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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Bailando

Ahí va otro hombre con cristales de diseño, ya son dos con Romeva. ¿A qué esperar para que Catalunya reivindique la capitalidad de la óptica contemporánea? ¿O es que ni Òptica Universitària se anima y los junta, con Baños y Espadaler, en una campaña tipo la de Gorbachov con las maletas Vuitton? La gafa de tendencia prendió en la política catalana en el 92, y ha dado para un amplio catálogo de masculinidades detallistas. La varilla de Iceta ?Tag Heuer? es roja, como tenía que ser, porque ni los socialistas ni Ana Patricia Botín entienden otro color que no sea el escarlata como complemento. Iceta es un hombre con tanto BUP a sus espaldas que nunca ha tenido que hacer las maletas. De fontanero a ingeniero ??cocinero?, dice él?, y ahora bombero: no hay cargo que, en 30 años, no haya desempeñado en el partido. ?Se parece a François Hollande en gay?, comentan unas señoras que van al antiguo Iradier; otras dicen que lo encuentran soso. En París, en un restaurante, se le acercó una comensal a pedirle un autógrafo: ?Madame, je suis un socialiste catalan…?, tuvo que responderle en su buen francés. Porque Iceta lee a Durrell en inglés y a Yourcenar en francés, con debilidad por su Opus nigrum yla rabia del saber del sabio Zenón que debe luchar contra prejuicios y supersticiones en los albores del Renacimiento. Claro que la opinión acerca de su sosería fue emitida antes del subidón de la canción de Queen. Con la gracia que tienen los rollizos cuando redondean la cintura y agitan las manos. Pasmado se quedó Pedro Sánchez, educado en el decoro madrileño. Cuando Iceta hizo temblar el entarimado, nadie podía pararle. Billy Elliot le llamaron en las redes. El político necesita adrenalina en campaña. Hacer cosas diferentes, ser trending topic, parecerle menos soso a las señoras del gimnasio. Le pregunto por teléfono, cuando va en coche a un mitin en Tarragona, si aquel bailoteo fue un momento loco de Priscilla, reina del desierto y me dice que no, que si hubiera querido hacer un guiño gay hubiera elegido a Gloria Gaynor y su I will survive. Mientras esperamos con impaciencia una lista más arrebatada, podemos escuchar la que ha hecho en Spotify: Elton John, Carly Simon, Carole King, James Taylor, The Carpenters… música melódica, agradable, clásica, de un hombre emotivo que llora en el cine y sueña despierto tras la ventanilla del tren. Acostumbra a decir que no es guapo, y que por eso cuida el detalle. Le pregunto por su perfume; otros preguntan por el horóscopo. A través de él adivinas el gusto por la densidad o la ligereza. El Jardín de Monsieur Li de Hermès, me confiesa un tanto esnob: ?Lo compré por el nombre?. No le llamen gauche caviar. Exceptuando las fragancias, no hay tanto artificio ni exquisitez en el socialismo catalán desde que se desinflaron los burgueses afrancesados. Iceta vende suavidad de formas y arrima el hombro del diálogo, extendiendo por pueblos y ciudades la bandera de la tercera vía ?que tanto irrita a ambos extremos?, la principal baza de la reconquista socialista de La Moncloa. Le pone ganas. Controla su discurso, retarda o acelera el ritmo. Busca a la velocidad del rayo un sinónimo para no repetirse. Disfruta hablando, y se nota. Apenas necesita gestos gracias sus inflexiones: algún arqueo de las cejas o pasarse el dedo bajo la nariz. Se sabe más a contra corriente que nunca, pero él es un optimista. Aunque en las encuestas los unionistas como él estén en franca retirada, él anuncia pactos, puentes, federalismos, fuera fronteras… y a relajar espíritus. Bailando. (La Vanguardia)

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15 de septiembre de 2015
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Aborto y perdón

Le pregunto a mi cuñado, el doctor Alfons Vergés, si el perdón del jubileo concedido por este Papa, improbable pero hallado, a las mujeres que han abortado es extensible a los ginecólogos. Vergés es un señor de la Bonanova, culto, humanista, que habla en castellano y catalán; una referencia en la ginecología española. A lo largo de su vida ha guardado los papeles que otros tiraban; rastrea y codicia archivos, colecciona publicaciones que, de 1600 en adelante, conforman una historia de la lucha para parir la vida. Y me responde con esta perla, que tan bien ilustra la relativización entre moral y contexto. ?En 1936, durante la República, el Parlament catalán aprobó una ley del aborto, firmada por Tarradellas, que se convirtió en la más progresista de Europa. Permitía la interrupción del embarazo por razones eugenésicas, éticas y sentimentales, de las que se encargaba, con exaltada literatura, de defender la conselleria: ?Aquellos que soñamos con una era de belleza no podíamos consentir la existencia de seres estigmatizados por las lacras de sus padres??. Pero la vida en los gabinetes de los ginecólogos transcurría de otra manera. El jefe de Ginecología del hospital de Sant Pau, el doctor Terrades Pla, contrario a practicarlos, le pidió consejo al obispo, estando dispuesto a renunciar a su puesto. Pero el prócer le pidió que permaneciera en él, intentando por todos los medios disuadir a la máxima cantidad de mujeres posible, ya que mucho más peligroso sería que otro médico sin escrúpulos ocupara su cargo. Por el contrario, en el hospital Clínic obedecía sin chistar el catedrático de Ginecología doctor Conill Montobio, quien, junto a su equipo, practicó muchos más abortos que los de Sant Pau. Pero cuando el franquismo se sentó en el trono deseoso de perseguir la amoralidad, el doctor Conill corrió hacia Roma, donde consiguió una audiencia con el papa Pío XII, al que confesó su pecado y declaró su arrepentimiento. Conill, que hacía pronunciar su nombre con acento en la o, regresó al Clínic con todos los honores de la venia papal mientras que a Terrades lo echaron de Sant Pau. Vergés guarda las cuartillas amarillentas del discurso que leyó Terrades, años más tarde, en el curso inaugural 1946-1947 en la Real Academia de Medicina, teñido de dramatismo: ?No es que aspirara a una medalla, porque no me seducen las vanidades humanas, pero sí a un reconocimiento leal de mi esfuerzo?. El médico atribuye su ?injusticia? a ?la pasión que emborracha los juicios tras una guerra intestina, sobre todo después de haber luchado desde dentro del sistema contra una ley (única el en el mundo) que era un baldón de ignominia para Catalunya?. Las historias de heroicidad fallidas zurcen la vida, igual que pesados fardos. Hasta que, un día, el jefe de la Iglesia actualiza la vieja frase de Terencio: ?Nada humano me es ajeno?. Y hace descarrillar tabúes. (La Vanguardia)

