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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales como Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), Icon de El País, Marie Claire, y Woman. Ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (El País, Vogue, la cadena SER, Onda Cero, TV3 y TVE) y ha publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Actualmente es columnista de La Vanguardia y directora del Magazine

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La estrella de Michelle

Ni Clinton, ni Trump, ni Obama; si ha habido alguna estrella en esta campaña terminal que ha visto cómo se desataban todos los demonios de una sociedad que ya no se contenta con las mazorcas de maíz a la barbacoa ni los algodones de azúcar de Hollywood, ha sido Michelle. En un contexto más bien adverso y ante una clase media airada, ella ha querido conectar con la poca esperanza que le queda a esa América profunda con la que tanto nos gusta fantasear a los europeos que hilamos un cuento de moteles rosa y camionetas polvorientas gracias a Carson McCullers o Faulkner. Y también les ha sabido hablar a quienes miran con más odio que nunca al extranjero, creyendo que sus verdaderos problemas son las fronteras y los emigrantes. Cucharadas de amor frente al odio, se dijo Michelle, que ha conseguido lo inimaginable: que una pareja de negros se convierta en la familia ejemplar norteamericana derrochando esa cualidad tan áspera en la arena pública, la naturalidad.
“A pesar de ser lo suficientemente mayor para recordar a Eleanor y Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca –y a todas las parejas y familias que la han ocupado ­desde entonces–, nunca había visto tal equilibrio y responsabilidad parental compartida, tal amor, respeto y placer mutuo en la compañía del otro”, escribía la activista feminista Gloria Steinem en The New York Times, apelando a la importancia de “las familias verdadera­mente democráticas” a fin de fortalecer la propia democracia.
Michelle ha vivido y ha dejado vivir. No ha metido la nariz en el despacho oval; se ha dedicado a saltar a la comba con los muchachos, a declararse madre en jefe y a cultivar un huerto promocionando hábitos alimentarios sanos para evitar tanto veneno en los comedores infantiles. También ha abrazado a veteranos y familias de militares, ha puesto en marcha un programa para sacar de su ensimismamiento a los estudiantes de secundaria y además ha bailado sin complejos en unos cuantos platós. Grande, con caderas afro, a ratos algo payasa, otras elegante, esfinge de diosa, ha hecho del humor su gran aliado, permaneciendo indemne, durante ocho años, al escrutinio constante del foco de la actualidad. Aunque algunos analistas la hayan catapultado como gran oradora, con más nervio popular que Barack, y dominio de la escena, esta brillante abogada de Princeton y Harvard ha trascendido también el modelo de mujer impuesto. Las primeras damas estadounidenses siempre han tenido mucho más influencia que las del resto del mundo. Las unas han actuado de consortes y relaciones públicas, las otras casi han querido gobernar. Michelle se ha limitado a ser ella misma. Hasta el extremo de que, durante la jornada electoral de ayer, muchos ciudadanos hubieran deseado votarle.
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10 de noviembre de 2016
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Que se besen

No fue la cobra en sí, ni siquiera el debate posterior sobre sí la hubo o no, lo que enganchó a casi cinco millones de telespectadores, sino la perspectiva de un amor que parecía regresar sobre las tablas del escenario aunque fuera por exigencias del guión. Ahí estaba esa pareja de triunfitos –pioneros en disfrutar del ascensor mediático en que se han convertido los talent shows televisivos–, de tiros largos, coronando una falsa nostalgia alimentada con falsos cantantes que un buen día destronaron a artistas enormes, algo parecido a lo que ocurre hoy con los chefs y los cocineros amateurs.
Quince años después, más instruidos y ricos, también menos torpes y espontáneos, los triunfitos soberanos representaban el papel de sus vidas, interpretando una canción que invocaba besos y pasión. La plaza asistió a su reencuentro como si fueran de la familia, jaleándoles cuando se rozaban el hombro o mientras él la abrazaba por la espalda y ella escondía su cabeza bajo su cuello. Fue un desbordar de la imaginación lo que hizo saltar las fantasías románticas de un público insatisfecho. El mismo que imaginaba cuántas veces la habría hecho llorar él, o cómo ella lo desterró de su WhatsApp para cicatrizar las marcas del desamor.
