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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La nueva frugalidad

Lo repetimos una y otra vez: “Vivir con menos”, deseosos de que de tanto pronunciar la frase se nos adhiera al hábito y sobre todo al gasto. Un dato feo: España es el tercer país europeo donde más ha aumentado el riesgo de pobreza y ex­clusión social –con Grecia y Chipre por delante– y se calcula que el 28,6% de los españoles están en riesgo de quedarse en las orillas de la vida perfumada. Incluso la vieja España, la que no se comunica por WhatsApp ni Facebook, prac­tica la venta de oro para fundir a fin de seguir comprando filetes de ternera blanca. Cada semana, alguien que está alojado en nuestra agenda telefónica se queda sin trabajo. Recibo sus correos o sus mensajes, resignados hasta la desesperación, y pienso en sus días lívidos y en la pelota de impotencia bajando por la garganta.
El marketing, siempre tan listo, tan raudo, vende ahora una etiqueta llamada “nueva frugalidad”. Un renovado minimalismo que ya no tiene tanto que ver con la reacción a la hipertrofia y el exceso sino con la llamada “búsqueda de lo esencial”, como si lo esencial tuviera nombre y apellido, fuera concreto y tangible: “Perteneciente o relativo a la esencia. El alma es parte esencial del hombre”, define y ejemplifica la RAE. El ejemplo nos deja aún más confusos, pues uno de los elementos sustanciales que nos conforman es el alma, que además es gratis; por eso debe de producir tanta incredulidad.
Hace unas semanas visitó nuestro país James Altucher, un emprendedor que consiguió hacerse millonario dos veces –y se arruinó otras dos– y que ahora se ha reconvertido en maestro del despojamiento. El pasado abril dio un repaso a todas sus posesiones, tangibles e inmateriales, seleccionó 15 indispensables –tres camisetas, tres pantalones, dos calzoncillos, dos pares de calcetines, dos de zapatos, una bolsa de plástico con 4.000 dólares en billetes de dos, un portátil y un iPad–, las metió en una bolsa de deporte y con todo ello se echó a andar el camino de lo esencial. Ni fotos familiares, ni recuerdos, ni regalos, nada. Ni siquiera contesta al teléfono ni lee correos electrónicos. Eso sí, le acompaña una campaña mediática que lo debe de tener muy distraído en su nueva vida frugal.
Altucher apunta contra la lógica autoimpuesta: trabajar más para ganar más, para comprar más y para vivir con mayor insatisfacción. Un bucle del cual la “nueva frugalidad” anima a salir, pero que en verdad es el motor que hace levantarse a muchos de la cama cada día. Igual que tantos manieristas del minimalismo, este nuevo gurú es un frivo-frugal que exhibe el lujo al revés. Lo cual no deja de ser una provocación cuando la pobreza gotea día a día como un grifo mal cerrado.
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26 de octubre de 2016
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Bolsillos cerrados

Fue un invento sutil el del bolsillo aunque enormemente simbólico. Por un lado, ratificaba el ansia de una mayor ligereza sobre el cuerpo, y por otro, de autonomía al liberar al cuerpo de los fardos que hasta finales del XVI se ataban en la cintura. Aquellas pequeñas sacas de tela anudadas con lazos y cordones fueron sustituidas por la bolsa frontal de los calzones, pero el abultado tamaño que adquiría resultaba embarazoso, de forma que la audacia humana abrió una ranura en los ropajes. Un siglo más tarde, las capas y los abrigos ya llevaban bolsillos, primero en los bajos y después a la altura de las caderas, aunque los de ellos siempre eran más voluminosos. La vestimenta occidental fue dinamitando los caprichos cortesanos y en 1885 se impuso el traje masculino de un solo color y de la misma tela, tres piezas que al menos sumaban una decena de bolsillos, inimaginables en las ropas femeninas. “Existe una supremacía en la ropa de los hombres: su adaptación a los bolsillos”, denunciaba en 1905 Charlotte P. Gilman, para el The New York Times.
Así era, las mujeres continuaron dependiendo de un bolso, a fin de no engrosar su silueta con promontorios en caderas o pecho. Dior avisó: “Los hombres tienen bolsillos para mantener las cosas en su sitio, las mujeres, para la decoración”. Aquello enfureció a varias defensoras de los bolsillos de las sufragistas: ¿por qué los trajes de ellos tienen que ser útiles, con sus grandes bolsillos, mientras que los de ellas sólo han sido diseñados para ser bellos?
