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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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La imagen de una vida

Cómo vamos a vivir de espaldas a la muerte si a diario y sin avisar muestra su rostro tan afilado como invisible? Es imposible no olerla. Está en los periódicos: toneladas de muertos cuyo destino se ha desbocado prematuramente; cadáveres de lujo y de todo a cien, porque también hay clases en la muerte. Se sienta en el banco del parque, donde unos abuelos flacos levantan la barbilla hacia el sol. La trae escrita en el entrecejo la amiga con cáncer, que la ahuyenta con coraje, dignidad y quimioterapia. La llevamos en el apellido, define quiénes somos: seres, sí, pero mortales, conocedores de que el vivir humano es un sinvivir; individuos irrepetibles en peligro de extinción, en amenaza permanente. Siempre que paso por la autovía de Castelldefels, frente al hospital de Bellvitge –donde desahuciaron a mi padre hace más de diez años–, la intuyo bien alojada, desplegando su voluntad con determinación. No hay otro muro tan real frente a nuestra capacidad de vivir. En cambio, pocas veces, acaso cuando se nos mueren los nuestros, la nombramos y nos preguntamos qué perdura tras ella.
El término posteridad proviene del latino posteritas y abarca el tiempo futuro en general, el conjunto de personas que vivirá después de cierto momento o cierta persona, y la fama póstuma. La filo­sofía le ha dado vueltas y más vueltas desde la antigüedad a esta fórmula todavía única de supervivencia, en la que Javier Gomá bucea en su nuevo ensayo, La ­imagen de la vida (Galaxia Gutenberg). En sus páginas, el filósofo de la ejem­plaridad desarrolla la idea del legado de la imagen de una vida, mitad sentimental, mitad moral, que todos dejamos al morir en la memoria de quienes nos trataron y quisieron. E inevitablemente surge la pregunta: ¿cómo queremos que se nos recuerde?
Además de reflexionar acerca de las dos formas de esta pervivencia humana –la obra de arte y la obra humana–, concentradas en la imagen póstuma, una entre todas se clava en su recuerdo y a la vez le ampara: la muerte del padre. Gomá define la orfandad como un estado en el que uno se siente una copia sin modelo. Y los progenitores, mucho más que las personas amadas, son figuras legendarias, “el último animal mitológico”. Hasta el punto de ser los únicos testigos de nuestra historia entera: “Sólo ellos custodian la narración íntegra y auténtica desde la primera línea”. Al morir, nos arrancan las primeras hojas del libro de la vida, escribe. El desconsuelo, que no es exactamente tristeza y es mucho más que llanto, procede de un acto violento, un corte metafísico que nos deja sin raíces, la muerte en mayúsculas. Y sólo el recuerdo robusto, y la imagen que brota de él, es el maná con el que tantos huérfanos de padre o madre seguimos alimentándonos.
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22 de febrero de 2017
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‘Detox’ virtual

