingenuidad onírica. No significa ello que los profesores de ERC que han paseado la camiseta de número uno -Carod, Ridao, Junqueras, Terricabras¿- sean unos ingenuos soñadores que han cambiado las aulas por el cartel electoral porque las primeras no alcanzaban el tamaño de sus sueños. Hombres de cultura, que diríamos, y alguna mujer -menos- han participado de un proyecto impregnado de las cuatro barras como santo y seña: malalts d’amor pel seu país, petit. Alfred Bosch es un escritor, viajero, políglota y docente que cuando cumplió 50 años, en lugar de comprarse un coche más grande se metió en política. No admite que el revoloteo existencial fuera la causa de esa migración: “Siempre he creído que en realidad la política me eligió a mí, porque hoy se acerca más a la historia y la creación que a la transacción”. Hijo del Eixample, educado en un colegio británico, apasionado por África -escribió sobre Mandela, L’home-Deú- y recibió la bendición de José Manuel Lara, que editó sus libros, ambientados en la historia de los tiempos. Bosch considera a Maragall su principal mentor -nueve años a su lado colaborando en el proyecto olímpico- y a Dickens su referente literario. Sus críticos le reprochan que su escritura sea más de sentencia que de relato, de acción que de diálogo, de factura prieta más que expansiva. El joven Alfred ya soñaba con escribir. Lo atestigua servidora, cuyo conocimiento del candidato se remonta a los tiempos de l’AJELC (Associació de Joves Escriptors en Llengua Catalana), cuando la Generalitat organizaba los Jocs Florals para los chavales -un año, incluso Josep Vicenç Foix los entregó- y regalaba viajes como premio: “Me conociste en los dos años más prescincibles de mi vida”, apostilla. Ya lo decía Caballero Bonald, “quien recuerda, miente”. Alfred Bosch, con sus ojos azules de párpados caídos y obnubilados -”es lo que más me gusta de mi cara, esos ojos extrañamente bonitos que me ha regalado la genética”- y su pelo rizado, mostraba ya el talante de quien quiere llegar muy alto en la vida. Si Alberto Fernández tenía algo del rubio de los Pecos, Bosch lo tiene del moreno. Nunca ha acabado de encajar dentro de un traje, los lleva demasiado holgados. De vez en cuando se planta una corbata morada para no olvidar la vieja dama que descansa en su apellido político. Le pregunto por su estilo, y no responde con marcas ni prendas: “Idealista d’anar per feina”. De los que cuentan los sueños bien desayunados. (La Vanguardia)

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17 de mayo de 2015
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Sobre ruedas

Ser de los pequeños de una familia numerosa -el octavo de diez- puede imprimir un carácter entre tenaz y aventurero, y más con un padre militar de carrera que ganó una guerra. Los benjamines siempre acaban escuchando el final de la película, que los mayores se pierden, extraviados en sus fantasiosas urgencias. Pongo imaginariamente a Alberto Fernández Díaz frente al espejo, y su reflejo me devuelve una masculinidad rubia de sonrisa delgada y gesto como de acabar de comer un pomelo; una fusión del rubio de los Pecos con Sete Gibernau, ¿o es de Josep Maria Cullell con dos cuarterones de Antonio Gasset? A fuerza de observar los rasgos del candidato popular a la alcaldía -su mandíbula redonda, los lagrimales muy juntos, que traen un aire casi de ciencia ficción- el parecido con su hermano ministro se desvaneceen el dibujo, pero a la vez permanece en forma de sombra. Los hermanos poderosos siempre han sido codiciados, salvo en política, donde la sombra del nepotismo es heladora. En la gran pantalla, las pistas de Wimbledon o en una junta de accionistas son curiosos, invencibles, envidiables… como Warren Beatty y Shirley McLaine, Venus y Serena Williams o las Koplowitz. Pero en los partidos y las administraciones nunca vendieron bien: de los nefandos hermanos de Guerra a los oscuros deudos de Guindos o Mayor Oreja. Los Fernández Díaz simbolizan dos épocas diferentes, aunque comparten pertenencia y una infancia aragonesa. Más laxo en las formas, municipalista infatigable y pactista irredento, amable pero con prontos. “Tiene un lado visceral”, me cuentan desde su entorno. “Un exotismo que forma parte del paisaje, no chirría en el escenario. Y amortiza sus votos”, me describe uno de mis oráculos periodísticos. Su afición por las motos ha permitido disfrutar de lo lindo a los fotógrafos. Cuentan que, de joven, se pagó su primera Vespa encolando carteles de publicidad por las noches. Mira por dónde, ahora Varoufakis -más Ángel de Prada que del Infierno- universaliza la imagen del político motero por la que Fernández Díaz ha luchado tanto, llegando a presentar una propuesta municipal para que el carril taxi-bus también lo fuera de ciclomotores, y Harley, su pasión. Sempiterno cabeza de cartel pepero y veterano en el Consistorio, Alberto se ha mantenido incólume en su defensa de la ciudad. Hay bandoneón de tango en su historia: austero -vive en la misma casa desde hace 25 años-, forofo del Espanyol, y se casó el año olímpico con una vecina de la escalera, fiel al consejo de algunas madres barcelonesas: “Hijo, cásate con una chica de tu misma calle”: sorpresas, las justas. (La Vanguardia)

