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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Comer paisaje

La falsa ejemplaridad se exhibe pesante, igual que una cortina de terciopelo, escondiendo las humedades de la pared, al tiempo que la mentira social se utiliza para enmarcar la cara A de valores como éxito o liderazgo, y para borrar su cara B: fracaso y defenestración. Entre los famosos se ha puesto de moda afirmar que uno se cuida mucho, que come sano, hace yoga, duerme ocho horas y de vez en cuando ayuna. Lo repiten hasta la incredulidad en las revistas del corazón: su belleza y su triunfo se deben a lo bien que se alimentan y a que bailan zumba. Nunca confiesan debilidades, aunque en España –y en el mundo entero– crezca al galope el uso de antidepresivos para que sus consumidores puedan levantarse de la cama. Hijos de los noventa que somos, conocimos de cerca la inflación de los malos hábitos y de sus estragos, y fuimos testigos del exceso, entendido como una manifestación del impulso de muerte, que según Freud es el principio fundamental de todos los demás impulsos. Hoy, en cambio, asistimos al triunfo de lo mal llamado orgánico (que tan sólo significa que está compuesto de carbono y, por tanto, vivo), de la glorificación de lo verde hasta el aburrimiento, y recuerdo aquella frase de la ocurrente Nati Mistral: “Yo no como paisaje”.
No es de extrañar que mujeres célebres como Arianna Huffington o Gwyneth Paltrow cambiaran de tercio con pasmosa naturalidad. La creadora de The Huffington Post dejó atrás su vida de superjefa disruptiva y dedica su tiempo a promocionar el buen dormir y a prac- ticar una higiene del sueño. Y la actriz, que cada vez se prodiga menos en la gran pantalla, ejerce como una gurú
del wellness tan controvertida como próspera.
Aceptemos que todo el mundo tiene una forma de consumir la ansiedad; unos a base de Trankimazin y otros de cúrcuma y jengibre. Hay gente que malcome y bebe cuando nadie les ve, ni ellos mismos son capaces de captar la imagen de su abandono, y en cambio es cuando más libremente cabalgan sobre ese impulso de muerte que cada uno maneja de la forma que puede. Ahí están los nuevos jinetes del asfalto, esos corredores insumisos que luchan contra el colesterol, la grasa y, sobre todo, la ansiedad. Yo me cruzo con varios de ellos cada mañana: avanzan desmadejados, con la mirada perdida y una respiración húmeda, a punto de llegar a la meta de sí mismos.
En esta anhelada burbuja de oxígeno puro, la salud se ha convertido en un horizonte inalcanzable. En ninguna otra época habíamos apreciado un cuidado tan obsesivo de uno mismo. Porque es cierto que la persona gramatical se ha desplazado: primero tú, luego los otros. Y la ideología del bienestar lo admite como políticamente correcto.
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27 de septiembre de 2017
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Mi tía, la abadesa

