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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Chacón y las estrellas

Le llegó un homenaje de altura y premio póstumo a Carme Chacón el pasado 8 de marzo. El día en que la justicia social se entonó a coro y sin gallos. El día en que las mujeres dijeron “basta”, y sus historias, una infinita secuencia de pasos cortos y largos, de pasos hacia delante y hacia atrás, emergieron de debajo de la alfombra, de los armarios trasteros y de los archivos. Sus relatos rompieron un silencio viejo y acostumbrado, reventaron las cremalleras de una sociedad democrática y moderna –alardeamos–, aunque apoltronada en la contradicción de seguir relegando a las mujeres a personal de segunda.
Chacón siempre supo que crecer es saber nombrar, hallar no solo la palabra exacta sino la fe necesaria para cambiar las cosas. La movieron sus valores, que servía con la misma sinceridad con la que preparaba sus cenas: era un as abriendo latas de conserva y descorchando cava. De extracción popular, luego luchadora, fue ejemplo máximo de igualdad real. Mandó sobre hombres demostrando su capacidad de liderazgo, y bien sabemos cómo torpedearon sus pasos por ser mujer: ¿o es que no se escribieron folios rabiosos a propósito de su marido y sus amigos, de su embarazo, su smoking, sus bolsos o su juventud?
Su paso por la vida le mereció una necrológica de media página en The New York Times –un hecho extraordinario tratándose de políticos españoles–. Fue ella quien actualizó las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas preconstitucionales en 2009, e introdujo el respeto al derecho internacional humanitario y la igualdad entre hombres y mujeres. Su imagen pasando revista embarazada a las tropas es un icono visual de la democracia española, portada del X Volumen de Historia de España, dirigida por Fontana y Villares.
Fue en el barrio de Justicia, en el exclusivo Club Financiero Génova, –y no en el Congreso, donde no ha habido ningún homenaje por parte de su propio partido– donde la ex ministra socialista recibió el tributo de una institución privada, el Colegio de Procuradores, y los miembros de la más alta judicatura. Madrid era una pátina de grises, y en la terraza del 14 piso la bruma encapotaba el ánimo. Las paredes del club fino, fundado por Garrigues Walker, se llenaron de palabras y gestos de Chacón. Se leyeron las palabras de Zapatero: “Fue uno de los mayores testimonios de la igualdad efectiva, a menudo desafiando las condiciones de su salud, luchando hasta el límite de sus fuerzas”. “El premio pasa a ser apremio de recordar, de mantener y comunicar su modelo de conducta lleno de valores”, afirmó Rafael Mateu de Ros, socio fundador de Ramón y Cajal Abogados, e impulsor del acto. “Si hay un modelo de mujer libre y valiente, es ella”, dijo María Teresa Fernández de la Vega. Y hasta “yo la hubiera votado cuando se presentó como candidata a Secretaria General si hubiera sido del PSOE”, en la boca de Alicia Sánchez-Camacho. Incluso quienes la conocíamos de cerca ignorábamos que hubiera tocado tantas estrellas.
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12 de marzo de 2018
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Todos los días, el día

Han transcurrido muchos ochos de marzo, igual que unos de mayo o veintitreses de abril, en que el peso de lo cotidiano acaba tragándose el culto a la fecha. Soy reacia a las jornadas temáticas, las que exaltan un asunto cuya importancia tendría que hervir todo el año. “El 8 de marzo es como un Sant Jordi pero en femenino”, me dice mi colega Celeste López, ducha en el tema. Tiene razón, para unos es una especie de orgullo femenino, mientras otros lo ven igual que una rutina establecida: se refrescan las cifras, se deplora la brecha salarial, se emiten documentales sobre la evolución de la mujer desde la ley de 1975, cuando nuestros derechos eran equiparados a menores de edad, enfermos mentales “y sordomudos”. Éramos niñas cuando los médicos por fin pudieron recetar la píldora a nuestras madres, Avon llamaba a su puerta y los bancos las animaban a abrir una cuenta corriente mediante spots inauditos. Generaciones de pioneras que sintieron el pellizco de la libertad, y nos la transmitieron: la importancia de tener un talonario propio y una firma válida.
