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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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‘Banderitis’

Cuelgan de los balcones, no desde hace un día, ni dos, sino semanas, y su presencia es cada vez más totalizadora en la configuración del paisaje. Es como si a la ciudad le hubieran pintado una cara rojigualda o estelada a fin de exaltar una noción que a algunos siempre nos ha inhibido: la patria. Ya lo dijo con exactitud Borges: “El patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones”. Algunos paños llevan su mástil y flamean medio desmayados, deslucidos por la grisalla, mientras que los más grandes cubren balconadas neoclásicas tapando las ventanas por las que, al atardecer, asomaba el resplandor de una lámpara amarillenta como indicio de la vida recogida.
Ahora las banderas cubren lo sustancial para el individuo, y no sólo es una metáfora: los fanáticos de un lado y de otro dimiten de la realidad, igual que los enamorados, que ni comer precisan: sólo el aguijón de su redondo sentimiento les basta como motor vital. La banderitis pospone las urgencias que impactan en la vida de a pie. La enseñanza nunca había estado tan podada de valores: las humanidades, que pueden inspirar aportaciones creativas e innovadoras, han quedado relegadas porque el utilitarismo monetiza el conocimiento. La brecha de la desigualdad que sigue latiendo, los miles de pacientes en lista de espera, el goteo sangrante del maltrato diario a mujeres… eso ocurre a diario y de forma paralela a la venta de banderas. Los fabricantes afirman que la demanda ha crecido cuatro veces. La mayoría las compra en comercios chinos, no precisan refinamiento: por poco más de un euro uno recibe un chute de patria.
Del deporte ha permeado al lenguaje coloquial esa expresión tan gráfica de “sentir los colores”, un hecho objetivamente propio de la sinestesia. Algunos los sienten de tal manera que embisten a la enseña contraria y luchan para que la suya sea la que prevalezca, al estilo del empresario César Cort, que colgó la pasada semana la bandera de España más grande del planeta en la fachada de un edificio a las afueras de la capital: un acto simbólico de 15.000 euros. Hay que recordar de nuevo a Hannah Arendt, que tanto ahondó en nacionalismos e identidades: “Para el hombre dichoso todos los países son su patria”, afirmaba. Es probable que la idea de ciudadano del mundo pertenezca al buenismo, o al escapismo, pero también a la libertad de credo.
Nunca me he hecho un tatuaje, evito colgarme del cuello acreditaciones y pases, es suficiente con mostrarlos. No quiero ser un anuncio andante, exaltar mis creencias de forma que violenten las ajenas, ni tampoco, y con todos los respetos, ondear una bandera para sentirme de este mundo, cuando en verdad el mundo de hoy se ha ido tan lejos.
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18 de octubre de 2017
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¿Hablamos?

Hubo un tiempo en que, cuando nos despertaban por teléfono, intentábamos que no se nos notara el sueño aún agarrado a la garganta.
Insistíamos en aclarar la voz, en asegurar que ya estábamos en pie, acaso para disculpar nuestra somnolencia o para no hacer sentir mal al despertador humano que nos había levantado de la cama. Entonces aún no aparecían los números entrantes en la pantalla del teléfono fijo, y por tanto podía sorprendernos cualquiera, desde nuestro jefe a un ex. Un sentimiento retributivo, y a la vez moral, nos obligaba a coger la llamada en lugar de rechazarla: habíamos recibido una educación fundamentada en la cortesía, y no atender una llamada, además de una desconsideración, podía ser una imprudencia, una dimisión de la comunicación social que nos brindaba el cable.
Hoy, en cambio, ¿por qué nos resulta tan difícil marcar un número que no pertenezca a una aseguradora, a una central de alarmas o a una cita médica? Toleramos con resignación esas llamadas de trámite, a través de un algoritmo que filtra y clasifica a los interlocutores hasta que por fin aparece una voz humana, casi siempre fatigada y lejana. Sabemos que a un robot se le puede molestar a cualquier hora, pero no a los ciudadanos del siglo XXI, acosados por la exigencia de un tiempo que se les escapa por el sumidero, y con una nueva noción de la privacidad. No se les osa llamar sin aviso previo pues ya no sólo se trata de un acto invasivo, sino hasta de mala educación. Nos citamos por WhatsApp e incluso por e-mail: “Estás disponible?”, nos preguntamos, con temor a ser inoportunos. Consideramos que para comunicarse oralmente son necesarias muchas más energías que para colocar un mensaje, sea de texto o de voz, sin necesidad de fricción con el otro. Ello ha provocado que lo real parezca más impostado que lo virtual: dos personas llamándose de forma espontánea en lugar de una cadena de mensajes, que en realidad son mucho más invasivos que esa llamada. Las pantallas actúan de escudo frente a la realidad: no dejamos de mirarlas, pues nos hacen sentir propietarios de un arsenal de herramientas, de imágenes y entretenimientos varios, pero nos desentendemos del mundo de afuera a nuestro antojo. La razón principal, el puente que en su día estableciera Edison para escuchar la voz humana –incluso la que no llegaba nunca como en aquel angustioso monólogo de Cocteau–, se ha transfigurado en una central de datos que a la vez nos aísla y enmudece.
En las redacciones antes se llamaba constantemente por teléfono, y lo siguen haciendo, no siempre con suerte, los mayores de cincuenta años. El resto prefiere comunicarse a través de las redes, con signos y emojis en lugar de palabras y grafías personales. La conversación, entendida como arte sin fin, y como una forma de pensar colectivamente, se ha espesado y desfallecido. Paradójicamente, nunca como ahora, en España, se había invocado tanto la palabra diálogo, olvidando, eso sí, su significado: “Plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”. Un buen diálogo puede llegar a agotar el tema, pero nunca a sus interlocutores.
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16 de octubre de 2017
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Puntas de lanza