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14 de septiembre de 2015
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Los ?missing?

Las más analíticas los llaman fóbicos. Las despechadas, cobardes, mientras que las reincidentes los liquidan con un ?¡que te den!?. Es un clásico, el del hombre que escapa del amor de una mujer. De su complaciente risa y sus terribles esperanzas. Inmaduros, vanidosos, ególatras, narcisistas…, una interminable colección de adjetivos decora a quienes siguen interrogándose acerca de tan imprevisible comportamiento. Las de un señor ?a veces es decir demasiado? que de la noche a la mañana, sin mediar explicación alguna, ni besos de despedida, ni tan siquiera un cirio en la escalera, se esfuma. Deja de responder a los mensajes. Desaparece de los bares donde se enroscaba a tu cuello, no sin cierta molestia. De golpe, de la pasión a la nada. Las mujeres siempre quieren saber por qué. Hurgan, insisten, rebobinan una y otra vez la película del ?nosotros?, revisan los últimos mensajes, espían su horario por el WhatsApp? El deleite en el abandono es una de las experiencias más miserables del alma femenina, de la que, además, nadie quiere ser partícipe. Esa es otra de las consecuencias de haber dado con un missing. Que los amigos primero se compadecen pacientemente del lloriqueo, después pasan a cómplices en el asombro, pero acaban por no poder soportar la cansina ira y la depresión. A mis amigas víctimas de un missing suelo recomendarles que aflojen objetivos en la vida. Que tomen el sol, disfruten de buenas conversaciones, beban vino y sientan las cosquillas de la brisa sobre el pecho. Poco más. En un pasaje de El halcón maltés, Dashiell Hammett cuenta por boca del detective Sam Spade el caso de una mujer que le encargó buscar a su esposo, desaparecido de un día para otro sin dejar rastro. Cuando por fin lo encuentra, él le explica por qué un buen marido y padre, un hombre de negocios de éxito, lo deja todo de repente: un accidente afortunado le hace sentir ?como si alguien hubiera levantado la tapa que cubre la vida, permitiendo ver su mecanismo?. El azar sacude su existencia. Y decide empezar de nuevo. En España hay decenas de personas que desaparecen cada año sin que se vuelva a saber de ellas: 3.496 desde 1977, año en el que se contabilizan los dos primeros casos aún sin resolver de la democracia. Dejando de lado los sensibles casos criminales, queda una importante cantidad de voluntarios mutis. Los datos oficiales presentados en una respuesta del Gobierno a una pregunta planteada en el Senado por familiares señalan que la gran mayoría de los casos (cerca del 90%) se resuelve a lo largo del primer año y que el resto difícilmente se cierra. Los hay que se dejaron en casa al salir hasta la documentación en la cartera. Su silencio, tanto en los hombres fóbicos como en los halcones malteses, es una conquista sin respuesta. (La Vanguardia)

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9 de septiembre de 2015
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Más blanco, imposible