Cinco meses después de la explosión del MeToo y del Time’s Up –movimientos extendidos por las actrices de Hollywood, que han ejercido de punta de lanza, más abrazadas al pragmatismo que al puritanismo– la mecha ha prendido imparable y la jornada de mañana se plantea globalmente como una demostración de fuerza que no pide, sino exige, acelerar la igualdad real. Nunca se había sentido tanta empatía con el feminismo, cada vez más desposeído de leyendas y demonios alimentados por la ignorancia de quienes creen que a las mujeres nos mueve el revanchismo y el deseo de humillación masculina.
Cuando era una joven periodista confiada, algún jefe me llego a decir que no le tocara los huevos. Nunca callé: “No temas, es lo último que haría”, replicaba. He vivido algunas escenas desagradables, llamadas obscenas, sin embargo mentiría si confesara que me marcaron. “Pobres patanes”, pensaba, lejos de lloriquear, meditando sobre las mujeres valiosas que iban quedándose petrificadas en las mesas de redacción, mientras becarios menos dotados que ellas se convertían en sus jefes. Mañana se han convocado huelgas y parones mientras las redes denuncian el analfabetismo sexual –hombres que no saben separar cabeza de cuerpo– y los macro y micro machismos a los que nos hemos habituado. Muchas trabajadoras no pueden permitirse un día sin sueldo, pero aún y así limpiadoras, políticas, enfermeras, periodistas, científicas, educadoras o cajeras pretenden dejar el mundo en pause para que la igualdad no se siga posponiendo con la habitual desidia. Y a mí me hace recordar los créditos de las películas de mi juventud: cuando no salían nombres femeninos, apagaba la tele pues aquello era garantía segura de aburrimiento.
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7 de marzo de 2018
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Manadas de elefantes

Siempre hemos convivido con elefantes metidos en la habitación, mirándonos más asustados que nosotros a ellos, simplemente porque ni los vemos. Y, así, no nos resulta extraña esa expresión anglosajona que se utiliza como metáfora de aquello que existe pero hacemos ver que no, sobrevolando el tema, a pesar de su importancia, enorme igual que un paquidermo. Por la razón que sea, nadie está dispuesto a tratarlo. Kevin Simler y Robin Hanson, escritor y doctor en Ciencias Sociales por Caltech, respectivamente, acaban de publicar The elephant in the brain (Oxford University Press), en el que relacionan decisivamente dicha circunstancia con uno de los hechos más importantes –y obvios– en torno a la mente humana: que somos maestros del autoengaño, equipados con un “punto ciego introspectivo” que oculta nuestros motivos más profundos y egoístas, incluso cuando idénticos intereses nos resultan fáciles de detectar en otros. El autofingimiento se apodera de las relaciones sociales hasta el extremo de construirlas. El jarro de verdad parece demasiado frío para uno mismo.
Simler y Hanson detallan esta adaptación evolutiva que hace que nuestro cerebro nos proteja, haciéndonos creer mucho mejores –y desinteresados–, al tiempo que oscurece el miserable egoísmo que domina nuestro comportamiento. De ahí que, en una sociedad huérfana de mitos y dioses, mercantilizada hasta el aburrimiento y clonada con los mismos cafés, tiendas, y ahora bares de cereales, en casi cualquier ciudad del planeta, acoja un ideal y bracee por hallarle un alto sentido a la vida, más allá de lo raro y lo bello que resulta vivirla.
En la actualidad, manadas de elefantes continúan conviviendo a diario con nosotros. Ahí están el abismo de la desigualdad, el galopante acoso escolar, el preocupante despertar de la heroína o el éxodo masivo de jóvenes científicos que aquí son ignorados. Hay auténticas fieras, incluso, que tampoco vemos. Con los juicios de las tramas de corrupción política, hemos atisbado la manera en que se juegan los cuartos los gerifaltes: cómo compa­drean y qué trampas urden desde una doble moral, la misma que les hace perdonarse inmediatamente: por un lado roban, por otro se sacrifican por su país con un sueldo ridículo. Esa es la ley, no de la selva, sino del poder, que se ha parasitado en nuestra democracia. La de los fondos reservados, el 3%, las tarjetas black, la financiación ilegal y la contabilidad B. Que el poder corrompe es un hecho aceptado de facto. Acaso su ejercicio agrande aún más ese punto ciego que estudian los científicos, y que produce espejismos, enmascarando la verdad por aniquiladora que sea. Siempre fuimos advertidos del peligro que supone creerse las propias mentiras, pero cabría preguntarse por qué Simler y Hanson –o Lakoff en su día– se empeñan con los elefantes, y no escogen jirafas o pavos reales para embellecer nuestras miserias.