Leo en la revista Racked un análisis de lo que supone la permanencia de ranuras apenas decorativas en faldas y vestidos. Y de cómo Hillary Clinton, en sus discursos de candidata a la presidencia, luce vestidos con las costuras cerradas, sin llevar nada encima. Únicamente solapas de postín, falsos bolsillos cerrados. “Los bolsillos para las mujeres son por si acaso: un papel, un billete, un pañuelito, una llave sin llavero, un secreto. No están hechos para llevar peso ni bulto, como los hombres. Son para emergencias o como mucho para meter en ellos las manos en plan chulo”, me dicta mi amiga Silvia Alexandrowitch, una de las firmas más brillantes del periodismo de moda. Silvia me confesó en una ocasión que incluso llevaba el bolso encima para moverse por la casa. Una cuestión práctica; “ya no voy a ninguna parte sin él”. Porque en un bolso se cristaliza la ilusión de juntar todo lo importante, o su representación. A veces es un gran bazar que contiene lo inimaginable, otras es un resumen de la huella cotidiana.
Lejos de sentirnos menos livianas, muchas agradecemos evitar la frialdad de la calderilla sobre el muslo, o de andar con la carga de resignados varones que acumulan los rastros de su existencia sobre sus piernas; preferimos colgarla del brazo. De nada envidio esos bolsillos llenos a reventar que de vez en cuando se vuelcan y desparraman las huellas del día en la medianoche del cuarto.
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24 de octubre de 2016
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Libros contra el hielo

La ciudad bulle tan rabiosamente en octubre que apenas deja adivinar sus plumas de colores. ¡Ocurren tantas cosas en el Madrid de los teatros, los festivales y los cafés! Pero acabaron los días en que cabalgábamos la urbe a lo largo y ancho. El tiempo tenía otra medida, soliviantado por el ansia juvenil de atravesar las diferentes capas que envuelven la ciudad igual que una cebolla. Ahora apenas absorbo una milésima porción de su energía; se acabaron las fantasías de ubicuidad, el no querer perderse estrenos y recitales, incluso alguna fiesta de postín en ese paisaje hiperrealista del Madrid que ha crecido desordenado y espumoso, como si hubiera sido agitado en una coctelera.
Esta siempre ha sido una ciudad muy libresca, y no solo en las páginas de Pérez Galdós, Valle-Inclán, Baroja o Cela. Ahí está su calle de los Libreros, que nace en la mismísima Gran Vía, donde resiste la librería más antigua de la ciudad: la de Nicolás Moya, abierta en 1862 y que ya proveía a Ramón y Cajal. El encanto de la Cuesta de Moyano, a espaldas del jardín botánico, permanece intacto gracias a esas casetas tan parisinas que te hacen soñar con el Sena. Desde hace una década, cada dos por tres se anuncia el cierre de una librería histórica –o un cine, o un café– y, sin abrumar, han ido desapareciendo Rumor, Altaïr o Paradox. Eso sí, nacen nuevas fórmulas, como las librerías café, que, al amparo de la wi-fi gratis y el piscolabis, acercan la lectura a la barra.
Antonio Méndez y su librería, fundada en 1977, se cuentan entre los supervivientes de la crisis. Es fácil cruzarse allí, ojeando ejemplares, a Javier Marías (Méndez es el librero real en el Reino de Redonda, la novelesca isla antillana de la que Marías es monarca). También es cliente asiduo el más Alatriste que nunca Arturo Pérez-Reverte, que ha protagonizado estos días un duelo de capa y espada con Francisco Rico. Y lo primero que pienso, no importa que sea varón, es ese decir de Sabina: “Ay, esa falda tan corta y esa lengua tan larga” (mira que emplear ese registro pseudoporno para definir a alguna académica como “tonta de la pepitilla”).
Méndez es un librero que después de ocho años de crisis ha visto cómo muchos regresaban del e-book al papel, mucho más cómodo para el lector de fondo de armario. “El que hayan desaparecido un montón de librerías en Madrid, algunas de ellas verdaderamente míticas, es un síntoma de cómo está la ciudad. No solo su cultura, también la educación de una ciudad se mide por la cantidad de librerías que tiene y aquí cada vez quedamos menos”, dice.
