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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Vida de papel

El periodismo es oficio de románticos aunque un día se rompiera la veda y entrasen en él todo tipo de equilibristas, además de una buena tongada de cínicos, algunos de ellos buenos vividores. Hasta jacuzzi en el despacho del gran jefe ha vislumbrado servidora en tiempos de la burbuja mecánica. El nuevo periodismo tomaba aires de rico advenedizo, porque el dirty realism solo valía para escribir, no para vivir. La hoguera de las vanidades ardía, y los estudiantes más idealistas corrían a hacerse periodistas. Era sexy, aventurero, un trabajo perspicaz: el aliento de la noticia, el valor de la intuición… “Veo a los periodistas como trabajadores manuales, los obreros de la palabra”, apuntaba Marguerite Duras. No me extenderé en el periodismo antes internet, cuando tenías que llamar al Ayuntamiento de Orihuela para confirmar sucenso. Pero entonces la vida aún permanecía en la página, y la pantalla la ampliaba. 
Elegir el tipo de papel siempre fue uno de los mayores goces de los editores de prensa, que hoy calculan una y otra vez su coste para recortar páginas. Nunca salió tan caro el precio de la hoja, convertida en un viejo lujo ; y aún así pocos vigores resultan comparables al de pensar una portada. Podríamos decir que hoy se hace muy buen periodismo, y quedamos bien todos, pero nadie podrá rebatir que el periodista nunca había estado tan tocado. No son kellys, pero algunos cobran la hora igual que ellas. No han peleado en las calles con influencers y blogueros al estilo de los taxistas con los conductores de Über y Cabify, al contrario, son bien mandados y a pesar de tener don de palabra, no sacan ira ni resentimiento. Se buscan la vida. Encajan la situación. Uno de cada cuatro falsos autónomos en nuestro país es periodista. Y el 45% de ellos cobra menos de 1.000 euros al mes. 
El precio de la información ha mutado; hoy está mucho más valorado redondear buenos tuits que escribir la Biblia. Los plumillas que han vivido la transición digital ya se imaginan haciendo arroces en la playa porque no se ven de community manager de Shakira. ‘Creación de contenidos’ le llaman a elaborar información al servicio de una marca de coches o de cerveza, y el periodista sabe que su contrato cada vez le compromete más con la publicidad. Así la vida, en este desnorte, cada vez menos quiosqueros levantan las persianas por la mañana y huelen la tinta fresca al romper el cordel de los paquetes. Siempre hay alguien que es el primero en comprar el periódico, ese pequeño héroe. A mediodía, algún viajero terminará de leer un articulo y, mirando por la ventanilla y suspirará satisfecho Y al atardecer, en la habitación de un hospital, llegará ese momento de calma en que se dice: “bajo a comprar unas revistas” y todo se suaviza. 
La prensa escrita tiene los días contados, dicen. No quiero creerlo, pero siento una heladera en la nuca cada vez que cierra un quiosco y las penas se encadenan. 
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9 de julio de 2018
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El viaje y la mirada