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5 de marzo de 2018
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No sólo es testosterona

Nikolas Jesús Cruz, 19 años, 17 muertos en Parkland; Adam Lanza, 20 años, 28 muertos (20 de ellos niños) en Newtown; Eric Harris y Dylan Klebold, de 18 y 17, 13 muertos en Columbine. Y, en España, muy recientemente, dos niños de 14 años detenidos por matar a un matrimonio tranquilo en su casa de Bilbao, y una pandilla de entre 12 y 14 investigados por violar a un compañero de 9. Todos varones. Mataron, torturaron y violaron en la edad en que, según la biología, se alcanza el pico más alto de testosterona, conocida popularmente como la hormona de la agresividad. O de la masculinidad. “En la medida en que la violencia es un problema de hombres jóvenes, no casados o rebeldes que compiten por la dominación, sea directamente o en nombre de un jefe, en realidad el problema es que el mundo hay un exceso de testosterona” escribe Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro (Paidós). Ayer, en La Vanguardia se publicaba este titular: “La violencia machista en menores se triplica en 10 años”. Tal vez no sea nuestro oficio preguntarnos por qué –por mucho que nos corroa–, pero sí es obligación nuestra averiguar cómo. De qué manera se tolera la agresión al otro como parte del juego, sin discriminar entre los videojuegos y la realidad. Cómo se pasa del miedo infantil a la oscuridad, al placer de la dominación.
Pinker lidera la teoría del progresivo declive de la violencia en la edad moderna apelando a las fuerzas luminosas de la razón, la ciencia y el progreso. Afirma que “los hombres, con mucho, son el sexo más violento”, y demuestra que a lo largo de la historia, el reconocimiento de los derechos de las mujeres y la oposición a la guerra van de la mano. Hasta evoca la Lisístrata de Aristófanes, cuando las mujeres atenienses hacen una huelga de sexo para que sus maridos pongan fin a la guerra del Peloponeso. Generaciones de hombres pacíficos han demostrado que la violencia es sólo una de las herramientas de relación social, de ningún modo inevitable. Pero, a pesar de la pretendida domesticación de la agresividad y de la educación en valores, ¿qué está ocurriendo para que se exacerbe la barbarie entre jóvenes, y no sólo norteamericanos y armados? ¿No debería ser adaptado el modelo educativo al nuevo escenario, incrementando su impronta humanista?
Hace pocos días escuché al presidente del Gobierno, a propósito del debate del modelo de inmersión lingüística, sobrevolando el asunto. Declaró que la revolución digital es “la verdadera política de educación hoy”. Sin ninguna duda. El iPad, y no el Prozac, ha acabado sustituyendo a Platón, al tiempo que los adolescentes del siglo XXI le sacan la navaja a su novia tres veces más que en el siglo pasado. A mayor desculturización, más poblada es la selva.
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28 de febrero de 2018
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Madrileños con mundo

¿Y lo bien que cae en el Madrid de Chueca o Chamberí Cristina Cifuentes? Porque no todas las peperas –mejor dicho, ninguna– alternan a la vez con Pedro Almodóvar, Alejandro Sanz, Agatha Ruiz de la Prada o Fefé, siempre vistosa,con un rajo de voz castiza y esa guturalidad carnal que ella gasta. Y mucho menos lucen caracteres chinos y tribales tatuados en su cuerpo. Motera, juvenil, la coleta bien estirada y un cierto aire de dominatrix, aunque con una gestualidad más medida que sus antecesores en el cargo,  ‘Cifu’ es un enigma: parece la más liberal, igual que en su día se vendiera a Ruiz Gallardón –no en vano cuenta con el asesoramiento de Marisa González, ex jefa de comunicación de Alberto– aunque muchos agnósticos se preguntan si no es más que pirotecnia promocional. Cristina Cifuentes luce un buen plano general; un chasis elegante sobre el que puede permitirse desde colores pasteles y cortes asimétricos hasta cueros de buena biker. Otra cosa es el encuadre corto: ningún rasgo se exime de la sobriedad castellana, alicatada eso sí: labios finos, ojos pequeños y brillantes, pómulos adustos… La austeridad como sinónimo de solvencia.