Los millones de telespectadores, aún sabiendo que la novia del muchacho estaba sentada en aquel auditorio repasándose la manicura con tal de no ver bailar al enamorado con su ex, ansiaban que la comedia reemplazara a la realidad, que prendiera un beso capaz de resintonizar el amor bravo, no el inmaduro, ese que da media vuelta cuando asoman las primeras rutinas y decide salir en busca de un sofá confortable. Porque no fue el presunto desplante de David Bisbal a Chenoa lo que levantó de la silla a España en mayúsculas, ni lo que fue tuiteado y memeizado hasta el hartazgo, debatido tanto en los medios rosas como en los diarios nacionales, en la arena política digital y la física de los columpios de los parques, sino el puro morbo del otro espectáculo: el de los escombros de un amor demolido, del cual acaso podía regresar un soplo de tibieza. Fue el ilusorio remake de una pareja fallida, como tantas, que actuaba profesionalmente, cogiéndose por la cintura y olvidando que en la vida real a su derroche de caricias le siguió la helada distancia. Entonces, el uno para el otro eran un manjar desconocido. Hoy son perros viejos del playback, comediantes que deben de tragarse el pudor y salir a cantar acaramelados para que continúe el espectáculo.
Guy Debord escribió que “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes”. De forma que en lugar de la cobra apareció una serpiente romántica, esa misma frente a la que se han querido evaporar tantas parejas ante el mandato tan eufórico como humillante del “que se besen”.
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7 de noviembre de 2016
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Donde habitan las musas

Las palabras, de tanto restregarlas, acaban por olvidar su textura original, como le ocurre al término museo, que en tiempos de los griegos fue el lugar donde se rendía culto a las musas. Ptolo-meo II tuvo la delicada ocurrencia de habilitar un espacio –en la biblioteca de Alejandría– donde se celebrara la existencia de esas criaturas míticas que encienden la imaginación de artistas y filósofos. Entonces, a las musas se las alentaba, mientras que hoy se las expulsa del espacio público, colonizado por los emporios globales, y su reinado es fortuito.
Existe un gesto magnánimo, una profunda convicción en el poder de la mirada, por parte de quienes abren sus colecciones particulares para que puedan ser disfrutadas públicamente. “Al barón Thyssen le gustaba tanto venir al museo, pasear por él, ver cómo lucían las nuevas adquisiciones. Se le veía disfrutar, siempre junto a Tita: ¡estaban tan enamorados!”, me cuenta uno de los vigilantes ya históricos del Thyssen-Bornemisza, que custodia las salas del patronato. Junto a su biblioteca, conforman dos espacios desconocidos que reúnen un enorme valor estético. Estos días Renoir despierta tantas pasiones como Operación Triunfo. Un domingo lluvioso vi largas colas soportando estoicamente el aguacero para poder contemplar, con los zapatos calados, Baños en el Sena. Y muy pronto podremos admirar no solo las esmeraldas Bulgari de Tita Cervera sino un cofre entero, el que la firma italiana ha coleccionado recomprando en Sotheby’s o Christie’s sus antiguos ­tesoros.
El llamado paseo del arte, sobre el eje del paseo del Prado y la calle Atocha, ha sido uno de los grandes aciertos de la capital. Custodiados por sus dos hoteles emblemáticos, el decimonónico Palace y el Ritz ­–este último recientemente adquirido por el grupo saudí Olayan, y a punto de cambiar su nombre por el de Mandarin (la marca Ritz se extingue en España, en unos tiempos en los que las firmas con leyenda son tan apreciadas)–, el Reina Sofía, el Prado y el Thyssen-Bornemisza sumaron el año pasado casi siete millones de visitantes. Que el arte se haya convertido en fenómeno de masas nada tiene que ver con la tan glosada cultura-espectáculo. Poco importa que el visitante lleve o no audioguía o que contemple Las señoritas de Avinyó
entre decenas de espaldas y comentarios. El arte parece que te hace mejor persona. Contemplas las obras, pero también puedes mirar tu reflejo dentro del cuadro sin miedo a ensoñarte en sus colores y relieves, sintiendo cómo lo bello y lo extraño te rozan.
