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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Más blanco, imposible

Donald Trump encarna al hombre blanco. Y de qué manera. Un blanco de los de aquí te espero, morena. Tan blanco que te reconcome el deseo de pertenecer a cualquier otra raza con tal de no compartir su blancura impoluta, que incluso prende de sus corbatas de hombre blanco: lampantes sedas azules y rojo cardenalicio que luce como sólo lo consiguen los ricos aburridos de ser tan ricos. En él, que ha alcanzado la mayor de sus vanidades al aspirar a ser el candidato republicano a la presidencia de los EE UU, reverberan lejanos ecos de la supremacía blanca amamantada por la teta del odio. De algunos diálogos de La cabaña del Tío Tom a las palabras que, hace más de 170 años, el jefe indio Nohan Sealth envió al presidente Pierce: ?El hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. La tierra no es su hermana, sino su enemiga, y una vez conquistada, sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle (?) Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores?. Parecen escritas para él: cambiemos ovejas por acciones y casinos. Como los de Atlantic City, que tantos adictos ha alumbrado. Hoy Trump monta su circo en la América profunda y en la superficial. Dice: no se mezclen, señores. Ni café con leche, ni azafrán. Arrufen la nariz cuando pase un sucio mexicano por su lado porque podría robarle, pasarle una papela a su hijo o follarse a su mujer. Desconfíe de los parias. Contribuya sin mariconadas a levantar un mundo de primera clase y otro low cost y, aunque sea pobre como las ratas y viva en un chamizo con goteras en Detroit o Filadelfia, vóteme a mí que soy el único que puede sacarle de la miseria porque no necesito la política para medrar dineros ni influencias. Lo tengo todo: seis helicópteros, tres divorcios. Hago y digo lo que me sale de la polla. Humillo a mis adversarios, como Hillary Clinton ?¿cómo vamos a confiar en ella si no supo satisfacer a su marido, que acabó encontrando la alegría en el vestido azul de una becaria??. En los primeros posados con su segunda mujer, Ivana Trump (nacida María Zelnícková), que siempre salía en las fotos desternillada de risa, Donald ya había heredado el negocio familiar, que amplió con pericia y suerte. Entonces, Donald empezó a peinarse hacia adelante con tal determinación que acabó trayéndose el cogote a la frente. Reinventó el flequillo, desafiando su caída natural, a fin de lucir un pelazo descomunal en los primeros planos que, de no tener manía a los latinos, hubiera podido competir con el de José Luis Rodríguez El Puma. Porque, además de con su condición de hombre blanco multimillonario, cuenta con otra baza a su favor: su pelo. Esa frondosa melena de sueco que ha ido enrubeciendo hasta un deslumbrante platino que lo acompaña en sus posados intensos, cuando mira a la cámara como si acabara de leer a Kierkegaard. Trump quiere representar la quintaesencia de la masculinidad a las puertas de la setentena. Achina los ojos, echa el cuello hacia atrás con un profesional maridaje de prepotencia e indolencia, y enardece a las almas errantes de los patriotas que se quedaron sin Dios ni ley cuando un mulato de Hawái que parece que sólo haya viajado a Kenia para ir de safari se convirtió en piloto de la nación. Donald Trump es un radical que habla de sí mismo en tercera persona. ?Haremos a Estados Unidos mejor de lo que ha sido nunca?, promete, dispuesto a levantar el Muro Trump: ?Debe de ser bonito?, acaso lo sueña de mármol travertino, como sus torres. Su currículo es la verificación de que el sueño americano no siempre se desvanece con el despertador, resuelto a convertirse en pesadilla. (Icon)

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8 de septiembre de 2015
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Infieles y honestos

Si mi esposo llegara a casa del trabajo y me dijera que alguien encontró mi nombre entre los datos revelados, sería honesta con él?. Leí estas declaraciones en la web de la CBS a propósito del escándalo de Ashley Madison, el portal de la cornamenta. Qué formidable la utilización de la palabra honesta, pensé; un oxímoron implícito que redondea con un ?hasta que no me pillen no confesaré?. Porque sólo entonces, cuando el estropicio de platos sucios le caiga encima, enseñará la pata de su honestidad, la que ha guardado entre barrotes durante sus flirts. Ah, la maltrecha honestidad de las parejas que andan estos días entre reproches y tribunales, habiéndose enfrentado a la temida hora de aceptar la traición, esa punzada que siempre había les ha frenado. Hasta que surgió la moda de las redes sociales para infieles en una absoluta relativización del asunto. Pero esa especie de Starbucks de las relaciones libertinas, una marca que en poco más de una década se ha hecho global y ocupa titulares por ser un negocio tan polémico como lucrativo, no ha sido capaz de mantener su garantía última y ha derrapado ?y de qué manera? al vulnerar su propia razón de ser: el secreto. Los piratas que hackearon este verano 10 gigas de información sensible con miles de nombres y datos de sus promiscuos clientes podrían ser tanto guardianes de la moral como aguafiestas dispuestos a demostrar que si se puede llegar al corazón de la mismísima CIA también es posible hurgar bajo sábanas clandestinas. El mapa de la infidelidad, que sitúa continentes, países, ciudades y pueblos con su aritmética comparada ?del fogoso Brasil al sorprendente Vic, donde el 91,5% de los adúlteros son, cumpliendo con el tópico, hombres?, ha producido auténticos daños existenciales. Se investigan dos suicidios en Canadá, y cientos de promiscuos homosexuales tiemblan anticipando las consecuencias en Arabia Saudí o Turquía. Según los datos de la compañía, los españoles somos los más infieles de Europa. No en vano aquí uno de sus eslóganes entró con fuerza: ?La vida es corta. Ten una aventura?. No hace falta que hagas parapente ni puenting, basta con ofrecerte en bandeja sexo sin compromiso sin que alteres el guión de una vida familiar encajada con años de sudor y resolución. Una de las cuestiones de raíz en este asunto sería la de analizar el éxito sin precedentes de una compañía que nace dispuesta a relajar costumbres, endulzar éticas y expropiar culpas. Y que incluso quiere hacer pedagogía para que la pareja no se entienda como posesión sexual exclusiva ?eso que siempre hemos entendido como compromiso?. Neil Biderman, ex consejero delegado de la compañía, también se hallaba entre las listas aunque alardeara de ser un marido ejemplar. Acaso quería comprobar lo bien que funcionaba su invento y conocer mejor a su clientela. O puede que tan sólo quisiera buscarse a sí mismo.