 La moto casi le cuesta la vida. De su lucha en la UVI, el cuerpo inmovilizado, el vértigo de los hijos a su lado, sacó más carácter, si cabe, demostrando que quienes han visto la luz al final de túnel se beben la vida a  tragos largos. Tras las acusaciones del ex presidiario Granados, ha llamado a la reacción, brazos en jarras: "Estoy esperando a que salgan las feministas que tan motivadas están". Según el ubicuo Granados, cotilla mayor del reino, una supuesta relación sentimental con su antecesor, Ignacio González, le habría dado las llaves del poder territorial. La primera política que viera condenado a prisión a uno de sus odiadores en redes ha anunciado que se querellará con quien fue la mano izquierda de Esperanza Aguirre. Cifuentes declara “absolutamente honrada” y con “3.000 euros en la cuenta”.  Su nombre figuró en su día en el cartel de aquella opereta titulada Tamayazo. Hay días en que la Presi responde a la derecha moderna, al Madrid efervescente y posmoderno, creativa en sus apuestas –como la elección de Jaime de los Santos, hoy Consejero de cultura que ha demostrado nervio y ambición, o el plan para modernizar los siete grandes hospitales de la región con 1.000 millones de euros–. Pero otros, endurece sus pómulos para decir “no”  al estilo de derecha antigua. Y seguramente esta dualidad, tatuada y marianista, esas dos en una, sea la clave de su buena pegada.
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En Sol era Nacho a secas. El hombre bronceado, el que posaba sintiéndose apuesto a pesar de que el óvalo facial, sobre todo la mandíbula, fuera cediendo, reblandeciendo las carnes y llenándose de surcos. Ignacio jugó a un teatrillo que hoy produce vergüenza ajena, muy especialmente a Esperanza Aguirre. Mientras le declaraba su amor con lágrimas de cocodrilo frente a las cámaras, en conversaciones telefónicas privadas la consideraba “una hija de puta” que “sabe que está muerta”. Y es que nunca le perdonó esos aires de grandeza que sacan sin remedio los aristócratas, incluso los populistas como ‘Espe'. “Todo le importa un pito salvo ella, los demás somos el puto servicio”, le decía a Eduardo Zaplana, revelando que en más de una ocasión tuvo que sujetarle el abrigo, o el bolso,  sufrir los caprichos y los prontos de la lideresa. Era su fiel escudero, su número dos; jamás le llevó la contraria en público. El odio se mascaba en silencio.
 
De más que presunto capo de la trama de espionaje interno en el PP madrileño que investigó a compañeros no afines a Aguirre para tenerlos controlados o sacarles los colores, a cazador cazado en Colombia, acarreando extrañísimas bolsas de toallas, reuniéndose con narcos en busca y captura, según diversos periódicos,  y negociando en B con descarriados políticos del país. González, apodado “El gremlin” por sus enemigos debido al característico mechón de pelo blanco que lucía en la nuca, ha sido obligado a realizar un estriptis. Con qué bravura transportaba el ordenador que la Audiencia Nacional le devolvió la semana pasada el hombre de las bufandas de cashmere. Lo acarreaba como quien exhibe desesperadamente un trofeo o trata de emitir una señal de inocencia. Pero a Nacho le han fisgado los discos duros, y la UCO se ha quedado con otros de sus ordenadores de última generación, más potentes que los oficiales. Y, a pesar de haber abandonado la cárcel de Soto del Real en un Jaguar negro–donde pasó algo más de cinco meses, tras haber reunido los 400.000 euros de la fianza en apenas 24 horas-  no hemos vuelto a escuchar esa forma de arrastrar las eses tan suya, a medio camino entre la chulería madrileña y el silbido de la serpiente. Del ático en el Alhambra Golf  al estropicio de la Operación Lezo hubo un más de un suspiro español. Probablemente se trate del presidente más efímero y trivial de la historia de la autonomía central, el señor González González.