Hace casi cincuenta años, Carmen Echave, madre de la popular Rossy de Palma, una mujer dotada de espíritu juliovernesco, le dijo a su hija que se no se preocupara por tener un ojo de cada color: “seguro que, cuando seas mayor, inventan las lentillas de colores”. Y así fue, aunque la artista nunca tuviera que recurrir a ellas pues convirtió su complejo en autodeterminación. Por aquel entonces la sociedad creía firmemente en los milagros del progreso: todo aquello que parecía imposible o se nos hacía ingrato acabaría por ser eliminado. Yo recuerdo que, en aquellas cabinas de depilación del pleistoceno, cuando te hacían llorar de dolor tendida sobre papel de estraza, pensaba que más pronto que tarde se inventaría un método indoloro contra el vello indómito. Y llegó el láser. Entonces imaginábamos también que bastaría con que nos implantaran un microchip para poder hablar chino o ruso. Y que los robots nos limpiarían la casa, y hasta reconocerían nuestra huella dactilar para abrir la puerta.
 
Según donde hubieras nacido, tenías más o menos libertades, pero en aquella época era impensable que los gays se casaran, ni tan siquiera que se besaran por la calle de una forma natural, doméstica, sin aspavientos ni disfraces. Que un perro o un gato pudiera viajar en el metro parecía más propio de las fábulas orwellianas; y, por fortuna, los entonces llamados ‘subnormales’, pasaron a personas con capacidades diferentes -que cada vez se incorporan más al mercado laboral sin ser tratados con esa conmiseración que tanto les limita-  aunque se conserve el viejo término en el diccionario, el cual sigue ilustrando a posteriori el desarrollo de nuestra sociedad. Pensemos por ejemplo en la definición de ‘mujer’: “persona del sexo femenino”. Parecerá sensata a la mayor parte de los lectores, pero hay quien se siente incómodo con ella. Hace unos días, el profesor Ilan Stavans contaba en New York Times que se la mostró a un grupo de estudiantes de entre 18 y 22 años, y casi todos estuvieron inconformes. Propusieron otra: “persona que se identifica con el sexo femenino”. Esgrimieron el binomio sexo-género, atributo biológico y constructo cultural, para concluir que una no nace mujer, sino elige serlo.
 
El  progreso en este siglo XXI no puede dejarse solo en las manos de científicos y economistas, médicos e ingenieros. Su evolución pasa ineludiblemente por el bienestar material, social, moral e intelectual de los ciudadanos Y los retos que se nos plantean (de la consecución de la igualdad plena a la amenaza del cambio climático, pasando por las migraciones masivas o los conflictos motivados por credos religiosos extremos) requieren no solo de términos nuevos, sino  de odiseas cotidianas cuya fe y modernidad son capaces de mover montañas de prejuicios. 
 