Mi madre aún recuerda al detalle el revuelo que se armó cuando su prima Anna María dijo que se metía a monja. Había estudiado Filosofía y Letras y tenía veintidós años. Hizo el noviciado con las dominicas de Reus pero, al cabo de un tiempo, le comunicó a su superiora que se sentía llamada a una vida de plegaria y de silencio. La probaron, creían que con su energía y su desparpajo no aguantaría. Anna María Camprubí ingresó en el monasterio de Santa Maria de Vallbona a los 29: su vida de clausura se resumiría en labor y oración. De pequeños, nos intrigaba saber si sólo se podía hablar con ella a través de una reja. Sólo la veíamos en los entierros; cantaba los salmos con un recogimiento que nos dejaba conmovidos. Ya ha cumplido los 75. Cada noche, a las ocho y media, cierra las puertas de madera del monasterio del que, desde hace 17 años, es la abadesa.
El pasado lunes saltó la noticia de que el monasterio de Vallbona cedía una sala del convento para votar el 1-O. La vimos por la tele y la escuchamos por la radio. Hablaba con rotundidad a los medios: “La libertad está dentro de cada persona”, “nos debemos a la tierra, el pueblo tiene que poder decidir su futuro”, “no tengo miedo, ni yo ni la comunidad”. La naturalidad con la que trataba el asunto parecía tan firme como su fe. Frente a la cámara hacía silencio y ponía caras de estupefacción, igual que mi abuelo, por la prohibición del referéndum. La llamé al monasterio en el horario permitido. Escuché como la avisaban por megafonía, oí los pasos, recordé el hábito austero. “No vivimos de espaldas al mundo: estamos en el mundo, pero no somos del mundo”, me dijo la tieta monja, y añadió: “El monasterio tiene que estar arraigado a la tierra, a Catalunya, es así desde hace 850 años”. También me contó que, de noche, los vecinos vieron una pareja de la Guardia Civil paseando alrededor del monasterio.
Desde entonces, han recibido centenares de correos: “Todo han sido felicitaciones excepto dos llamadas de teléfono que nos han puesto a caldo. Una de una señora de Barcelona: la atendió otra monja y la dejó turulata. La otra fue de un señor de Tarragona, muy enfadado”. Se presentó como católico, apostólico y romano, a lo que la priora le respondió que ya coincidían en algo. Después le dijo que Carme Forcadell tenía cara de demonio, a lo que ella contestó que demonios sólo conoce los de los Pastorets. “Y hasta me aconsejó que me preparara, porque seríamos las primeras en ir a la guillotina”. Le pregunté cómo se quedó al colgar: “Igual que antes, él tiene derecho a expresar lo que siente, pobre xicot, si le ha hecho sufrir tanto esto…”. Antes de despe­dirnos quiso saber qué tal en Madrid. Comentamos el nivel de enconamiento, y mi tía admitió que el asunto ya se lo han encomendado a Dios hace tiempo, que rezan por él cada día, incluso en la plegaria libre, en el huerto, en una tierra firme arrasada por el fuego del verano.
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25 de septiembre de 2017
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Naturalezas vivas

Los intelectuales firman un manifiesto mientras los independentistas conocen al fin el cuerpo de la Guardia Civil, que también habla catalán en la intimidad. Bueno, en verdad son intelectuales y artistas, la aristocracia del alma, la  brillantez que ilumina a quienes han interpretado a Shakeaspeare o han ideado brillantes visiones del mundo clásico y moderno. En el manifiesto leo, entre otras frases: "¡No participes! ¡No votes!". Y pienso en el mal uso del imperativo y su eco: esa orden constante que nuestro mundo que, o bien exige comprar, o no pensar, o paralizarse. No me digan que no es sumamente atractivo, por inaudito, imaginar a un intelectual suplicándote que no hagas algo. Tal vez sea esa la estrategia: lograr que uno acabe pensando que si te lo requieren Millás, Marsé, Marías o Marisa Paredes igual hay que atender a su ruego. Fueron más leídos los nombres en negrita que el texto; suele pasar.
 
Existe un Madrid empático con la causa catalana, deseoso de hallar una salida, incluso que caiga Rajoy, acaso la única solución a corto plazo para reorientar el conflicto. Pero hay otro Madrid áspero y bravucón, que está hasta las narices y habla de Cacaluña y otras marranadas. Mario Vargas Llosa presentó esta semana su libro "Conversación en Princenton" y en la rueda de prensa no dudó en tachar de “provincianos sin pies ni cabeza” a los catalanes soberanistas. 
 
Son tiempos de riesgos necesarios y suntuarios. Rihanna, madrileña por un día, presentó su colección de maquillajes para Sephora. La cantante afirma a la revista Elle que se arriesga tanto con sus vestidos porque "tengo que aprovechar mis pechos antes de que se me caigan”. La antigua sabiduría del carpe diem. Al mismo tiempo, nuestra mayor artista global, Rossy de Palma, presenta una colección-cápsula para Mac. La ha titulado “Frames”, ya que, según confiesa, “hay que ponerle un marco a todo lo que quieres, para enaltecerlo y darle una presencia". Ella lo logró con su nariz cyrana. 
 