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27 de febrero de 2018
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Irresponsable censura

De tanto podar lo presuntamente incorrecto y andarse con pies de plomo para evitar escraches virtuales, se le exige hoy al arte una prevención moral que atenta contra la libertad, no sólo de expresión, sino de creación. Los artistas ya no son seres atormentados por sus quimeras existenciales, sino individuos aterrorizados por una brigada autoritaria que se sofoca cada vez que un autor se sale del renglón. Quienes defienden la censura y malinterpretan la transgresión se erigen en protectores de un público adulto y –según parece– desvalido, exponiéndonos a dos serios peligros: la insignificancia y el tedio.
Política o moral, la censura es una peligrosa plañidera. La historia está cosida de casos en los que, afortunadamente, el arte pudo escapar de sus corsés. En 1956, Borís Patsernak entregó su novela Doctor Zhivago a la editorial Goslitizdat. Sus editores se quedaron paralizados, por lo que Pasternak se la hizo llegar también a Feltrinelli. Fue entonces cuando la editorial soviética comenzó a presionarle para introducir ciertas “correcciones” en el manuscrito. Pasternak se negó, y un año después el libro salía en Italia. Fue un clamoroso éxito internacional y la Academia Sueca le concedió el Nobel. Mientras, el régimen soviético no sólo censuraba la novela, sino que prohibía a su autor viajar a Estocolmo; a punto estuvimos de quedarnos sin los desdichados amores de Lara y Yuri.
La ficción no es ejemplar, ni falta le hace. La buena literatura ha surcado con profundidad las oscuridades humanas, logrando abrir rendijas de pensamiento y conducta humana. Una secuencia de crímenes, violaciones, perversiones, infidelidades, cosificaciones y desprecios han pedaleado en el imaginario colectivo. En La historia de Nastagio degli Onesti, de Botticelli, una mujer desnuda es perseguida por un jinete armado y devorada por mastines, y aun así nos sigue seduciendo. Y en el clásico filme El hombre tranquilo disfrutamos de la complicidad entre O’Hara y Wayne pese a su sonrojante machismo.
La libertad de expresión, un derecho fundamental concebido durante la Ilustración, contrapone luz al oscurantismo absolutista. Montesquieu y Rousseau demostraron que el disenso fomenta tanto el avance de artes y ciencias como la democracia. Al escándalo de Arco, con la ridícula retirada de Presos políticos de Santiago Sierra, se le suma la condena al rapero Valtonyc por injurias a la corona, o el secuestro judicial del libro Fariña. Afortunadamente, el Metropolitan ha rechazado la propuesta de retirar el cuadro de Balthus Teresa soñando a causa de unas braguitas púberes. Hay una frase célebre a menudo atribuida a Voltaire, que en realidad pertenece a una de sus biógrafas: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Porque no hay peor adoctrinamiento, ni adocenamiento, que el de meter al arte en el saco de lo oportuno y lo cómodo, entre la decoración y el confesionario.
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26 de febrero de 2018
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Fantasías de pareja

En una novela deliciosa de Anita Brooker, Un debut en la vida (Libros del Asteroide), la protagonista, Ruth, recibe los consejos amatorios de su amiga, que le insta a no entregarse a la primera sino a jugar un poco con el pretendiente, a hacerle dudar faltando a alguna cita. “Entonces, ¿todo es juego?”, le pregunta Ruth con tristeza; a lo que la otra responde aún más triste: “Sólo si ganas. Si pierdes es mucho más grave”. El mundo se divide en creyentes y ateos del amor, también en vencedores y vencidos. Un poeta decía que el amor era compás, y un filósofo lo reducía a un accidente con baba. Pero, junto a la muerte, continúa siendo el gran tema, y no hay otra chispa más poderosa capaz de enlazar a dos seres y colonizarlos.
Los enamorados son mejores personas. Lo afirmaba hace unos días la neurocientífica Stephanie Cacioppo en las páginas de The New York Times. Aunque hayan perdido sueño y apetito y capten enigmáticas señales que sólo ellos entienden, poseen una mejor predisposición para estar en el mundo. Invadidos por las llamadas hormonas de la felicidad, la razón secuestrada por el sentimiento, la pasión enturbiando la mirada, los enamorados se sienten elegidos por los dioses y, por tanto, dichosos de no ­caer en el tedio ni en la desmotivación que les ronda a la mayoría de no enamorados. ¿Cómo no íbamos a mitificar el amor romántico si nos promete un estado de gracia? Por eso los que empiezan de novios se dicen aquello tan ingenuo de “te estaba esperando”.