(La Vanguardia)

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7 de septiembre de 2015
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Mujeres de risa gruesa

La memoria es reptil y aérea, gusano de seda y crisálida. Por mucho que la cortejes, su testarudez te impide lustrar algunos pasajes que arrincona como unos zapatos viejos. Los mismos que recuerdo con extraordinaria nitidez en la entrada de la casa de Isabella Rossellini en Long Island. Ocho pares de zuecos azules, de diversos tamaños, en su cabaña de madera rojiza de Bellport, un pueblo de pescadores donde la actriz me recibió hace quince años con motivo del lanzamiento de su perfume Manifesto. Fui tan afortunada que incluso me sirvió la comida en una vieja cocina llena de libros: ensalada de tomate y mozzarella y pollo empanado. La de los zuecos es la imagen más diáfana que conservo, acaso porque me sorprendió que aquella mujer que nos había entusiasmado por su personalidad, su belleza sin plastificar y su Blue velvet, tuviera un guirigay de suelas desgastadas en la entrada de su casa. También conservo algunas palabras. Las que tienen que ver con sus fantasmas, a los que les había dedicado su libro Some of me: ?A mis fantasmas?. ?¿A quiénes se refiere??, le pregunté. ?Son mis padres, que a menudo se me aparecen, discutiendo sobre mi vida?. Este verano fui a ver a la Rossellini en Madrid. Representaba Green porno, un monólogo lleno de gags sobre la sexualidad de los animales (no en vano es doctorada en Entomología). ?¡Cómo sigue pareciéndose a su madre!?, comentaba la gente, aunque a ella la genética italiana le otorgue una resolución menos misteriosa. ?En verdad tengo el carácter de mi padre, mi madre era muy tímida. Siempre me decía que le gustaba ser actriz porque se encontraba muy cómoda haciendo de otra persona. Yo me relaciono bien con los demás. Para mamá, en cambio, era muy difícil?, zanja ella. Ingrid siempre fue una mujer de media melena dispuesta a vivir como ella misma decidiera. Una actriz de inmenso talento cimentado en la certidumbre de crecerse cuando interpretaba. Introvertida, siempre siguió el consejo de Hitchcock cuando rodaron Recuerda: ?Ingrid, ¡finge!?. También fue una actriz rebelde, en perpetua busca de retos creativos. La carta que cambió su vida decía así: ?Señor Rossellini: he visto dos de sus filmes y me han gustado mucho. Si necesita una actriz sueca que hable inglés perfectamente, que no ha olvidado el alemán, a quien a penas se entiende en francés y que en italiano solo sabe decir ?ti amo?, estoy dispuesta a acudir para hacer una película con usted?. Fueron seis largometrajes, tres hijos y una pésima reputación. El matrimonio con Rossellini entraría en crisis tras una década. Luego vendrían Renoir y Bergman y los Oscar por Anastasia y Asesinato en el Orient Express. Hasta que el cáncer la derrotó, siguió cortándose el pelo. Amó, vivió, rió y, como su hija Isabella, desafiaba la estupidez, defendía la naturalidad y le bastaba un leve parpadeo para provocar un nudo en el estómago. Tanto monta? / Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler

Es bien sabido que las actrices y modelos no buscan escritores sino empresarios o futbolistas como pareja; prefieren gastar dinero que verse convertidas en personaje literario. Además, en España la literatura no parece tan sexy como en las Américas donde hubo parejas literarias de relumbrón empezando por Arthur Miller y Marilyn Monroe. Era de esperar que una relación como la de Mario Vargas Llosa e Isabel Presley creará corrillo y adicción. Algunos periodistas incluso se permiten darle clases al Nobel de cómo comportarse con los paparazzi. Cuentan en su círculo que antes del verano, en una suite de un hotel madrileño, les dijo a sus secretarias: ?Por favor, cancelen mi agenda de todo el año. Estoy enamorado?. No podía ser de otra manera. Y las supermodelos / Peter Lindbergh

Con su pañuelo de pirata anudado en la cabeza y su don para explicar historias a través de la moda, el fotógrafo Peter Lindbergh reúne de nuevo a las top models que inmortalizó en 1990 para Vogue USA en la que sería la portada más imitada de la historia. Cindy Crawford, Helena Christensen, Tatjana Patitz (sonada ausencia la de Naomi Campbell) muestran,camino de los cincuenta, que la belleza es una idea mental y un estado de gracia. 25 años después, han titulado la sesión The return ( El retorno), aunque nunca se han ido, consiguiendo convertir su nombre en marca personal, además de icono para una generación de mujeres que nacieron en un mundo antiguo y crecieron en un mundo nuevo. Lindbergh, a sus 70, sigue emulando a Capa en sus fotos de moda: siempre muy cerca de la lente, abrazándola. Volver a empezar / Carlos Herrera

Taurino, cantarín y sin pelos en el rostro encaró esta semana su debut en la Cope entrevistando a la mismísima España en seis horas de radio. Tiró de agenda hasta la raíz y llamó para darle los buenos días al mismísimo Juan Carlos I, a quien le hizo de costalero en sus peores procesiones. No podían faltar José María Aznar, Pedro Sánchez, Francisco Rivera, Mariano Rajoy, ni sus ácidos contertulios. Hubo declaración de principios: ?A favor de los lunes, contra todos los viernes, contra la mantequilla y los camastrones?. Herrera, que habla catalán en Triana, se abre la camisa a la manera de esos hombres del sur que miran a las personas como si desprendieran un calor insoportable. Al veterano de las ondas le espera un septiembre frente a un micrófono en el que le será fácil plañir y empatizar.

(La Vanguardia)

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5 de septiembre de 2015
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Retrásame la muerte

El verano es tan arrogante que, cuando se desliza hacia el otoño, nos sume en una especie de anticlímax como si hubiéramos extraviado aquello que en verdad buscamos. Nada más guardar las alpargatas, se nos emborrona la hoja en blanco. Porque aquella lucidez con la que resolvimos nuestro futuro en las tardes de siesta y arena en que lo veíamos todo tan fácil y claro se enmadeja tan pronto la vida vuelve a darle al on. ?Maquinaria es una palabra que utilizáis mucho los periodistas?, me decía un amigo. Es cierto, a menudo acudimos a la imagen de la máquina o el motor para representar el sistema como energía en movimiento. Pero existen otros tiempos encapsulados, en los que de nada sirve lo que hasta ahora valía, tiempos ajenos a la maquinaria que ruge entre torres de cristal donde el dinero da volteretas en el aire. Un minutero ajeno a los conflictos del mundo, incluso a las costumbres burguesas. Me refiero al tiempo del dolor. El que se escupe en vacaciones como una espina del pescado. Acaba agosto y he llegado a casa con una maleta de libros sobre el dolor y la enfermedad. No me pregunten por qué. Hace unos meses, Joan Tarrida me recomendó Ser mortal, del cirujano Atul Gawande, que arranca con una magnífica interpretación de La muerte de Iván Íllich, el paciente al que le atormentaba que lo engañaran. ?Nadie lo compadecía como él deseaba que le compadecieran?, escribió Tolstói. Al cabo de dos meses, un amigo ?exhipocondriaco, igual que yo? se lamentaba de la escasa literatura existente sobre la dolencia. ?Lee a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad? (La Uña Rota), me animó. Fue un descubrimiento: un libro escrito en estado de gracia que regala comprensión sobre la enfermedad con sus chispazos de lucidez y de locura, con la caída de los yos y los prejuicios. ?Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos como la China contemporánea. Me la imaginaba como una aventura amorosa con una mujer que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca?. Con Broyard bajaba a la playa, con Susan Sontag y Philip Roth, cerraba las contraventanas. Y de fondo el bolero recordándote los placeres sencillos: ?Regálame esta noche, retrásame la muerte?. La salud es lo primero, nos decimos, y, para quien consigue sortear la espada de Damocles, tener plena conciencia de estar vivo puede ser ?un orgasmo permanente? (Broyard). Leer sobre el dolor es casi un sacrilegio entre aceite de macadamia y turquesas, pero cuán saludable es quitarle arrogancia al verano. Oliver Sacks, que representó el ideal de médico empático para cualquier paciente, murió en agosto. Pero antes dejó escrito con bella eficacia el punto final de quien tan bien supo vivir y morir: ?Gracias?. (La Vanguardia)