Esta semana, la re-movida se rejuntó de nuevo para pasar la tarde en la Fresh Gallery del barrio de Salamanca. Allí, aún con calor tropical, se inauguraba  la muestra "Bodegones Almodóvar", un periplo autobiográfico desde la cocina del cineasta. Todo empezó la pasada Semana Santa, cuando se puso a hacer fotos en su cocina para combatir el tedio. De repente sintió una excitación: “admiraba la pintura al temple de la pared, el corián blanco de la encimera, como si fuera la primera vez que los veía”. Jarrones con formas femeninas, el mundo de la infancia, figuritas de Malevich, membrillos, kiwis, estampados de Fornasetti y un enchufe que aparece en casi todas las obras resumen el diálogo entre lo orgánico y lo estático. Su poética de lo cotidiano aúna intimidad y confidencia. “Uno no puede mentir cuando está en la cocina” afirmaba el director acompañado por un grande: Antonio López, a quien dedicó la muestra. También estaba Soledad Lorenzo, que me riñó: “ya no hay que decir que estamos bien a pesar de tener 80 años, es lo normal”, además de Bibiana Fernández, Màxim Huertas, Félix Sabroso, Palomo Spain, Mario Vaquerizo y toda el clan que representa el el artisteo chisposo brindó por su Almódovar en la galería de la argentina Topacio Fresh y su marido, el catalán Israel Cote. 
 
Pedro Almodóvar, a pesar de todas sus leyendas, en la distancia corta es un hombre encantador e ingenioso. “Al no ser profesional, solo he querido trabajar con luz natural. Me dije: que sea Dios quien lo ilumine todo”. De esta forma le hacía un guiño al Padre Ángel, a cuya organización, Mensajeros por la Paz, irá destinado lo que se recaude con la venta de las piezas. “Hoy sobran las causas para contribuir, no obstante, del padre Ángel me atrae la inmediatez con la que se utiliza el dinero. Algún día escribiré la película de todo lo que ocurre en la iglesia de San Antón, que se halla en el polo opuesto de la iglesia y los curas que yo conocí”. Almodóvar dice que los bodegones reflejan lo ligada que está su privacidad a su obra: su casa de Pintor Rosales ha salido en varios planos de sus películas.  También transmiten ideas del amor, como esas cebollas descascarilladas junto a una rosa en un vaso de agua, la historia de nuestras vidas.
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23 de septiembre de 2017
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Café, copa y puro

Fueron muchas cartas de menú del día las que sucedieron durante mis tiempos juveniles, tras el bocadillo de tortilla de los años del instituto. Venían plastificadas, aceitosas, y en el mejor de los casos te la cantaban. Tener un trabajo traía implícito comer fuera de casa y poder pagarse un almuerzo. Pimientos rellenos, lentejas estofadas con chorizo, osobuco al horno, tortilla a la campesina… nombres de platos que hoy suenan antiguos y que saciaban unos estómagos que aún no conocían la gastritis ni la hernia de hiato. Pero, sobre todo, que conseguían detener la jornada, paralizarla durante dos y hasta tres horas, un lapsus mayor que cualquier rezo, y lo sobrellevábamos sin lastre alguno. Entonces la hora de comer era sagrada y despaciosa. Se almorzaba sobre un mantel de cuadros con los compañeros de trabajo o amigos, incluso había tiempo para alguna cita galante, aunque en esa hendidura de tiempo se iba también al gimnasio, al tinte, a depilarse o a leer poemas al parque.
Después llegaron los ticket-comida, que restringían el libre albedrío, y se catapultó el formato denominado “comida de trabajo”, ese invento para hacer dos cosas a la vez, como si en un restaurante se alcanzaran más acuerdos que en una sala de reuniones. No sé bien cuándo ocurrió, si fue con la llegada de los teléfonos inteligentes y su hiperconectividad, pero el tiempo se estrechó y dejaron de caber las cosas en sesenta minutos. Salir a comer casi no compensaba, contando con la acidez y el olor a fritanga. Estalló la crisis, y lo primero que hicieron los españoles fue lo que los yanquis llevan haciendo en sus oficinas desde <em>El apartamento</em>: llevar el táper al trabajo. Con afán de gourmet, de nutricionista o de simple esnob, el bombardeo visual de platos nunca había sido mayor en la redes, por mucho que sus usuarios, de lunes a viernes, difícilmente puedan arañar una hora para salir a comer. En el 2013 –aún en el ojo del huracán de la crisis– el 72% de los trabajadores españoles iba habitualmente a comer fuera de la oficina, según el barómetro FOOD (Fighting Obesity through Offer and Demand). Cuatro años después, un 33% comein situ alimentos que ha preparado en casa. Ya nadie aguanta los tres martinis antes del almuerzo inmortalizados por Hollywood. Algunos intentaron sustituir el llamado power lunch por el desayuno de trabajo, pero no acabó de cuajar: la primera hora del día es arriesgada para socializar. “Almuerzo ligero y cena temprana”, impone el código contemporáneo, tan sólo desafiado por las cien familias que mandan en España y que siguen fieles a la tradición de café, copa y puro, cuya sola enumeración evoca un largo bostezo, también de los de antes.
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20 de septiembre de 2017
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Piojos