Donald Trump encarna al hombre blanco. Y de qué manera. Un blanco de los de aquí te espero, morena. Tan blanco que te reconcome el deseo de pertenecer a cualquier otra raza con tal de no compartir su blancura impoluta, que incluso prende de sus corbatas de hombre blanco: lampantes sedas azules y rojo cardenalicio que luce como sólo lo consiguen los ricos aburridos de ser tan ricos. En él, que ha alcanzado la mayor de sus vanidades al aspirar a ser el candidato republicano a la presidencia de los EE UU, reverberan lejanos ecos de la supremacía blanca amamantada por la teta del odio. De algunos diálogos de La cabaña del Tío Tom a las palabras que, hace más de 170 años, el jefe indio Nohan Sealth envió al presidente Pierce: ?El hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. La tierra no es su hermana, sino su enemiga, y una vez conquistada, sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle (?) Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores?. Parecen escritas para él: cambiemos ovejas por acciones y casinos. Como los de Atlantic City, que tantos adictos ha alumbrado. Hoy Trump monta su circo en la América profunda y en la superficial. Dice: no se mezclen, señores. Ni café con leche, ni azafrán. Arrufen la nariz cuando pase un sucio mexicano por su lado porque podría robarle, pasarle una papela a su hijo o follarse a su mujer. Desconfíe de los parias. Contribuya sin mariconadas a levantar un mundo de primera clase y otro low cost y, aunque sea pobre como las ratas y viva en un chamizo con goteras en Detroit o Filadelfia, vóteme a mí que soy el único que puede sacarle de la miseria porque no necesito la política para medrar dineros ni influencias. Lo tengo todo: seis helicópteros, tres divorcios. Hago y digo lo que me sale de la polla. Humillo a mis adversarios, como Hillary Clinton ?¿cómo vamos a confiar en ella si no supo satisfacer a su marido, que acabó encontrando la alegría en el vestido azul de una becaria??. En los primeros posados con su segunda mujer, Ivana Trump (nacida María Zelnícková), que siempre salía en las fotos desternillada de risa, Donald ya había heredado el negocio familiar, que amplió con pericia y suerte. Entonces, Donald empezó a peinarse hacia adelante con tal determinación que acabó trayéndose el cogote a la frente. Reinventó el flequillo, desafiando su caída natural, a fin de lucir un pelazo descomunal en los primeros planos que, de no tener manía a los latinos, hubiera podido competir con el de José Luis Rodríguez El Puma. Porque, además de con su condición de hombre blanco multimillonario, cuenta con otra baza a su favor: su pelo. Esa frondosa melena de sueco que ha ido enrubeciendo hasta un deslumbrante platino que lo acompaña en sus posados intensos, cuando mira a la cámara como si acabara de leer a Kierkegaard. Trump quiere representar la quintaesencia de la masculinidad a las puertas de la setentena. Achina los ojos, echa el cuello hacia atrás con un profesional maridaje de prepotencia e indolencia, y enardece a las almas errantes de los patriotas que se quedaron sin Dios ni ley cuando un mulato de Hawái que parece que sólo haya viajado a Kenia para ir de safari se convirtió en piloto de la nación. Donald Trump es un radical que habla de sí mismo en tercera persona. ?Haremos a Estados Unidos mejor de lo que ha sido nunca?, promete, dispuesto a levantar el Muro Trump: ?Debe de ser bonito?, acaso lo sueña de mármol travertino, como sus torres. Su currículo es la verificación de que el sueño americano no siempre se desvanece con el despertador, resuelto a convertirse en pesadilla. (Icon)

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8 de septiembre de 2015
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Infieles y honestos

Si mi esposo llegara a casa del trabajo y me dijera que alguien encontró mi nombre entre los datos revelados, sería honesta con él?. Leí estas declaraciones en la web de la CBS a propósito del escándalo de Ashley Madison, el portal de la cornamenta. Qué formidable la utilización de la palabra honesta, pensé; un oxímoron implícito que redondea con un ?hasta que no me pillen no confesaré?. Porque sólo entonces, cuando el estropicio de platos sucios le caiga encima, enseñará la pata de su honestidad, la que ha guardado entre barrotes durante sus flirts. Ah, la maltrecha honestidad de las parejas que andan estos días entre reproches y tribunales, habiéndose enfrentado a la temida hora de aceptar la traición, esa punzada que siempre había les ha frenado. Hasta que surgió la moda de las redes sociales para infieles en una absoluta relativización del asunto. Pero esa especie de Starbucks de las relaciones libertinas, una marca que en poco más de una década se ha hecho global y ocupa titulares por ser un negocio tan polémico como lucrativo, no ha sido capaz de mantener su garantía última y ha derrapado ?y de qué manera? al vulnerar su propia razón de ser: el secreto. Los piratas que hackearon este verano 10 gigas de información sensible con miles de nombres y datos de sus promiscuos clientes podrían ser tanto guardianes de la moral como aguafiestas dispuestos a demostrar que si se puede llegar al corazón de la mismísima CIA también es posible hurgar bajo sábanas clandestinas. El mapa de la infidelidad, que sitúa continentes, países, ciudades y pueblos con su aritmética comparada ?del fogoso Brasil al sorprendente Vic, donde el 91,5% de los adúlteros son, cumpliendo con el tópico, hombres?, ha producido auténticos daños existenciales. Se investigan dos suicidios en Canadá, y cientos de promiscuos homosexuales tiemblan anticipando las consecuencias en Arabia Saudí o Turquía. Según los datos de la compañía, los españoles somos los más infieles de Europa. No en vano aquí uno de sus eslóganes entró con fuerza: ?La vida es corta. Ten una aventura?. No hace falta que hagas parapente ni puenting, basta con ofrecerte en bandeja sexo sin compromiso sin que alteres el guión de una vida familiar encajada con años de sudor y resolución. Una de las cuestiones de raíz en este asunto sería la de analizar el éxito sin precedentes de una compañía que nace dispuesta a relajar costumbres, endulzar éticas y expropiar culpas. Y que incluso quiere hacer pedagogía para que la pareja no se entienda como posesión sexual exclusiva ?eso que siempre hemos entendido como compromiso?. Neil Biderman, ex consejero delegado de la compañía, también se hallaba entre las listas aunque alardeara de ser un marido ejemplar. Acaso quería comprobar lo bien que funcionaba su invento y conocer mejor a su clientela. O puede que tan sólo quisiera buscarse a sí mismo.