Según donde hubieras nacido, tenías más o menos libertades, pero en aquella época era impensable que los gais se casaran, ni tan siquiera que se besaran por la calle de una forma natural, doméstica, sin aspavientos ni disfraces. Que un perro o un gato pudiera viajar en el metro parecía más propio de las fábulas orwe­llianas; y, por fortuna, los entonces llamados “subnormales” pasaron a personas con capacidades diferentes –que cada vez se incorporan más al mercado laboral sin ser tratados con esa conmiseración que tanto les limita– aunque se conserve el viejo término en el diccionario, que sigue ilustrando a posteriori el desarrollo de nuestra sociedad. Pensemos por ejemplo en la definición de mujer: “persona del sexo femenino”. Parecerá sensata a la mayor parte de los lectores, pero hay quien se siente incómodo con ella. Hace unos días se la mostré a un grupo de estudiantes de entre 18 y 22 años y casi todos estuvieron inconformes. Propusieron otra: “persona que se identifica con el sexo femenino”. Esgrimieron el binomio sexo-género, atributo biológico y constructo cultural, para ­concluir que una no nace mujer, sino que elige serlo.
El progreso en este siglo XXI no puede dejarse sólo en las manos de científicos y economistas, médicos e ingenieros. Su evolución pasa ineludiblemente por el bienestar material, social, moral e intelectual de los ciudadanos. Y los retos que se nos plantean (de la consecución de la igualdad plena a la amenaza del cambio climático, pasando por las migraciones masivas o los conflictos motivados por credos religiosos extremos) requieren no sólo términos nuevos, sino odiseas cotidianas cuya fe y modernidad son capaces de mover montañas de pre­juicios.
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11 de octubre de 2017
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La tercera jornada laboral

uando estaba en plena campaña y todos la dábamos por ganadora, recuerdo que Carme Chacón me alertó de los obstáculos de Hillary Clinton: “Demasiado bótox. Nadie se cree su sonrisa, tan artificial. Eso juega en su contra, aparte de estar sobrepreparada”. En verdad, el gesto concienzudo de la candidata a la presidencia con mayor pasado político se había conver­tido en una mueca congelada, mientras su excelencia curricular la lastraba: ya se sabe que las políticas sabiondas nunca han gustado. En cambio, entre los hombres, ni másters ni referencias abruman, te apellides Macron o ­Trudeau.
El caso es que ahora Hillary Clinton, en su libro What happened (Simon & Schuster), ha reconocido que entonces le cayó encima un equipo de asesores de imagen empeñados en sacar su mejor rostro. Un total de 600 horas –el equivalente a 25 días– se entregó Clinton al contrachapado durante aquella campaña. Y hoy lo lamenta. El tan esgrimido argumento freudiano de la envidia del pene se concreta hoy en la facilidad que los varones tienen a la hora de mostrarse en la escena pública. A Clinton no le sirvió de nada su sacrificio. Leía, escribía o llamaba por teléfono mientras le hacían las mechas o le tapaban las ojeras, porque el día en que no iba maquillada saltaban las alarmas: mala cara, enfermedad, decrepitud. Hace unos días confesaba a Paris Match que, cuando perdió, contra su propio pronóstico, tuvo que dar varios paseos por el bosque y hacer mucho yoga para recuperarse del shock: ella se había preparado, vestido y peinado para ganar, pero todo falló. Imagino que fue entonces cuando empezó a contar mentalmente las horas que pasó secuestrada en nombre de lo que Naomi Wolf definió a comienzos de los noventa como la tercera jornada laboral.
De jóvenes, a menudo pensamos que la coquetería es una forma de estar del lado de la luz, mientras que en la madurez importan más las sombras. Intentamos simplificar aquellos rituales de tocador, economizando tiempo y dinero, sabedoras de que el mundo seguirá siendo igual de imprevisiblemente errático por mucho que te pintes los labios de rojo. Hoy se insiste en un oxímoron ampliamente aceptado: maquillaje natural. “Buena cara”, dicen los profesionales, aunque siempre vayan más allá y acaben teatralizando tus párpados. Las mujeres que no suelen maquillarse, como Ada Colau, desafían al estrecho corsé de la representación femenina. No obstante, cuando en un plató de televisión les matizan los brillos y les elevan las pestañas, entran con mayor armonía no sólo en el guión, sino también en el imaginario universal, que nada tiene que ver con las tendencias de moda, ni por supuesto con la originalidad –siempre reñida con el poder–, sino con el dictado de una corrección que sigue cuestionando a aquellas mujeres públicas que se atreven a transgredirla.
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9 de octubre de 2017
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De la cárcel a la pasarela