Minúsculos, sanguinarios y miméticos, los piojos se convirtieron en injusta metáfora de la mediocridad. Su capacidad de mímesis es tan elevada que basta con nombrarlos para que nos pique todo, así que bien siento, amables lectores, darles ese disgusto. Pero ¿acaso no son los parásitos más antiguos de la humanidad, que, generación tras generación, han conseguido fortalecerse a pesar de las mil y una maravillas del progreso? Su azote nos persigue desde los tiempos bíblicos: “Entonces Jehová dijo a Moisés: Di a Aarón: Extiende tu vara y golpea el polvo de la tierra para que se convierta en piojos en toda la tierra de Egipto”. Hoy, la plaga no sólo persiste sino que acrecienta su presencia entre los humanos limpios y perfumados. Se han creado centenares de leyendas urbanas sobre su poder, aunque, a diferencia de cucarachas y alacranes, no resistirían un holocausto nuclear. Tampoco tienen alas, pero su contagio es prodigioso, y más en época de selfies donde la moda de juntar las cabezas para salir en la foto prodiga este tipo de trasvases.
Hay más piojos que en cualquier otro momento desde la Primera Guerra Mundial, según un informe del Centro de Entomología Médica de Cambridge. Y se trata de una nueva supergeneración gracias a mutaciones genéticas que los han hecho más re­sistentes, inmunes al champú y la loción, igual que las bacterias al antibiótico. Por ello, las criaturas piojosas del siglo XXI, a quien no les basta dormir con la cabeza empapada en vinagre como sus antepasados, acuden en peregrinación a un nuevo negocio que en menos de dos años ha crecido tanto como los clubs de marihuana: los establecimientos que garantizan acabar definitivamente con ellos. Allí fuimos con mi hija un viernes por la tarde, como tantas otras familias, entre la resignación, la desesperación y la cabeza intratable.
El local es como una falsa peluquería para madres e hijos –los hombres son más inmunes al contagio–. Cinco mujeres ecuatorianas, con gorro blanco y guantes, ejecutan unos movimientos mecánicos y precisos: se valen de aceites, lámparas de interrogatorio de tercer grado, lendreras y unos tubos que aspiran con ímpetu mechón a mechón. Lo primero que pienso es qué responderán cuando les pregunten en qué trabajan. El estigma del piojo es tan vehemente como su propia naturaleza. Una vergüenza, un escalofrío de asco. Las extractoras de piojos son mujeres serias; su autoridad en parte se cimienta en la humillación con la que los infestados entregan sus cabezas. De vez en cuando enjuagan la lendrera con un paño y lo observan detenidamente, con callada satisfacción. Mientras, pienso en ese polvo de la tierra que sacudió Moisés, que hoy se sigue levantando sobre piscinas azules y ciudades de cristal; en la tozudez histórica de un parásito capaz de permanecer en la cabeza más días que un amante, desde el principio de los tiempos.
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18 de septiembre de 2017
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‘Irma’, la amarga

