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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Élites acalladas

Hace algunos años, la palabra ‘élite’ se utilizaba tanto para inmobiliarias como agencias de modelos o discotecas. A menudo se empleaba con ligereza; era una clave pretenciosa, pues ninguna élite se autodenomina de tal forma. La distinción siempre ha sido un asunto controvertido. Por un lado, representa la excelencia, el vértice de la pirámide que se hace admirar y suscita deseos de emulación, mientras, por otro, azuza el resentimiento a la vez que produce rechazo o incluso cabreo.
La lucha de clases no es ni mucho menos un asunto superado, y prueba de ello es el auge del populismo –palabra del año para Fundéu–, que ha implicado la traición a las élites liberales en la victoria de Trump o en la del Brexit. Dar la espalda a las minorías rectoras parece ser garantía de éxito, así lo ha demostrado la personalidad hiperbólica del nuevo Presidente de EEUU, quien ha conseguido que su patrimonio millonario no le restara apoyos. Porque Trump no es un rico de toda la vida sino un parvenu cuyo padre empezó a ganar dinero gracias a un burdel.
 
“Casta” denominaron los podemitas, al estilo de ciertos politólogos italianos, al extracto social y económico más elevado, al establishment, trazando una línea imaginaria entre “la gente” y las “cúpulas”. Y enardeciendo a la plaza, aunque olvidando que ellos también ellos pertenecen a una minoría selecta. Pero, el hecho de juzgar todo aquello que posee una categoría superior da buenos réditos.
 
Hoy, se  han impuesto costumbres más sencillas condicionadas por la crisis: se comparten viajes en coche, hemos regresado al tupper, e incluso la vicepresidenta del gobierno compra en Primark (aunque con chófer y en segunda fila). Leo en The Economist que la obsesión por las élites es relativamente reciente. “La referencia más antigua en el Diccionario Inglés de Oxford (OED) data de 1823, en singular, tomado de un participio pasado en francés, que significa ‘elegido’". Los cambios sociales de la década de los 60 animaron a rebelarse contra la autoridad y sus garantes. Actualmente, se suele utilizar el plural, lo que automáticamente le añade un punto aún más peyorativo, o se adjetiva in crescendo lo no se acaba de entender o refiere gustos minoritarios: “demasiado elitista”.
 
Existe un peligro latente en el aborrecimiento de las élites, y no me refiero solo a las económicas, políticas o intelectuales, sino a las formadas por investigadores, filósofos, artistas, chefs o músicos. Mientras la publicidad busca las mil maneras para tratar a cada cliente como si fuera único, resaltando la exclusividad así como el trato personalizado –dos características propias de un servicio superior–, las élites permanecen más silenciosas que nunca, ejerciendo un poder que no se manifiesta, ocultándose para no provocar Su historia no está escrita porque ha podido más el complejo que la curiosidad.
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2 de enero de 2017
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Piedra y papel

El salón-escritorio de Marta Sanz (Madrid, 1967) recoge el bullicio de la calle. Todos son colores. Unas cortinas rosas translúcidas dejan entrever las ventanas de enfrente. Los vecinos se dan los buenos días de balcón a balcón. “Soy muy sobria con mi imagen, pero en mi casa, en mi intimidad más íntima, no”. Siempre ha tenido gatos, por eso escribe en una silla cubierta con un trozo de cortina de arpillera, resistente. No tiene hijos. Chema, su pareja de hace veinte años, nos trae un té. Trabaja en la construcción. Confiesa que él es su apoyo emocional, el primero en leer sus textos y en compartir tanto bajones como alegrías.
 