El punto de vista es la madre del cordero. Lo que define la mirada, de cerca o de lejos, esquinada o frontal, envenenada o buenista. Los entresijos del procés están siendo contados con tanta divergencia que ya nadie cree del todo lo que sucede. Lo dejó bien dicho Ortega y Gasset: “hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el panorama”. Con una prima que vive en la capital evocamos aquellos días en que quedábamos tan bien siendo catalanas en Madrid, aunque siempre se nos ubicara en el puente aéreo. Muchos madrileños continúan creyendo que vivo en Barcelona, cuando hace veinte años que cruzo a diario la M-30. Sin embargo los catalanes saben muy bien dónde moramos. Mi prima barrunta: “Pronto nos van a tratar aquí como a apestadas. Caeremos mal en la ciudad abierta”.
Me dirijo a una cárcel de mujeres, al Módulo 1 de Alcalá-Meco, a chupar realidad a fin de sanear el punto de vista. Huele a desinfectante; un intenso olor a nada. Me invita el diseñador Manuel Fernández –fundador del Fashion Art Institut; él diseña trajes y pintores de todo el mundo, de Manolo Valdés a Rafael Canogar o Juan Genovés, pintan las telas–, que acaba de impartir un taller junto a la Fundación Recicla Futuro, dedicada promover a la reinserción social y laboral. La moda es tan ubicua que se cuela en todas partes, incluso entre rejas, entre mujeres que cruzaron la línea roja cargando kilos de droga en un doble forro del equipaje. Una colombiana llora. “Me ha dado el bajón: me quedan tres meses para salir, después de diez años…”. Todas se adaptan, aprenden a hacer pan. Las que saben coser, hacen trajes que ríete de Galliano, gracias al buen hacer de Fernández y a la ropa donada por un buen grupo de famosas: Cayetana Guillén Cuervo, Amaia Salamanca, Pastora Vega, Loles León… Les preguntó a qué le tienen miedo: “a los partes, a que te nieguen el permiso, y sobre todo a la palabra expulsión. Todas queremos quedarnos en España”, me responde una chica de veintipocos que se ha hecho mayor muy rápido. “Nosotras somos gitanas. A los once años ya no íbamos al colegio; yo no sé hacer nada. Robaba, pero solo a los turistas. Nunca me pillaron hasta que un día vieron mi cara en un vídeo”, me cuenta Nadia, que tiene dos hijos pequeños esperándola en casa. Habitan un “pabellón de respeto” –así le llaman–, también los hay de semi-respeto, y luego están los problemáticos. Todas visten pantalones y deportivas, aquí no hay lugar para los vestidos. Forman parte de la población reclusa, que vive la realidad desde un punto de vista bien limitado. Los trajes ideados por Manuel Fernández, en colaboración del sombrerero sevillano Tolentino, exfolian la imaginación: bolsos que se trasforman en tocados, faldas convertidas en chalecos o pantalones con colas cosidas para auténticas princesas del asfalto. Al salir de Alcalá-Meco, la tarde cae despacio y calculo el espacio mental que dista entre una cárcel y una pasarela.
En París, esta semana se dio por clausurada la temporada de desfiles. El lujo cabalgó de nuevo en el Louvre o la Place Vendôme, ajeno a los problemas del mundo. Su punto de vista es indulgente y a la vez ambicioso, experiencial, un efímero pasaporte a la exclusividad. Louis Vuitton inauguró un auténtico bazar de exquisiteces, con la estatua del rey sol replicada al estilo de un becerro de oro. El desfile de Chanel se sucedió entre cascadas de agua instaladas dentro del Grand Palais. Un tropicalismo impostado, las modelos desfilando por un puente de madera y el equipo de Lagerfeld decidido a capturar la ilusión del paraíso durante media hora. El montaje, según el <em>New York Times</em>, costó cuatro millones de euros Al terminar la colección de tweeds cubiertos de plexiglás, entré a curiosear en el backstage donde habilitaron un saloncito con butacas para que Karl saludara a sus invitados más célebres. El káiser de la moda entra cada temporada en Rolls-Royce dentro del palacio, a las ocho de la mañana. Cindy Crawford –que ahora va de madre de artista, junto a su hija Kaia Gerber– e Ines de la Fressange eran las más jóvenes del grupo. Karl hablaba de su amiga Madame Macron, tan juvenil como él, siempre vestida con cremalleras y faldas cortas. Al saludarlo, exclamó: “Oh là, là, les élections en Catalogne!” agitando las manos igual que un director de orquesta. Diego Della Valle, el mandamás de Tod’s, por el contrario, me aseguró: “La Spagna è un grande paese. Brava Spagna!”. El punto de vista no solo crea el panorama, también lo exalta.
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7 de octubre de 2017
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Quijotadas