Un amigo me contó que un día dejó de tragar. De repente la vida se redujo a un nudo en la garganta, como si se le hubiera cerrado el pasillo que conecta lo de fuera con lo de dentro. Por más que lo intentaba, no conseguía deglutir bocado o trago. Él avanzaba en su relato, y yo iba visualizando otra escena: la de un personaje que decide dejar de tragar, a lo Bartleby, que se planta ante la abundancia de mierda que ingiere a diario; y no me refiero tan sólo a la comida rápida, ni al aire turbio que se agarra al paladar, sino a todas las servidumbres que masticamos sin chistar, incluidas las impuestas por las pantallas que nos rodean. En el caso de mi amigo, se debía a un aviso in extremis del hígado. A partir de entonces valoró de otra manera el agua cuando se desliza por la faringe y eligió con más detalle lo que merecía ser tragado y lo que no. No tiene móvil.
Correo basura, alarmas insolentes, decenas de actualizaciones, fotos y vídeos, me gusta y corazones nos llueven a todas horas. Incluso las relaciones laborales se han colado en la mensajería del smartphone. Y esa segunda casa virtual, esa habitación con vistas, ha acabado invadida por la realidad suplementaria que hemos creado con internet. El ritmo de la ambición humana era finito en el canal analógico, por ello resultó tan práctica la red. Y nos arrodillamos a sus pies. Por fin la humanidad podía comunicarse sin barreras, sólo que su intimidad sería asediada e infoxicada.
La reacción ya se hacía esperar. El Gobierno holandés ha resucitado el voto contado a mano, reivindicando el lápiz y el papel; el Kremlin ha desempolvado las viejas Olivetti para evitar a los hackers, y el resistente y renovado Nokia 3310 se ha agotado estos días en China. Nuestros dedos se acostumbraron a la escritura a mano y se fortalecieron al teclado, ahora sus yemas, cada vez más endurecidas, dan saltos mudos sobre las pantallas de los teléfonos inteligentes. La moda emergente del off recupera los teléfonos vintage, y Jasper Morrison ha diseñado un móvil detox con la idea de ayudar a desintoxicarnos del tsunami diario de mensajes. Lo produce la compañía suiza Punkt –punk y tecnología–, que subraya que su MP01 es “un teléfono sencillo que dispone de las funciones básicas de llamada y envío de mensajes de texto. Desconecte y vuelva a disfrutar de las cosas de la vida. Recupere su libertad”. Pesa sólo 80 gramos y no se conecta a internet, así que no permite cambiar nuestro estado de ánimo en Facebook. Es un marketing de discurso nostálgico en un tiempo en que la dimisión de la tecnología parece pura excentricidad, aunque, por otro lado, cada vez hay más personajes que hacen gala de ello, tozudos resistentes.
A veces envidio a quienes pueden permitirse el lujo de no tragar todo lo que entra por sus órganos virtuales, sin tener que trajinar con basura.
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20 de febrero de 2017
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Burbuja fashion

El director me dice que debo soltarme en esta crónica madrileña, y una entiende que hay despeinarse sin remilgos si te lo manda el jefe, pero no es tiempo para conjugar ese verbo pronominal al que se recurre tan alegremente, igual que a la flamenca del Whatsapp: desmelenarse. ¿Cómo vamos a abandonar el encogimiento o la modestia y obrar con ímpetu, sin moderación, que es como la RAE define el desmelene? Ya sé que se lleva el despatarre, como se demostró en  la ceremonia de los Goya, donde  Eduard Fernández o Karra Elejalde se sentaron con las piernas abiertas a más no poder, tan ufanos como ventilados. En argot pijipster se le llama manspreading, y el fenómeno no ha tardado en ha dado lugar a análisis semióticos: que si es una forma de mostrarse a gusto en el mundo, que si las mujeres prefieren a los hombres así en lugar de modositos. A menudo echo de menos palabras catalanas con gran fuerza visual y sonora: “escarranxada”, por ejemplo, que no tiene traducción. En lugar de cruzar piernas, así se  mostró Madonna en la Marcha de las mujeres, desafiando al decoro femenino con provocación histriónica. La osadía tiene que disfrazarse siempre, que se lo digan a Colau, a quien ya en segundo de BUP le llamaban “la monja” porque se vestía de negro hasta los pies, embebida de Simone de Beauvoir. Lo cuenta en Fashion&Arts Magazine, donde habla de su parca relación con la imagen.
 
La moda nunca buscó como fin en sí mismo embellecer a las mujeres. Se derrite recreándose en sí misma para formar un bucle de deseo. Un mecanismo que gira a su alrededor porque su raíz es la novedad. Pura antropofagia. Lo que se pone de moda deja de ser moda al instante. Con esa anticipación viven los diseñadores que hoy jueves, mientras escribo estas líneas, arrancan sus desfiles en el marco de la antigua Cibeles, hoy Mercedes-Benz Fashion Week. Sí, amigos lectores, la palabra fashion se ha universalizado aunque produzca irritación. De Brasil a Corea, de Nigeria a Islandia, nadie ignora su significado. Los fashions madrileños son ante todo desprejuiciados y tienen “una vida callejera constante”. Lo asegura el gato Juan Duyos, cuyo desfile –el próximo lunes– es uno de los más esperados. El otrora enfant terrible cumple veinte años sobre el podio, y ha conseguido hacer rentable su slow couture: 400 piezas únicas al año. Duyos aprendió en el taller de Manuel Piña, que fue el Halston de Madrid en la Movida. Tiene sensibilidad y retranca. Hace unos días cogió el teléfono y fue llamando una por una a las modelos de los dosmil, nuestras schiffers y crawfords. Todas le dijeron que sí: Verónica Blume, Helena Barquilla, Laura Sánchez, Judit Mascó, Vanesa Lorenzo… “Nieves Alvarez es la belleza hipnotizadora; ya estaba en mis primeros desfiles. Cuando nos dieron por primera vez el premio L´Oréal, dijo que lo donaría a una ONG y yo pensé: ¡madre mía, si yo soy una ONG en mí mismo!”, bromea.
 