El relato fundacional de Marta Sanz consiste en la narración detallista y sensorial de su nacimiento que le dedica su madre cuando era una cría: parto endiablado, ventosa eléctrica, hemorragia, peligro. Un naturalismo arrollador se le mete bajo la piel desde los siete años, alimentando su afición literaria así como su determinación de no ser madre. Su primer poema, guardado junto a los dientecillos de leche, se titulaba: “Valentina tienes nombre de traidora”. Entonces quería ser cajera de supermercado. Estudió Filología: “mi fuerte eran los comentarios de texto, en especial los de Azorín. Actuaba igual que un forense. No se me ocurrió ser escritora hasta que en el 90 me matriculé en la Escuela de letras. De ahí salió “El frío”, con el apoyo de mi editor, Constantino Bértolo”. Persistencia, obcecación, estrechuras, clases para adultos en la Universidad Nebrija, la escritura a ratos muertos. Escritura y soledad, una pareja imbatible “Nunca sentí, a diferencia de otros compañeros de la burbuja literaria de los 90, como Ray Loriga o José Ángel Mañas, que me había llegado el éxito. Se nos hicieron agravios. Yo era una escritora minoritaria a la que conocía poca gente, siempre con sensación de precariedad. Pero pude hacer una carrera de hormiguita”.
Escribe por la mañana, de 9.30 a 14.00. Tiene un rodillo de bolas bajo la mesa para masajearse los pies. Se gana la vida, no con los derechos de autor sino gracias a la periferia de la escritura. “Soy gramsciana: pesimista en el pensamiento y positiva en la acción, por eso escribo…no he dejado de escribir nunca”. Dice que el Premio Herralde (por Farándula)le ayudó a visibilizar 25 años de trayectoria. “Con “Black is Black” pensé que Herralde, un hombre que come con Richard Ford, no me haría ni caso, pero desde el primer día me sentí tratada como la primera de la clase”.
Reconoce que sin Duras no hubiera escrito “El frío”, “esa especie de desnudez, de hielo, y al tiempo esa pasión suya”. “Siempre me he sentido mujer y he tratado de escribir como tal, todos los libros son autobiográficos aunque uno se ponga las mascaras de la ficción. Pertenezco a la generación que vivimos una fantasía de la igualdad, pensábamos que no teníamos nada que demostrar más que un hombre. Pero estábamos equivocadas. Fue una ficción que nos mantuvo paralizadas y anestesiadas, hasta que a los cincuenta los caemos del guindo”.  
Sanz está en contra del estilo de autor: señala que cada libro debe de buscar su lenguaje, que hay que incomodarse a uno mismo y escribir desde la contractura. "Me preocupa caer en la cursilería, eso si tiene que ver con le hecho de ser mujer, y en la autocomplacencia y repetición". Es mediodía. Los ruidos de la calle no le molestan para escribir. “deberíamos deshisteriquearnos”. La literatura entendida como un acto de intrepidez.
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30 de diciembre de 2016
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Réquiem noventero

La década de los noventa descarriló antes de tiempo. No solo entonamos su réquiem cuando empezaron a caer, una tras una, las primeras víctimas que la epidemia del Sida estigmatizó con aquellas llagas en la piel para acabar acribillándolas igual que patos de feria. Éramos jóvenes y absolutamente modernos, siguiendo el mandato rimbaudiano, pero la perversa unidad que formaban sexo y muerte fue la piedra que nuestra generación tuvo que soportar dentro del zapato. Recuerdo a tantos amigos que esperaban con angustia los tres meses que debían de transcurrir para hacerse los análisis de sangre, después de un polvo con demasiado deseo y poca protección. Aún y así, había que bailar, celebrar las largas noches en las que un pop optimista, condimentado con funk y soul, hacía cimbrear las cinturas e invitaba a creer en el futuro. Estrenábamos libertades –o eso creíamos–, encabezadas por la liberación de los homosexuales, mientras un nuevo feminismo de guerrilla alertaba del peligro de la vuelta a casa de las mujeres: “Una mujer a partir de los 40 tiene más probabilidades de sufrir un ataque terrorista que de casarse” escribía Susan Faludi en “Reacción”.
 
Recuerdo la noche helada en que conocí a George Michael en Le Palace parisino, era octubre del 92, en una fiesta organizada por la drag queen Susanne Bartsch, que recaudaba fondos para la lucha contra el Sida. Love Ball se llamaba la fiesta; pinchaba Boy George y Naomi Campbell lucía sus lentejuelas. Y en la pantalla, moda y música se abrazaban estrechamente con el vídeo “Freedom”, que resumía la declaración de principios noventera: libertad sin miedo ni prejuicios, glamour, fiesta, juventud y belleza. “A veces la ropa/ no hace al hombre/ Yo me agarraré a mi libertad” cantaba Michael reventando la pista. Mi colega Carlos Puig, que ya gastaba don de gentes, lo saludó como si anoche hubieran cenado juntos Era cercano y divertido. Fue el primero que no utilizó a las top models como floreros, y siempre se sentaba en la primera fila de los desfiles de Thierry Mugler y sus mujeres con hombros de super-heroínas. Por entonces, ya había perdido a su pareja, el diseñador Anselmo Feleppa, víctima del VIH y navegaba a contracorriente, luchando contra un reguero de adicciones. Pero a diferencia de otras estrellas, aceptaba públicamente sus debilidades aunque sin renunciar al orgullo; plantó a su discográfica y criticó la hipocresía social y política cuando un policía le tendió una trampa en unos urinarios de Beverly Hills.  
 