Don Quijote ha sido más querido por su locura que por la propia batalla contra los gigantes. El hecho de recobrar la cordura antes de morir resulta una celebración de la sensatez, aunque también representa una condenada pesadumbre, pues el desvarío quijotesco lograba sacudirse el polvo de la derrota y revertirla. Quijo­tismo significa en verdad reunir valor para luchar por causas perdidas –pero necesarias– sin darle importancia a lo que piensen los demás, e incluso al resultado de tal combate. Consiste asimismo en interrogarse acerca de lo que verda­deramente significa el sentido común y si este aporta siempre la respuesta correcta. “Cervantes detalló una vida que celebra la resistencia fútil a un mundo corrupto. El Quijote luchaba contra gigantes porque no podía dejar de hacerlo sin que le remordiera la conciencia”, afirmaba a este respecto Mariana Alessandri en The New York Times.
“Lo de Catalunya ha sido una quijotada”, escucho en la calle. Y pienso en la perversión del término, y en la extensión de su uso peyorativo. Como Simon Leys denunciaba en su iluminador Breviario de saberes inútiles (Acantilado), hoy se tilda de quijote a quien resulta “irremediablemente ingenuo e idealista”, “ridículamente carente de sentido práctico” y está de antemano “condenado al fracaso”. Nada de valientes y corajudos, los modernos quijotes son más bien dementes, irresponsables, y, en el mejor de los casos, gente que pisa el acelerador a contracorriente.
No vivimos tiempos en los que se abracen causas perdidas. Todo lo que se toca es para ganar o prosperar. En las zonas bien de Madrid lucen banderas españolas en los balcones. Con sus vecinos resulta imposible hablar de la cuestión catalana: repiten a pies juntillas el discurso del PP, dentro del cual no anida ninguna solución. Entre los socialdemócratas, artistas y colegas, todos coinciden en una palabra para expresar lo que sienten: tristeza. Dicen querer y admirar a Catalunya. En realidad se refieren a Barcelona y a la Costa Brava, poco más; desconocen la Catalunya interior, la vida en tierras de secano, con los depósitos de agua congelados en invierno. También que la brecha de ninis rurales, que clonan el patrón de los jóvenes de las ciudades dormitorio catalanas, donde el desarraigo ha calado en la identidad y en la autoestima, es cada vez más grande.
Hubo muchos quijotes que salieron a la calle el día del referéndum acuciados por un deber moral, el de actuar según les dictaban sus ideales. Y tan cierto es que la legalidad constitucional enmarca la convivencia democrática –aunque debiera ponerse al día tras casi cuarenta años de servicio–, como que quienes únicamente se parapetan en ese discurso inmovilista pretende inútilmente convertir a los quijotes catalanes en meros Sanchos Panza.
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5 de octubre de 2017
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En presente continuo