El director, cuando me dice que me suelte, me pone un ejemplo: “puedes contar una llamada con Nieves Álvarez”. Entiendo el mensaje. Hay que dar fe de la belleza hipnótica. La pillo en una feria de tejidos, eligiendo lanas para la colección de ropa infantil que diseña, N + V. Me habla desde sus pies en la tierra: “nunca he sido la modelo del momento ni una fashion victim, siempre he elegido con libertad, fiel a mis ideas”. Suave y camaleónica, es un icono de Hola! y de Bvlgari al tiempo, y tanto en el Madrid VIP como el del artisteo se la rifan. De Duyos dice que “no tiene pelos en la lengua y lucha por la moda española”.
 
Desde Nueva York se trajo la colección de Desigual, uno de los gigantes internacionales del Made in Spain. En su tienda de Callao la exhibieron al público para que votara sus prendas preferidas. Le llaman evento experiencial. “Habla de nuestra forma de entender la vida; las colecciones solo suelen recibir la opinión de la prensa, y nosotros hemos querido contar con la opinión del público”, cuenta Daniel Pérez Barriga, director de comunicación de la firma. Desigual apuesta por el “lo veo, lo voto, lo compro”. Su manera de democratizar la moda pasa por defender “el lujo de lo humano”. Lo vivo, lo mezclado, lo diverso e irregular, lo excitante, moda con soul y punk californiano. Muy suelto, se lo aseguro director.
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18 de febrero de 2017
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Jaque al ‘finde’

No hay mejor energía semanal que la del viernes por la mañana: el café con leche sabe más fuerte, los jefes visten tejanos y el futuro cercano se extiende de forma parecida a una llanura de tiempo libre para colorear a tu antojo. Pero se trata de una idea obsoleta. De un espejismo, un sentimiento antiguo parecido a la plenitud que te embarga cuando empieza el verano y recuerdas aquella promesa de felicidad interminable. Porque, hoy, el fin de semana casi ha desaparecido, excepto para los niños. Los horarios se difuminan tanto como la frontera entre lo público y lo privado. Se trabaja en casa, y los autónomos hacen facturas los sábados; se va a comprar en domingo, e incluso muchos profesionales planifican la semana mientras emiten esos telefilmes de tarde, que atrapan igual que deprimen.
Cuando alguien dice sentirse muy productivo, y más en fin de semana, siento vergüenza ajena; ante mis ojos esa persona se transforma en máquina, y me pregunto por qué el lenguaje industrial ha logrado colarse por las rendijas de la satisfacción personal. Gente ufana por haber hecho un par de llamadas pendientes, por haber terminado un trabajo extra o por conseguir algo que probablemente acabará torciéndose. Entiendo esa sensación de eficacia que ofrece el trabajo cumplido, pero ¡de ahí a sentirse el empleado del mes!
El fin de semana sirve para despertarse tarde y atrincherarse en la cama a leer. Basta mirar a través de la ventana, como hacen las protagonistas de las películas inglesas, para que un barniz irreal, de minuto perdido en la nada, te haga sentir lo misteriosamente mortales que somos. Durante el fin de semana se va al mercado y se habla con el pescadero. Se llega incluso a sentir algo de temor ante esos guantes negros cubiertos de tripas, y te imaginas al hombre restregándose el olor de las manos, que es más rebelde que el de la mandarina. El finde –así se le llama, y mira que al principio sonaba en­golado y cursi, de chicas de colegio de monjas– también es indicado para arreglar cajones o tirar papeles que un día consideraste importantes, pero su valor ha decaído en un año lo mismo que tu cintura.
Resulta irónico que este 2017 haya comenzado en España con la propuesta por parte del Gobierno de acortar la jornada laboral (hasta las seis de la tarde). La tecnología y las redes, el multitasking y el pluriempleo han desdibujado la línea entre actividad y descanso. Russell decía que “la última consecuencia de la civilización es su aptitud para ocupar inteligentemente los ratos de ocio”.
Ahora nos jubilamos más tarde, le tememos al aburrimiento y ya no osamos ni mirar tras la ventana porque nunca hay tiempo, ni en fin de semana. O eso nos hacen creer si no lo defendemos.
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16 de febrero de 2017
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Falta dato