No hay forma de crecer más rápido en la vida que a fuerza de desengaños. Cuando la hermosura se desvanece y todo se fragmenta no es fácil aceptar que el amor se convierta en una bayeta mojada. Tras un desencuentro, recurrimos a las fantasías liberadoras. Nos decimos en secreto que vamos a separarnos y, por un instante, hasta nos lo creemos, notando un sabor metálico en el paladar. Nos proyectamos hacia el melodrama, y, por un instante, puede que sintamos alivio, que creamos que iremos a mejor, que sabremos iluminar nuestra soledad, o ¿acaso no nos ahogamos a menudo en la soledad a pesar de tener pareja? Se trata de una fantasía efímera, como la de ser invisible de pequeños.
Pero enseguida nos damos cuenta de que la resolución va perdiendo fuelle. Y más allá del reproche, o de la microfrustración, sentimos su mano como parte de la nuestra, y volvemos a cerrar la puerta con nosotros dos dentro, reconfortados en un abrazo que nos devuelve el calor igual que una taza de caldo, repitiéndonos que la pareja perfecta no existe, que la perfección es un calvario, la felicidad un mito, enamorarse un trabajo agotador. Por ello, en el álbum de las fantasías amorosas figura sabiamente la de reenamorarse sin tener que cambiar de pareja.
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21 de febrero de 2018
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El copista copiado

Renzo Rosso, el dueño de un emporio de moda con nombre de combustible, Diesel, ha empezado a vestir copias de su propia ropa, y no para podar el jardín ni regar las hortalizas, esas cosas que tanto gustan a los ricos necesitados de una camiseta agujereada para sentirse humanos por un rato, sino como parte de una campaña de marketing. Rosso, el hombre bravo, se ha enfundado camisetas falsas made in Korea para posar ante las cámaras y ha montado una pop up imitando un puesto callejero de Nueva York, donde se ofrece una colección inspirada en el plagio; Deisel la ha titulado, como buen fake. No hay mejor manera de combatir la copia que apropiándose de ella. Ese ha sido el último movimiento de las marcas de lujo, dispuestas a seguir clonando sus éxitos y resolviendo que solo con transgresión pueden aguantar sus emporios. La ironía nos salva de todos los males, incluido los del copyright. De hecho, la firma Gucci acabó contratando al diseñador afroamericano Dapper Dan, que en los años noventa llenó Harlem de chaquetas y pantalones con etiquetas falsas de la firma, hasta que le cerraron el taller. Esas versiones causaron furor, y los florentinos acabaron por copiar al copista. Rosso, por su parte, consiguió cerrar el año pasado 87 páginas web que comercializaban copias de su marca.
Los logos falsos nacieron de la subversión, e incluso de la ira de una clase media-baja que no podía comprar un objeto de lujo, pero ardía en deseos de simular ese acto de propiedad suntuaria. De sentir algo parecido al destello del oro en la muñeca. ¿O no recuerdan, hace veinte años, a aquellos turistas españoles cargados de Rolex de quincalla, a quince dólares la pieza? En aquellos humildes puestos de Chinatown, o sobre las mantas de subsaharianos llegados en patera, siempre se ha repartido felicidad, y de qué manera. Más de uno daba el pego, y entonces a la sensación de plenitud del simulacro se le añadía la de la pericia. “Fíjate, qué bien copiado”, se decían los consumistas compulsivos de logos fakes, frotándose las manos entre la oportunidad y el autoengaño.
Hace unos días, en Doha, paraíso de los shopping centers, Bianca, una belga aficionada a Proust y a los bolsos, me contó un episodio de su último viaje a Lieja: fue a comprar al supermercado, ya oscurecía, llevaba una bandolera de Vuitton. Un hombre le pidió dinero, y ella le respondió que no llevaba suelto, porque la asustó. La siguió hasta el parking. No había un alma. “¿Pero cómo no vas a tener dinero si llevas un bolso de Louis Vuitton?”, le gritó el mendigo. A lo que ella respondió con buenos reflejos: “Es falso”. Y el hombre se marchó, convencido de que, en cierta forma, todos somos estafadores.