El Caribe, más allá de su promesa de felicidad, es un estado mental. Un dejarse ir que pospone la negrura de los días, capaz de empequeñecer la adversidad y de no dejarse sorprender por nada. Hace unos años coincidí con una campaña electoral en la República Dominicana y el eslogan de uno de los candidatos decía “Llega papá”. A mí me producía tanta risa como sonrojo, mientras que a los dominicanos, tan habituados a una mezcla de surrealismo y realismo mágico, los investía de bravura. Lo de menos era la palabra “papá”, lo de más, que del candidato, Hipólito Mejías, decían que era “un ignorante que nos quemaba el arroz”. Existe un Caribe de regusto colonial y melancólico que nada tiene que ver con sus aguas turquesa y las pulseras de “todo incluido”. La mecedora desvencijada en el porche, los borrachos de ron en la madrugada, las prostitutas haitianas con la memoria marcada en la piel y las brigadas de mosquitos jejenes, que sólo pican a los blancos. Durante una semana suele esperárseles como una bendición: aparecen tras la retirada de los huracanes y ciclones. Irma llegó muy amarga, y tuvo en vilo a millones de ciudadanos aunque la mayoría tenían poco que perder, tan acostumbrados a la cólera del cielo.
De los principales retos que hoy desafían al mundo, la escalada nuclear, el sectarismo y el cambio climático, este último es el más depredador, pero en cambio nos parecen más terroríficos los misiles de Kim Jong Un o la violencia salafista. Las graves amenazas que el cambio climático nos está planteando –de la desertización a las inundaciones derivadas del aumento del nivel de los mares, pasando por las olas de calor inhumano o la destrucción de ecosistemas– nos dejan resignados, y poco más. Y aunque los científicos advierten de que ninguna catástrofe natural debe vincularse directamente con él, los envites de la naturaleza salvaje casi se han cuadruplicado desde 1970. Sólo el año pasado, cerca de 25 millones de personas fueron desplazadas por desastres repentinos, tres veces más que los conflictos y la violencia. Y no son pocos quienes pronostican un drástico aumento. No sólo es ese Caribe nostálgico que permanece a oscuras, acentuando su contraste paradisiaco: Europa ha entrado en una era de fenómenos meteo­rológicos extremos que cuestan muy ­caros. Y aún no reconocemos sus alarmas, ni apenas tenemos conciencia de ello. Richard Hughes, en su novela Huracán en Jamaica (Alba), escribía: “El suelo había sido arrasado por ríos improvisados que mordían profundamente la roja tierra. Sólo se divisaba un ser viviente: una vaca que había perdido los dos cuernos”. La devastación es eso: cuando la naturaleza se desboca, el paisaje se convierte en pulpa y el ser humano en una colección de ­playmobils.
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13 de septiembre de 2017
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Un gran ‘monsieur’