En su clásico El arte de escribir columnas, el maestro de la crónica periodística Paul Johnson señala como requisito imprescindible para todo oficiante del género tener conocimientos, no sólo sobre el tema que tratar. No hace falta que sean abrumadores, pero sí sólidos y contrastados. Y subraya: “Es interesante señalar que las mujeres no nos aburren con datos, sino con opiniones. No conozco a ninguna columnista que meta demasiados datos en sus notas: la debilidad de su sexo consiste en ofrecer demasiado pocos”. El reproche va cargado de conmiseración, aludiendo al sexo como condicionante que impide elaborar una tesis científicamente, y no a la bimbambú, huyendo de lo factual. Johnson creaba intriga acerca de la inconsistencia de las columnistas, aunque tal aseveración hubiera precisado de un porcentaje: la proporción de articulistas mujeres respecto a la de los hombres que leía en la prensa.
Siempre ha habido columnas que no se entienden sin datos y otras donde marean y sobran. El columnista, sea hombre o mujer, cuando se abraza al dato, lo pule para no agotar al lector y lo contrasta antes de plantarlo en el folio. Los datos son armas y escudos. La estadística es fría, no habita en ella ningún calor humano, sólo matemática, aunque ejerce de indicador de la humanidad, y ni la demografía o las epidemias, el paro o la pobreza, el cáncer o los accidentes de tráfico, se entenderían si no fueran anclados a un dato. Uno de cada tres españoles padecerá cáncer. Los tres españoles más ricos acumulan lo mismo que el 30% de la población. 20 de cada 100 niñas españolas sufren abusos sexuales…
Las estadísticas –siempre variables según quien las encarga y paga– acusan una gran crisis de fe. Fenómenos como Wikileaks, que han puesto firmes a gobiernos y grandes compañías internacionales, contribuyen a reforzar la premisa de que no hay que fiarse del todo de los números. Y las oleadas de populismo han negado lo que consideran cifras amañadas por las élites. Las actuales teorías conspiratorias, sumadas a la sensación de que el Gran Hermano no sólo nos observa y gobierna, sino que nos estafa, se han acrecentado con la llegada de Trump y su reiterada denuncia de un supuesto fraude electoral. El mundo se ha formateado en bits, pero la sobreabundancia que registra cada suspiro de vida ha provocado un efecto rebote.
William Davis, en The Guardian, analiza la autoridad cada vez menor de las estadísticas y lo considera “un fenómeno localizado en el seno de la crisis que ha dado en denominarse ­como políticas de la posverdad”. Añade que la incertidumbre ante un mundo nuevo las ha desacreditado debido a la creencia de que “hay algo arrogante y despectivo en ellas”. Pero este tipo de descreimiento suele ir acompañado de un idealismo temerario, de una obcecada negación de la realidad, de una visión del mundo donde datos y cifras se sustituyen por mantras demagó­gicos.
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13 de febrero de 2017
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El fracaso no existe