(La Vanguardia)

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7 de septiembre de 2015
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Mujeres de risa gruesa

La memoria es reptil y aérea, gusano de seda y crisálida. Por mucho que la cortejes, su testarudez te impide lustrar algunos pasajes que arrincona como unos zapatos viejos. Los mismos que recuerdo con extraordinaria nitidez en la entrada de la casa de Isabella Rossellini en Long Island. Ocho pares de zuecos azules, de diversos tamaños, en su cabaña de madera rojiza de Bellport, un pueblo de pescadores donde la actriz me recibió hace quince años con motivo del lanzamiento de su perfume Manifesto. Fui tan afortunada que incluso me sirvió la comida en una vieja cocina llena de libros: ensalada de tomate y mozzarella y pollo empanado. La de los zuecos es la imagen más diáfana que conservo, acaso porque me sorprendió que aquella mujer que nos había entusiasmado por su personalidad, su belleza sin plastificar y su Blue velvet, tuviera un guirigay de suelas desgastadas en la entrada de su casa. También conservo algunas palabras. Las que tienen que ver con sus fantasmas, a los que les había dedicado su libro Some of me: ?A mis fantasmas?. ?¿A quiénes se refiere??, le pregunté. ?Son mis padres, que a menudo se me aparecen, discutiendo sobre mi vida?. Este verano fui a ver a la Rossellini en Madrid. Representaba Green porno, un monólogo lleno de gags sobre la sexualidad de los animales (no en vano es doctorada en Entomología). ?¡Cómo sigue pareciéndose a su madre!?, comentaba la gente, aunque a ella la genética italiana le otorgue una resolución menos misteriosa. ?En verdad tengo el carácter de mi padre, mi madre era muy tímida. Siempre me decía que le gustaba ser actriz porque se encontraba muy cómoda haciendo de otra persona. Yo me relaciono bien con los demás. Para mamá, en cambio, era muy difícil?, zanja ella. Ingrid siempre fue una mujer de media melena dispuesta a vivir como ella misma decidiera. Una actriz de inmenso talento cimentado en la certidumbre de crecerse cuando interpretaba. Introvertida, siempre siguió el consejo de Hitchcock cuando rodaron Recuerda: ?Ingrid, ¡finge!?. También fue una actriz rebelde, en perpetua busca de retos creativos. La carta que cambió su vida decía así: ?Señor Rossellini: he visto dos de sus filmes y me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca que hable inglés perfectamente, que no ha olvidado el alemán, a quien a penas se entiende en francés y que en italiano solo sabe decir ?ti amo?, estoy dispuesta a acudir para hacer una película con usted?. Fueron seis largometrajes, tres hijos y una pésima reputación. El matrimonio con Rossellini entraría en crisis tras una década. Luego vendrían Renoir y Bergman y los Oscar por Anastasia y Asesinato en el Orient Express. Hasta que el cáncer la derrotó, siguió cortándose el pelo. Amó, vivió, rió y, como su hija Isabella, desafiaba la estupidez, defendía la naturalidad y le bastaba un leve parpadeo para provocar un nudo en el estómago. Tanto monta? / Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler

Es bien sabido que las actrices y modelos no buscan escritores sino empresarios o futbolistas como pareja; prefieren gastar dinero que verse convertidas en personaje literario. Además, en España la literatura no parece tan sexy como en las Américas donde hubo parejas literarias de relumbrón empezando por Arthur Miller y Marilyn Monroe. Era de esperar que una relación como la de Mario Vargas Llosa e Isabel Presley creará corrillo y adicción. Algunos periodistas incluso se permiten darle clases al Nobel de cómo comportarse con los paparazzi. Cuentan en su círculo que antes del verano, en una suite de un hotel madrileño, les dijo a sus secretarias: ?Por favor, cancelen mi agenda de todo el año. Estoy enamorado?. No podía ser de otra manera. Y las supermodelos / Peter Lindbergh

Con su pañuelo de pirata anudado en la cabeza y su don para explicar historias a través de la moda, el fotógrafo Peter Lindbergh reúne de nuevo a las top models que inmortalizó en 1990 para Vogue USA en la que sería la portada más imitada de la historia. Cindy Crawford, Helena Christensen, Tatjana Patitz (sonada ausencia la de Naomi Campbell) muestran,camino de los cincuenta, que la belleza es una idea mental y un estado de gracia. 25 años después, han titulado la sesión The return ( El retorno), aunque nunca se han ido, consiguiendo convertir su nombre en marca personal, además de icono para una generación de mujeres que nacieron en un mundo antiguo y crecieron en un mundo nuevo. Lindbergh, a sus 70, sigue emulando a Capa en sus fotos de moda: siempre muy cerca de la lente, abrazándola. Volver a empezar / Carlos Herrera

Taurino, cantarín y sin pelos en el rostro encaró esta semana su debut en la Cope entrevistando a la mismísima España en seis horas de radio. Tiró de agenda hasta la raíz y llamó para darle los buenos días al mismísimo Juan Carlos I, a quien le hizo de costalero en sus peores procesiones. No podían faltar José María Aznar, Pedro Sánchez, Francisco Rivera, Mariano Rajoy, ni sus ácidos contertulios. Hubo declaración de principios: ?A favor de los lunes, contra todos los viernes, contra la mantequilla y los camastrones?. Herrera, que habla catalán en Triana, se abre la camisa a la manera de esos hombres del sur que miran a las personas como si desprendieran un calor insoportable. Al veterano de las ondas le espera un septiembre frente a un micrófono en el que le será fácil plañir y empatizar.