Hoy es el día después. El clima interior está objetivamente más despejado que el de cualquier otro lunes. Excede en complejidad al sentimiento victorioso de una final Madrid-Barça y no arrastra el punitivo componente moral de la resaca, aunque en la cabeza aniden multitud de voces aún por escuchar, igual que les ocurre a los novios cuando se despiertan de su noche de bodas. Un hombre me contó que el día después de ganar la lotería, habiendo dormido la euforia y el alcohol, se despertó con una inexplicable tristeza; no podía dejar de llorar. Hay días después de distintas naturalezas. Se desea algo con tal ahínco y tanta convicción que, tras lograrlo, uno se desinfla. Se trata del vacío de la conquista, ese péndulo existencial que dibujó el filósofo, entre el deseo y el tedio. Un aflojamiento de músculos, un cansancio en las sienes. Muchos ciudadanos, independentistas y no independentistas, han estado dirigidos largos meses por el vigoroso poder de las expectativas, con una entrega vital como si este fuera el partido de sus vidas. Ya en los años sesenta, los pioneros Robert Rosenthal y Leonore Jacobson estudiaron las denominadas “profecías autocumplidas”, para concluir que expectativas y resultados se correlacionan de forma directamente proporcional: cuanto mayor es nuestra confianza en alcanzar un importante resultado, mayores son las probabilidades de conseguirlo.
Durante los días previos, he recibido numerosos mensajes en el teléfono explicando detalladamente cómo reaccionar ante una hipotética detención e incluso qué había que hacer si te cogían los datos, lo importante que era no declarar; y concluían en mayúsculas: “Sobre todo, no violencia, siempre pasivos”. Mientras escribo estas lí­neas, viernes por la tarde, los estudiantes enarbolan estelades en Barcelona y agitan un espíritu que amplifica el derecho a decidir. “Parece un Mayo del 68 hipster”, me dice un amigo. Y como entonces, no son pocos quienes con­tienen el aliento. En estas ocasiones nunca se sabe de qué lado de la red caerá la euforia, hasta que lo hace.
La causa catalana empieza a ser vista desde diferentes lugares del mundo como la paradoja del horizonte, que puede tener montañas o no, pero cuyo anhelo se ha corporizado y es ya imparable el deseo de alcanzarlo. Fue el filósofo francés Jules de Gaultier quien acuñó el término bovarismo, que recogen todos los manuales de psicología. Hace referencia al personaje central de la Madame Bovary flaubertiana, convertido en el estereotipo de la insatisfacción, pero supera el anhelo de Emma, ampliándolo a todas las ilusiones que los individuos –o los pueblos– se forjan sobre ellos mismos y luchan por satisfacer. El propio Flaubert nos advirtió de que el presente suele es­capársenos porque “el futuro nos ­tortura y el pasado nos encadena”. No es el caso de hoy, día de presente ­continuo.
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2 de octubre de 2017
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Las viejas maneras de ser nuevo

“El estilo es el hombre. Mejor dicho, el estilo es la manera como un hombre se toma a sí mismo; y, para ser mínimamente encantador, o incluso soportable, la manera está rígidamente prescrita. Si es con seriedad exterior, tiene que ser con humor interior, si es con humor exterior tiene que ser seriedad interior. Ninguna de las dos servirá si la otra la subyace”. Qué sabias palabras las del poeta Robert Frost en su definición de estilo, que más allá de la impronta personal, pueden aplicarse  a la moda y a la política, aunque la primera se tome mucho menos en serio que la segunda. No a sí misma, ya que se glorifica continuamente y genera riqueza y espectáculo. Es su cíclica temporalidad, su rotación permanente, lo que la hace deseable y a la vez voluble: lo que se pone de moda, pasa de moda.
 
En las semanas de la moda de Milán y París, los creadores han buscado tanto la ocurrencia como la supervivencia. Su misión consiste en huir de la seriedad absoluta, no caer en la frivolidad insípida, contar algo en la carpeta de prensa intelectualizando el mensaje sin hacer el ridículo y vender no solo unas cuantas prendas sino una lección de estilo. Porque del éxito de su colección depende que crezcan los réditos de sus franquiciados, desde perfumes a gafas o edredones. “Dolce&Gabana locos por los millennials” titulaba Suzy Menkes, cronista de moda de Vogue internacional. Esa es la nueva leyenda: se dice que ahora a la pareja, y en especial a Stefano, solo le hacen gracia los influencers, y que invierten más en ellos que en la prensa de moda tradicional. Menkes citó en más de una ocasión <em>Alicia en el País de las maravillas</em> a modo de referente de este y otros shows, y es que la infantilización del mundo es otro de los escapismos que subyacen en el subconsciente de los creadores. O tal vez se deba a que quieren vender bien en Asia. “Como arqueólogas que rebuscan en un arcón objetos que traen historias”, así definió Menkes a las mujeres de Francesco Risso para Marni. Chanel llamaba poesía costurera a este tipo de relatos y se los encargaba a Jean Cocteau, a quien le costeaba las rehabilitaciones narcóticas.
 