La librería Antonio Machado, en el Madrid afrancesado de las Salesas y la plaza Villa de París, fue una de mis primeras guaridas. Sus libreros, eruditos y poetas, siempre me conducían al hallazgo. La Machado, custodiada entre fruterías y pescaderías, sacia parte de nuestra gula por las palabras. Representa la élite librera, igual que la Rafael Alberti, en el oeste de la ciudad, donde esta semana Marta Sanz ha presentado su sabroso libro Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la transición. ¡Cuánto me reconozco en sus páginas cuando habla de los chicos wranglers y la pasión por los feos imaginativos!; “la metrosexualidad, la pilofobia y sus variantes, a nosotras ya nos pillaron mayores. Los tíos con las cejas más arregladas que Audrey Hepburn. Y Cristiano Ronaldo, que a mí y a todas mis compañeras nos da un poco de grima”, escribe.
De Poemad, en el que Pere Gimferrer recitará sus nuevos versos, hasta la poesía en escena del Fernán Gómez –con Cervantes en el Parnaso–, pasando por el desayuno en petit comité con la mítica Edna O’Brien, Madrid ameniza el otoño con letras en vena. En la residencia del embajador de Irlanda, un pequeño grupo de invitados desayuna con O’Brien y cubertería de plata. La autora presenta su primera novela en casi una década, Las sillitas rojas (Errata Naturae). En el salón con chimenea de mármol blanco y tapizados de seda dorada, un poema de Yeats convertido en canción popular destaca entre cuadros con firma. O’Brien lo tiene claro: “La literatura nos hace intelectual, espiritual, moral y sentimentalmente mejores”. Los libros van fundiendo la marca de los años del hielo en este otoño amarillo.
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22 de octubre de 2016
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Dylan, yo y yo

Puede que este sea el Nobel de Literatura con quien más hemos convivido. Sus palabras no nos han acompañado durante uno o tres libros, en realidad no podemos contarlas. Desde aquellas tardes de sábado en que freíamos en el tocata Cambio de guardia, o las fiestas en pisos desnudos donde siempre acababan sonando Just like a woman o Like a Rolling Stone, y entonces movíamos la cabeza, algo idos, cerrando los ojos justo cuando decía “a complete unknown”. Qué duda cabe de que Bob invitaba a la lírica. No puede haber tontuna detrás de las más de trescientas canciones que forman el libro The lyrics 1962-2012, publicado en el 2014, una edición limitada –299 dólares el ejemplar– que incluye, además de los textos, imágenes de los cuadernos manuscritos donde escribió y corrigió una y otra vez sus versos. Son mil páginas, seis kilos de peso. Nos decían que era un coñazo, pero qué gran compañía ha sido Dylan, una compañía cultivada. Con él, siempre podías aprender nuevas maneras de verte: “Yo, y yo. En la creación, donde en la naturaleza de uno no existe honor y perdón”, dice uno de sus temas. También ha sido un fiel compañero de viaje, sobre todo en los trayectos largos. La voz plañidera del profeta en el asfalto sintonizaba tanto con la lluvia empañando los cristales como con los campos brillantes de sol. Cuando llegábamos a un sombrío cuarto de hotel nos poníamos Hurricane, o descubríamos canciones sexis, Tell me that it isn’t true, por ejemplo. En su lírica, letras y música, se han dado la mano la alta cultura y la vida en minúsculas, de Ezra Pound y T.S. Eliot, al chili pepper o las cenicientas en el pasaje de la desolación.