(La Vanguardia)

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5 de septiembre de 2015
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Retrásame la muerte

El verano es tan arrogante que, cuando se desliza hacia el otoño, nos sume en una especie de anticlímax como si hubiéramos extraviado aquello que en verdad buscamos. Nada más guardar las alpargatas, se nos emborrona la hoja en blanco. Porque aquella lucidez con la que resolvimos nuestro futuro en las tardes de siesta y arena en que lo veíamos todo tan fácil y claro se enmadeja tan pronto la vida vuelve a darle al on. ?Maquinaria es una palabra que utilizáis mucho los periodistas?, me decía un amigo. Es cierto, a menudo acudimos a la imagen de la máquina o el motor para representar el sistema como energía en movimiento. Pero existen otros tiempos encapsulados, en los que de nada sirve lo que hasta ahora valía, tiempos ajenos a la maquinaria que ruge entre torres de cristal donde el dinero da volteretas en el aire. Un minutero ajeno a los conflictos del mundo, incluso a las costumbres burguesas. Me refiero al tiempo del dolor. El que se escupe en vacaciones como una espina del pescado. Acaba agosto y he llegado a casa con una maleta de libros sobre el dolor y la enfermedad. No me pregunten por qué. Hace unos meses, Joan Tarrida me recomendó Ser mortal, del cirujano Atul Gawande, que arranca con una magnífica interpretación de La muerte de Iván Íllich, el paciente al que le atormentaba que lo engañaran. ?Nadie lo compadecía como él deseaba que le compadecieran?, escribió Tolstói. Al cabo de dos meses, un amigo ?exhipocondriaco, igual que yo? se lamentaba de la escasa literatura existente sobre la dolencia. ?Lee a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad? (La Uña Rota), me animó. Fue un descubrimiento: un libro escrito en estado de gracia que regala comprensión sobre la enfermedad con sus chispazos de lucidez y de locura, con la caída de los yos y los prejuicios. ?Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos como la China contemporánea. Me la imaginaba como una aventura amorosa con una mujer que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca?. Con Broyard bajaba a la playa, con Susan Sontag y Philip Roth, cerraba las contraventanas. Y de fondo el bolero recordándote los placeres sencillos: ?Regálame esta noche, retrásame la muerte?. La salud es lo primero, nos decimos, y, para quien consigue sortear la espada de Damocles, tener plena conciencia de estar vivo puede ser ?un orgasmo permanente? (Broyard). Leer sobre el dolor es casi un sacrilegio entre aceite de macadamia y turquesas, pero cuán saludable es quitarle arrogancia al verano. Oliver Sacks, que representó el ideal de médico empático para cualquier paciente, murió en agosto. Pero antes dejó escrito con bella eficacia el punto final de quien tan bien supo vivir y morir: ?Gracias?. (La Vanguardia)

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2 de septiembre de 2015
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Cuando Jackie se puso los capri