Mis primeros trayectos solitarios en coche de línea aún me traen aquella sensación revoltosa de estrenar libertad. Debía de tener 14 años. Mis padres me acompañaban a la estación y mis tíos me recogían a la llegada. No había demasiado margen para descubrir mundo, por eso el trayecto era el verdadero viaje: intentaba escoger bien el asiento, pues lo que en verdad ansiaba era conocer a personas lo suficientemente interesantes para pedirles su dirección y cartearnos. Escribir y recibir cartas constituía entonces mi principal ventana al mundo, un estímulo feroz que me ayudaba a crecer. Cuando el cartero no tenía nada para mí me hundía un poco, algo parecido a sacar una nota mediocre o a quedarte sin helado. En aquel pequeño pueblo de piedra y almendros, las vidas de los otros, ajenos a aquel microcosmos, alimentaban la mía; algo parecido a los amigos virtuales de Facebook, porque a veces me escribía con gente que me era realmente extraña.
En la parada a mitad de camino de los viajes en autocar, al principio me daba vergüenza bajar y me quedaba enroscada en el asiento. Hasta que, tímida y precavida, decidí asomarme al bar de carretera y pedir un trinaranjus. En una ocasión hice una amiga mayor: más de 40 años y mucho misterio. Me contó historias de hombres que apenas entendía; traía un perfume denso y unos ojos perlados de negro. Recuerdo que me hablaba con una suavidad que me adormecía. Sus cartas eran de las más interesantes, hasta que mi madre, a quien le parecía muy rara aquella amistad con una mujer mayor y sola, me tiñó de su aprensión. Aun así, seguí entablando conversación con extraños viajeros. Subí a un coche de caballos junto a una amiga y un tuareg en Marrakech, debatí con  filósofos reciclados en fisioterapeutas en San Francisco, me carteé con una chef belga que conocí en Tokio, desayuné con boxeadores en Miami –incluido Mickey Rourke cuando era guapo– y compartí confesiones en vuelos largos con una bailarina del Bolshói o una norteamericana experta en fraudes bancarios. El viaje empezó a ser una experiencia capaz de cambiar el ánimo y la mirada.
Siempre he pensado que se paladea mejor preparándolo e imaginándolo. Y eso ocurre porque lo entendemos como un trance que significará el encuentro con lo desconocido y lo apasionante, con lo nuevo y lo bello, lo asombroso y admirable.
«Al fin y al cabo, la Tierra está aquí, me pertenece, quiero verla, quiero recorrer desiertos y montañas. La providencia me ha dado unos ojos que quieren ver», decía la enorme viajera Ella Maillart. En cambio, Emily Dickinson emprendió otro tipo de viaje: el interior. Sin moverse apenas de su casa de Amherst, que ha visitado el escritor Eduardo Lago para F&A (pág. 92), fue capaz de entender las más complejas teclas de los sentimientos, componiendo versos y jardines. Viajar es una manera de sentir poder, el mundo extendido a tus pies para que descubras aquello que tan solo puede advertir tu mirada.
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5 de julio de 2018
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Padres con permiso

Hubo un día en que las parejas tuvieron que empezar a modificar la colección de frases hechas que hasta entonces habían funcionado, porque a pesar de su presunta inocencia no contribuían a intercambiar los roles, sino que los perpetuaban. Recuerdo aquella interrogación bienintencionada del hombre que dormía a tu lado cuando te veía hacer la cama: “¿Te ayudo?”, y en lugar de responder mecánicamente “sí, gracias”, nos asaltaban mil demonios y con cierta brusquedad corregíamos: “No es ‘te ayudo’, sino ‘vamos a hacer juntos la cama’”. Importaba más la pedagogía que el resultado: se trataba de resetearnos y dejar de ser almas vocacionales que, además de estudiar y trabajar, asumían –como si fuera en los cromosomas– la responsabilidad doméstica.
El ideal romántico también tuvo que pasar por el corrector de las emociones, de expresiones tan telenoveladas como aquel: “Te quiero más que a mí misma” que por razones terapéuticas tuvo que acortarse: ya no se ajustaba a la realidad y, si lo hacía, ¡en qué mal lugar nos dejaba! Igual de tóxico que el “no puedo vivir sin ti”, un sentimiento colonizador que sonaba bien en el bolero, mientras que en la realidad era puro chantaje emocional.
Luego estaba el asunto de los niños, con el consabido “ya lo hago yo”, que en su estructura profunda se ampliaba a un saco de resentimientos. Biberones, eructos y cólicos del lactante, purés de verduras, ropa, pediatras, colegios… de todo eso y más se encargaban muchas madres con un padre al lado que, aunque fuera inexperto, tuviese mala psicomotricidad fina y anduviese muy ocupado, era el padre y no podía dimitir de esa condición.
La tramitación de la propuesta de que padres y madres puedan acogerse a permisos de maternidad y paternidad iguales e intransferibles supone uno de esos titulares que contribuyen a mejorar la vida. Porque la igualdad real es imposible si a los varones no se les reconocen sus derechos y sus obligaciones como progenitores. La baja parental –no en forma de anécdota, sino con inclusión absoluta– o la custodia compartida son asuntos que a menudo han soliviantado a las parejas, parecía tratarse de partir en dos un trofeo, cuando en verdad consiste en hacer equipo. En España, hasta hace bien poco, los hombres tenían apenas quince días. Durante años se congeló la ampliación del permiso paterno; siempre había asuntos más urgentes en el Congreso, a pesar de su importancia. Porque el reconocimiento de la paternidad en el derecho laboral –en Suecia se disfruta de idéntico permiso desde 1974– significa recuperar el eslabón perdido. Cabe preguntarse ahora cuántos hombres ejercerán su derecho, abrazarán esa gran oportunidad y dedicarán las mejores horas del día a hacer patarrufes.
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4 de julio de 2018
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Esto es carisma