El pasado martes, en Madrid, mientras preparaban los teléfonos y los traductores se aclaraban la garganta para que Rajoy y Trump conversaran a distancia, en un bar-librería de Madrid, Tipos infames, el poeta y escritor maño Manuel Vilas presentaba “América”. Vilas dedica el libro a todos los desesperados estadounidenses. También a los autopistas, a los hoteles y a los camioneros americanos: “dedico este libro al error, a las vidas erradas. A quienes aún sabedores de que el fracaso no existe, siguieron fracasando”. El caso es que Rajoy, apodado “el mayordomo de Trump” por la oposición, se ofrecía al monstruo peludo para tender puentes entre América Latina y la Casa Blanca. Pero no solo eso. Rajoy, también se postulaba para mediar en el Norte de África y Oriente Medio, donde arrecia el temporal, y según parece sin consultar a nadie.
Vilas es uno de los mayores poetas errantes que ha dado este país, o mejor dicho Barbastro –Barbi, como lo llama con tanto amor como condena en sus versos–. En 2016 publicó, en Visor, una “Poesía completa” de infarto, y apenas salió una crítica en la prensa. No pertenece a capillas ni círculos, es un expatriado de sí mismo, aunque su club de fans haya engordado con el boca a oreja, y lo tenga hiperactivo: hace apenas un mes publicó con Malpaso “Lou Reed era español”. Llegó a Madrid –a Pozuelo–, al apartamento de su novia y musa Ana Merino, hace tres años. Había dejado atrás las clases en el instituto, el alcohol, el divorcio y el Ebro. Reventó las costuras del poema con “El hundimiento” (2015), se dejó ver en festivales y recitales, y hasta Juanjo Millás leyó sus versos en la Cadena Ser. Con Ana, escritora y profesora del Máster de escritura creativa en español de la Universidad de Iowa, se embarcó hacia las Américas, donde se propuso descansar de ser español. “Un cuerpo sin nacionalidad y deseando ser solo un hombre que paseara por América con unos headphones en donde suena la voz de Johnny Cash”. Vilas cena bisonte en Atlanta, reza un Walk on the wild side en la tumba de Scott Fitzgerald –“y una lágrima verde resbala por mi mejilla”– y es invitado a leer poemas en la Biblioteca del Congreso de Washington: “cruzamos un comedor espacial. También se pasea por las ciudades desiertas del Misisipi, sin calles, sin nadie; y va a ver casinos: “casi nunca vi una simultaneidad tal en la acción de esos tres verbos: fumar, jugar y engordar”, lugares donde a nadie le preguntan su nombre: “que allí el mundo te deja en paz sin abandonarlo”.
La editora de Círculo de Tiza, Eva Serrano, cuenta como la victoria de Trump le hizo adelantar la salida del libro. En verdad anticipa la gesta del millonario. Nuria Labari, la autora revelación del pasado año lo resumió a la perfección: “Vilas le devuelve el alma a América en un diálogo interestelar entre vivos y muertos. Te deja tumbado. Sin pompa, sin narcisismo”. Pero, sobre todo, refleja el estropicio del sueño americano, tan solo sostenido por sus mitos y por sus grandes almacenes, que te devuelven por un instante de felicidad prometida. El autor alimenta la paradoja de cómo el cimiento idealista de los EEUU, obsesionado con el control del mundo, desconoce a dónde va. “América está abierta de par en par a lo desconocido, y lo desconocido tiene un profeta, que no es otro que ese salido de la profundidad del Midwest, ese ser llamado Donald Trump”.
Un par de días después de que en Tipos infames, cuando Rajoy debía ya probar los altavoces para hablar con Donald, Juan Cruz ejerciera de maestro de ceremonias, subrayando esa mirada compasiva y enamorada de Vilas con la que tantos nos reconocemos al mirar a América, se preestrenaba al tiempo en Madrid y Barcelona “Jackie”, el biopic de Jackie Kennedy por el que Natalie Portman ha vuelto a ser nominada a un Oscar por tercera vez. La cinta narra los cuatro días posteriores al asesinato de JFK en Dallas y el impacto que este causó en una mujer que nuca volvería a ser la misma, pero sería única hasta el último de sus días. En la première ya se echaba de menos al exembajador Costos que sofisticó la noche madrileña juntando a los pijos de toda la vida con artistas americanos y españoles, editoras de moda, e incluso a hijos de antiamericanos recalcitrantes. Hoy, en la América de Trump y de Vilas, el español -más que nunca- se habla entre susurros.
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13 de febrero de 2017
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Cámara… y cartón