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15 de mayo de 2015
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El elefante, el rey y Pablo

Pablo Iglesias, ante el Rey Felipe VI en la Eurocámara, demostró cuatro cosas: 1) que cree en los marcos mentales; 2) que en política la llave es tener un buen relato; 3) que, lejos de ser corrupta, la metáfora es tremendamente esclarecedora; y 4) que va de listo. Según las teorías de George Lakoff, autor de No pienses en un elefante, los marcos de referencia son estructuras mentales que conforman nuestra forma de ver el mundo. No podemos acceder a ellos conscientemente, pero sí por sus consecuencias y a través del lenguaje. Por ejemplo: el elefante es un símbolo republicano en Estados Unidos, de modo que ningún demócrata debería de utilizar esta imagen si quiere expresar una voluntad de cambio social. La narración de Pablo Iglesias consistió, de entrada, en poner en escena un falso salto del protocolo porque en verdad todo estaba tácitamente controlado. El político de Vallecas había advertido al séquito real que entregaría un regalo a Felipe VI, y al no ir empaquetado todos supieron, escoltas incluidos, de qué se trataba. Aun así, la metáfora de Iglesias funcionó a la primera enviando dos mensajes: que el líder de Podemos, con la espalda de su camisa arrugada y su coleta progre, es osado, capaz de sorprender a la audiencia y traspasar la línea hierática del saludo; y dos, que con su ocurrencia trataba de darle una lección al monarca: ?Véala si quiere saber lo que pasa en política en su reino?. Juego de tronos, ese cruce hipster de Shakespeare y Tolkien ?basada en las novelas de George R. R. Martin, un escritor norteamericano de género fantástico de culto?, trata de las intrigas y luchas dinásticas entre diversos linajes por el control del Trono de Hierro del continente de Poniente. Nombres míticos para mirarse en el espejo de la ficción utiliza esa izquierda cada vez más pulida con piedra pómez a fin de rebajar su discurso antimonárquico hasta el punto de afirmar de que, si llegara al poder, trataría de convencer al Rey de que la (deseable) legitimidad le obliga a ser votado por la ciudadanía, por lo que debería someterse al refrendo popular. Hay momentos en que la escena política española parece no tanto una serie de moda como una nueva y soporífera entrega de ladrones y policías. El fango ha cubierto la gloria y la desafección ha barrido el respeto de antaño a los representantes públicos, muchos de ellos estafadores bicéfalos: mientras una cabeza hablaba de deber y responsabilidad a los ciudadanos, la otra se burlaba del fisco y abría la mano a la chita callando ?expresión de naturaleza inquietante?. El bipartidismo se ha convertido en porciones de quesitos que, del naranja al morado, alteran el pantonario que hasta ahora ha coloreado España. Por ello, un político experto en comunicación como Pablo Iglesias sabe que sólo a través de la empatía y de la construcción de nuevos marcos mentales podrá investirse de la credibilidad y del estilo propio necesarios para mover las ideas, esas grandes rocas que ni en sueños conseguimos arrastrar montaña abajo. (Icon)