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2 de septiembre de 2015
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Cuando Jackie se puso los capri

Jacqueline Onassis fue fotografiada desnuda el verano de 1971 en Skorpios, la isla privada del magnate griego. Cerca de una cabaña que Aristóteles Onassis hizo instalar en la playa para guardar las hamacas y ducharse, ella aparecía de pie, con su delgadez atlética, pechos pequeños, el triángulo púbico negro ?entonces nadie se depilaba? y un excelente trasero a sus 43 años. El conjunto de las imágenes transmitía la seguridad de quien se siente a salvo en su cuerpo, a pesar de todo. El autor de la foto, que accedió hasta una orilla estratégica en una pequeña motora, teleobjetivo en ristre, fue el paparazzo Settimio Garritano, que desde 1969 hasta 1973 se pegó a su sombra. Garritano era un joven italiano de camisa abierta y mucho pelo que andaba con una cámara al cuello y otra en el hombro y aires de latin lover. El desnudo se publicó en Playmen, un año y medio después. Lo alentó el hijo de Onassis, Alexander, que no la quería como madrastra. Se temía la reacción de su malhumorado padre, pero éste, impávido, declaró a la prensa: ?Algunas veces tengo que desvestirme para ponerme el traje de baño. Mi mujer hace lo mismo?. No obstante, el puritanismo anglosajón tosió escandalosamente, después de la decepción por tan ruin matrimonio con un tipo feo y bajo que iba de cabaret en cabaret con aquella estampa. Contaba el periodista Douglas Thompson que Garritano acabó vendiendo los originales a Larry Flynt, quien valoró esa transacción como ?la inversión más inteligente de mi vida?. A Jackie no debió desagradarle el resultado: le dedicó una copia a Andy Warhol, firmada como Jackie Montauk, su pseudónimo warholiano. Acaso por ello, el paparazzo, lejos de ser considerado un traidor, siguió acompañando a Jackie en sus vacaciones anuales en Capri. Siempre pasaba un mínimo de quince días allí, donde se mezclaba con la gente, entraba y salía de las tiendas y amenizaba las fiestas en exquisitas villas. ?En una ocasión me preguntó por qué la seguía siempre, y le respondí que porque ella era un mito, para mi y para todo el mundo. Me sonrío amablemente?, recordaría. Jackie en Capri es una unión deliciosa. Sus biógrafos la consideran su ?etapa feliz?. Su imagen rejuvenecía cuando se quitaba el Chanel, las perlas y el sombrerito Pill-Box y se calzaba las sandalias. Sobre la cabeza, un Hermés anudado como nadie ha conseguido imitar, entre pirata y campesina. Puso de moda las gafas de pasta retro (bautizadas por las revistas de moda como Jakie O.) y se enfundó los pantalones capri, reinventados por la diseñadora de los 70, Sonja de Lennart. Aquel sensacional coqueteo entre la sencillez y la elegancia de Jacqueline hoy forma parte de los hitos de la moda. Dicen que fue una unión interesada, de canje: reputación por protección y dinero. A los Kennedy los mataban o se morían. En los documentos gráficos de la etapa caprese de Jacqueline aparece a menudo con su hijo, John John, tan ajeno a su fatal destino, sentados en unos escalones, ella acariciándole maternalmente el pelo. Pero entre todas las imágenes destaca una que transpira glamur y libertad: la llegada a una fiesta ataviada con vestido-túnica estampado, sonriente y descalza. Capri es una isla llena de tiendas de sandalias caras pero únicas (Diana de Vreeland y Colette se vanagloriaban de haberlas exportado). En sus calles pequeñas y empinadas no pasan los Rolls Royce. En la Piazzeta conviven con normalidad las heladerías con las tiendas de Tod?s o Bulgari. Es un pueblo de pescadores de lujo tendido al mar tras unas cortinas de bruma. También es una isla idolatrada por los americanos ricos, maravillados por la bendición mediterránea y el espolón rocoso que sedimenta su leyenda desde tiempos de Homero. Azul cobalto, turquesa y blanco. Y una luz vaporosa. Lleva recibiendo celebrities y artistas bohemios, jet set y revolucionarios desde finales del siglo XIX. John Singer Sargent firmó algunos exquisitos retratos de una de sus musas, Rosina Ferrara, en la década de 1870. Lenin y Gorki también disfrutaron, entre planes y discusiones, de sus ruinas, sus grutas y el espejo del mar. Más enamorados: Pablo Neruda, Orson Welles, Graham Greene, Jean-Paul Sartre, Elizabeth Taylor y Richard Burton, Valentino, Roman Polanski… Jackie bajaba a beber una spremuta de limón a la Piazzetta, junto a su hermana Lee, seguida de cerca por Garritano. Misteriosas e inaccesibles, las hermanas eran una espléndido ejemplo de ?geishas occidentales?, en palabras de Truman Capote. Gore Vidal la describió con mayor acidez: ?Egoísta y convencida de su poder, Jackie era una presencia maliciosamente divertida?. Pero fue Charles de Gaulle el más intuitivo: ?Es una mujer con coraje y muy bien educada. Respecto a su destino, no te equivoques: es una estrella y acabará en el yate de algún petrolero?. Un guardaespaldas de Kennedy confesó años más tarde que en su primer viaje oficial a Atenas, el presidente le dijo: ?No deje que mi esposa se cruce con Aristóteles Onassis?. Cuando Jacqueline enviudó por segunda vez, fue más Bouvier que nunca. Aprendió el oficio de editora, primero en Viking Press y después en Doubleday. Publicó a Michael Jackson, Diana Vreeland o Naguib Mahfuz. Y envejeció con discreción, como una neoyorquina elegante y flaca que no quería alardear de haber sobrevivido intensamente. La huella de aquellos veranos en Capri se convirtió en su relato más luminoso. Hay iconos que, una vez instalados en el museo del imaginario colectivo, sólo cogen polvo, y otros que desafían al dicho: ?No es el tiempo el que pasa, pasamos todos nosotros?. Jackie pertenece al selecto grupo de los que no pasan de moda. (La Vanguardia)