Jacqueline Onassis fue fotografiada desnuda el verano de 1971 en Skorpios, la isla privada del magnate griego. Cerca de una cabaña que Aristóteles Onassis hizo instalar en la playa para guardar las hamacas y ducharse, ella aparecía de pie, con su delgadez atlética, pechos pequeños, el triángulo púbico negro ?entonces nadie se depilaba? y un excelente trasero a sus 43 años. El conjunto de las imágenes transmitía la seguridad de quien se siente a salvo en su cuerpo, a pesar de todo. El autor de la foto, que accedió hasta una orilla estratégica en una pequeña motora, teleobjetivo en ristre, fue el paparazzo Settimio Garritano, que desde 1969 hasta 1973 se pegó a su sombra. Garritano era un joven italiano de camisa abierta y mucho pelo que andaba con una cámara al cuello y otra en el hombro y aires de latin lover. El desnudo se publicó en Playmen, un año y medio después. Lo alentó el hijo de Onassis, Alexander, que no la quería como madrastra. Se temía la reacción de su malhumorado padre, pero éste, impávido, declaró a la prensa: ?Algunas veces tengo que desvestirme para ponerme el traje de baño. Mi mujer hace lo mismo?. No obstante, el puritanismo anglosajón tosió escandalosamente, después de la decepción por tan ruin matrimonio con un tipo feo y bajo que iba de cabaret en cabaret con aquella estampa. Contaba el periodista Douglas Thompson que Garritano acabó vendiendo los originales a Larry Flynt, quien valoró esa transacción como ?la inversión más inteligente de mi vida?. A Jackie no debió desagradarle el resultado: le dedicó una copia a Andy Warhol, firmada como Jackie Montauk, su pseudónimo warholiano. Acaso por ello, el paparazzo, lejos de ser considerado un traidor, siguió acompañando a Jackie en sus vacaciones anuales en Capri. Siempre pasaba un mínimo de quince días allí, donde se mezclaba con la gente, entraba y salía de las tiendas y amenizaba las fiestas en exquisitas villas. ?En una ocasión me preguntó por qué la seguía siempre, y le respondí que porque ella era un mito, para mi y para todo el mundo. Me sonrío amablemente?, recordaría. Jackie en Capri es una unión deliciosa. Sus biógrafos la consideran su ?etapa feliz?. Su imagen rejuvenecía cuando se quitaba el Chanel, las perlas y el sombrerito Pill-Box y se calzaba las sandalias. Sobre la cabeza, un Hermés anudado como nadie ha conseguido imitar, entre pirata y campesina. Puso de moda las gafas de pasta retro (bautizadas por las revistas de moda como Jakie O.) y se enfundó los pantalones capri, reinventados por la diseñadora de los 70, Sonja de Lennart. Aquel sensacional coqueteo entre la sencillez y la elegancia de Jacqueline hoy forma parte de los hitos de la moda. Dicen que fue una unión interesada, de canje: reputación por protección y dinero. A los Kennedy los mataban o se morían. En los documentos gráficos de la etapa caprese de Jacqueline aparece a menudo con su hijo, John John, tan ajeno a su fatal destino, sentados en unos escalones, ella acariciándole maternalmente el pelo. Pero entre todas las imágenes destaca una que transpira glamur y libertad: la llegada a una fiesta ataviada con vestido-túnica estampado, sonriente y descalza. Capri es una isla llena de tiendas de sandalias caras pero únicas (Diana de Vreeland y Colette se vanagloriaban de haberlas exportado). En sus calles pequeñas y empinadas no pasan los Rolls Royce. En la Piazzeta conviven con normalidad las heladerías con las tiendas de Tod?s o Bulgari. Es un pueblo de pescadores de lujo tendido al mar tras unas cortinas de bruma. También es una isla idolatrada por los americanos ricos, maravillados por la bendición mediterránea y el espolón rocoso que sedimenta su leyenda desde tiempos de Homero. Azul cobalto, turquesa y blanco. Y una luz vaporosa. Lleva recibiendo celebrities y artistas bohemios, jet set y revolucionarios desde finales del siglo XIX. John Singer Sargent firmó algunos exquisitos retratos de una de sus musas, Rosina Ferrara, en la década de 1870. Lenin y Gorki también disfrutaron, entre planes y discusiones, de sus ruinas, sus grutas y el espejo del mar. Más enamorados: Pablo Neruda, Orson Welles, Graham Greene, Jean-Paul Sartre, Elizabeth Taylor y Richard Burton, Valentino, Roman Polanski… Jackie bajaba a beber una spremuta de limón a la Piazzetta, junto a su hermana Lee, seguida de cerca por Garritano. Misteriosas e inaccesibles, las hermanas eran una espléndido ejemplo de ?geishas occidentales?, en palabras de Truman Capote. Gore Vidal la describió con mayor acidez: ?Egoísta y convencida de su poder, Jackie era una presencia maliciosamente divertida?. Pero fue Charles de Gaulle el más intuitivo: ?Es una mujer con coraje y muy bien educada. Respecto a su destino, no te equivoques: es una estrella y acabará en el yate de algún petrolero?. Un guardaespaldas de Kennedy confesó años más tarde que en su primer viaje oficial a Atenas, el presidente le dijo: ?No deje que mi esposa se cruce con Aristóteles Onassis?. Cuando Jacqueline enviudó por segunda vez, fue más Bouvier que nunca. Aprendió el oficio de editora, primero en Viking Press y después en Doubleday. Publicó a Michael Jackson, Diana Vreeland o Naguib Mahfuz. Y envejeció con discreción, como una neoyorquina elegante y flaca que no quería alardear de haber sobrevivido intensamente. La huella de aquellos veranos en Capri se convirtió en su relato más luminoso. Hay iconos que, una vez instalados en el museo del imaginario colectivo, sólo cogen polvo, y otros que desafían al dicho: ?No es el tiempo el que pasa, pasamos todos nosotros?. Jackie pertenece al selecto grupo de los que no pasan de moda. (La Vanguardia)

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29 de agosto de 2015
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Cuando Laforet se perdió en Calafell