El artista que se hizo llamar igual que el poeta Dylan Thomas como declaración de principios ha ganado el Nobel, y el mundo se ha posicionado a favor o en contra. Dylan es sin duda enigmático: expuesto sin cesar sobre los escenarios, aunque luego se esconda en su guarida, sin transpirar. Ha mantenido su vida en una caja acorazada. La suya es una firma global que apenas concede entrevistas. Y aún no ha dicho ni mu sobre el Nobel. ¿Soberbia? ¿Recogimiento? Dylan también hizo cosas exhibicionistas y banales, o directamente lamentables: actuar con las Victoria’s Secret o permitir que el Gobierno chino elaborase el set list de su concierto en Pekín hace cinco años. Pero no hay duda de que nos ha marcado más que los Jelinek, Le Clézio, o Soyinka, incluso que V.S. Naipaul. Ha puesto banda sonora a nuestro tiempo con los destellos que alcanza a regalarnos la poesía. Sin embargo, lo más curioso del caso, y dado nuestro inglés de andar por casa y “a relaxing cup of café con leche”, es probable que en España, y con suerte, hayamos entendido una tercera parte de sus letras rodantes, conmovedoras y elaboradas. Ahora esperamos con ansia un volumen que no pese seis kilos, debidamente traducido. ¿O la literatura no es esto?
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19 de octubre de 2016
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A patada sucia

Cuando te llaman del colegio de tus hijos, el estado de alerta modifica al instante la posición del cuerpo. Te levantas del restaurante con la servilleta entre las piernas, incluso agachas la cabeza, o te tapas el otro oído con el dedo para oír mejor, aunque dé lo mismo. Te dicen: “No te preocupes, pero...”, y el estómago arde en llamas. ­Algo parecido debió de sucederle a una pareja cercana hace unos días: les te­lefonearon para informarles de que a su hija de cinco años le habían partido el labio. Fue el simpático Lluc, sin querer, en plena estampida. Blanca pasó el susto entre hipo, Betadine y los brazos de sus padres. Y al anochecer, cuando ya había vencido a la herida, se puso a llorar con desconsuelo. En el aula, dos chiquillas de la misma edad –aún goteaba la sangre– le dijeron: “No te preocupes, Blanca, mañana cogeremos a Lluc en el patio, lo ma­taremos y lo enterraremos”. A la chiquilla aquella promesa la aterrorizó más que el corte, y debió de perse­guirla durante toda la tarde, hasta que al acostarse se lo contó a sus padres. “Lluc me ha hecho daño, pero que no lo maten, no quiero que muera, por ­favor”.
Puede que no sea tan simple responderse por qué a la sensible Blanca le aterra la idea de crueldad, mientras que las gemelitas paladean sus fantasías vengativas. Los críos siempre han sido crueles, se dice, pero antes no nos enterábamos tanto. Los más vulnerables siempre son los primeros en ser señalados, presas cómodas. Los gordos, los tontos o los moros de la clase tendrán que luchar a brazo partido contra esas etiquetas clavadas sin apenas haber podido forjar su propia identidad, como si ya no pudieran ser Juan o Fátima a secas, sino la idiota o el maricón. Cuenta Luis G. Martín, en su magnífica autobiografía sentimental El amor al revés (Anagrama), que de niño le pedía a Dios que le gustasen las chicas. Al tener la certeza de ser homosexual, cuenta: “Me juré a mí mismo, aterrado, que nadie lo sabría nunca”. Y tuvo que asumir la impostura para salvarse.
Sigo el caso de la niña golpeada en un colegio de Palma. El asunto se ha tratado con alarma y conmiseración: “Hoy la pequeña ya descansa con mimos en su hogar, tranquila, pero no quiere regresar a ese colegio”, oí en un informativo, y esa fingida normalidad me alarmó. Se apunta a la familia, a las escuelas, a un contexto que socializa en la violencia con naturalidad, y en cambio domina una callada voluntad en empequeñecer las agresiones, o mejor dicho, de dar por sentado que hay que convivir con ellas. El acoso escolar o bullying cada vez empieza antes: ahora a los 11,9 años. Y su peor enemigo es el silencio. Un estudio de Save the Children realizado este mismo año revela un dato que puede ser el principio de todo, el hoyo por donde habría que seguir cavando: la mayoría de los agresores preguntados por sus motivos responde: “No lo sé”.
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17 de octubre de 2016
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Gaultier contra Pokémons

El parque de Berlín estrena el otoño con una invasión de madrileños de todas las condiciones y edades que cazan en su propia imaginación. Los huidizos Pokémons y los perros de las colonias colindantes han convertido la placidez del parque en un enjambre histérico. Dicen que existe una especie rara de esos bichos virtuales que solo se encuentra en el parque, antes un lugar apacible donde los jubilados amanecen en corros de chi kung y taichi. El parque acaba de celebrar sus fiestas con la asociación de vecinos cantando zarzuelas y los Pokémons subiendo a las atracciones.