En la tercera jornada de la pasarela milanesa, se vivió “el” momento. Empezó a sonar “Freedom” de George Michael y se abrió una cortina: Claudia Schiffer, Naomi Campbell, Carla Bruni, Helena Christensen y Cindy Crawford posaban desafiantes, como estatuas, vestidas de Versace. No estamos en 1991, sino en 2017, así que en el desfile también participó Kaia Gerber, hija de Crawford. El público se levantó y algunos se acercaban a la pasarela para tocarlas y enloquecer pues ellas que tanto se han dejado fotografiar y, en cambio, tan poco han hablado, siguen siendo las diosas de este Olimpo. Los guardias de seguridad irrumpieron y se las llevaron de vuelta al <em>backstage</em>. Se trataba de un homenaje al creador fallecido hace veinte años, y ello justificaba la revisión que la firma italiana ha hecho de sus grandes hitos. En eso consiste en lujo hoy: apostar por los <em>best sellers</em> –o iconos, como prefieren denominarlos las marcas en cuanto cumplen una década– resulta la forma más segura de mantener el negocio a flote mientras se repiensa la estrategia a medio plazo. Gianni fue el primer creador de lujo que renunció a que la moda fuera un microclima elitista. Abrió las puertas a millonarias rusas y árabes a quien nadie quería vestir, y las cubrió de ánforas grecorromanas. Y coronó a las <em>top models</em>, esas mujeres que ya han cumplido los cincuenta y siguen conservando el misterio de la belleza. Que se lo pregunten sino al “feminista” Briatore, que bien las conoce, y que ha declaró a Vanity Fair que “una mujer que no trabaja está dando por saco día y noche”  
 
“La vieja manera de ser nuevo ya no servía”, también escribió Frost, y se interrogaba acerca de las nuevas formas de ser nuevo. Un desfile internacional es hoy una demostración de poder y novedad. Chanel customizará una vez más el Grand Palais, Louis Vuitton tomará de nuevo el Louvre el próximo miércoles. Y la firma Yves Saint Laurent –coincidiendo con la apertura de su primer Museo en el número 5 de la Avenue Marceau, donde Saint Laurent y Bergé fundaron la firma– eligió una explanada frente a la Torre Eiffel, que se iluminaba marcando el ritmo de la colección. En verdad la ropa, toda pensada para mujeres que viven la noche, importaba menos que el monumental escenario, el corazón del París del primer ministro mejor maquillado de la historia. Después de Napoleón. 
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1 de octubre de 2017
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Comer paisaje

La falsa ejemplaridad se exhibe pesante, igual que una cortina de terciopelo, escondiendo las humedades de la pared, al tiempo que la mentira social se utiliza para enmarcar la cara A de valores como éxito o liderazgo, y para borrar su cara B: fracaso y defenestración. Entre los famosos se ha puesto de moda afirmar que uno se cuida mucho, que come sano, hace yoga, duerme ocho horas y de vez en cuando ayuna. Lo repiten hasta la incredulidad en las revistas del corazón: su belleza y su triunfo se deben a lo bien que se alimentan y a que bailan zumba. Nunca confiesan debilidades, aunque en España –y en el mundo entero– crezca al galope el uso de antidepresivos para que sus consumidores puedan levantarse de la cama. Hijos de los noventa que somos, conocimos de cerca la inflación de los malos hábitos y de sus estragos, y fuimos testigos del exceso, entendido como una manifestación del impulso de muerte, que según Freud es el principio fundamental de todos los demás impulsos. Hoy, en cambio, asistimos al triunfo de lo mal llamado orgánico (que tan sólo significa que está compuesto de carbono y, por tanto, vivo), de la glorificación de lo verde hasta el aburrimiento, y recuerdo aquella frase de la ocurrente Nati Mistral: “Yo no como paisaje”.
No es de extrañar que mujeres célebres como Arianna Huffington o Gwyneth Paltrow cambiaran de tercio con pasmosa naturalidad. La creadora de The Huffington Post dejó atrás su vida de superjefa disruptiva y dedica su tiempo a promocionar el buen dormir y a prac- ticar una higiene del sueño. Y la actriz, que cada vez se prodiga menos en la gran pantalla, ejerce como una gurú
del wellness tan controvertida como próspera.
Aceptemos que todo el mundo tiene una forma de consumir la ansiedad; unos a base de Trankimazin y otros de cúrcuma y jengibre. Hay gente que malcome y bebe cuando nadie les ve, ni ellos mismos son capaces de captar la imagen de su abandono, y en cambio es cuando más libremente cabalgan sobre ese impulso de muerte que cada uno maneja de la forma que puede. Ahí están los nuevos jinetes del asfalto, esos corredores insumisos que luchan contra el colesterol, la grasa y, sobre todo, la ansiedad. Yo me cruzo con varios de ellos cada mañana: avanzan desmadejados, con la mirada perdida y una respiración húmeda, a punto de llegar a la meta de sí mismos.
En esta anhelada burbuja de oxígeno puro, la salud se ha convertido en un horizonte inalcanzable. En ninguna otra época habíamos apreciado un cuidado tan obsesivo de uno mismo. Porque es cierto que la persona gramatical se ha desplazado: primero tú, luego los otros. Y la ideología del bienestar lo admite como políticamente correcto.
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27 de septiembre de 2017
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Mi tía, la abadesa