Dada la afluencia a los museos, sobre todo en fin de semana, las musas deben esconderse en sus almacenes –donde, en el caso del Prado, descansan cerca de siete mil lienzos, mientras que solo 1.150 están expuestos–. Esta semana he leído varios libros en los que, por azar, aparece el Prado: Tabú, de Von Schirach (Salamandra) o Vivir, pensar, mirar, de Siri Hustvedt, enamorada de Goya y Zurbarán, que considera que ambos crean un espacio sacrosanto. Aquí, en cambio, nos siguen hechizando el MoMA o la Tate Modern, más cool. Los directivos de El Prado andan preocupados por la media de edad de sus visitantes, y es verdad que, a cierta hora, sus estancias desprenden un olor acre, igual que si regresaras a la casa de los abuelos. El patronato de la pinacoteca, no obstante, mira ya al bicentenario –en el 2019– y no deja de ampliar su impresionante fondo, ya sea mediante donaciones como la del generoso Plácido Arango, que cedió 25 obras de importantes maestros españoles en el 2015.
Los jóvenes se encaminan más hacia el Reina Sofía, que sigue renovando con ímpetu sus actividades e instalaciones (de su programación educativa, que acerca el arte a estudiantes y discapacitados y beca a investigadores, al nuevo restaurante NuBel, del chef Javier Muñoz-Calero, que ya tiene adictos) o a Matadero, con Mateo Feijóo como nuevo director –fue el primero en apostar en España por el talento de Marina Abramovic, Angélica Liddell o Rocío Molina–. Los museos ejercen de modernos templos invitando a recogerse o a expandir el espíritu. Y lo reseñable no sólo es que el arte se haya convertido en masivo, también que se haya convertido en un rito social que inviste de un beneficio simbólico a aquel que lo consume. Hasta el punto de hacerle sentir importante frente a una obra que, sin su mirada, permanecería muda.
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5 de noviembre de 2016
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La muerte sin domicilio

El asunto de las cenizas de los difuntos empezó a desmadrarse cuando a Keith Richards le preguntaron qué era lo más raro que había esnifado en su vida. “A mi padre. Me esnifé a mi padre. Fue incinerado y no pude resistir a hacerme un tirito”, respondió a la revista musical NME hace ya nueve años. Al día siguiente rectificó y publicó en su web que había sido una broma. Pero años más tarde, en sus memorias, Life, recuperó la historia: “Como perro viejo que soy, dije que se sacó de contexto. La verdad es que después de tener las cenizas de mi padre en una urna negra durante seis años porque no tuve fuerzas para esparcirla a los vientos me decidí a plantar un robusto roble inglés para esparcirlas alrededor. Y cuando quité la tapa, un hilo de cenizas voló hasta la mesa. No podía limpiarlo sin más, así que pasé el dedo por encima y esnifé el residuo. Cenizas a cenizas, de padre a hijo”. Richards convirtió esa fortuita canibalización de su padre por vía nasal en rito funerario. Y ya embarrado, transformó la anécdota en frivolidad: “No me molestaría que mis hijas esnifaran mis cenizas, yo mismo les dejaré la pajita”.
El guitarrista de los Stones inauguró una excéntrica filia: la de hacer cosas extravagantes con los restos de un cuerpo querido: el padre que te daba dos besos al subirte en un autobús como si nunca más fuera a verte, o el del marido que, al pa­sear, te rodeaba los hombros con su brazo cuando empezaba a anochecer. El diseñador holandés Mark Sturkenboom ha creado lo que denomina “caja de memoria”, consistente en un vibrador de cristal con una bala dorada que puede contener 21 gramos de cenizas –el peso del alma según el científico Duncan MacDougall– de la pareja difunta. “Esto es muy fuerte, yo no lo pondría en un artículo, es faltar al respeto ante un tema tan transcendente”, me dice mi madre, que considera muy acertada la determinación del papa Francisco, quien en esta ocasión no ha aplicado su proverbial empatía y nos manda de vuelta a los cementerios, que excepto en los pueblos –donde es más barata una tumba que un crematorio– han perdido protagonismo.