La historia de este parque resume bien el espíritu confiado y tan poco escéptico del madrileño. En 1966, Willy Brandt anunció que visitaría España. ABC publicó la noticia paladeada con triunfo y se anunció que, como agasajo al canciller, se construiría un jardín alemán de relieves exquisitos y con estanque. El conde de Mayalde, exalcalde de Madrid y antiguo embajador en Berlín, y Carlos Arias Navarro, que lo sucedió en el consistorio, inaugurarían el parque dos años después, aunque Brandt los dejó colgados. El PSOE había advertido al canciller de la inconveniencia del viaje, dando noticia de los socialistas que el régimen aún perseguía sistemáticamente, y Brandt lo canceló. Pero ahí estaba el parque, diseñado con mimo botánico, y su escultura, que pagaron los expatriados teutones: un oso rampante que a día de hoy espanta a los niños y te invita a preguntarte acerca de la fiereza –o de la fealdad– simbólica que nos rodea.
Los alemanes se establecieron alrededor del parque y aunque muchos se mudaran después a Ciudalcampo siguen acudiendo al barrio a comprar pan negro y bratwurst en la tienda alemana Fass, al lado de la librería alemana, y a beber cerveza de trigo en el restaurante ídem. Los kindergarten cosen la zona: no hace demasiados años se puso de moda llevar a los infantes a una guardería germana como señal de prosperidad cosmopolita; hoy, de una gran parte sólo queda el nombre en la puerta. El Madrid de las colonias es tan fascinante como el de las corralas. Aquí, decir los apellidos de las calles parece que contagie su grandeza: “Voy a Goya”, “está en Velázquez…”. También juega a la ilusión de nobleza el público que se encamina hacia las embajadas, que en los últimos años sacan buen rendimiento al alquiler de sus sedes para organizar saraos. En la Residencia de Francia se entregaron el jueves los premios Icon, esa revista de hombres en blanco y negro y miradas oceánicas que dirige el amigo Lucas Arraut. En Madrid hay asuntos que siempre quedan entre catalanes: Lucas habló con los Puig, los mayores accionistas de la firma del primer diseñador-espectáculo, un gran couturier, rebelde con causas y no con mamarrachadas. Gaultier celebra 40 años en la moda y parece imposible porque sigue siendo joven, un niño grande cuyo credo no se ha alterado. Su credo: ambigüedad, provocación exquisita, alta moda, vanguardia. Le llamaron enfant terrible y ahora es un veterano que vende millones de perfumes. ¡Cuántos hombres dejan rastro de Le Male en los ascensores del poder de Francia, Italia, Alemania y España, países donde la fragancia es líder absoluta de ventas! Fiel a su sonrisa ladeada, su simpatía marinera y esa buena educación propia de los creadores que no se han cansado de sí mismos, Gaultier es cercano y divertido, un enamorado de España desde que, con sus padres, recorría el litoral mediterráneo en un dos caballos. Para celebrar su visita a Madrid, los Puig organizaron un almuerzo en petit comité en sus oficinas de Madrid, todo tan corporativo y clean, sin pretensiones. Gaultier recordó cómo de pequeño le impresionaron los toreros en Dags, según él su “ primera noción de haute coture”. Hoy, que ya no hace pret-à-porter pero sí alta costura, es copiado por unos y por otros, que si Vetements o Margiela, pero sus trajes son más clínicos y metodistas, mucho menos emocionales que los de ese Gaultier emocional y lírico, el que eriza la piel o estira la sonrisa, el que habla italiañol, agita las manos, mesa sus blancas patillas, el Gaultier que religiosamente sigue comentando en la tele francesa el vestuario del Festival de Eurovisión, porque de vez en cuando a la moda hay que arremangarla y bajarle los humos.