Puede que Michael, como tantos, viviera años de prestado, representado una generación que se descorchó espumeante pero cuyos valores, cuyas vidas, agonizaron mientras surgía un nuevo mundo envasado al vacío, menos eufórico, más políticamente correcto, pero igual de inmaduro. 
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28 de diciembre de 2016
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Delicias sacras

Las funciones de Navidad de los colegios son a la vez representaciones sociales que contienen toda la alegría y el dolor que produce crecer. También reflejan el mundo en miniatura: ahí está la niña gordita que se toca el pelo cada rato e intenta ocultarse detrás del resto, o aquella a la que sus padres olvidaron prepararle el disfraz y viste una falda roja a modo de traje de Papá Noel y unos leotardos negros, avergonzada, el patito feo. Delante suelen poner a los chavales más graciosos y guapos, a los que cantan y hablan mejor, a quienes ya han rozado, a su manera, la popularidad y el éxito. Recitarán con énfasis mensajes de paz y amor, pero es de la mano de quienes tropiezan o se equivocan, de los torpes y los tímidos, de donde llega la Navidad como en un cuento de Dickens, en lugar de en un posado amañado en el cuché con arbolitos humanos.
La palabra caridad, envuelta en dogma y olor a incienso, resucita casi como costumbre durante estas fechas que tan apasionadamente celebran los laicos, como el propio Pablo Iglesias, muy fan de cantar villancicos, no todo iba a ser Gramsci. En Madrid, se esparcen los mercadillos solidarios así como los de artesanía –me pregunto qué tendrán que ver con Jesús de Nazaret, más allá de que su padre fuese carpintero–, pero la tradición escan­dinava ha calado como propia. Está el de la plaza Mayor, pero también en plaza de España o en la de Santo ­Domingo poseen una oferta de lo más dispar y ramplona, aunque siempre puedan encontrarse pequeñas minas. En el Nómada Market, en el antiguo Mercado de la Cebada, en La Latina, se expone diseño emergente. Revolver entre los puestos, ver empaquetar, pensar en el otro en forma de cuencos de madera o bolsa étnica, es en verdad un placer narcisista que te hace sentir por instantes mejor persona, como si la generosidad fuera higiénica.
En cuanto a los mercadillos benéficos, ahí está toda una institución, Nuevo Futuro, dirigido por la muy madrileña infanta Pilar de Borbón y visitado por la reina Sofía, o la Fundación Aladina de Paco Arango –que este año se ha propuesto recaudar fondos para la reforma integral de la UCI del hospital Niño Jesús–, ambas de inspiración británica, a medio camino entre la novela decimonónica y las charity shops. Los madrileños, no obstante, los han regado de su casticismo. Por una buena causa, dicen, aristócratas y mujeres de toreros que se ponen un delantal y ejercen de mesoneras, con corrillos a su alrededor y tapeo como expresión cultural patria –“¡si estamos a punto incluso de auparla a patrimonio de la humanidad!”, exclaman–.
En el mismo centro de Madrid, pero alejados del barullo, existen al menos una decena de conventos en activo, algunos de ellos auténticas joyas del patrimonio histórico-artístico como el de la Encarnación. Clarisas, benedictinas, mercedarias, agustinas recoletas, carmelitas descalzas, salesas reales, de las que apenas sabemos nada, velada su intimidad entre muros, pero que han amasado estos meses los más suculentos dulces artesanos que se venden para financiar sus moradas. Dos conventos de clausura madrileños se dedican a la repostería: el de la Visitación, en la calle de San Bernardo, y el de Corpus Christi, en la plaza del Conde de Miranda, que son las propietarias del local del siglo XVII, El Jardín del Convento, un must para paladares finos creado por Isabel Ottino, que vende dulces elaborados por monjas de toda España. “Ellas cumplen la excelencia del trabajo artesano, son incapaces de bajar la calidad. Los huevos de gallinas criadas en libertad; la leche fresca y de vacas de pasto; la almendra marcona española, botánicamente pura...”, me cuenta Ottino. Todo empezó cuando esta estilista de moda, vecina del Madrid de los Austrias, ayudaba a los turistas a entrar al convento de Corpus Christie para comprar rosquillas. “Lo del ‘¡Ave María purísima!’ de entrada no era fácil para ellos”, asegura. Sucumbió ante los aromas divinos, y decidió viajar por todo el país para comprar blancas pastas de Santa Eulalia, turrones de las monjas jerónimas de Sevilla, empanadillas de almendra y cabello de ángel de las clarisas extremeñas y otras delicias sacras. Esta noche, muchas familias las desenvolverán, a los postres, y con el mantel mojado de cava paladearán sus rezos horneados en el silencio del convento, porque los extremos siempre se tocan.
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27 de diciembre de 2016
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La excepción paternal