Mi madre aún recuerda al detalle el revuelo que se armó cuando su prima Anna María dijo que se metía a monja. Había estudiado Filosofía y Letras y tenía veintidós años. Hizo el noviciado con las dominicas de Reus pero, al cabo de un tiempo, le comunicó a su superiora que se sentía llamada a una vida de plegaria y de silencio. La probaron, creían que con su energía y su desparpajo no aguantaría. Anna María Camprubí ingresó en el monasterio de Santa Maria de Vallbona a los 29: su vida de clausura se resumiría en labor y oración. De pequeños, nos intrigaba saber si sólo se podía hablar con ella a través de una reja. Sólo la veíamos en los entierros; cantaba los salmos con un recogimiento que nos dejaba conmovidos. Ya ha cumplido los 75. Cada noche, a las ocho y media, cierra las puertas de madera del monasterio del que, desde hace 17 años, es la abadesa.
El pasado lunes saltó la noticia de que el monasterio de Vallbona cedía una sala del convento para votar el 1-O. La vimos por la tele y la escuchamos por la radio. Hablaba con rotundidad a los medios: “La libertad está dentro de cada persona”, “nos debemos a la tierra, el pueblo tiene que poder decidir su futuro”, “no tengo miedo, ni yo ni la comunidad”. La naturalidad con la que trataba el asunto parecía tan firme como su fe. Frente a la cámara hacía silencio y ponía caras de estupefacción, igual que mi abuelo, por la prohibición del referéndum. La llamé al monasterio en el horario permitido. Escuché como la avisaban por megafonía, oí los pasos, recordé el hábito austero. “No vivimos de espaldas al mundo: estamos en el mundo, pero no somos del mundo”, me dijo la tieta monja, y añadió: “El monasterio tiene que estar arraigado a la tierra, a Catalunya, es así desde hace 850 años”. También me contó que, de noche, los vecinos vieron una pareja de la Guardia Civil paseando alrededor del monasterio.
Desde entonces, han recibido centenares de correos: “Todo han sido felicitaciones excepto dos llamadas de teléfono que nos han puesto a caldo. Una de una señora de Barcelona: la atendió otra monja y la dejó turulata. La otra fue de un señor de Tarragona, muy enfadado”. Se presentó como católico, apostólico y romano, a lo que la priora le respondió que ya coincidían en algo. Después le dijo que Carme Forcadell tenía cara de demonio, a lo que ella contestó que demonios sólo conoce los de los Pastorets. “Y hasta me aconsejó que me preparara, porque seríamos las primeras en ir a la guillotina”. Le pregunté cómo se quedó al colgar: “Igual que antes, él tiene derecho a expresar lo que siente, pobre xicot, si le ha hecho sufrir tanto esto…”. Antes de despe­dirnos quiso saber qué tal en Madrid. Comentamos el nivel de enconamiento, y mi tía admitió que el asunto ya se lo han encomendado a Dios hace tiempo, que rezan por él cada día, incluso en la plegaria libre, en el huerto, en una tierra firme arrasada por el fuego del verano.
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25 de septiembre de 2017
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El Boomeran(g)
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