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17 de octubre de 2016
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El fardo de Hillary

Me pregunto qué debe de quedar de aquella joven con gafas de cristal grueso a quien el pastor de su iglesia llevó a escuchar el más célebre discurso de Martin Luther King jr.: I have a ­dream. De la niña que se crió en un suburbio de clase media de Chicago, donde su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial, salió adelante estampando telas y su madre, marcada por la precariedad, la instruyó en la primera lección política: educación, educación y educación. Algún poso quedará de la militante republicana que se definía poco después como “una mente conservadora con un corazón liberal”, hasta que el corazón le estalló y se hizo activista pro derechos civiles y en contra de la guerra de Vietnam. La Hillary rubia de media melena que, ya en campaña con y por su marido, cambió drásticamente el papel de la esposa de un candidato así como la proyección pública de una mujer. Fueron la pareja de los noventa, practicaban el soft power, audaces y preparados, ejemplares hasta aquel episodio de la pobre becaria en el que todos los fantasmas que planean sobre la vida privada y la vida pública vomitaron en los platós. Hillary humillada. Hillary perdonando, ganando peso y canas. Hillarycare, como bautizaron sus enemigos “su” propuesta de reforma del Sistema Nacional de Salud, que, pese a no prosperar, inspiraría a Obama en la suya. Tenaz e infatigable, hoy está a un paso de ser la primera mujer presidenta de EE.UU. Pero nunca han gustado las mujeres mandonas. No es probable, sino una evidencia, que de haber sido Donald Trump una mujer ya la habrían tumbado e incluso escupido. Sólo hace falta recordar los patinazos de aquella Sarah Palin a la que ridiculizaron con sus ínfulas de doberman wasp.
A Hillary Clinton se la acusa de estar “sobrepreparada”, de representar al pudiente establishment, de ser demasiado vieja, de tener achaques –cuando el historial médico de la Casa Blanca va de la depresión de Lincoln a la bipolaridad de Roosevelt, pasando por la enfermedad de Addison de Kennedy o el principio de alzheimer de Reagan–. También la critican por llevar bótox y resultar demasiado coqueta, cuando, igual que Merkel, viste con pseudouniformes. Hipocresía y misoginia han protagonizado esta campaña en la que Trump no ha dejado de lanzar dardos contra el fardo más pesado de Hillary: su marido. Allí está él, impávido, más flaco, a cuatro pasos de las camareras o azafatas que Trump invita a los debates apuntando a la bragueta. ¿Acaso no hay acto de machismo más cínico que el de agredirla mediante las correrías de su esposo? Pero Trump es un hombre hinchado de rabia cuyo relato está edificado sobre una inmensa fortuna de acciones, casinos y concursos de Miss Mundo, y que en su trasnochado delirio cree que en verdad compite contra Clinton, Bill.
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12 de octubre de 2016
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La cara B de la soledad

Existe una soledad buena y una soledad mala, igual que ocurre con el colesterol o el estrés. No obstante, la etiqueta de la propia palabra es más sombría y silenciosa que luminosa y alegre. Los niños temen estar solos y, en cambio, los adolescentes persiguen la soledad como un premio levantando tabiques imaginarios para ensimismarse en su cuarto. Siempre he admirado a las mujeres que van solas al cine, tan ajenas a la intemperie, bien acomodadas en su mismidad y sin necesidad de llevar comparsa ni de recurrir al otro como mero animal de compañía. Por el contrario, muchas personas se sienten solas en una casa llena de gente e incluso en las ciudades ensordecedoras donde tras sus ventanas iluminadas reina un silencio opaco. En la era de la hipercomunicación, se impone el olvido de una soledad real: por ello se interactúa frenéticamente con los demás, a menudo simulando relaciones que en verdad son puro humo.
Sostenía Freud que los humanos estamos atrapados por “las dos grandes necesidades: hambre y amor”. Al principio, a nuestros primitivos antepasados les mantenía vivos el ansia alimenticia, y podríamos decir que hoy también, aunque los ruidos de nuestro estómago vacío no tengan que ver sólo con la nevera sino con la insatisfacción. Ya sabíamos que las personas que no han logrado hacer brotar la chispa y el roce continuado con una pareja mueren antes. También se dice que son más inestables emocionalmente. Desde hace unos años ha empezado a hablarse de la soledad como una epidemia, y ahora el neurocientífico de la Universidad de Chicago John Cacioppo demuestra que puede llegar a aumentar la posibilidad de muerte prematura en un 26%. Malos hábitos, dejadez, alcoholismo, depresión…, la mala soledad no discrimina a nadie por razón de edad o estatus: según el INE, en España existe una cuarta ­parte de hogares unipersonales. Y 368.400 personas de más de 85 años viven solas. La mayoría en terceros o cuartos pisos sin ascensor. Durante un tiempo, me despertaba cada madrugada una anciana solitaria con el sueño corto. Hacia las seis de la mañana salía al balcón a regar las plantas mientras canturreaba melodías marineras. Se las arreglaba bien y encima le ponía empeño y alegría. El día en que se interrumpieron sus canciones mañaneras sentí tanta pena como admiración, pues había sido capaz de habitar una soledad muy bien iluminada.