Esas ciudades de muertos con sus flores secas y frescas; lápidas mudas con foto, nombre y fechas. La inscripción pública de la vida y la muerte ante la que nos santiguamos porque no sabemos hacer otra cosa. Los cementerios convertidos en un acto de fe. En un paisaje desolado e infértil donde añorar y llorar por imperativo espiritual. Al igual que mi madre, que es mucho más sabia que yo, no sé si prefiero que me quemen o que me entierren. “Al pobre mar tampoco, que ya está lleno de porquería y luego comeremos peces alimentados de muertos”, razona ella, que con sus plegarias y novenas nos ha salvado de tantas quimeras. Y es que la muerte difícilmente encuentra domicilio.
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2 de noviembre de 2016
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Llamadas silenciadas

La conversación telefónica sigue viva de la misma manera que el bailar agarrado, los anuncios clasificados de los diarios o los videoclubs. No hay más que ver cómo reaccionamos cuando suena el teléfono fijo de casa, al cual ya no llama ni nuestra madre. Un sabor a extrañeza primero, un chasquido de lengua, y la intuición de saber que sólo un intruso que nos quiere vender algo puede atreverse a disturbar nuestra paz. No queremos regresar a aquellas llamadas que más de una vez nos han levantado de la cama, en las que el interlocutor comenzaba con un “¿Te he despertado?”; y nosotros, tan pudorosos como mentirosos, respondíamos casi siempre que no sin saber por qué. Según la consultora Nielsen, la llamada telefónica murió hace nueve años: en el otoño del 2007. Entonces, el volumen mensual de SMS enviados en Estados Unidos superó, por primera vez, al de las llamadas realizadas desde los mismos móviles, ratificando que el teléfono había desviado su función principal –la de escuchar y ser escuchado– en aras de una fórmula menos invasiva, aparentemente, de comunicarse.
Entonces aún no existía el Whats­App, que tanto ha contribuido a la adicción al mensaje de texto bajo la premisa de su comodidad y gratuidad. Según cifras difundidas por Mark Zuckerberg, el número que se envían a través de Messenger y WhatsApp es de 60.000 millones por día, triplicando los mensajes de texto que se mandaron en el mejor momento de los SMS. Claro que se abusa de los insulsos “Ok” o de los emojis, que hacen las delicias de adultos y pequeños: en las tiendas de gadgets se ha desatado el furor por los cojines de peluche con las caras de los emoticonos, y el más popular, según me indican mis fuentes, es el que se troncha de risa.
Hoy, los usuarios de los dispositivos se citan por mensaje para hablar por teléfono, y a veces fingen no tener cobertura a fin de evitar la conversación o simplemente han desarrollado fobia al auricular. La gente mayor aún descuelga el teléfono entre la urgencia y la sorpresa, no en vano a través del cable les llegaron muchas buenas y malas noticias; pero para la mayoría de mortales el mensaje invita a una privacidad y eficacia de la que carece la llamada de voz (y más a través de WhatsApp, a menudo tan defectuosas que llegan a reproducir la comicidad de aquellas primeras centralitas caseras). El teléfono fijo, antes monumento doméstico, ha quedado arrinconado y hasta anacrónico. El mismo que sirvió como excusa argumental para obras tan diversas como aquella cabina claustrofóbica de López Vázquez, el monólogo de Cocteau La voz humana e incluso los relatos Llamadas telefónicas de Bolaño. Se evaporó su inspiración escénica, la intimidad que supuraban –y es curioso que hayan sido sustituidas por extenuantes chats entrometidos–, pero a buen seguro que acabarán regresando como los discos de vinilo o las barberías clásicas, arrastrando la nostalgia vintage de una vida más concurrida.
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31 de octubre de 2016
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El rosa de tu vida

Esta ha sido la semana rosa, y no me refiero al PSC de Iceta bailando por la diferencia y separando la cabeza del cuerpo de un PSOE que ha decidido que todo cambie para que todo siga igual. El célebre axioma de El gatopardo es ya un recurso persecutorio para los cronistas, que sucumbimos a él a riesgo de producir hartazgo. Pero andamos secuestrados entre el tópico del dinosaurio de Monterroso, que al despertar seguía ahí, y el “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Y es que la banda sonora del momento solo se aviene a las repeticiones. El pasado jueves en el Congreso de los Diputados asistíamos a un cínico déjà vu: se escenificaban las mismas tomas, repitiendo todo el paripé para acabar en el mismo sitio, el gris al poder.