No acabó el bachillerato porque no aspiraba a convertirse “en notario ni en médico”, pero acabó poseyendo una de las bibliotecas privadas más importantes de Francia. Del mismo modo, presidió la Ópera Nacional de París, aunque se hacía él mismo las fotocopias. Amante del arte y la literatura, ajeno a frivolidades, acabó dirigiendo la casa de moda que patronó la modernidad, la misma capaz de reunir a Marguerite Duras, François Mitterrand, Bernard-Henri Lévy, Françoise Sagan, Catherine Deneuve, Paloma Picasso o Loulou de la Falaise. Activista y filántropo de la lucha contra el sida y los derechos de los homosexuales, fue, por encima de todo, un espíritu libre que logró lo que muy pocos hombres con poder pueden permitirse: decir aquello que pensaba. Su muerte, la de un fin de raza, también significa la de una manera de entender la moda, alejada de la especulación y el consumo agonizante.
Humanista y provocador, amaba la controversia. Hacía gala de un espíritu hedonista y a la vez aleonado, muy francés, y eso incluye la perversidad de la inteligencia. Me cuenta Laurence Benaïm, biógrafa de Saint Laurent, que “para Pierre Bergé todo parecía siempre nuevo, y hacía mil cosas a la vez”. Conducir un helicóptero, cultivar su jardín, organizar una gira mundial con Nuréyev, vender las obras de arte que coleccionó con Yves… y, en los últimos años, dedicó toda la energía que le quedaba a fijar la memoria del gran creador. Hace seis meses, y con motivo de la apertura de los dos museos dedicados a Yves Saint Laurent, uno en París, el otro en Marrakech, a dos pasos de los míticos jardines Majorelle (que compraron juntos en 1980), concedió una entrevista a Fashion& Arts Magazine. “Nuestra unión era única –le confesaba al periodista Alberto Espinosa–, estuvimos cincuenta años juntos en lo personal y profesional, aunque hubiera otros… Pero no te voy a negar que el sexo fue uno de nuestros grandes puntos de unión”.
Recuerdo cómo clavaba los ojos cuando te miraba, movía las pupilas con velocidad; imponía hasta que sacaba su côté liberal. Asistí al trigésimo aniversario profesional del couturier en la Bastilla, en 1992, y al cuadragésimo en el Musée d’Arts Décoratifs, donde Bergé conversó con los periodistas junto a Anne Hidalgo. Afirmó que Chanel logró liberar a las mujeres, pero Saint Laurent les dio poder utilizando el vestuario masculino. Ya lo decía Duras: “Las mujeres a las que vistió salieron de los harenes y de los castillos para tomar las calles”. Y eso no hubiera sido posible sin su olfato ni su imperturbable equilibrio. Hasta que los grandes grupos multinacionales se apropiaron de buena parte de las firmas y la moda se convirtió en un negocio global.
Cuando abandonó a Saint Laurent, en los ochenta, dijo que era difícil convivir con un drogadicto. Aun así, siguieron amándose. Nunca estuvo en la sombra, pero supo adoptar esa pose tan griega, la del espectador curioso, aunque conociera de sobra todos los libretos.
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11 de septiembre de 2017
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Golpe de pelo

Cuando una mujer decide cortarse el pelo casi siempre quiere ganar algo, desde comodidad a rigor moral, o liberación. Aunque luego se arrepienta. Actúa en sentido contrario al eterno femenino, a la melena suelta que, según los etólogos, puede asumir un valor expresivo de accesibilidad y en su lugar manifiesta una sensación de control. No es de extrañar que Soraya Saénz de Santamaría haya mudado este verano el peinado y luzca un corte vigoroso que refuerza su potencia energética, o, mejor dicho, su autoridad. Nada que ver con su anterior media melena al viento, suavemente ondulada, de tía normal –que es lo que siempre ha querido aparentar–, la misma que lucía cuando anunció que se haría imprescindible en Catalunya. Han pasado seis meses, y Soraya ahora ha demostrado desprecio a Puigdemont y su patada a la luna, con una solemnidad teatralizada. Compareció sola, como suele ocurrir cada vez que acontece algo grave, marcando distancia y arrugando el labio hacia arriba como tan bien hace la gente de derechas,que parece nacida para pronunciar palabras como: “bochornoso” o “lamentable”.
 
A principios del milenio, una aún veinteañera Saénz de Santamaria, entonces abogada del estado en León, cogió un autobús para Madrid: “Creo que les dio la impresión de que aguantaba bien la presión y por eso me cogieron",contó. Tachada a menudo de no ser más que una tecnócrata, poco proclive a ideologizar mensajes, ​ha sido ​apodada por sus ​ enemigos peleros ​(​que de joven la apodaban “la hormiguita”​)​  "la killer", porque no le tiembla la mano en los pulsos. Ahora, el más conocido de todos los sobrenombres de la mujer con más poder en España es “la vicetodo”, algo rigurosamente cierto. Soraya no parece notar la presión, lo que entronca con la seguridad de quien se corta el pelo en verano, antes de acometer uno de los lances más delicados de su vida: desconectar la desconexión. Pero, ¿acaso el síndrome de Napoleón atañe solo a los varones? Las mujeres de pelo corto y baja estatura siempre han sabido mandar . Mi garganta profunda, a quien llamaremos la Marquesa de Rielis, opina que las de pelo corto son mujeres prácticas, que se ven mal con melena, y añade que Soraya se debía ver demasiado pesada, “porque tiene pelazo, pero le luce tosco”.
 