A finales de los años cincuenta despuntaron unos jóvenes poetas ?nostálgicos y etílicos?, como describiría Carme Riera al llamado Grupo de Barcelona, que crearon escuela. Uno de ellos, Carlos Barral, recibía a los amigos en su botiga de pescadors de Calafell, junto a su mujer, la magnífica Yvonne Hortet ?fallecida este verano?. Y lo que allí se alumbró, los innumerables golpes de genio y las vanidades regadas con bourbon, ha quedado debidamente referido en crónicas y fotos de aquella gauche al sol, con pitillo, sonrisa burlona y bañador Meyba. ?Estancias sobre la conveniencia de pintar las vigas de azul?, se titula uno de los poemas de Barral en el que evoca aquel color de los veranos resignadamente alegre que luego describiría en Años de penitencia: ?Es una casa muy pequeña, con gruesas paredes de piedra y adobe, encaladas, y vigas y postigos de pino, pintados con el azul ingenuo e implacable, típico del país?. Aquel paraíso de la infancia, la casa heredada del padre, se transformaría en parada y fonda del olimpo literario que tanto gustó de las tertulias con sandalias ?desde García Márquez o Vargas Llosa, Ferrater, Goytisolo, Matute, Esther Tusquets o Juan Marsé?. Las latitudes tarraconenses siempre han tenido menos glamour que la Costa Brava; allí germinó una literatura más social y descamisada. Pero gracias a Barral, aquel trozo de costa mediterránea sencilla y espartana, se recubrió de crocante. Tanto era así, que Juan Benet, en un artículo publicado en Revista de Occidente, aseguraba que Barral ?producía a su alrededor un efecto de aceleración en virtud del cual nadie podía quedarse atrás y empujados por la fuerza centrífuga se movían como la excéntrica?. Pero hubo alguien que se quedó atrás. Que no pudo sobreponerse a su indiferencia. Ocurrió un verano de hace más de medio siglo. Una mujer agobiada por el éxito. Por el original de la nueva novela que Lara ya había pagado y esperaba pacientemente. Por la inseguridad y el extravío. Carmen Laforet. Cuando se revisan los retratos de escritoras españolas de la época, el de Laforet destaca del resto por la expresión de una modernidad apabullante en aquella España aún tan precaria en sus formas. No había entrevista que no empezara destacando su melena rubia y ondulada o su porte de niña de bien que fumaba frente a la cámara. Elegante, con un gesto esquinado y todas las cartas a su favor, podía parecer una mujer altiva, indiferente, asunto que en la apasionante biografía sobre la escritora, Carmen Laforet, una mujer en fuga (RBA) ?premio Gaziel 2009?, sus autores, Anna Caballé y Israel Rolón, liquidan de un plumazo al detallar el peso de su insoluble conflicto entre vivir y escribir. Y de qué modo las inseguridades de todo tipo, empezando por una falta de formación intelectual, fueron engrosando el bloqueo por el cual la autora de Nada ?una novela redonda que a día de hoy se sigue reeditando y prescribiendo? dimitió de la escritura hasta el extremo de padecer grafofobia. A partir de 600 cartas en las que Laforet muestra tanto sus inquietudes literarias como existenciales, Caballé y Rolón descongelaron la imagen paralizada de quien, tras ganar el Nadal con 23 años, fue rompiendo cuartillas y boicoteándose con mil excusas. Y no porque no tuviera nada que decir, sino porque luchaba contra la presión autobiográfica, amputando justo la raíz de su escritura. Carmen Laforet decidió alquilar una casa en Calafell en 1961 porque unos meses antes había coincidido en Madrid con Barral y Jaime Salinas. ?Pasamos un par de horas estupendas charlando, de esas veces en que uno se siente a gusto?, le escribió a su amigo Emilio Sanz de Soto. Hablaron de literatura y del mar, de Calafell, y la escritora empezó a fantasear con aquella nueva amistad y los proyectos que podían surgir. Por ello, aquel verano alquiló una casa muy próxima a L?Espineta, donde se instaló un 20 de junio de 1961 con sus cinco hijos, sus dos sirvientas, la emergencia de avanzar en su nueva y retrasada novela, y sobre todo, con la ilusión de frecuentar aquellos que admiraba y que podían reforzar su vocación literaria. Todo se torció cuando, recién instalada, se encontró fortuitamente con Carlos Barral en un café, hablando con Juan Marsé. ?Ella, alegre por el encuentro, se paró a saludarle?, ?escriben Caballé y Rolón?. ?Fue tan frío que me quedé azorada. Me dio la impresión de que creía que había venido a veranear a propósito, junto a su casa, para ganar con su amistad el Premio Formentor o algo así?, le escribiría unos días después Laforet a su amigo Sanz de Soto. Aquella mujer altamente vulnerable se sintió tan herida por la actitud de Barral ?procediera de la arrogancia, del desdén con el que trataban a Laforet gran parte de los intelectuales, o de un encuentro y un ánimo a destiempo? que hizo lo imposible por no volver a cruzarse con él en todo el verano. Pero sobre todo se sintió errante. ?Se acostumbró a instalarse en la terraza de un hotel donde no había más que extranjeros, ubicada en el otro extremo de la playa, lo más lejos posible de la terraza de Barral, buscando allí un poco de aire para escribir como alguien que está ahogándose?. En Calafell, Laforet alargó su sombra de gretagarbismo y corrió a acondicionar el silencio como refugio. Ni su espíritu nómada, ni las anfetaminas, ni el aliento que le dedicaban algunos amigos que creían en ella, como Ramon J. Sender, consiguieron reavivar el pulso agónico de aquella prometedora escritora a quien no le salía la voz porque otra voz le obligaba a callarse. Los veranos dejan cicatrices más hermosas que el invierno. El castillo de arena derribado por una insignificante ola. Las cenizas del primer amor. A Laforet le costaron los libros que no escribió. (La Vanguardia)

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22 de agosto de 2015
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Cuando Peggy colgó un Pollock en Venecia