En la acera de enfrente, en el hotel Palace, donde los porteros son educadísimos y cautos –no como uno que custodiaba la puerta de un hotel posmoderno y me recibió con un “bienvenida caballera” , un lapsus linguae digno de colección–, se celebró el jueves una mesa redonda, Diálogos AECC (Asociación Española Contra el Cáncer), que contó con Liz Hurley, la embajadora global de la campaña de concienciación sobre el cáncer de mama de Estée Lauder. Hace 24 años, la pionera Estée decidió poner el foco sobre un mal del que nunca se hablaba pero que se extendía entre las mujeres (hoy, una de cada ocho puede padecerlo). Junto con la editora de Self Magazine, Alexandra Penney, e inspiradas por el lazo rojo del sida, escogieron el rosa como símbolo de su cruzada: concienciar, investigar, prevenir y curar el cáncer de mama. La supervivencia se sitúa hoy en un 85% de los tumores. Leticia Domecq, su directora en España, afirmó que desde la compañía han activado un movimiento global de pedagogía y recaudación de fondos –65 millones de euros hasta la fecha–, además de la financiación de becas y programas ambiciosos –con Josep Baselga, entre ellos– a fin de conseguir que los máximos investigadores puedan continuar su trabajo en España. “Es verdad que es caro, por ello es fundamental el apoyo de las empresas”, dijo la doctora Belén Gómez.
“Liz, here, Liz look here”, le piden los fotógrafos y ella, de rosa fucsia, dice: “El rosa, en India es alegría; hay un color rosa para todo el mundo”. La eterna exnovia de Hugh Grant, más celebridad que actriz –exceptuando aquel romanticón Remando al viento–, habló de su compromiso firme con la enfermedad: “Mi abuela murió de cáncer de mama sin decírselo a nadie. Creo que debemos luchar juntos, concienciar para prevenir, compartir experiencias, conseguir dinero”. Hurley es una mujer que ha vivido en las altas latitudes del glamour y el lujo. Después de sus 13 años con Grant se casó con un millonario y tiene amigos ídem. También diseña trajes de baño y sigue interesando a la prensa a sus cincuenta y un años, que por cierto quiso celebrar en bikini, demostrando que está bien contenta de sí misma, que la edad no es una barrera siempre que seas Elizabeth Hurley o Gwyneth Paltrow o Eva Herzigova. Todas ellas recogieron su premio como iconos de una época, los 90, en el acto que organizó la edición española de Elle para festejar su 30.º aniversario. Elle, la revista femenina en la que tomaron sus páginas Françoise Sagan o Marguerite Duras demostrando que las curvas no son proporcionales al tamaño del cerebro, nunca ha renunciado a su etiqueta rosa, “femenina”, ese sector de la prensa que algunos siguen mirando con desconfianza. Siempre te topas con algún personaje que siente algún resquemor, la última que conozco es la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, cuyo equipo me informó de que ella no se sentía cómoda en ese formato. Ni Carmena ni Aguirre padecen esas incomodidades, pero Madrid es Madriz.
Cierto es que en las fiestas de las revistas se bebe demasiado champán, fieles al dicho de Napoleón: “En la victoria mereces champán, en la derrota lo necesitas”. Ahora toca el rosé, el tercer color, tecnológico y espumoso, con el que brindó la revista Interiores en la II edición de sus premios, presididos por Josep Creuheras y Laura Falcó Lara. Allí se reunió la aristocracia de la decoración y el diseño, escenógrafos de palacios y nidos, pero también pensadores de grifos, ventanas o lámparas capaces de perpetuar la luz del atardecer, rosé.
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29 de octubre de 2016
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La nueva frugalidad

Lo repetimos una y otra vez: “Vivir con menos”, deseosos de que de tanto pronunciar la frase se nos adhiera al hábito y sobre todo al gasto. Un dato feo: España es el tercer país europeo donde más ha aumentado el riesgo de pobreza y ex­clusión social –con Grecia y Chipre por delante– y se calcula que el 28,6% de los españoles están en riesgo de quedarse en las orillas de la vida perfumada. Incluso la vieja España, la que no se comunica por WhatsApp ni Facebook, prac­tica la venta de oro para fundir a fin de seguir comprando filetes de ternera blanca. Cada semana, alguien que está alojado en nuestra agenda telefónica se queda sin trabajo. Recibo sus correos o sus mensajes, resignados hasta la desesperación, y pienso en sus días lívidos y en la pelota de impotencia bajando por la garganta.