En nuestra infancia sólo recurríamos a los padres para asuntos excepcionales, en cambio con las madres se hacía multitud de cosas pequeñas. Ellos, viajantes apurados, hombres de despacho o tra­bajadores con la espalda molida, no nos llevaban al médico ni acostumbraban a ayudarnos con los deberes; como mucho te subían a sus hombros o te quitaban los ruedines de la bicicleta y corrían tras de ti sosteniéndote lo justo. Bastaba el roce de su mano en el sillín para sentirnos a salvo. El mío también nos llevaba a la granja, donde, ante mi desmayo, nos enseñaba cómo parían las cerdas. Ya de joven, un primero de enero por la tarde, me ­acompañó hasta el pub donde había olvidado mi abrigo la noche anterior. No me preguntó nada y se lo agradecí. Con el tiempo pensé que tal vez no supiera qué decir, pero sus silencios lo hacían más misterioso, más desconocido, que es lo que acaban siendo muchos padres para sus propios hijos.
El padre justo, el fiable, el bondadoso, el ausente, o el que se siente un evasor de sentimientos porque no sabe expresarlos, siempre han sido disculpados a la hora de echar horas criando. De ahí a que tuviéramos que intuir su intimidad, pero también a que gozaran de una elevada comprensión social por no ejercer de padres. Recuerdo cuando Alfonso Guerra, al despedirse como diputado, reconoció que se arrepentía de no haber visto crecer a sus hijos.
Muchos hombres descubrieron en verdad que eran padres cuando se separaron. Nunca habían asumido el verdadero papel de la paternidad. Estaban de propina, para festejar, aprobar o reñir. Pero enseguida descubrieron la satisfacción que produce, además de dicha, asombro y agotamiento, la entrega a un hijo. Se hicieron oír entonces las asociaciones de padres separados, sus demandas para obtener la custodia compartida, los casos de discriminación. Que los padres pintaban, y mucho. Que tenían tantos derechos como responsabilidades. También asumieron la defensa, al igual que las organizaciones de madres, de una ley aprobada en el 2009 (que debía aplicarse en el 2011) y que ha nacido vieja: la ampliación del permiso del padre, que ahora pasa de dos a cuatro semanas, independiente del de la madre pero sin posibilidad de ser fraccionado, y que continúa resultando un tiempo escaso. Hasta hoy, a un hombre que se casaba –en primeras o cuartas nupcias, daba igual– se le daban los mismos días de recreo que si tenía un hijo: quince. La ejecución de esta medida, que se ha ido posponiendo por su coste económico –se destinarán 235 millones en los presupuestos del próximo año–, constituye un paso elemental en la conquista de la igualdad: si los padres no disponen de tiempo de roce y cuidado, cómo van a lograr las madres romper ese techo de cristal.
 