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29 de agosto de 2015
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Cuando Laforet se perdió en Calafell

A finales de los años cincuenta despuntaron unos jóvenes poetas ?nostálgicos y etílicos?, como describiría Carme Riera al llamado Grupo de Barcelona, que crearon escuela. Uno de ellos, Carlos Barral, recibía a los amigos en su botiga de pescadors de Calafell, junto a su mujer, la magnífica Yvonne Hortet ?fallecida este verano?. Y lo que allí se alumbró, los innumerables golpes de genio y las vanidades regadas con bourbon, ha quedado debidamente referido en crónicas y fotos de aquella gauche al sol, con pitillo, sonrisa burlona y bañador Meyba. ?Estancias sobre la conveniencia de pintar las vigas de azul?, se titula uno de los poemas de Barral en el que evoca aquel color de los veranos resignadamente alegre que luego describiría en Años de penitencia: ?Es una casa muy pequeña, con gruesas paredes de piedra y adobe, encaladas, y vigas y postigos de pino, pintados con el azul ingenuo e implacable, típico del país?. Aquel paraíso de la infancia, la casa heredada del padre, se transformaría en parada y fonda del olimpo literario que tanto gustó de las tertulias con sandalias ?desde García Márquez o Vargas Llosa, Ferrater, Goytisolo, Matute, Esther Tusquets o Juan Marsé?. Las latitudes tarraconenses siempre han tenido menos glamour que la Costa Brava; allí germinó una literatura más social y descamisada. Pero gracias a Barral, aquel trozo de costa mediterránea sencilla y espartana, se recubrió de crocante. Tanto era así, que Juan Benet, en un artículo publicado en Revista de Occidente, aseguraba que Barral ?producía a su alrededor un efecto de aceleración en virtud del cual nadie podía quedarse atrás y empujados por la fuerza centrífuga se movían como la excéntrica?. Pero hubo alguien que se quedó atrás. Que no pudo sobreponerse a su indiferencia. Ocurrió un verano de hace más de medio siglo. Una mujer agobiada por el éxito. Por el original de la nueva novela que Lara ya había pagado y esperaba pacientemente. Por la inseguridad y el extravío. Carmen Laforet. Cuando se revisan los retratos de escritoras españolas de la época, el de Laforet destaca del resto por la expresión de una modernidad apabullante en aquella España aún tan precaria en sus formas. No había entrevista que no empezara destacando su melena rubia y ondulada o su porte de niña de bien que fumaba frente a la cámara. Elegante, con un gesto esquinado y todas las cartas a su favor, podía parecer una mujer altiva, indiferente, asunto que en la apasionante biografía sobre la escritora, Carmen Laforet, una mujer en fuga (RBA) ?premio Gaziel 2009?, sus autores, Anna Caballé y Israel Rolón, liquidan de un plumazo al detallar el peso de su insoluble conflicto entre vivir y escribir. Y de qué modo las inseguridades de todo tipo, empezando por una falta de formación intelectual, fueron engrosando el bloqueo por el cual la autora de Nada ?una novela redonda que a día de hoy se sigue reeditando y prescribiendo? dimitió de la escritura hasta el extremo de padecer grafofobia. A partir de 600 cartas en las que Laforet muestra tanto sus inquietudes literarias como existenciales, Caballé y Rolón descongelaron la imagen paralizada de quien, tras ganar el Nadal con 23 años, fue rompiendo cuartillas y boicoteándose con mil excusas. Y no porque no tuviera nada que decir, sino porque luchaba contra la presión autobiográfica, amputando justo la raíz de su escritura. Carmen Laforet decidió alquilar una casa en Calafell en 1961 porque unos meses antes había coincidido en Madrid con Barral y Jaime Salinas. ?Pasamos un par de horas estupendas charlando, de esas veces en que uno se siente a gusto?, le escribió a su amigo Emilio Sanz de Soto. Hablaron de literatura y del mar, de Calafell, y la escritora empezó a fantasear con aquella nueva amistad y los proyectos que podían surgir. Por ello, aquel verano alquiló una casa muy próxima a L?Espineta, donde se instaló un 20 de junio de 1961 con sus cinco hijos, sus dos sirvientas, la emergencia de avanzar en su nueva y retrasada novela, y sobre todo, con la ilusión de frecuentar aquellos que admiraba y que podían reforzar su vocación literaria. Todo se torció cuando, recién instalada, se encontró fortuitamente con Carlos Barral en un café, hablando con Juan Marsé. ?Ella, alegre por el encuentro, se paró a saludarle?, ?escriben Caballé y Rolón?. ?Fue tan frío que me quedé azorada. Me dio la impresión de que creía que había venido a veranear a propósito, junto a su casa, para ganar con su amistad el Premio Formentor o algo así?, le escribiría unos días después Laforet a su amigo Sanz de Soto. Aquella mujer altamente vulnerable se sintió tan herida por la actitud de Barral ?procediera de la arrogancia, del desdén con el que trataban a Laforet gran parte de los intelectuales, o de un encuentro y un ánimo a destiempo? que hizo lo imposible por no volver a cruzarse con él en todo el verano. Pero sobre todo se sintió errante. ?Se acostumbró a instalarse en la terraza de un hotel donde no había más que extranjeros, ubicada en el otro extremo de la playa, lo más lejos posible de la terraza de Barral, buscando allí un poco de aire para escribir como alguien que está ahogándose?. En Calafell, Laforet alargó su sombra de gretagarbismo y corrió a acondicionar el silencio como refugio. Ni su espíritu nómada, ni las anfetaminas, ni el aliento que le dedicaban algunos amigos que creían en ella, como Ramon J. Sender, consiguieron reavivar el pulso agónico de aquella prometedora escritora a quien no le salía la voz porque otra voz le obligaba a callarse. Los veranos dejan cicatrices más hermosas que el invierno. El castillo de arena derribado por una insignificante ola. Las cenizas del primer amor. A Laforet le costaron los libros que no escribió. (La Vanguardia)

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22 de agosto de 2015
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Cuando Peggy colgó un Pollock en Venecia