El marketing, siempre tan listo, tan raudo, vende ahora una etiqueta llamada “nueva frugalidad”. Un renovado minimalismo que ya no tiene tanto que ver con la reacción a la hipertrofia y el exceso sino con la llamada “búsqueda de lo esencial”, como si lo esencial tuviera nombre y apellido, fuera concreto y tangible: “Perteneciente o relativo a la esencia. El alma es parte esencial del hombre”, define y ejemplifica la RAE. El ejemplo nos deja aún más confusos, pues uno de los elementos sustanciales que nos conforman es el alma, que además es gratis; por eso debe de producir tanta incredulidad.
Hace unas semanas visitó nuestro país James Altucher, un emprendedor que consiguió hacerse millonario dos veces –y se arruinó otras dos– y que ahora se ha reconvertido en maestro del despojamiento. El pasado abril dio un repaso a todas sus posesiones, tangibles e inmateriales, seleccionó 15 indispensables –tres camisetas, tres pantalones, dos calzoncillos, dos pares de calcetines, dos de zapatos, una bolsa de plástico con 4.000 dólares en billetes de dos, un portátil y un iPad–, las metió en una bolsa de deporte y con todo ello se echó a andar el camino de lo esencial. Ni fotos familiares, ni recuerdos, ni regalos, nada. Ni siquiera contesta al teléfono ni lee correos electrónicos. Eso sí, le acompaña una campaña mediática que lo debe de tener muy distraído en su nueva vida frugal.
Altucher apunta contra la lógica autoimpuesta: trabajar más para ganar más, para comprar más y para vivir con mayor insatisfacción. Un bucle del cual la “nueva frugalidad” anima a salir, pero que en verdad es el motor que hace levantarse a muchos de la cama cada día. Igual que tantos manieristas del minimalismo, este nuevo gurú es un frivo-frugal que exhibe el lujo al revés. Lo cual no deja de ser una provocación cuando la pobreza gotea día a día como un grifo mal cerrado.
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26 de octubre de 2016
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Bolsillos cerrados

Fue un invento sutil el del bolsillo aunque enormemente simbólico. Por un lado, ratificaba el ansia de una mayor ligereza sobre el cuerpo, y por otro, de autonomía al liberar al cuerpo de los fardos que hasta finales del XVI se ataban en la cintura. Aquellas pequeñas sacas de tela anudadas con lazos y cordones fueron sustituidas por la bolsa frontal de los calzones, pero el abultado tamaño que adquiría resultaba embarazoso, de forma que la audacia humana abrió una ranura en los ropajes. Un siglo más tarde, las capas y los abrigos ya llevaban bolsillos, primero en los bajos y después a la altura de las caderas, aunque los de ellos siempre eran más voluminosos. La vestimenta occidental fue dinamitando los caprichos cortesanos y en 1885 se impuso el traje masculino de un solo color y de la misma tela, tres piezas que al menos sumaban una decena de bolsillos, inimaginables en las ropas femeninas. “Existe una supremacía en la ropa de los hombres: su adaptación a los bolsillos”, denunciaba en 1905 Charlotte P. Gilman, para el The New York Times.
Así era, las mujeres continuaron dependiendo de un bolso, a fin de no engrosar su silueta con promontorios en caderas o pecho. Dior avisó: “Los hombres tienen bolsillos para mantener las cosas en su sitio, las mujeres, para la decoración”. Aquello enfureció a varias defensoras de los bolsillos de las sufragistas: ¿por qué los trajes de ellos tienen que ser útiles, con sus grandes bolsillos, mientras que los de ellas sólo han sido diseñados para ser bellos?