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21 de diciembre de 2016
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El lujo democrático

En la España más altanera y redicha se les llama mamandurrias –“sueldo que se disfruta sin merecerlo, sinecura, ganga permanente”– a las pocas ayudas a la creación que quedan. El progreso no ha podido frenar el peligroso avance de una posición moral que sigue tratando de muertos de hambre, caraduras o aprovechados a los artistas. Con la excusa de la crisis, todo aquello que no es material ni contable ha sido arrinconado como materia ociosa; “un lujo que no nos podemos permitir”, dicen quienes detienen el vuelo de las ideas, lo primero que se recorta con las tijeras podadoras de la cuenta de resultados.
Hace unos días, en el VIII Foro de Industrias Culturales organizado por las fundaciones Santillana y Alternativas, se presentó el informe El ejemplo francés. Cómo protege Francia la cultura, realizado por Jordi Baltà, donde, para empezar, se habla de mecanismos que funcionan como el “1% artístico”, que establece que dicho porcentaje del presupuesto de las obras públicas llevadas a cabo por el Estado o las administraciones locales y regionales debe dedicarse a proteger la creación. En la fundación del Ministerio de Cultura, en 1959, André Malraux escribió con su puño y letra que su objetivo principal consistía en: “Hacer accesibles las obras capitales de la humanidad, y en primer lugar de Francia, al mayor número posible de franceses; asegurar la audiencia más amplia posible a nuestro patrimonio cultural, y favorecer la creación de obras de arte y del pensamiento que lo enriquezcan”. Nuestros vecinos franceses han ido desarrollando –gobierno tras gobierno, sin importar su signo: Duhamel, Lang, Mitterrand, Chirac y en mucha menor me­dida Sarkozy y Hollande– las líneas maestras de una relación fértil, compensada y orgullosa que han exportado internacionalmente –aunque ahora, en aras de la glorificación global, también empiece a palidecer–. Sus ejes básicos son la voluntad de hacer llegar al mayor número posible de ciudadanos una oferta de calidad que compense los desequilibrios de orden socioeconómico y territorial, el desarrollo de una educación artística universal y la llamada “democracia cultural”, que reconoce la diversidad de sus expresiones, sin jerarquizarlas ni ponerles etiquetas como alta o popular.
El actual ministro de Cultura y varias cosas más, Íñigo Méndez de Vigo, proyecta una imagen que bascula entre la de hombre cabal y la de un dirigente sin proyecto, dejando claro el postergado lugar que la cultura ocupa entre las prioridades del Gobierno. Mientras se perpetua el 21% de IVA –ni que ir al cine o comprar libros fuera un mal vicio– y la ley de Mecenazgo sigue en el cuarto oscuro (¿no se exige que se haga volar la imaginación con dinero privado?), el estado cultural de la nación no sólo se arruga y agrieta sino que es tratado de capricho para minorías en lugar de considerarse un lujo democrático y universal.
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19 de diciembre de 2016
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Mujeres de ideas

Es la voz de una mujer que escribe. Dice cosas durísimas desde la puerta de atrás. Que la indiferencia del mundo fue difícil de soportar para hombres como Keats o Flaubert, pero “en el caso de las mujeres fue la hostilidad”. Que la historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es más interesante quizá que el relato de la emancipación misma. Que las mujeres han sido espejos mágicos dotados del poder de reflejar la silueta de un hombre a tamaño doble.
 
Es la voz de Clara Sanchis -amiga, actriz y articulista de La Vanguardia-, que hace un tiempo entró en las costuras de Virgnia Woolf. La primera vez que leyó “Una habitación propia” tuvo insomnio. Este verano regresó a su lectura, pensó que pedía a gritos ser dicho sobre un escenario y lo compartió con la directora María Ruíz con muchos tés y algunos whiskies. Reeditado con mimo este año por Elena Ramírez en Seix Barral, el texto es un gran desconocido, aunque el eco de su título resulte tan familiar; como el del "Ulises" de Joyce.
 
El movimiento feminista se apropió de la obra como mantra. Se trataba de dos conferencias impartidas por Woolf en dos sociedades literarias que le pidieron que hablara de las mujeres y la novela, hiladas. Era 1928. Una mujer no podía entrar en una biblioteca si no iba acompañada de un hombre. Tampoco podía beber alcohol o fumar tranquilamente en una butaca de terciopelo. La propia Woolf debía de aceptar trabajos alimenticios y halagar a quienes se los ofrecían. Su mensaje, tan pragmático como lúcido: las mujeres necesitan un mínimo de 500 libras al año y una habitación propia para escribir, para vivir, para ser. Llegó a decir que era más importante que el derecho a votar, y pidió excusas por ser tan materialista.
 