El cine español debería tener más de una ocasión al año para exhibirse y televisarse. Cuando se reúne, con trajes largos y esmóquines, para premiarse a sí mismo, expande un espíritu jovial e idealista que algunos tachan de “charlotada” y otros de amateurismo. Hay una tensión acartonada sobre el escenario que se filtra en algunos discursos, engorrosas dedicatorias a familiares y presentaciones a dúo, igual que esas dos actrices que dijeron “buenas noches” al unísono igual que si fueran gemelas siamesas. Sólo una mujer, entre todas las que pisaron el escenario de los premios Goya, no tuvo miedo a las escaleras. La mayoría medían su pisada, cabizbajas, para no tropezar; incluso creías que alguna iba a quitarse los zapatos que parecía llevar con más pesar que Dani Rovira en su numerito de hombre con tacones rojos para solidarizarse con las mujeres. Como si la ma­yoría de las mujeres calzáramos zapatos rojos.
A Penélope Cruz, en Hollywood, le enseñaron a bajar las escaleras con traje largo y costura abierta a lo Gilda, mirando al frente. Pe avanza resuelta y segura y, a diferencia del resto, lleva el vestido en lugar de permitir que el vestido la lleve a ella, sin que se note que se lo han prestado en un showroom –y hasta que pueda oler al sudor de una modelo que lo ha vestido bajo los focos de un plató–. El estilismo, en el cine español, aún es forzado. Delata impostura, algo parecido a las indumentarias de las bodas. La mayoría viste trajes y joyas ajenos, que sólo se pondrán una vez en la vida y devolverán el lunes por mensajero al gabinete de prensa que ya ha mandado la foto de la famosa vestida de su marca. Parece que les tienen miedo, y no les han quitado el apresto que los dandis consideraban tan hortera.
Los Goya rezuman colegueo, y esto divierte a unos y desagrada a otros. Son gremiales pero a la vez colocan al sector en el foco: el cine es un buen espejo donde mirarnos, como demuestra el incremento de cuota de pantalla –por tercer año consecutivo– hasta superar el 20%, más de 100 millones de euros recaudados en taquilla. Algunos productores han hipotecado su casa para hacer un filme, y muchos actores y actrices, algunos célebres, no llegan a final de mes. Tan sólo un 8% puede vivir de su trabajo. Hubo una palabra recurrente en los Goya, y fue “cultura”, reivindicada con tanto amor como ingenuidad. J. A. Bayona, por ejemplo, agradeció a su “papa” (sic) que le hubiera enseñado a dibujar y a amar el cine; y dio fe de que la cultura es el mayor ascensor existencial para explicar quiénes somos y qué sentimos. Ocurre igual que con el vestido prestado y lustroso, lo que le falta al cine español es que se crea a sí mismo.
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8 de febrero de 2017
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Dos amigos

Se habla de esos dos hombres que eran amigos, Pablo e Íñigo, y que lograron que el Sol se pusiera por Antequera e incluso que cada noche saliera la Luna llena. Hicieron magia juntos. Desencorbataron la política, y con su marea morada plantearon una oposición parecida a una piedra en el zapato, denunciando la corrupción y echando spray anti-élites a todo lo que conquistaban en nombre de la “gente”. Pablo e Íñigo, dos académicos activistas, y su politburó posmoderno embestían al poder con la autoafirmación de la marca: Podemos, un “nosotros” establecido, resucitando la palabra casta que hasta entonces sólo utilizaban toreros y ­folklóricas. Nunca fue lo de menos la jerarquía, a pesar de que el equilibrio sea una condición indispensable para una amistad real. Iglesias, incontes­table número uno, cuya foto aparecía incluso en las papeletas electorales, arrollaba con su carisma y su audacia, mientras Errejón, más teórico, se afanaba en un táctica dialogante, posi­bilista incluso, y le iban creciendo los errejones.
Los dos amigos tenían una buena compañera, Carolina. Anduvieron por muchas carreteras juntos. Ahora los tres son políticos de primera con despacho en el Congreso, y reescriben la eterna historia de egos enfrentados, envidias y enfrentamientos de Caín y Abel, Juan sin Tierra y Ricardo Corazón de León o los Karamázov. “Seguimos y seguiremos defendiendo el Podemos bonito y útil por el que siempre hemos apostado, y trabajando todos los días para ser más y ser mejores” se despedía Carolina Bescansa, dando un paso atrás, sin poder calmar el enconamiento de los amigos.
Milan Kundera, en Praga, durante la ocupación rusa, se encontró en la consulta de un médico con un periodista, despedido de todas partes. Conversaron felices, unidos por su condición de perseguidos, hasta que empezaron a hablar de Bohumil Hrabal, el querido escritor checo. El periodista cargó contra él, rabioso, y Kundera reaccionó con una cerrada defensa del espíritu libre que era Hrabal. Escribe en Amigos y enemigos. Un encuentro (Tusquets) que aquel “era el desacuerdo entre aquellos para quienes la lucha política es superior a la vida concreta, al arte, al pensamiento, y aquellos para quienes el sentido de la política es estar al servicio de la vida concreta, del arte, del pensamiento”. De ahí que Kundera se interrogue sobre la verdadera amistad, tan diferente a la simpatía entre camaradas, y recuerde la fría aprobación con la que en los fraudulentos procesos estalinistas se aceptaba la purga de los amigos.
Hoy Pablo e Íñigo, esos dos amigos que se rodeaban con el brazo, se ­cedían el paso y se guiñaban el ojo, han reñido, haciendo pública su bronca. Hay una mayor transcendencia que la política en la escisión de Podemos, y es la humana: que dos valedores del diálogo, la transversalidad y el sí se puede, dos de los llamados jóvenes políticos, hayan envejecido tan pronto.
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6 de febrero de 2017
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Rumba castiza