Leo en la revista Racked un análisis de lo que supone la permanencia de ranuras apenas decorativas en faldas y vestidos. Y de cómo Hillary Clinton, en sus discursos de candidata a la presidencia, luce vestidos con las costuras cerradas, sin llevar nada encima. Únicamente solapas de postín, falsos bolsillos cerrados. “Los bolsillos para las mujeres son por si acaso: un papel, un billete, un pañuelito, una llave sin llavero, un secreto. No están hechos para llevar peso ni bulto, como los hombres. Son para emergencias o como mucho para meter en ellos las manos en plan chulo”, me dicta mi amiga Silvia Alexandrowitch, una de las firmas más brillantes del periodismo de moda. Silvia me confesó en una ocasión que incluso llevaba el bolso encima para moverse por la casa. Una cuestión práctica; “ya no voy a ninguna parte sin él”. Porque en un bolso se cristaliza la ilusión de juntar todo lo importante, o su representación. A veces es un gran bazar que contiene lo inimaginable, otras es un resumen de la huella cotidiana.
Lejos de sentirnos menos livianas, muchas agradecemos evitar la frialdad de la calderilla sobre el muslo, o de andar con la carga de resignados varones que acumulan los rastros de su existencia sobre sus piernas; preferimos colgarla del brazo. De nada envidio esos bolsillos llenos a reventar que de vez en cuando se vuelcan y desparraman las huellas del día en la medianoche del cuarto.
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24 de octubre de 2016
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Libros contra el hielo

La ciudad bulle tan rabiosamente en octubre que apenas deja adivinar sus plumas de colores. ¡Ocurren tantas cosas en el Madrid de los teatros, los festivales y los cafés! Pero acabaron los días en que cabalgábamos la urbe a lo largo y ancho. El tiempo tenía otra medida, soliviantado por el ansia juvenil de atravesar las diferentes capas que envuelven la ciudad igual que una cebolla. Ahora apenas absorbo una milésima porción de su energía; se acabaron las fantasías de ubicuidad, el no querer perderse estrenos y recitales, incluso alguna fiesta de postín en ese paisaje hiperrealista del Madrid que ha crecido desordenado y espumoso, como si hubiera sido agitado en una coctelera.
Esta siempre ha sido una ciudad muy libresca, y no solo en las páginas de Pérez Galdós, Valle-Inclán, Baroja o Cela. Ahí está su calle de los Libreros, que nace en la mismísima Gran Vía, donde resiste la librería más antigua de la ciudad: la de Nicolás Moya, abierta en 1862 y que ya proveía a Ramón y Cajal. El encanto de la Cuesta de Moyano, a espaldas del jardín botánico, permanece intacto gracias a esas casetas tan parisinas que te hacen soñar con el Sena. Desde hace una década, cada dos por tres se anuncia el cierre de una librería histórica –o un cine, o un café– y, sin abrumar, han ido desapareciendo Rumor, Altaïr o Paradox. Eso sí, nacen nuevas fórmulas, como las librerías café, que, al amparo de la wi-fi gratis y el piscolabis, acercan la lectura a la barra.
Antonio Méndez y su librería, fundada en 1977, se cuentan entre los supervivientes de la crisis. Es fácil cruzarse allí, ojeando ejemplares, a Javier Marías (Méndez es el librero real en el Reino de Redonda, la novelesca isla antillana de la que Marías es monarca). También es cliente asiduo el más Alatriste que nunca Arturo Pérez-Reverte, que ha protagonizado estos días un duelo de capa y espada con Francisco Rico. Y lo primero que pienso, no importa que sea varón, es ese decir de Sabina: “Ay, esa falda tan corta y esa lengua tan larga” (mira que emplear ese registro pseudoporno para definir a alguna académica como “tonta de la pepitilla”).
Méndez es un librero que después de ocho años de crisis ha visto cómo muchos regresaban del e-book al papel, mucho más cómodo para el lector de fondo de armario. “El que hayan desaparecido un montón de librerías en Madrid, algunas de ellas verdaderamente míticas, es un síntoma de cómo está la ciudad. No solo su cultura, también la educación de una ciudad se mide por la cantidad de librerías que tiene y aquí cada vez quedamos menos”, dice.
La librería Antonio Machado, en el Madrid afrancesado de las Salesas y la plaza Villa de París, fue una de mis primeras guaridas. Sus libreros, eruditos y poetas, siempre me conducían al hallazgo. La Machado, custodiada entre fruterías y pescaderías, sacia parte de nuestra gula por las palabras. Representa la élite librera, igual que la Rafael Alberti, en el oeste de la ciudad, donde esta semana Marta Sanz ha presentado su sabroso libro Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la transición. ¡Cuánto me reconozco en sus páginas cuando habla de los chicos wranglers y la pasión por los feos imaginativos!; “la metrosexualidad, la pilofobia y sus variantes, a nosotras ya nos pillaron mayores. Los tíos con las cejas más arregladas que Audrey Hepburn. Y Cristiano Ronaldo, que a mí y a todas mis compañeras nos da un poco de grima”, escribe.