En el jardín veneciano de Peggy Gughenheim ?el más grande de la ciudad, en el que, según cuenta la leyenda, siglos atrás vivió un león africano? la tarde parece más ligera, desvestida de la densa humedad de la laguna. Subiendo y bajando escaleras, ojeando sus libros de huéspedes o admirando sus cuadros de Léger, Rothko o Picasso, una euforia mentolada se apodera de ti. Sientes que allí, la vida transcurrió con suma amabilidad. Que lejos de componer otro decorado más de la ciudad medio sumergida, eres el huésped de una casa museo que une cosas aparentemente incompatibles como el poder y la exaltación creativa. La gente viaja a Venecia para ser feliz. Para sentirse dentro de un Tiziano; para convertirse en u personaje mecido por los gondolieri y mimado por los bravísimos camareros del Harry?s Bar, que sirven el mejor carpaccio del mundo, que fue creado para una dama que siempre estaba a dieta. El paisaje permanece suspendido, cosido por sus bellísimas fachadas que esconden ruinas y te hacen imaginar que Henry James escribía tras los sedosos cortinajes de los ventanales que dan al canal. Los sotoporteghi y el laberinto de callejuelas, el jaleo neorrealista del mercado de Rialto, las iglesias repicantes? todo es tan melodioso y a la vez tan decadente. Ignoro si Peggy Gughenheim fue traspasada por el síndrome de Stendhal al cruzar la Piazza di San Marco. Hay demasiadas reliquias para reverenciar al pasado en Venecia, de la Galería de la Academia a los collares antiguos de cristal de Murano, los fantasmas de Thomas Mann y Visconti deambulando por las ruinas del Gran Hotel des Bains en el Lido? Pero lo que empujó a la adelantada Peggy en busca de su casillero del ser, fue la vanguardia. También la ambición de congregar a su alrededor a una generación que la atrapaba en su encrucijada estética y su búsqueda permanente. Ella pertenecía a la rama excéntrica de la célebre familia de magnates de origen judío. Adoraba a su padre, mujeriego y laxo, que se ahogó regresando de una de sus románticas escapadas a París a bordo del Titanic junto a una joven cantante, lo que significó una verdadera tragedia para una joven de trece años. Su madre tenía la costumbre de repetir cualquier palabra o frase que dijera tres veces seguidas. A pesar de que su apellido siempre se relacionara con el dinero, ella y su hermana Benita representaron la rama pobre de la dinastía, aunque en verdad mantuvieran costumbres carísimas. Peggy vivió con plenitud los años veinte: viajó por toda Europa y se codeó con artistas, a quienes invitaba a cenas regadas con champán y ayudaba a sobrevivir, como a Djuna Barnes o André Breton, pero también fue maltratada por sus maridos. No se liberaría de ese yugo hasta 1937, cuando se separó de su tercera pareja, el editor Douglas Garman, y heredó una gran fortuna a la muerte de su madre. Después de sus aventuras con las galerías Guggenheim Jeune y The Art of this Century en Londres y Nueva York, el verano de 1948 ?justo un año después de su primera llegada a la ciudad serenissima? sería definitivo en su vida. En Venecia la habían recibido como a una diva. Vivía en un apartamento alquilado, en el Palazzo Barbaro, justo en frente de la Academia, en el Gran Canal. Henry James escribió allí Las alas de la paloma, inspirado por la temprana muerte de su adorada prima Mary Minny Temple. El piso era demasiado pequeño para ella, sus inseparables perros y su famosa colección, entonces aún a medias. Por ello, y también para asegurarse de que se quedaba en Venecia, el pintor Giuseppe Santomaso propondría a Rodolfo Pallucchini, mandamás de la Biennale, que ese año expusieran sus cuadros en el certamen. ¿Pero cómo? o, mejor dicho, ¿dónde? No formaba parte de ninguna institución ni representaba a ningún país. Cuando Grecia se cayó del programa debido al estallido de su guerra civil, se presentó la ocasión. Sus pinturas surrealistas, pero sobre todo las obras de Rothko o Pollock, que nunca antes se habían expuesto fuera de Estados Unidos, se convirtieron en una de las sensaciones de la edición. Apoteósico. ?Lo que más disfruté fue ver el apellido Guggenheim en los mapas y carteles, junto a Gran Bretaña, Francia, Holanda… me sentí como si, de repente, fuese un país europeo?, recordaba encantada. Nunca abandonaría la ciudad. Ese mismo año compró el palazzo inacabado Venier dei Leoni, entre la basílica de Santa Maria della Salute y la Academia. Lo reformó y replantó el giardino, donde hizo construir un trono de piedra en el que posaría para los fotógrafos. Fue siempre un museo habitado, y ese latido perdura a día de hoy, entre los espejos venecianos y las obras de Bacon, Kandinsky, Duchamp, Brancusi, Picabia? Cada visitante al palacio debía dejar constancia de su paso con una dedicatoria en los famosos libros de huéspedes de Peggy, y ?si eran poetas o artistas, podían añadir entonces unos versos o un boceto?. Patricia Highsmith, Louise Bourgeois, Eugenio Montale, Marc Chagall, Jean Cocteau, Tennessee Williams y muchos otros lo hicieron. Y hubo quien añadió algunas notas musicales, como John Cage o Jerome Robbins. Al día siguiente de morir en un hospital de la cercana Padua, en diciembre de 1979, casi treinta años después de comprarlo, hubo agua alta en Venecia y su hijo Sindbad, predestinado a ser buen marino, tuvo que salvar los libros y algunos cuadros. La llamaron excéntrica mecenas, pero, más allá de las etiquetas, supo entender a los vagabundos anímicos que solo encontraban respuestas en el arte. Sus gafas-máscara son el perfecto símbolo de un tiempo en el que una mujer logró ser al tiempo madrina y musa de la más absoluta vanguardia. (La Vanguardia)

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15 de agosto de 2015
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Aute y Gil de Biedma: una historia de Manila