Matrimonios que llegan de Valladolid o Zamora, ellas con el pelo cardado y perfume de Escada, ellos con sombrero y abrigo de paseo, se cruzan con muchachas de pelo al cepillo y medias debajo de sus tejanos rotos en el vestíbulo del Teatro Rialto. La mujer se queda absorta, parece contar los agujeros de los pantalones de la chica, los tatuajes de los brazos, los tintes azules y morados del pelo: “Ya te digo “, exclama mirando al marido, tan ajeno que parece recién sacado de una sastrería con aroma a Heno de Pravia. Unos y otros van a ver el último espectáculo de Mayumana, Rumba, y los acordes de Estopa  y su “El del medio de los Chichos" les reciben en la sala, que adquiere atmósfera de talego. Los chavales se quedan atónitos mientras la señora de Zamora entona el estribillo. Una no sabe quienes son más bizarros, los jóvenes millennials o los matrimonios de provincias, pero ¿acaso no es Madrid de la extravagancia y los extravagantes?, como anotaba Josep Pla en su “Dietario” en 1921, a finales de su estancia capitalina, en el que profesaba su admiración por Julio Camba, y en cambio describía con flema a Valle-Inclán: “todo el mundo os dice que es un hombre que tiene una ‘cultura muy rara’”. En Madrid la gente sigue poniéndose estupenda, y la realidad deformada de Valle no es sino su spleen, permanente compañero que antes gritaba “agua, azucarillos y aguardiente” y comía las rosquillas que aún siguen friendo las abuelas para sus nietas, que viven en Chueca disfrazadas de superheroínas.
 
La capital atrae a las provincias en fin de semana. Aquí no hay playa ni ramblas ni Gaudí. Por eso los teatros se llenan y ya pocas capitales europeas le tosen a Madrid en su tradición de plaza de musicales. Cuna del género “chico”–esa zarzuela que tan bien refleja la realidad social de los siglos XVIII y XIX, donde campaban los chulosafectados, que paseaban la guapeza junto a ratas, niñeras y policías–, se coloca ahora por delante de París o Roma en cuanto a oferta. “Hay un público local acostumbrado a tener el musical en su menú de entretenimiento, y el turismo interior considera que al venir a Madrid debe a ir a ver un musical, además de al Museo del Prado y el Bernabéu”, me cuenta Jose María Cámara, un gerifalte de la industria musical española que durante casi cinco décadas dirigió BMG, Ariola, RCA y Sony Music.  Afirma que el punto de inflexión para que la capital emergiera en el musical lo marca “Hoy no me puedo levantar”, de Nacho Cano, estrenado en 2005.  Cámara vivía en Nueva York, donde fue llamado para restaurar la leyenda de Elvis Presley- y Cano le pidió consejo para reactivar Mecano. Hablaban en la calle octava con la 50 , frente al cartel de “Mamma Mía”, y para quitárselo de encima amigablemente le recomendó: “lo que tienes que hacer es un musical. No es tiempo de hacer arqueología sino de entrar en una nueva dimensión”. Mecano le hizo caso. Cámara, que lleva unos años volcado en el género con la compañía SOM Produce (Priscila, Cabaret, etc..), afirma que la gente descubrió entonces que los musicales no eran una propuesta viejuna y ajena. Además del espectáculo de Mayumana, Disney y Stage Entertainment llevan despachando entradas para "El rey león", en el Lope de Vega, desde el otoño de 2011. El fenómeno no caduca. No es extraño que la productora comprara ese teatro y el Coliseum el pasado año, pagando 58 millones de euros por dos de los templos del Broadway madrileño.
 