El pasado 5 de diciembre, en la sala pequeña del Teatro Pavón Kamikaze, dirigido por Miguel del Arco, Clara, María y Virginia tuvieron una habitación propia. A un palmo del espectador, respirando el mismo aliento -una experiencia cada vez más en boga en los teatros de Madrid-, la actriz lagrimea, ríe o toca el piano con la misma destreza con la que hace reír o emociona. Trágica, irónica, convincente, traslada la compasión a los hombres, les exculpa de lo que incluso ellos nunca decidieron, mecidos por el sistema, como parte de la corriente domesticada.
 
Sin publicidad y apenas presupuesto, el boca a oreja corrió rabioso, y todas las entradas, hasta el 26 de diciembre, están agotadas. Ya está asegurada su reposición en primavera, cuando la actriz haya terminado la segunda vuelta de "El Alcalde de Zalamea" en El Teatro de la Comedia de Madrid.Y luego "Festen" de Thomas Vintenberg, en marzo, con el Centro Dramático Nacional, versión y dirección de Magüi Mira: “alias mi madre, con la que hace 15 años que no trabajo y lo estoy deseando”, asegura.
 
Clara es hija de cómicos en el mayor sentido: la bergsiana Magüi Mira, y el beckettiano Sanchis Sinisterra. Parece surgida del pincel de los prerrafaelitas o la bohemia aristocrática de Bloomsbury. Pasea su finura con su inseparable ironía, y una voluntad de vivir en minúsculas. Y es tan creíble como Woolf que como Santa Teresa, que interpretó a las órdenes de Mayorga. “Las actrices siempre estamos haciendo teatro de emociones, y es muy difícil que accedamos a personajes de ideas. Yo querría hacer Julio César o Hamlet, no de Ofelia, que se suicida… Nuestros personajes giran entorno a los hombres, casi siempre son enamoradas. Por ello hacer de Virginia o Teresa es un regalo, ambas son mujeres con un enorme sentido práctico, porque las dos ven con claridad la importancia de que las mujeres tengan recursos materiales”, asegura Sanchis, a quien siempre le acentúan, incorrectamente, el apellido.
 
En una de las funciones, donde los pies de la primera fila entran en escena, cuando la actriz les dice a las mujeres que no han hecho ningún descubrimiento importante, que no derribaron imperios ni escribieron las obas de Shakeaspeare, y pregunta “¿qué excusa tenéis?”. Una mujer madura, en el instante de silencio, suspiró profundamente y exclamó "¡Ay…!"; Sanchis  paró la función y asintió con la cabeza: “y seguimos la función la señora y yo”. Hace unos años probablemente se hubiera dicho, a la manera de Santa Teresa, “esto es un disparate de mujeres”. Hoy, con la urgencia de barrer los últimos prejuicios, hombres y mujeres agotan las entradas.
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18 de diciembre de 2016
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Tu nombre vende

La mujer abrió la nevera, después de luchar consigo misma para poder levantarse de la cama, recorrer el pasillo medio sonámbula, encender la luz de la cocina y coger un refresco. Su novio la había dejado, todo acabó igual que un trapo empapado de lejía; permanecía encerrada viciosamente en su pena y, justo cuando tomaba impulso, se topaba con su nombre impreso en la lata de Coca-Cola en negrita: Alberto. Rompió a llorar, estampó la lata contra el mundo y me llamó para desfogarse, aún conmocionada. “Ya está bien de tanta tontería, de tanto marketing friendly, de querer hacerte sentir el protagonista de la película, un vip”. En los Starbucks mi amiga siempre da nombres falsos, no sabe por qué, pero en verdad le agrada que por un momento la eximan de la responsabilidad de responder por María. Es uno más de sus pequeños actos de protesta porque si desde siempre, en el acto de intercambiar una mercadería, se ha exigido profesionalidad y cortesía, hoy el colegueo perfumado que incluso pretende ser ingenioso –algunos maîtres hasta te dan dos besos– conforma el nuevo estilo de servicio al cliente. El que intenta influir en el consumidor a través de todos sus canales perceptivos. Lo nominal ha cobrado una gran intensidad, favorecido por las redes y la importancia que ocupa el tú en el lenguaje de la mercadotecnia. Ahora que las operadoras y los bancos te felicitan por tu cumpleaños por SMS, nadie puede escabullirse del tuteo. Aquella puerta que antaño intentaban franquear los vendedores de enciclopedias o los Testigos de Jehová está abierta para recibirlos como si fueran tus amigos.
De los Casa Manolo o Can Punyetes de toda la vida, en los noventa florecieron nombres exóticos tanto para tiendas como restaurantes, desde jardines tailandeses hasta vientos africanos. Actualmente, se regresa al nombre de pila: Sergi de Meià, Donde Pablo, Carlota, Matilda, El Qüenco de Pepa, aunque no sepamos si Pablo o Matilda existen. Se suman a la tendencia marcas de moda y decoración como la que ahora lanza Martina Klein, Lo de Manuela. Firmas que parecen calzarse las zapatillas de andar por casa, aproximándose sin ínfulas, de tú a tú, coloquiales, casi como de la familia: esa es la voz que toma el marketing en primera persona.
Según publica la <em>Harvard Business Review</em>, dicha publicidad no sólo hace más probable que gastemos, sino que también modifica positivamente la imagen mental que tenemos de nosotros mismos: nos hace sentir diferentes. Puede que ello se deba, en parte, a que de pequeños fantaseamos a menudo con cambiarnos de nombre, sin embargo hoy ya no podríamos llamarnos de otra manera. Y el marketing tentacular y cartográfico lo sabe.
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14 de diciembre de 2016
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Seguiremos con sol