Gumersindo Aute y Amparo Gutiérrez-Répide se conocieron en Manila. Él era un joven sin pereza que había llegado desde Barcelona, enviado por la compañía Tabacos de Filipinas. Ella era una dama española ?madre valenciana, padre de Santander? afincada en la excolonia, que hablaba tagalo e inglés: ?La mujer más bella de Oriente?, no se cansaría de repetir, desde que la conoció, el poeta Jaime Gil de Biedma. En 1943, de la unión de la pareja, nació en la capital Luis Eduardo Aute Gutiérrez, un bebé acunado por los bombardeos estratégicos de las fuerzas de liberación al mando del general MacArthur, Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas en el Frente del Pacífico del Sur. La 1.ª División de Caballería, en el norte, el 8.º de Caballería, en la zona de la universidad, la ubicua 37.ª División de Infantería y la 11.ª División Aerotransportada, en el sur, cercaron Manila durante un mes, batallando contra las tropas de defensa lideradas por el general Yamashita, hasta entrar en la ciudad y tomarla calle por calle, casa por casa. El historiador norteamericano Robert R. Smith describe el estado en que quedó Intramuros con lacónica precisión: ?prácticamente arrasada?. ­Aute, hombre de meditaciones, estilográfica y cigarrillo, recuerda aquellos ?escombros y más escombros?. Qué efecto debe de pro­ducirse en la memoria más subterránea cuando uno de los recuerdos infantiles es el de haber sobrevivido escondido con tus padres ?debajo de una cama, tapados con colchones, en el Hospital General. Había muertos alrededor, y el olor a muerto es algo que se me ha quedado grabado?. Cayeron alrededor de 150.000 civiles. Años después, en el colegio de los Hermanos de la Salle, el niño Aute sacaba malas notas menos en dibujo. A los ocho años ya quería ser pintor. En Manila, la ciudad más bombardeada en la Segunda Guerra Mundial después de Dresde, no había casi nada que hacer: ni siquiera había ciudad. Sólo había quedado intacta una librería cerca del Malecón, donde padre e hijo solían pasar las tardes. ?Mi padre iba por allí para ver revistas y yo me sentaba en una mesa donde había libros de arte, y me quedaba admirado con los cuadros de los pintores clásicos. Empecé a copiar las pinturas renacentistas, de Rubens a Botticelli. La maja desnuda de Goya me impactó mucho, sentí lo voluptuoso, lo obsceno, el vello púbico…?. En la casa entraba y salía gente, españoles que traían noticias de un país de estropajo y mordaza. Entonces Gumersindo era el jefe de la Sección de Compra de aceite de coco en Tabacos de Filipinas, y un joven Jaime Gil de Biedma, hijo del director de la compañía, viajaba con frecuencia a supervisar la tabacalera, hasta que en 1956 se instaló en Manila, en calidad de abogado y secretario general de la compañía, para realizar un informe sobre la administración general en las islas y su legislación. También escribiría el diario Las islas de Circe, que mantuvo inédito hasta su muerte y que junto al Diario de un artista seriamente enfermo, publicado en 1974, componen el volumen Retrato del artista en 1956 . ?Sin el viaje a Filipinas no me hubiera propuesto escribirlo, es verdad; pero a veces me sorprendo sospechando que si no hubiese llevado un diario no hubiese caído tuberculoso al regresar a España. Era necesario que algo ocurriese. Mil novecientos cincuenta y seis me parece un año simbólico y decisivo, y en gran parte lo atribuyo al diario?, confesaría el poeta años más tarde. Por aquel entonces, al padre de Aute ?con su familia? ya lo habían mandado de regreso a Barcelona. ?Las cosas salieron mal?, recuerda el artista. Años más tarde, cuando ya había triunfado sobre los escenarios, en sus visitas a Barcelona se reencontraba a menudo con Gil de Biedma: ?Casi siempre en Bocaccio, solía estar con Salvador Clotas, y hablábamos de poesía y de Filipinas. Era un placer conversar con él. Fue un poeta que logró la lúcida esencialidad de la poesía?. Una noche, el autor de Según sentencia del tiempo y En favor de venus le contó un proyecto: quería que él musicara algunos de sus poemas y otros de Manuel Machado para que los cantara Marisol. Había escuchado su último disco, que reunía nueve canciones compuestas por Aute exclusivamente para ella, y se había decidido a hacer realidad una idea que desde hacía tiempo le rondaba la cabeza: que Marisol le pusiera voz a sus versos. Antes, haría falta recordar qué podía representar Marisol para talantes como los protagonistas de esta historia. ?Marisol, nuestra Marisol nacional, esa especie de Brigitte Bardot adolescente en que se ha convertido la niña?. Así la introducía Paco Umbral en una semblanza de ella, Sociología de una ninfa, publicada en 1969 e inspirada en el ensayo que Simone de Beau­voir dedicó al fenómeno Bardot (Brigitte Bardot y el personaje de Lolita, 1965). El entorno de la musa y sus fans le pusieron verde por presentarla como lo que era, un fenómeno mediático cocinado por los Goyanes para conseguir el éxito de otros niños prodigio de la época, como Pablito Calvo o Joselito. En una columna posterior, en El País, en 1982, el autor de Mortal y rosa describía el paso de la niña prodigio a la mujer rebelde que pretendía matar al personaje: ?El pelo de Marisol, Pepa Flores, entre el platino/Goyanes y el castaño oscuro original, en un término medio, es un rubio pasado por la sombra del pesimismo?. ?Fue una larga tarde de verano, creo recordar, de hace algo más de treinta años?, relata Luis Eduardo Aute. ?Jaime, Pepa, Gades, mi mujer y yo nos encontramos en su casa de la calle Capitán Haya. Fue un encuentro amable, insólito en el sentido de que Jaime conoció personalmente a Pepa, a quien admiraba, además de como actriz, por la gran personalidad de su voz?. En aquella reunión de artistas genuinos se habló de poesía y de canciones, de la relación entre ambas, de la voz grave y cálida de Pepa, que Jaime encontraba muy adecuada para cantar sus poemas, también de cine. ?La conversación entre ambos fue, sobre todo, una exaltación por parte de Jaime de las cualidades interpretativas de la voz de Pepa. Esta recibía esos elogios con emoción y con mucho pudor. Luego hablamos de la diferencia entre poema y canción… y también de danza, de flamenco, de coreografías… Gades estaba presente en todos los sentidos?. El reto propuesto por Gil de Biedma les parecía a todos emocionante y encantador, aunque Aute incide en que Marisol era ?una persona muy tímida, con indisimuladas incertidumbres, y ya con la intención muy clara de alejarse definitivamente del mundo del espec­táculo. Intención que Gades apoyaba?. Los Aute viven hoy muy cerca del parque de la Quinta de la Fuente del Berro de Madrid, que celebra el talento de poetas exquisitos, de Bécquer a Pushkin. Mientras desgranamos recuerdos de un tiempo que hoy parece tan extraordinario como lejano, hacemos buena aquella frase de Shakespeare según la cual ?el pasado es un prólogo?. Al menos para nuestra historia de versos y acordes, de vivos y muertos, de olvido y recuerdo. La casa de los Aute es una especie de pequeño museo en el que el tiempo y el arte se han entrelazado para crear una atmósfera tan excelsa como irónica, oriental y afrancesada, una parada obligada para la bohemia artística de primer orden, donde hay dedicatorias desde Paul Bowles ??por favor, mándenme la canción?, firma en un dibujo? hasta las afectuosas dedicatorias de Ernesto Sábato. En las paredes cuelgan diversos dibujos de pintores, entre ellos, una cuartilla del Hotel Scribe de París, donde Jean Cocteau escribe: ?À Marichu Rosado, salut amical? junto a uno de sus esbozos característicos. Armarios antiguos conservan viejas reliquias, frascos de Bohemia, Occidente, Budas y monaguillos gigantes, sombreros en el baño, encuadernaciones francesas, cajas de caoba con dragones de la fortuna… Pero lo que permanece, incluso por encima del artesonado del techo, es la huella de sus habitantes, de la familia Aute-Rosado. Cerca de la chimenea, ocupa su trono un libro de Manila. Manila, siempre Manila, aunque no haya regresado jamás desde que se fuera, allá por 1951. Estaba a punto de embarcar hacía allí aquel fatídico 11 de septiembre en que Al Qaeda estrelló los aviones en las Torres Gemelas de Nueva York. Regresó a casa, su isla en Madrid, dice que sólo quiere volver con sus cuadros. Luis Eduardo trae junto al café una carpeta rosa. Se lee: ?Inéditas. Canciones o poemas: Jaime Gil de Biedma. Para Pepa Flores?. Aparecen un puñado de poemas: Ha venido a esa hora, llena de tachones y estrofas reescritas, comprimidas, en busca del compás de la canción; La vida a veces, impoluta, pero dedicada al pie a Marichu ?compañera eterna de Aute y mujer de ojos negros: ?Después de una conversación caótica y por lo tanto fructífera, de su amigo, Jaime?. Otro de los poemas que empezaron a salir de la carpeta para convertirse en música es A una dama joven, separada, con cesuras marcadas aquí y allá, y versos corregidos de mano del poeta: en lugar de ?y una primera, mañana?, ?y sucedió una mañana?, en vez de ?tus sentimientos más bellos?, ?tus sentimientos más tiernos?. Sorprende que Gil de Biedma, según su sobrina Inés García-Albi, que no tenía noticia de este proyecto frustrado, creyera que su poesía no era fácilmente cantable, algo con lo que Aute difiere: ?Sus poemas tienen una intensa musicalidad, contenida, clara, casi transparente. Eran unos textos de honda intimidad, por lo que pensé que la música debería brotar de la sonoridad, de la sen­cillez y la elegante tristeza de las palabras del poeta en cada texto?, cuenta. Gil de Biedma, siempre basculando entre ?la vida burguesa y la vie de chateaux? y el malditismo de su adorado Baudelaire, no pudo ver cumplido su deseo a pesar del empeño: ?Me había dado los poemas corregidos a mano por él, con la intención de que fueran más fácilmente ­adaptables a canciones. Yo había empezado a trabajar ya en las músicas. Aquella noche quedamos en ­poner en marcha el disco, pronto. Pero Pepa, en situación crítica con Gades, ya no quería grabar?. Se separaron, y Marisol se retiró con rotundidad. No quiso saber nada más del público, de la prensa, de las canciones, del olimpo de los poetas. Ansiaba ser Pepa Flores, borrar su excepcionalidad con bayeta y lejía y vivir por fin una vida ordinaria y minúscula. Parece que él hubiese escrito aquellos versos del final de Noches del mes de junio, tan autobiográficos, como anticipado epitafio a lo que pudo ser: ?La vida nos sujeta porque precisamente no es como la esperábamos?. Luis Eduardo Aute nunca grabó el disco: ?Quería respetar la idea del poeta, que los cantara Pepa?. Pero el tiempo pasa y la carpeta de poemas corregidos de Gil de Biedma sigue en esta isla filipina de Madrid. En territorio Aute todo es posible. (La Vanguardia)