“El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”, afirmaba Baudrillard. Que lo falso parezca más real que lo auténtico da fe de lo que verdaderamente somos: malas copias del ser original.
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19 de febrero de 2018
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Terquedad y champán

En los años noventa, un grupo de amigos pasamos un fin de año a Estambul; nevaba copiosamente, en la moqueta roja del hotel bailaban las cucarachas, y solo en el hamam Suleymaniye hallábamos consuelo. En aquella comitiva juvenil había dos cineastas en ciernes: Agustí Villaronga e Isabel Coixet. En las horas muertas escribíamos en servilletas jugando a ser Rimbaud; y siempre recordaré como Isabel censuraba mi exaltación rodorediana. A ratos, hablaba como un niña, entre la risa y el sollozo, aunque en verdad ya ejercía de interprete de sí misma y canalizaba la incomodidad que sienten los tímidos poniendo voz de falsete, mientras amasaba una determinación que la hizo mayor desde joven. Fue rodando anuncios de compresas, detergentes, coches, ropa, revistas –qué tiempos aquellos, donde la prensa aún se gastaba el dinero en espots de TV– y, bien lejos de ahorrar, lo invertía todo en sus películas. Consumista de nicho, que no de lujo, se afirmó en el color negro y en los japoneses, Comme des Garçons o Yamamoto, en los perfumes de Dyptique de flores blancas, o en los libros de viejo de su librería preferida, Shakespeare &Co. Cuando fue madre, también vistió a la niña Zoe de negro bebé, plantando caro a la cursilería. A día de hoy, detesta la palabra “empoderamiento”.
Se hizo amiga de monstruos como John Berger o Philip Roth; se convirtieron en sus socios creativos. Y se fue haciendo grande, rebosando una naturalidad le impide quedar bien en las fotos. Coixet no está pendiente de la cámara, excepto cuando la dirige ella. Muy aplaudida y también criticada por los que tildaban de “intensa”, ha rodado por todo el mundo con actores y actrices de culto –y tarifas indies–. El cine se convirtió en su patria, allí donde fuera. Que su film más arduo y ambicioso, “Nadie quiere la noche”, fuera recibido y despedido sin contemplaciones le dolió tanto como el frío del Polo Norte, porque ella no esconde las marcas de la frustración; exigente y sufridora nata. Su perfil se ha afilado con el procés. No podía haber escogido mejor momento para filmar “La librería”: el amor por los libros no conoce fronteras: es un territorio libre de ideas, pensamientos, de circunstancias ilimitadas. Compromiso y belleza. Humor y comida. Terquedad y champán. Coixet ya no es la joven directora original y esteta que surca olas, sino una veterana que ha convertido su propia personalidad en un mar de cine.
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De joven lo disfrazaron de Superman en el Un, dos, tres. Pero entonces Bardem era Javier, el último de la saga en llegar. Bigas Luna vio en él a un Marlon Brando hispánico, y le brindó, con “Jamón, Jamón”, un tranvía llamado éxito. Bien hubiese podido ser el mayor macho man de nuestro cine, pero declinó al minuto. Pudoroso y sencillo, aunque también adicto a los retos, se embebió de Stanislavsky hasta que le salió una ronquera de tronío, propia de los que hablan con todos los órganos y no solo con las cuerdas vocales. Aquel memorable papel de psicópata con flequillo le dio, de la mano de los hermanos Coen, fama mundial y una envolvente credibilidad, además de un Oscar. Y eso que él ha sido siempre muy de Madrid, del estudio de Corazza, de cañas y tapas, de la progresía del No a la guerra, la causa saharaui o las mareas públicas. El moreno grandullón con aire de boxeador –aunque en realidad fuese de jugador de rugby, pilier en el Liceo Francés– nunca ha dimitido de su casta aunque sobrevuele Hollywood un día sí y otro también. Recuerdo a un atildado vendedor de publicidad que me dio un único un nombre censurable para ocupar la portada de una nueva revista, el suyo. ¡Cómo se llega a conocer a la gente por sus fobias! Ahí estaba el saldo de su progresía, desde el No a la guerra, la causa saharaui o las mareas públicas. 