Estos día hemos padecido una sobredosis revival de otra mujer de pelo corto, Diana de Gales, cuya inseguridad, además de la moda ochentera, le llevaba a creparlo con auténtico desespero. A las inglesas vulnerables, el pelo siempre las ha ayudado a esconderse, lo hacían, con moño, desde Virginia Woolf a la pobre Amy Winehouse, y en cambio no lo necesitaban las excéntricas –y, algunas, pérfidas– hermanas Mitford, a quienes les bastaban sus cuatro ondas sobre los hombros y los hombres.
 
Diana hizo de su pelo toda una declaración de intenciones. Las reinas británicas han peinado voluminosos recogidos con adornos, mientras "la princesa del pueblo" quería ser ella misma, aunque no supiera bien quien era. Cuánto se habló y en cambio qué poco sabíamos de la bulímica Lady Di y su soledad romántica. Siempre pensamos que vivía un affaire con Dodi Al Fayed y al parecer solo se trataba de pasar un buen verano a cuerpo de rey, eso que hacen muchos VIPs que no quieren usar su tarjeta de crédito. Hasta que una medianoche te meten en un coche con un chófer borracho. Sus amigos aseguran que el verdadero amor de Lady Di fue el cirujano paquistaní Hasnat Khan. La historia del mundo está cosida por amantes mudos agarrados a un bisturí. Su nuera, a la que nunca conoció, y su hijo han celebrado de la mejor manera el veinte aniversario de su muerte: con un documental y un embarazo. Kate no se parece a ella. Responde al tipo de mujer que no conoce el Citalopram ni el Orfidal y que se levanta contenta, no en vano fue criada por unos padres que regentaban una empresa de fiestas de cumpleaños con castillos de cupcakes. Pero ahora le rinde su mayor homenaje: las críticas que le han llovido por osar quedar embarazada una tercera vez, rompiendo la traición impuesta por Isabel II hace ya 58 años, la de que sus hijos tuvieran tan solo dos criaturas. No hay nada aparentemente más inocuo y cruel que la palabra “tradición”. Samuel Johnson hizo caber los dos polos en una frase: “las cadenas del hábito son generalmente demasiado débiles para que las sintamos, hasta que se hacen demasiado fuertes para poder romperlas”. Pudiera haber escrito “cortarlas”. 
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11 de septiembre de 2017
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Escena familiar

El mar transparentaba su forro y los azules entreveraban sus cuerpos: turquesa, cian y aguamarina, una secuencia inabarcable de Mediterráneo. Nada malo podía ocurrir en aquella cala, agosto a pecho desnudo, el sol ennegreciendo las pieles y achinando los ojos. Los bañistas disfrutaban de la bandera verde, olvidando igual que el adicto irredento las corrientes más traidoras. Una pareja mayor –aunque atlética– empezó a gritarme alarmada: “¿Aquel niño es suyo?”. Y señalaron hacia una colchoneta que transportaba a un chavalito de tres años mar adentro. El pequeño lloraba desconsolado, ni tan siquiera era capaz de pedir ayuda. Después de socorrerlo, le preguntamos, primero en inglés, dónde estaba su familia. “Allí” dijo en español, señalando con el dedo. En la playa, una tienda de campaña de Decathlon fosforita y de espaldas al mar acogía la escena de una pareja acaramelada. El hombre que lo rescató me dijo que apenas se sorprendieron. Le dieron las gracias como si aquello les ocurriera cada día. Y los que seguíamos dentro del agua nos quedamos con mal cuerpo. Nadie había echado de menos a un niño de tres años.
Al cabo de dos días regresamos a la misma playa. Volvimos a encontrarnos al mismo niño. Vimos al padre. Y la vimos a ella, delgada y fina, con unas tetas de cine, que apenas quería mojarse el pelo. No podíamos dejar de observarlos, hasta que el padre agarró fuertemente del brazo al niño y le habló muy severo. Recogieron las toallas. La mujer de la tetas de cine acarició la barbilla del pequeño, ni tan siquiera un beso. Y se largaron, dejándole con una pandilla infantil. Siempre crees que alguien vigila. Hasta que el chaval estalló en un llanto sentido. Se había dado un golpe. Gritaba: “¡Mami, mami…!”. Una chiquilla de ocho años lo consolaba. Les preguntamos dónde estaban sus padres: “Su papá se ha ido con su novia, dice que luego regresa. Mis padres están en el restaurante”. Pagaban la cuenta en el chiringuito, e ignoraban que el padre de aquel niño se hubiera largado, que anteayer la corriente estuviera a punto de llevárselo e incluso me comentaron que no sabían cómo amonestarle.
No pude dejar de pensar en esa madre que debía extrañar a su pequeño mientras el padre descumplía rigurosamente su custodia. Abandonar es también maltratar. Ni pude dejar de pensar en aquellos que desean un hijo como si fuera un pavo de Cascajares, sin conciencia ni renuncias, demasiado apegados a sus egos y sus logros. Hay un debate de fondo, que molesta por su peso moral: ¿ todos aquellos que deciden ser padres y madres están preparados para serlo? A los padres adoptivos se les exigen requisitos, exámenes psicológicos e informes económicos. Pero ¿y al resto? En este resto incluyo a los maltratadores activos y pasivos.
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6 de septiembre de 2017
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Después de