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9 de agosto de 2015
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Cuando Hutton era la reina de Tánger

Barbara Hutton debe su celebridad, antes que nada, a haber heredado una gran fortuna a los ocho años, tras la muerte de sus abuelos maternos ?su madre se había suicidado con matarratas en la suite del hotel Plaza donde residían, dos años antes, desesperada ante las continuas infidelidades de su marido, Franklyn Hutton?, lo que le valió el mediático apodo de ?pobre niña rica?. Todo lo que hay escrito sobre ella, además de una prolija crónica fotográfica, que incluye algunas obras exquisitas firmadas por su amigo Cecil Beaton, va mucho más allá de la historia de esa pobre niña rica. De la multimillonaria se dice que era bipolar, narcisista, excéntrica y desprendida; que regalaba brillantes a las criadas y deportivos a sus amantes. Hasta en la más sublime y la más absurda de sus excentricidades derramaba la necesidad de ser excepcional. ¡Y tanto que lo consiguió!, haciéndose célebre gracias a sus fiestas de verano en Tánger: ?Barbara Woolworth Hutton solicita el placer de su compañía en el palacio de Sidi Hosni. PD. En caso de viento, la anfitriona le ruega disculparla viniendo otra noche?. Así rezaba la invitación anual que, desde 1948 hasta 1975, recibían los invitados a las apoteósicas parties que se vivieron en una de las ciudades más internacionales, complejas, enigmáticas, decadentes, libertinas y artísticas del siglo XX. Orquestas, bailarinas, un verano incluso trajo treinta camelleros Reguibat desde el Sáhara para que formaran una garde d?honeur. Después de la fiesta, acabaron acampado en el jardín. Hutton le había arrebatado el mítico Sidi Hosni nada más ni nada menos que al Caudillo. Franco se había encaprichado de él, pero acostumbrada a tener todo cuanto deseaba, ella solo tuvo que doblar la cantidad: ofreció un millón de pesetas más que la oferta que el Generalísimo había hecho ?es decir, pagó dos millones de la época?. Y el palacete, en plena kasba, fue suyo. No hay otra ciudad en la que se pueda sacar a pasear al fatalismo como en ella. Hay un Tánger silencioso que bate cualquier expectativa del bullicioso. Babuchas que apenas rozan los empedrados. El sonido de un laúd que emboba la tarde. El largo té dulce. La vida entre muros. Tánger, como La Habana, ejerce un hechizo nada ostentoso, pero capaz de contagiar al visitante de una moratoria anímica que altera el tiempo. Uno de los amigos de Hutton, Truman Capote, escribía: ?Casi todo en Tánger es inusual, y antes de venir conviene hacer tres cosas: vacunarse contra el tifus, sacar los ahorros del banco y despedirse de los amigos. Dios sabe si los volverás a ver. Este consejo es bastante serio, ya que es alarmante la cantidad de viajeros que han aterrizado en ella para unas breves vacaciones y después se han establecido y han dejado pasar los años. Porque Tánger es una ciudad que atrapa, un lugar sin tiempo; los días pasan más imperceptibles que la espuma en una cascada?. No hay duda de que las garantías de exótica libertad de una ciudad abierta donde nadie cuestionaba nada contribuyeron a poner Tánger de moda, con la fantasía de exilio feliz y a la vez caníbal. Todos sus ilustres visitantes pasaban por las fiestas de Hutton: Capote y Beaton, Hubert de Givenchy, Tennessee Williams? Dos socialités españoles de la época, a los que después de muertos se ha olvidado bastante, Emilio Sanz de Soto y Pepe Carleton, dieron buena fe de ellas. La anfitriona recibía a sus invitados sentada en un trono de oro y luciendo la tiara de esmeraldas de Catalina la Grande. Otros habituales eran Jane y Paul Bowles, quien en El cielo protector logró plasmar la perversidad y el embrujo del desierto. He encontrado una hoja del hotel Sanvy de Madrid con preguntas que preparé para una entrevista, cuando Paul Bowles vino a Madrid en 1993. ?¿El cannabis y el desierto son algo parecido a la pérdida de la virginidad??, interrogaba. Años más tarde lo visité en Tánger. Vivía como un pobre en un piso atestado de recuerdos y maletas. La atmósfera, densa, que venía de la calle, se posaba en cada rincón dejando bien claro quien mandaba. A Jane siempre le pareció simpática y divertida Barbara, ligera; a Paul, en cambio, le desagradaba por sus excesos. (La Vanguardia)