 
El público de Mayumana se levanta de la silla con los ritmos de Estopa. Es el nuevo espectáculo del grupo israelí, que se hizo mundialmente conocido gracias a un anuncio de Coca Cola en el que, sentados a una larga mesa, creaban ritmos solo con sus manos–. Estará en Madrid hasta “Con ellos, la rumba se hizo rock” asegura Cámara. Los intérpretes, españoles, italianos, argentinos, un marroquí, y el protagonista, un cubano que canta a la pachanguita de Estopa con sabrosura caribeña, se enzarzan en un rifirafe de tribus urbanas: es un Romeo y Julieta con raja en la falda. Convierten en instrumentos cajas y latas. Y tanto los matrimonios de Zamora y Valladolid como las chavalas latineras salen del musical la mar de contentos, marcando el ritmo con los pies y jugueteando con la extravagancia castiza.
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5 de febrero de 2017
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La bandera del malismo

Hace ya doce años que la fundación de Aznar, FAES, publicó El fraude del buenismo, acuñando un término que, tan resultón él, enseguida se propagó para definir –o mejor dicho, despreciar– un estilo de hacer política dialogante y optimista, aunque también naif y utópico. Buenistas eran aquellos líderes confiados de que en este bello mundo caben todos y empeñados en restaurarle las pestañas al Estado de bienestar, tan deseosos de agradar que a menudo rehuían las decisiones impopulares, por mucho que fueran imprescindibles. Tal fue el uso del nuevo -ismo, disparado siempre como una bala de plata, que en el 2010 –en esta misma columna– le ­auguraba larga vida al malismo como efecto rebote. Me equivoqué, eso sí, en el adjetivo: anticipaba un malismo ilustrado, y no analfabeto y ruín, como el que ondea.
Ya en tiempos de Platón y Aristóteles se acuñó la teoría del bien común: los seres humanos, en sociedad, tienden a unirse en busca del beneficio para todos. Sin tener en cuenta a los defensores de la naturaleza perversa del ser humano, de Hobbes –el hombre es un lobo para el hombre– a Robert Louis Stevenson –y sus Jeckyll y Hyde–, resulta paradójico que los parámetros que servían de guía al bien común dejaran de pertenecer al ámbito de la moralidad y la justicia para pasar a convertirse en economía e ideología. Competitividad a muerte, cortoplacismo, autodefensa: no hay otras reglas que valgan en la selva capitalista. Hegel, Dostoyevski y Nietzsche cla­maron hace bastante más de un siglo aquello de que “Dios ha muerto”, que no
significaba otra cosa que los valores
cristianos ya no funcionaban como fuentes del código de comportamiento. Pero esa muerte ha sido una larga agonía hasta hoy.
Tanto la ultraderecha como la izquierda extremista basan su estrategia en crear males innecesarios, levantando muros en lugar de tender puentes. Pero sobre todo reafirmando su identidad, y su autoridad, igual que hacen los llamados haters en las redes, los que viven en contra de todo y de todos. No se trata sólo de la política –con Trump o Putin como máximos exponentes–, sino de un nuevo paradigma en la forma de entender la relación social. ¿Por qué vamos a tener que comportarnos de acuerdo con unos cánones de civilización, protocolo o humanidad con gente que no merece ni nuestro desprecio?, se dicen. El malismo se ha repantigado en los sofás virtuales, y su incontinencia abarca centenares de vídeos de violencia explícita y gratuita. Odio al inmigrante, al musulmán, al homosexual, a todo lo que es diferente. La política no es más que el viento que ondea velas del malismo, una vez ha demostrado que da tan buenos réditos.
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1 de febrero de 2017
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El Boomeran(g)
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