Anoche me quedé embobada mirando a la mujer del tiempo que, tras las noticias del nombramiento de Perro Rabioso Mattis como nuevo secretario de Defensa de Trump y las evasiones de impuestos de cracks modelos de calzoncillos, logró que nada pareciera urgente. El día, ya vencido, dejaba sus sobras a merced de la meteorología. La mujer se movía junto al mapa agitando los brazos, a la manera de los actores de teatro infantil, y decía: “Vientos del este, corrientes caucásicas…”. Los minutos frente a la pantalla se hacían mullidos, una suculenta ración para el subconsciente; daba gusto recorrer el archipiélago balear o atravesar el sudeste peninsular acompañada por aquellos gestos arrolladores. Palabras de goma de borrar que traían ecos de viajes largos por carretera o excursiones de montaña, nombres de lugares que aprendimos en las aulas y se nos quedaron grabados con familiaridad, aunque nunca los hayamos pisado, al igual que los campos de fútbol españoles cuya letanía –“Benito Villamarín, La Rosaleda...”– nos trae el regusto salado de las pipas.
El pronóstico del tiempo ejerce de igualador social. La furia del cielo impacta en la cadena productiva. Y en la vida privada: saber si vendrá lluvia o sol sigue influyendo en decidir si saldremos a comernos el mundo o nos ahuecaremos en el sofá. “Dar el tiempo” –no podía expresarse de mejor forma– es un acto que aún pareciendo tan cotidiano no deja de ser excepcional. Nos conecta a diario con las cordilleras, las isobaras o las desembocaduras de río; nos coloca el mapa enfrente, igual que una pizarra, y nos ubica más allá de nuestra burbuja. Es un lapsus de geografía, naturaleza y paisaje, como un islote en medio de parrillas ardientes que, a pesar de la simplicidad escénica, sigue enganchando al espectador.
Que estos espacios televisivos sobrevivan, cuando todos hemos descargado en el móvil una app, informa acerca de la durabilidad del formato, también de que todos llevamos un meteorólogo dentro. Desde el memorable Antoni Castejón hasta Tomàs Molina en TV3, o ­José Antonio Maldonado y Paco Montesdeoca desde Prado del Rey, los hombres del tiempo han ejercido de agentes de influencia, y los hubo que en verdad parecían magos astrónomos, mientras que otros producían fobia al no acertar en sus pronósticos y alterar los planes familiares. El reciente premio Ondas a Mònica López, de La Seu, directora del departamento del Tiempo en TVE, reconoce la salud del gé­nero a la vez que su actualización. Porque en la viveza de esta meteoróloga tele­visiva sobresale una gestualidad hipnótica.
Hoy, la verbalidad pierde destreza, y el lenguaje toma prestadas las manos como hacen los niños en sus selfies ­playback, moviendo los dedos arriba y abajo, sin mapas, e igual que muchos adultos levantan innecesariamente el pulgar cuando se les dice que mañana saldrá el sol.
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12 de diciembre de 2016
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Con lista de espera