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8 de agosto de 2015
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Cuando Coco Chanel tomó Biarritz

Hace exactamente cien años, el verano de 1915, en el Hotel du Palais de Biarritz se bailaba hasta el amanecer, lejos del barro y las trincheras. Sobre el mismo mármol que habían pisado Napoleón III y Eugenia de Montijo, una noche se sentaron a cenar Coco Chanel y su amante, el jugador de polo y político Arthur Boy Capel. Allí, el contorno del paisaje no era tan vulgar como en otros pueblos costeros: un acantilado azul atlántico ceñido por las misteriosas landas y el oleaje bravo rompiendo contra unas endemoniadas rocas, espíritus de locos suicidas, dice la leyenda, ahogados in bellezza. ?Este pueblo blanco de tejados rojos y postigos verdes edificado sobre montículos de césped, frente al bravío océano Atlántico?, escribía Victor Hugo de Biarritz, donde sus pescadores eran célebres por su pericia capturando ballenas. Los franceses lo pronuncian con acento en la i, alargando la doble erre gutural. Y acaso porque la mitad de la palabra esté compuesta por el nombre del emblemático hotel, Biarritz suena a lujo y esplendor. Trae ecos de artesonados barrocos y baños de mar; de Guitry o Ravel; del norte elegante donde la realeza y la corte, así como las buenas familias españolas, veraneaban con sombrilla y cesta de paja. Chanel también es un nombre magnético, arranca con una consonante continua, que puede ser sostenida durante varios segundos de manera balanceada en una afirmación rotunda del chic parisien. Biarritz y Chanel, una orgía fonética, este verano hace un siglo. Qué surtida herencia nos dejó aquella gran mujer delgada de cabello oscuro tan encantadora como huraña. Cuánta libertad otorgó a nuestra vestimenta, destilando el buen gusto. Lo hizo provista de la vehemencia propia de una campesina a la que nada asustaba, aunque armada con una feminidad misteriosa capaz de enamorar a terratenientes, duques, artistas, oficiales nazis, pintores y musas. Coco. Nombre de perro. Lo cantaba cuando fue cabaretera, braceando contra la miseria pero soñando con una vida hermosa: ?Qui a vu Coco??, repetía sobre el escenario del café-concert La Rotonde. Un diminutivo casquivano, dos iniciales clonadas: la doble c convertida hoy en aspiración universal. Aquel verano de 1915, Chanel y Capel celebraban que en la cosmopolita Biarritz hubieran repetido el éxito conseguido un año antes en Deauville, donde Coco abrió tienda coincidiendo con el estallido de la Primera Guerra Mundial. El nombre de Chanel pasaba de boca a oreja con admiración escandalosa porque vestía a las mujeres como nadie lo había hecho hasta entonces: rompió la silueta de reloj de arena que aprisionaba su cuerpo, las liberó de los corsés, les puso pantalones, las rejuveneció y las hizo más interesantes. Estaba obsesionada con devolverles su credibilidad gracias a la perfección de un traje con el que pudieran correr, saltar y agacharse. Y se cargó todas las plumas y miriñaques. En el Hotel du Palais ?bailes de salón, sangre azul y una eterna belle époque? las mujeres lucían sus chaneles admiradas de sí mismas. Boy Capel, a pesar de las escaseces de la guerra, actuaba como proveedor de lanas, tweeds y sedas. Y de punto. Esa fue la mayor baza: comprar ingentes cantidades al fabricante Rodier, quien les hizo un gran descuento porque pensaba que no lo llegaría a vender. Nunca se recuperó del susto: aquel tejido que, antes de la guerra, rechazaban los hombres para su ropa interior, acabaría cosiendo espectaculares trajes de alta costura. En Biarritz la guerra apenas se notaba: matrículas extranjeras en autos de lujo, príncipes rusos, cantantes de ópera y damas deseosas de jugar al golf. La vecina España era neutral. Un encantador lugar para invertir. ?Sabían correr riesgos y moverse con celeridad?, dice uno de los biógrafos de Chanel, Axel Madsen. Alquilaron a la viuda del conde Tristán de l?Hermita la Villa Larralde, situada enfrente del casino. Chanel llamó a su hermana Antoinette, además de contratar a varias modistas vascas que permanecerían fieles a ella, e incluso pediría a sus madres que las dejasen ir con ella a París. ?El 15 de julio de 1915 Coco no se limitó a abrir una tienda, sino la primera boutique de moda de Biarritz. La ciudad no había visto nunca una cosa parecida?, afirma Madsen. Los años de Biarritz fueron tremendamente prósperos para Chanel, tanto en lo creativo como en lo económico. Poco se ha analizado su inspiración española y los quince años que pasó entre París y el País Vasco francés. Aquel verano de 1915, cuando Norteamérica estaba aún muy lejos, Harper?s Bazaar publicó en portada uno de sus primeros vestidos camiseros sin cuello, su robe sans taille. Chanel, al igual que Balenciaga, se inspiró en las ropas de trabajo de los pescadores y obreros de la costa. Incluso se encasquetó la txapela, con su proverbial estilo marinero. También fue en Biarritz donde Chanel se aproximó a los ballets rusos, exiliados en Madrid y San Sebastián, que tanto influirían en su carrera. E inició una estrecha amistad con Diáguilev, a quien años más tarde financiaría, muy discretamente, La consagración de la primavera de Stravinsky, del que mademoiselle fue amante. Hace un siglo de todo ello, cuando los veranos eran más lentos, Europa se había atascado en embarrados campos de batalla y Coco Chanel había vengado a aquella pobre huérfana del hospicio de Obazine, condenando a las mujeres a vestir de negro, como sus cancerberas. No sabía aún que se jubilaría temprano, que sería una desgraciada en el amor, ni que reaparecería en París a los 71 años para convertirse en inmortal. Pero aquel verano de 1915, en Biarritz, Chanel empezó a ir con chófer y en RollsRoyce a todas partes. (La Vanguardia)

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1 de agosto de 2015
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