Agosto se nos escapó de las manos sin misericordia. Hubiera podido ser un tifón quien lo barriera del calendario y le robara su azul felicidad, pero fue una furgoneta. La vimos correr. No queríamos herirnos la sensibilidad, pero la agujereamos con vídeos caseros. El dolor trae consigo un morbo incontinente. Los hechos fueron enviador por WhatsApp sin filtro. Los cuerpos, los quioscos, los cochecitos, las piernas atribuladas, las miradas ciegas al tiempo que iban desbocándose los ­recuerdos: los sándwiches calientes del Viena, los travestis del Cangrejo Loco, el pan recién hecho a la puerta de la Bodega Bohemia, el rock, las jams, el Pinotxo. Íbamos a la Rambla a hacernos mayores: primero al Zurich, después al Boadas. Y a buscar la ­prensa, siempre la prensa, abierta las 24 horas.
El kilómetro cero del sentimiento se instaló en el corazón de la ciudad. Y empezó a escribirse una crónica negra, procedimental, política y emocional del atentado. Abortó agosto con su promesa de desconexión, la tregua consentida. Por primera vez no le pedimos a septiembre que aguante con la piel de agosto, ni que nos dure el moreno. Ansiamos el otoño alfombrado de hojas, cambiar de estación y de luz, como si así fuera más fácil variar el estado de ánimo tras el ataque yihadista que no ocurrió en Estambul ni en Raqa, tampoco en Bagdad, sino en nuestra Rambla, al lado del banco modernista donde a los veinte coqueteabas con un chico y él te decía que llevabas un peinado parecido a la de Mecano mientras tú intentabas averiguar si tenía novia. ¿Quién no guarda un instante robado de la Rambla?
 
Se ha razonado todo: ataque contra la libertad, la diversidad, la demo­cracia, Europa, ofensiva por Al-Ándalus… y se ha hecho de todo: análisis, manifestaciones, consejos, medidas, memes. Eran muchachos que recién se afeitaban y se convirtieron en asesinos silenciosamente. Si hay un método capaz de inocular el fanatismo y la barbarie en la cabeza de esos alumnos ejemplares de Ripoll, integrados, modelos del sistema de inmersión lingüística, deberíamos de conocer su prosa. “El sentido de alerta tiene que servir para que seamos conscientes de la amenaza yihadista, que es absolutamente real, además del riesgo de radicalización entre los más vulnerables”, me asegura Carola García-Calvo, investigadora del programa de Terrorismo Global del Real Instituto Elcano. Más de 50.000 radicales campan por Europa. Apenas sabemos nada de ellos. Pero ya no estamos mentalmente lejos de la yihad. Todos sabían que habría un atentado aunque nadie se lo acabara de creer, como si nos protegiera una falsa inmunidad mientras el terror asolaba otras capitales europeas. No le daremos la espalda a la guerra que nos ha tocado vivir, a unos los hará vigilantes fóbicos, a otros los convertirá en modélicos resilientes, pero unos y otros nunca olvidaremos ese terror que es capaz de hacer saltar por los aires el bendito verano. 
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4 de septiembre de 2017
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El Boomeran(g)
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