En el 2011, cuando en El Bulli se sirve la última cena, los extremos se tocan. La comida rápida ha alcanzado una nueva gloria con Danny Meyer, y la alta gastronomía ha mimetizado el sistema de la moda, renovándose por temporada, tan insolente como atractiva. Los japoneses compran el toro en plaza española, y en el Kabuki de Madrid los comensales mastican los tacos de atún con la mirada en trance y una expresión mística... Entonces, desde Dinamarca, Noma se erige en la cúspide de la pirámide gastronómica más esnob. En <em>The New York Times</em>, Julia Moskin escribía poco después que la influencia de Noma era una pesadez: “La evidencia de la invasión nórdica está en todas partes, sepan los signos: verdura, fruta no madura en bodega, coníferas, mantequilla y lactosuero; rocas, conchas y ramitas utilizadas como piezas de servir; recortes de jardín como hojas de rábano, puntas de nabo y vainas de capuchina verticiladas y agrupadas en el plato como por las olas o el viento”. La experiencia gourmet había alcanzado los cielos de Murillo. Los restaurantes parecían templos. Ya lo anticiparon los franceses en los noventa: la comida será la droga del siglo XXI, mucho menos dañina, aunque más cara que la del siglo XX.
Los cocineros habían conformado un nuevo paisaje mediático: personajes que hablaban como profetas, trataban al alimento como una criatura viva y se empleaban con técnica y literatura. Madrid se iba quitando la caspa garbancera a golpes de melena, apartando los humores del cocido y las sobremesas con chinchón. La marca Barcelona se extendió por la ciudad y en un jardín romántico plantó su trono Ramon Freixa, que amparado en la vanguardia y cercanía atiende con garbo y recrea finura, desde el canapé volátil a las raíces del guiso o el pan que manda el padre tres veces a la semana desde Barcelona.
Pero un aire de menor transcendencia se fue imponiendo en las mesas con más reservas, acentuando esa necesidad de dejarse ver en tiempos de Tinder. Comer bien, y divertirse, y abrazar la frivolidad, una vez más, con el vademécum de Trip Advisor, que goza de mayor ascendencia popular que el universo Michelin. Y por fin se les dio barra libre a los interioristas, que aquí se estilan entre la elegancia jerezana y la histeria neoyorquina, abocados a crear escenografías de película, modernas cuevas de Ali Babá, barrocos con vintage y detallitos kitsch como galletas de la suerte.
Encontrar mesa para diciembre en el Amazónico, el must have de la temporada, es algo parecido a ponerse en la cola para comprar un carísimo bolso de Hermès, la lista de espera que representa la mejor campaña de publicidad: provocar un deseo obsesivo e, igual que en los amores de voltaje, hacerlo difícil. El Amazónico, una jungla multicultural proyectada por Lázaro Rosa-Violán, lo frecuenta una variopinta clientela que incluye aristócratas, directivos del Ibex 35, artistas famosos y potentados latinoamericanos. Rosa-Violán, autor también de las joyerías Aristocrazy, interpreta las dos variantes a la perfección en sus locales: un toque de nobleza con un punto de locura.
Santiago Rodríguez, asturiano y de familia de mineros, empezó sirviendo copas en un restaurante de Oviedo hasta que con poco más de veinte años entró a trabajar de chef para una pudiente familia francesa. Era la época de Guy Savoy y Ga­gnaire. Había que estar atento. Hasta que Londres empezó a pujar fuerte con Gordon Ramsay o Marco Pierre White. Allí empezó Rodríguez fregando platos y coincidió con David Muñoz. “En Londres conseguías ingredientes de todo el mundo durante todo el año”. Después de abrir 20 restaurantes Nobu por todo el mundo, capitanea hoy el universo Tatel: “Por fin se nos empieza a conocer por nuestro nombre y no por el de nuestros socios”. Estos son Pau Gasol, Rafa Nadal y Enrique Iglesias. Los restauradores- celebrity merecen un capítulo aparte. Ahora están a punto de abrir sucursales en Miami y en Los Ángeles con una carta aparentemente sencilla –tortilla con trufa o filetes a la milanesa– y una decoración años 20, revestida por un aire de whiskería clandestina de la época de la ley seca. “Servimos la cocina de siempre actualizada, sin emocionarnos, sin espumas ni humos”. Pero en los restaurantes de Madrid, tanto en los de modistilla como en los couture, no hay otra frase que se repita más avanzando la nostalgia: “Estás estupenda”. Después de fiestas, dos de cada tres madrileños se pondrán a dieta.
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11 de diciembre de 2016
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El Boomeran(g)
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