De Poemad, en el que Pere Gimferrer recitará sus nuevos versos, hasta la poesía en escena del Fernán Gómez –con Cervantes en el Parnaso–, pasando por el desayuno en petit comité con la mítica Edna O’Brien, Madrid ameniza el otoño con letras en vena. En la residencia del embajador de Irlanda, un pequeño grupo de invitados desayuna con O’Brien y cubertería de plata. La autora presenta su primera novela en casi una década, Las sillitas rojas (Errata Naturae). En el salón con chimenea de mármol blanco y tapizados de seda dorada, un poema de Yeats convertido en canción popular destaca entre cuadros con firma. O’Brien lo tiene claro: “La literatura nos hace intelectual, espiritual, moral y sentimentalmente mejores”. Los libros van fundiendo la marca de los años del hielo en este otoño amarillo.
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22 de octubre de 2016
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Dylan, yo y yo

Puede que este sea el Nobel de Literatura con quien más hemos convivido. Sus palabras no nos han acompañado durante uno o tres libros, en realidad no podemos contarlas. Desde aquellas tardes de sábado en que freíamos en el tocata Cambio de guardia, o las fiestas en pisos desnudos donde siempre acababan sonando Just like a woman o Like a Rolling Stone, y entonces movíamos la cabeza, algo idos, cerrando los ojos justo cuando decía “a complete unknown”. Qué duda cabe de que Bob invitaba a la lírica. No puede haber tontuna detrás de las más de trescientas canciones que forman el libro The lyrics 1962-2012, publicado en el 2014, una edición limitada –299 dólares el ejemplar– que incluye, además de los textos, imágenes de los cuadernos manuscritos donde escribió y corrigió una y otra vez sus versos. Son mil páginas, seis kilos de peso. Nos decían que era un coñazo, pero qué gran compañía ha sido Dylan, una compañía cultivada. Con él, siempre podías aprender nuevas maneras de verte: “Yo, y yo. En la creación, donde en la naturaleza de uno no existe honor y perdón”, dice uno de sus temas. También ha sido un fiel compañero de viaje, sobre todo en los trayectos largos. La voz plañidera del profeta en el asfalto sintonizaba tanto con la lluvia empañando los cristales como con los campos brillantes de sol. Cuando llegábamos a un sombrío cuarto de hotel nos poníamos Hurricane, o descubríamos canciones sexis, Tell me that it isn’t true, por ejemplo. En su lírica, letras y música, se han dado la mano la alta cultura y la vida en minúsculas, de Ezra Pound y T.S. Eliot, al chili pepper o las cenicientas en el pasaje de la desolación.
El artista que se hizo llamar igual que el poeta Dylan Thomas como declaración de principios ha ganado el Nobel, y el mundo se ha posicionado a favor o en contra. Dylan es sin duda enigmático: expuesto sin cesar sobre los escenarios, aunque luego se esconda en su guarida, sin transpirar. Ha mantenido su vida en una caja acorazada. La suya es una firma global que apenas concede entrevistas. Y aún no ha dicho ni mu sobre el Nobel. ¿Soberbia? ¿Recogimiento? Dylan también hizo cosas exhibicionistas y banales, o directamente lamentables: actuar con las Victoria’s Secret o permitir que el Gobierno chino elaborase el set list de su concierto en Pekín hace cinco años. Pero no hay duda de que nos ha marcado más que los Jelinek, Le Clézio, o Soyinka, incluso que V.S. Naipaul. Ha puesto banda sonora a nuestro tiempo con los destellos que alcanza a regalarnos la poesía. Sin embargo, lo más curioso del caso, y dado nuestro inglés de andar por casa y “a relaxing cup of café con leche”, es probable que en España, y con suerte, hayamos entendido una tercera parte de sus letras rodantes, conmovedoras y elaboradas. Ahora esperamos con ansia un volumen que no pese seis kilos, debidamente traducido. ¿O la literatura no es esto?
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19 de octubre de 2016
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