En el jardín veneciano de Peggy Gughenheim ?el más grande de la ciudad, en el que, según cuenta la leyenda, siglos atrás vivió un león africano? la tarde parece más ligera, desvestida de la densa humedad de la laguna. Subiendo y bajando escaleras, ojeando sus libros de huéspedes o admirando sus cuadros de Léger, Rothko o Picasso, una euforia mentolada se apodera de ti. Sientes que allí, la vida transcurrió con suma amabilidad. Que lejos de componer otro decorado más de la ciudad medio sumergida, eres el huésped de una casa museo que une cosas aparentemente incompatibles como el poder y la exaltación creativa. La gente viaja a Venecia para ser feliz. Para sentirse dentro de un Tiziano; para convertirse en u personaje mecido por los gondolieri y mimado por los bravísimos camareros del Harry?s Bar, que sirven el mejor carpaccio del mundo, que fue creado para una dama que siempre estaba a dieta. El paisaje permanece suspendido, cosido por sus bellísimas fachadas que esconden ruinas y te hacen imaginar que Henry James escribía tras los sedosos cortinajes de los ventanales que dan al canal. Los sotoporteghi y el laberinto de callejuelas, el jaleo neorrealista del mercado de Rialto, las iglesias repicantes? todo es tan melodioso y a la vez tan decadente. Ignoro si Peggy Gughenheim fue traspasada por el síndrome de Stendhal al cruzar la Piazza di San Marco. Hay demasiadas reliquias para reverenciar al pasado en Venecia, de la Galería de la Academia a los collares antiguos de cristal de Murano, los fantasmas de Thomas Mann y Visconti deambulando por las ruinas del Gran Hotel des Bains en el Lido? Pero lo que empujó a la adelantada Peggy en busca de su casillero del ser, fue la vanguardia. También la ambición de congregar a su alrededor a una generación que la atrapaba en su encrucijada estética y su búsqueda permanente. Ella pertenecía a la rama excéntrica de la célebre familia de magnates de origen judío. Adoraba a su padre, mujeriego y laxo, que se ahogó regresando de una de sus románticas escapadas a París a bordo del Titanic junto a una joven cantante, lo que significó una verdadera tragedia para una joven de trece años. Su madre tenía la costumbre de repetir cualquier palabra o frase que dijera tres veces seguidas. A pesar de que su apellido siempre se relacionara con el dinero, ella y su hermana Benita representaron la rama pobre de la dinastía, aunque en verdad mantuvieran costumbres carísimas. Peggy vivió con plenitud los años veinte: viajó por toda Europa y se codeó con artistas, a quienes invitaba a cenas regadas con champán y ayudaba a sobrevivir, como a Djuna Barnes o André Breton, pero también fue maltratada por sus maridos. No se liberaría de ese yugo hasta 1937, cuando se separó de su tercera pareja, el editor Douglas Garman, y heredó una gran fortuna a la muerte de su madre. Después de sus aventuras con las galerías Guggenheim Jeune y The Art of this Century en Londres y Nueva York, el verano de 1948 ?justo un año después de su primera llegada a la ciudad serenissima? sería definitivo en su vida. En Venecia la habían recibido como a una diva. Vivía en un apartamento alquilado, en el Palazzo Barbaro, justo en frente de la Academia, en el Gran Canal. Henry James escribió allí Las alas de la paloma, inspirado por la temprana muerte de su adorada prima Mary Minny Temple. El piso era demasiado pequeño para ella, sus inseparables perros y su famosa colección, entonces aún a medias. Por ello, y también para asegurarse de que se quedaba en Venecia, el pintor Giuseppe Santomaso propondría a Rodolfo Pallucchini, mandamás de la Biennale, que ese año expusieran sus cuadros en el certamen. ¿Pero cómo? o, mejor dicho, ¿dónde? No formaba parte de ninguna institución ni representaba a ningún país. Cuando Grecia se cayó del programa debido al estallido de su guerra civil, se presentó la ocasión. Sus pinturas surrealistas, pero sobre todo las obras de Rothko o Pollock, que nunca antes se habían expuesto fuera de Estados Unidos, se convirtieron en una de las sensaciones de la edición. Apoteósico. ?Lo que más disfruté fue ver el apellido Guggenheim en los mapas y carteles, junto a Gran Bretaña, Francia, Holanda… me sentí como si, de repente, fuese un país europeo?, recordaba encantada. Nunca abandonaría la ciudad. Ese mismo año compró el palazzo inacabado Venier dei Leoni, entre la basílica de Santa Maria della Salute y la Academia. Lo reformó y replantó el giardino, donde hizo construir un trono de piedra en el que posaría para los fotógrafos. Fue siempre un museo habitado, y ese latido perdura a día de hoy, entre los espejos venecianos y las obras de Bacon, Kandinsky, Duchamp, Brancusi, Picabia? Cada visitante al palacio debía dejar constancia de su paso con una dedicatoria en los famosos libros de huéspedes de Peggy, y ?si eran poetas o artistas, podían añadir entonces unos versos o un boceto?. Patricia Highsmith, Louise Bourgeois, Eugenio Montale, Marc Chagall, Jean Cocteau, Tennessee Williams y muchos otros lo hicieron. Y hubo quien añadió algunas notas musicales, como John Cage o Jerome Robbins. Al día siguiente de morir en un hospital de la cercana Padua, en diciembre de 1979, casi treinta años después de comprarlo, hubo agua alta en Venecia y su hijo Sindbad, predestinado a ser buen marino, tuvo que salvar los libros y algunos cuadros. La llamaron excéntrica mecenas, pero, más allá de las etiquetas, supo entender a los vagabundos anímicos que solo encontraban respuestas en el arte. Sus gafas-máscara son el perfecto símbolo de un tiempo en el que una mujer logró ser al tiempo madrina y musa de la más absoluta vanguardia. (La Vanguardia)

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15 de agosto de 2015
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El Boomeran(g)
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