Y es que el profesor Cacioppo señala otro punto más novedoso que el consabido lado oscuro de la soledad, que consiste en su papel en la evolución a fin de protegernos. “Pensamos que la soledad es un estado aversivo que nos motiva a atender a las conexiones sociales, pero nos ha ayudado a sobrevivir”, mantiene. A pesar de que sean más elevados los riesgos que los beneficios, y del temor social e incluso del desprestigio que representa, la soledad posee una cara confortable que sobrevuela falsos mitos: un territorio donde recogerse y sentirse a merced de las corrientes mansas.
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10 de octubre de 2016
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La jet de la capital recupera la noche

La actualidad sigue oscilando entre el absurdo y lo grotesco, como aseguraba Sándor ­Márai en sus Diarios (1984-1989): “Todo tiene algo de grotesco, incluso en el universo”. Márai culpaba en parte a la convulsión de “hippies espasmódicos” pero también señalaba al cosmos. Algo parecido debe ocurrirle a Pedro Sánchez, a quien, tras la grotesca demostración del seísmo que ha hecho temblar Ferraz, aconsejan desde la prensa económica buscar un coach para analizar por qué acabó pasándose de revoluciones. O de confianza, que viene a ser lo mismo. Política del despropósito y escenificaciones del gran poder en sus sedes. Solo el PP y el PSOE tienen mediatizadas sus calles, la parte por el todo: Génova y Ferraz, la primera bendecida por Colón, la segunda mirando hacia el parque del Oeste.
Más que nunca necesitaba Madrid el glamur de antaño. Qué bien le sentaron los ochenta a la capital, no sólo en los antros de la movida –El Sol o Rockola–, sino en nuestro Central Park particular, la isla verde que la ciudad ha conservado milagrosamente manteniéndola tan bien regada como los clubs de golf de La Moraleja. Por ello, la reapertura del Florida Retiro –que siempre será el Florida Park– ha extasiado a la jet noctámbula y juerguista. Por fin un lugar con santo y seña en el ombligo de la ciudad, y con ecos de Ray Charles, Charles Aznavour, Liza Minnelli o Tina Turner. También de Ava Gardner, Rita Hayworth, Lauren Bacall y aquel Hollywood madrileño de finales de los 50 y primeros 60. Después, el programa de Íñigo fue como una ventana abierta a la nueva farándula pop que nos pirraba, y la archisonada anécdota de Lola Flores parando la actuación y pidiendo ayuda para encontrar su pendiente de oro terminaron de hacerlo mítico. En él tenía mesa fija Antonio Gala; un Miguel Bosé veinteañero debutó ante sus orgullosos padres; y Alaska celebró su realitizado 50.º cumpleaños.
El artífice del reflote es Ramón Matoses, empresario de los que buscan espantar al tedio, casado con una Ibarra y amigo de la élite del buen gusto capitalino: de Pascua Ortega, maestro de interioristas, que ha vestido sus diversos restaurantes con un amplio catálogo que va del terciopelo rojo y los brillos dorados a los ladrillos vistos y las maderas lavadas, y Cayetano Carral y sus hermanas, creadores de los eventos más exquisitos y promotores de la Chattanooga Big Band, que actuará cada jueves, mientras que el fin de semana el grupo Illana trae las cenas-espectáculo. Matoses, responsable de otro revulsivo del ocio madrileño, el alternativo Mercado de Fuen­carral, adquirió en el 2014 la ex­plotación de la antigua Casa del contrabandista –posteriormente balneario de aguas oxigenadas y ­finalmente boîte–. Se dijo que en cuatro meses abrían, pero las obras, al igual sucede con la noche madrileña, se sabe cuando empiezan pero no cuando acabarán. Hace justo una semana la alfombra roja y las azafatas con iPad amenizaron el paseo de magnolios y una primera entrega de famosos asistió a la cena con espectáculo, fumando sin parar en terraza. A la primera persona que vi bailando con auténtico brío fue a la escritora Rosa Montero: “ La carne –título de su última novela– va como un tiro”, me confesó con gran alegría mientras me arrastraba a la pista. Allí estaban Cayetana Guillén-Cuervo, Lolita –cómo no, de rojo–, Montxo Armendáriz, Fernando Colomo, Pepón Nieto, María Esteve o Emiliano Suárez. “Esta será nuestra casa, por fin tendremos dónde estar hasta la seis de la madrugada”, repetían los más canallas.