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14 de mayo de 2015
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Uñas rotas

Hace tiempo que advierto la proliferación de locales de manicura en las ciudades de todo el mundo: pequeños establecimientos con olor a esmalte que hacen las delicias de las mujeres, sean ejecutivas o becarias, con precios inferiores a los quince euros. La manicura se ha democratizado, dejando de ser una coquetería ­propia de privilegiadas, y hoy iguala clases y condiciones a diferencia de los limpiabotas, servicio cada vez más escaso y desfasado. Una brigada de profesionales chinas o colombianas -muy cotizadas estas- ha pasado a ser la solución benefactora para las manos de las mujeres torpes o que andan demasiado atareadas para cortar sus pieles muertas. Se sientan frente a ti, con la espalda encorvada, cuencos de agua caliente y pequeñas toallas en el regazo mientras van tomando tus dedos, uno a uno, entre sus manos silenciosas que exfolian, masajean y aplican gel permanente. A veces adviertes que su silencio no es blando sino azul, como los blues. Y que bajo su bata blanca habita un cuerpo agotado y una vida subrogada. ¿Por qué el nuevo código estético puede tolerar casi cualquier cosa -unas zapatillas deportivas, un piercing en la lengua, una orgía de pulseritas roñosas-, pero difícilmente admite la visión de unas uñas estropeadas? La fiebre de la manipedi ha dado nuevos bríos al sector de los esmaltes de uñas, con un crecimiento espectacular y un pantonario que va del azul pitufo al amarillo Simpson, pasando por el rouge Chanel. Y no es fácil explicar este boom en nuestros tiempos low cost, por mucho que las ciudades sean parques temáticos colonizados por marcas globales y su uniformidad ha sido clonada de norte a sur. Se calcula que en EE.UU. existen ya 17.000 puestos de manicura, y en la modélica Nueva York el crecimiento es descomunal: tres veces mayor que en Los Ángeles o Chicago. De hecho, The New York Times ha realizado un recuento sorprendente: en un solo barrio del Upper East Side los nails triplican a los Starbucks. A las 8 de la mañana, cuenta la cronista, de maltratadas camionetas Ford saltan mujeres en su mayoría asiáticas; el mismo estilo que con los trabajadores de la construcción. Trabajarán entre 10 y 12 horas, y, si ­demuestran capacidad, entonces puede que a los tres meses ganen entre 10 y 60 euros al día. En algunos ­salones de Harlem deben pagar para beber agua. Mujeres pobres a las que su supervisor les ha cambiado el nombre -Sherry o Betty en lugar de Ma Lea- cortarán los callos y rebajarán durezas de los pies de algunas millonarias con sandalias de Prada y diamantes de H. Stern. Hay quien dice: “Me he hecho las manos”. Otras las pierden, en esa dinámica perversa que dilata la brecha entre servidumbre y servicio. (La Vanguardia)

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13 de mayo de 2015
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Águila roja