El gran Bigas fue el primero en darse cuenta de la chispa entre él y Penélope Cruz, pero eran demasiado jóvenes, con las piezas del Lego emocional aún por encajar. Una vez tuvieron alzados sus castillos de colores, prodgiosamente, los enlazaron. Los paparazzi madrileños sintieron deseos de lanzarse al Manzanares de tanta felicidad. Quienes los conocen saben que, lejos de divismos y esnobadas, Javier y Penélope son gente de mantel a cuadros, tarde fútbol y noche de peli. Al principio no querían hablar el uno del otro en público, cautos y a la vez temerosos de perder su privacidad. Tras once años y dos hijos, hoy se muestran confianzudos, incluso domésticos, y lejos de esconder su amor se declaran amor y admiración. Quienes ya lo han visto, aseguran que su interpretación de Pablo Escobar es una auténtica filigrana. Entrar y salir del narco, le ha puesto fondón, con más sonrisa y más espalda. Suele ocurrir con algunos animales cinematográficos, los que consiguen habitar la piel del personaje no en forma de disfraz, sino como una proyección de ellos mismos. Y que además, se proponen salvar la Antártida. 
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19 de febrero de 2018
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Una pija catalana

Catalana y pija, en la Catalunya rural, universitaria, sindicalista, y meritocrática, en la de TV3, los casals, ateneus y castellers, la de Peret y Sopa de Cabra, el Lliure o la plaza Reial, siempre sonó a sintagma sospechoso. En ningún otro lugar de España el pijerío se ha despreciado tanto, hasta el extremo de que generaciones de pijos catalanes lo han sido sin saberlo. Discretas hasta rozar la pantomima, parcas en lujos, con la cara lavada, melena de surfista o coleta floja, y una distancia oceánica con el resto del mundo, ellas fueron educadas para pasar desapercibidas, todo lo contrario a las del resto de España, incluidas las de Zaragoza o Sevilla. Barcelona era moderna, Madrid rancia. El afrancesamiento de la burguesía catalana había sofisticado el paisaje mientras que la Villa y Corte creció asalvajada con el flujo continuo de las provincias. ¿Cómo iba a tener estilo propio Madrid si es la falta de un estilo lo que mejor la define? Hasta las pijas madrileñas se hicieron posmodernas.
“Comentan en el equipo que eres una pija, yo les he dicho que se equivocan”, me comentó Julia Otero en una pausa de publicidad cuando, hace años, colaboraba en La columna de TV3. Sentí un pequeño calor, también una ráfaga de buen humor. Qué dirían las vecinas del lugar donde procedo, una tierra seca y despoblada, cuya máxima sofisticación es una sábana de niebla blanca en invierno. De los pueblos minúsculos puede salir gente hortera o con buen gusto, personas brutas y sensibles, pero que de allí salgan pijos resulta un hecho verdaderamente extraordinario.
Por ello me detengo ante el perfil ascendente de Elsa Artadi y en la etiqueta que le ha colgado media España: pija catalana. Rubia, no lleva flequillo indepe. Luego está lo del anorak Moncler, muy extendido entre los estudiantes bien, pero ¿acaso se han dado los precios de los abrigos de los candidatos? ¿O es que ella debe responder con su ropa a los preceptos de la idoneidad política? Aunque lo más bochornoso, en este juicio público, ha sido el espectáculo de quienes han subestimado su doctorado en Harvard, haciendo chanza de tal logro –pobres idiotas–, cuando en verdad significa abrazar la excelencia.
¿Por qué de Artur Mas, Xavier Trias o Josep Piqué nunca se dijo esa ridiculez del Upper Diagonal? La mujer pija ­arrastra mucho más morbo que el hombre pijo en el imaginario español. ¿De verdad que esta es la etiqueta más des­tacada de una mujer que ha pasado gran parte de sus 40 años estudiando y pre­parándose profesionalmente? ¿O será que en la Catalunya moderna, ambiciosa, liberada y progresista perviven no pocos prejuicios –tras treinta y ocho años de Generalitat– ante la idea de una mujer presidenta?
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14 de febrero de 2018
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El Boomeran(g)
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