El rebautizado Florida Retiro nace con vocación de recuperar los clásicos, y el agarrado: “La esencia de las antiguas salas de baile, a muchos jóvenes nunca los han sacado a bailar”, cuenta Cayetano Carral que prepara su puesta de largo para el 20 de octubre, con la Chattanooga y las más brillantes socialités. “Nuestra idea es hacer ciudad”, aseguran sus responsables. En la capital hay tipos que alquilan un Ferrari para una sola noche, a fin de conquistar a una mujer. Fantasmas de alto voltaje que por fin tienen a dónde dirigir sus 483 ca­ballos, aunque este será territorio abonado para románticos de a pie.
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8 de octubre de 2016
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Solidaridad cotidiana

Me hallaba en un palacio veneciano; atardecía frente al canal, y esa luz suspendida y neblinosa, igual que una pintura, me invitaba a jugar con las gafas de sol. Hacía tiempo en un viejo banco de mármol, aguardando a la cena que inauguraba la exposición de Chanel y la literatura: La donna che legge, cuando una periodista que iba a retransmitir una crónica por la radio me pidió ayuda para descifrar algunas claves de la biografía de Cocó. Al cabo de una hora, y ya en el segundo piso, sentí una mano en mi espalda: era la periodista, que había estado buscándome entre los quinientos invitados para devolverme mis gafas de sol, que olvidé en el banco. La buena racha no acaba aquí: salí a pasear el domingo, y al regresar a casa divisé un objeto que me resultaba familiar: de una juntura en un muro de piedra prendía un pequeño pañuelo que había puesto en la mochila por si refrescaba, y que alguien con un gesto que se me antojó tan atento como tierno recogió del suelo y plantó en un lugar bien visible. Menuda fortuna, me dije, a lo que mis amigas budistas me respondieron que se trataba de una señal de protección, mientras que las freudianas sostuvieron que el acto fallido que se esconde tras toda pérdida –el apagón entre la mente y los objetos que te rodean– había sido subsanado por personas que viven conscientemente y con empatía, capaces de lograr que los objetos que pertenecen a tu microcosmos vuelvan a ti.
Aprecio en un sector de la sociedad –no el que se sitúa en el vértice del poder o de la indiferencia, y desatiende la huella humana– una mayor atención hacia el otro. El sociólogo y economista Jeremy Rifkin bautizó como “procomún colaborativo” un nuevo sistema que pretende crear una sociedad más sostenible des-de el punto de vista ecológico y humanista. Se trata de una mentalidad favorecida por la crisis y un uso novedoso y social de la red, que favorece el advenimiento de una sociedad más comunitaria y co-laborativa. De turnarse para llevar a compañeros de trabajo en coche a la oficina a albergar a viajeros dispuestos a dormir en sofás de acogida, de plantar tomates en el huerto urbano del barrio a los denominados bancos de tiempo, donde los miembros intercambian habilidades contabilizando las horas de servicio prestado y recibido. Actualmente operan más de quinientas plataformas de esta naturaleza –el modelo crece un 15% en todo el mundo y de manera muy sensible en Catalunya–. Se trata de una solidaridad cotidiana, de proximidad, sin espectáculo, ajena a lo mediático y sonoro pero capaz de dar nueva vida al término comunitario, y que por compartir también entiende crear conexiones y lograr el chispazo de esas pequeñas epifanías capaces de enderezar los días torcidos.
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5 de octubre de 2016
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El Boomeran(g)
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