Dice un proverbio japonés que un hombre es el espacio que ocupa. Si fuera así, podríamos decir que Collboni es un hombre multiespacio, que de los lavaplatos y las tuberías de la política ha pasado al escenario con la plena convicción de que el atril es hoy es el lugar correcto. “Coll-bo-ni- no es tan difícil”, reza su publicidad mediática, recordando los estragos que tuvieron que pasar algunas cabeceras de prensa internacionales para hacer cuajar su nombre, que al principio la gente pronunciaba con gran exotismo. Además de masticar su apellido, su campaña -dirigida por el también polivalente Risto Mejide- quiere ser poco política “para conectar con lo que quiero comunicar: el sufrimiento de mucha gente como consecuencia de la crisis, y con lo que se puede hacer desde el Ayuntamiento”. Collboni tiene una sonrisa de hombre serio, tenaz, de quien al escuchar aprieta los labios en lugar de interrumpir. O del que parece que nació para decir “no fotem” sin que suene a “basta ya”. Una sonrisa inglesa que a veces chispea y otras endulza, y que parece convincente tanto cuando habla de amor como de empleo. Algunos creen que no era necesario su parpadeo submarino de Con el agua al cuello, ese video-performance con eslogan que emula el No surprises de Radiohead y que tanto ha gustado a los hipsters. Pero Collboni saca el pecho del chaval concienzudo que fue delegado de clase, o del joven socialista que bautizó un gay power barcelonés, consiguiendo un cambio histórico que incluyó el matrimonio homosexual. Lo celebró casándose con su pareja, Óscar Cornejo y entre los invitados, la UGT se mezcló con Sálvame. Barba muy perfilada, a lo Tom Ford, canas de experiencia (pero sin pasarse) y un gris que suele ir con los trajes, sobrios, casi pijos, pero sin el exceso madrileño. A diferencia de Hereu o Navarro es el único mandatario del PSC que se siente cómodo con su chaqueta. Posee gustos florentinos, como las primeras enciclopedias ilustradas de finales del siglo XVIII. “A Jaume lo comparo con un águila, pero no de rapiña, sino imperial; no lo ves pero lo controla todo” dice su amigo Gerard Guiu, director de proyectos del Barça. Collboni se declara un optimista de la voluntad y habla en términos propios de coach: “La capacidad de resistencia es la capacidad de resistir la soledad”. Su relación con los aromas está bien documentada en su creciente videografía: en uno de sus retratos, se le graba oliendo jabones a granel y elige el de aroma a magnolia: era el árbol de su infancia, en Premià de Dalt. La magnolia no es huidiza como la violeta, que viene y va, sino que persiste, gozosa. Curiosa exaltación del poder evocador del olfato por parte de un hombre que no utiliza perfume, sólo aftershave.

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12 de mayo de 2015
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La gran vejación

¿Por qué se sigue violando masivamente a mujeres? Aunque sea una pregunta molesta, es necesario seguir removiendo las rocas de ese sinsentido que somete, veja, daña y aliena. Mucho queda por discutir acerca de lo que subyace bajo ese acto de dominio masculino, porque ¿qué placer se puede extraer de un cuerpo doliente, un cuerpo, incluso, a medio hacer, como es el caso de las niñas violadas por Boko Haram, ese ejército de tarados que impone a sangre y fuego el horror? Su único delito es el de nacer niñas y sentarse frente a un pupitre, y hay que subrayarlo las veces que haga falta. Es difícil tragar la información que revela la extrema violencia practicada contra niñas de diez años. Igual de complejo resulta afirmar que esa es la causa de tantos suicidios, el único salvoconducto que tienen muchas para escapar al deshonor y a la herida que no se cierra. Sucede en Pakistán e India, en la República del Congo, Somalia y muchos otros países que, por suerte, están lejos. En España, el maltrato contra las mujeres, a pesar de su condena pública y su legislación, recibe castigos light según han divulgado varias informaciones: un 86% no llega a pisar la cárcel y lo expía con trabajo social, igual que los que cometen una infracción de tráfico. Pero ¿no estábamos hablando de terrorismo doméstico? “Todo ello responde a una masculinidad neurótica que se siente en inferioridad”, asegura Idili Lizcano, fundador de Alqvimia, en un Foro sobre Liderazgo Femenino que pretende ahondar en el nuevo paradigma empresarial comprometido con la igualdad. Lizcano abunda en ejemplos históricos para afirmar que “las sociedades que no respetan a sus mujeres son castigadas”. Que la violencia sexual siga siendo utilizada como arma de castigo informa acerca de la perpetua impunidad de callar una voz y arrancar la libertad a golpe de una bragueta enferma. El oscurantismo, el extremismo religioso, el analfabetismo, la falta de empatía y sobre todo la concepción de la mujer como poco más que un objeto, son los actores principales de este drama tan denunciado como persistente. “Al menos, ahora la consideramos ilícita, cuando hace apenas cincuenta años quien violaba a la criada era excusado, incluso se despedía a la sirvienta, porque se sobrentendía la subordinación sexual de la mujer al servicio de los instintos del hombre. Hoy, en cambio, nadie puede cometer una violación sin envilecerse a sí mismo”, reflexiona el filósofo Javier Gomá al preguntarle sobre esta realidad poco comprensible cuando el sexo acude raudo a golpe de clic. Existe, no obstante, una fatiga de la compasión que se resigna ante los terribles casos del día a día. El cambio de mentalidades -invertir en educación, promoción de la igualdad y endurecimiento de leyes- ha cristalizado pero no lo suficiente como para impedir que la próxima vez que vuelva a escribir sobre la gran vejación todo siga exactamente igual. (La Vanguardia)

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11 de mayo de 2015
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Ada Colau, imparable runrún

¿Qué verá al mirarse? Unas cejas pobladas, sin depilar, que le imprimen carácter; poca broma ante una mujer que no manipula el arco de sus cejas. Ada Colau tiene nombre de novela catalana y una mirada limpia. Hay algo en su rostro de mujer antigua, de pubilla de Terra Baixa o incluso una sobriedad risueña propia de aquellas 13 rosas republicanas. “Una mujer normal, muy normal”, le insistía a Albert Om en su programa El convidat mientras recogía la ropita tendida de su hijo. Parecía una escena del neorrealismo italiano, con su vestido moteado, doblando los pequeños calcetines del bebé que había en el tendedero. Pero ¿cómo va a ser normal Ada Colau a pesar de sus intentos por parecerlo? Se ha forjado un relato bien tejido: inquietud social desde niña, campañas antiglobalización de joven, angustia en casa por no poder pagar la hipoteca, estudios de Filosofía -a sólo un paso, dos asignaturas, de conseguir el título-, aunque acaso Colau lo asuma como una desacomplejada autodidacta que antepone el bagaje al título. No parece fortuito que estudiara Filosofía, bien consciente de la máxima de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente”, y que se dedicara a la interpretación. Si la urgencia del desahucio no se hubiera convertido en cruzada, quién dice que no habría podido llegar a ser una Carmen Machi, provista de esas imágenes populares a las que recurre con frecuencia: “Es como mandar a un zorro a que cuide las gallinas”, o “conseguir el pan entero, no sólo las migas”. “Una ama de casa agradable”, me dice una peluquera rumana cuando le muestro una foto. “Una actriz”, opina su jefa. “Me recuerda a esa vecina comprometida con el bien común, luchadora, práctica, perseverante…, tanto que, al final, acaba resultando cargante y uno la evita en el ascensor”, opina un profesor de Ciencia Política. ¿Y en el pueblo? ¿Qué dirían en mi pueblo?: “Algo hombruna pero franca, valiente. Cuando sale en la tele un poquito pintada, está mucho mejor”. Es una política a la que los anglosajones denominarían single issue: si la sacas de las políticas sociales, su safety zone, su programa es una incógnita, aunque las encuestas le den la alcaldía. En época de bonanza líderes como ella, Manuela Carmena en Madrid o Pablo Iglesias no tendrían cancha para jugar con los bipartidistas mayores. De entre todos, Colau es quien respira una mayor cercanía, y, como la generación Podemos, sabe comerse una cámara vestida con su ropa de marca blanca. Hay un gesto que define su coquetería cuando se coloca el pelo por detrás de las orejas. Lo hace con las dos manos. No es la coquetería de una seductora, sino de quien quiere convencer, con un ansia de limpieza y la cara al descubierto, entregada al imparable runrún. (La Vanguardia)

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10 de mayo de 2015
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El Boomeran(g)
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