La hache intercalada es su talismán, capaz de expandir su nombre, alterar su fonética y fijar su marca personal hasta hacerla imborrable. Es la letra muda que viste a las diosas del escenario, desde Aretha a Shakira, aunque en su caso se convierta en fonema gutural, desprendiendo obstinación y encanto. La vida Robyn Rihanna Fenty es una rapsodia caribeña, una historia impregnada del sabor de las antiguas colonias, de miseria y descubrimiento. También de perdón y de reto. Hija de una mujer guayanesa de raíces africanas y de un barbadense con sangre irlandesa que las maltrataba a causa de un saldo oscuro con las drogas y el alcohol, Rihanna creció entre danzas que liberaban a los espíritus y a los orishas, un sincretismo exótico poblado de sones de calipso, spouge y hasta ring-bang, escuchando reggae y soul y adorando a Whitney Houston y a Mariah Carey.
“¿Cómo voy a permitir que mi hija se vaya de casa a vivir con gente que apenas conoce de nada?” se preguntó su madre, temblando de extrañeza, cuando un productor norteamericano, Evan Rogers, la escuchó cantar durante unas vacaciones en Barbados y decidió ascenderla al Olimpo de la música pop. Ella tenía 16 años. Bailaba con las tripas, igual que su gente; las piernas abiertas, el culo respingón, la liberación de la sangre. Aprendió rápido, con su bronceado permanente, sus facciones extremas y a la vez armoniosas y un cuerpo torneado. La cruzada fue cardiaca, y a día de hoy ha conseguido lo que le estaba vetado a su raza: ocupar el número uno del showbiza pesar de no ser blanca ni norteamericana, hablar en Harvard de empoderamiento femenino, ser un icono para las mujeres de pechos grandes y cuerpos mutantes, que tienen estrías y no esconden la tripa a pesar de todo el oro que podría cubrirlas… “Hasta que Rihanna lo lleva” se denomina un hashtagque ilustra cómo todo lo hortera deja de serlo cuando ella se lo pone.
Hace unos años, convirtió su sonado caso de malos tratos –por parte de su ex, Chris Brown– en una masterclass: “yo soy fuerte, yo no lo provoqué, podría sucederle a cualquiera, yo lo sufrí, estaba enamorada de él, las heridas físicas desaparecen pero luego queda la responsabilidad. Es jodido el amor, el amor es ciego, pero hay que salir de la situación y mirarla en tercera persona”.
Ahora se hace actriz con “Ocean 8”, presume de desayunos equilibrados y antiguos con lácteos y huevos, y ya no quiere ser una mujer rebelde sino una mujer en paz. Confiesa que le resulta fácil perdonar, y posa como le da la gana, desprendiendo un aura de mezzo-sopranocaribeña.
 
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Quienes lo conocen bien aseguran que es un hombre capaz de conectar ideas y personas con pericia, inspirado, ambicioso y hedonista; un noventa y cuatro de estatura unido a una mujer de metro cincuenta y siete, diez años mayor, aún más famosa que él. Carisma muerde carisma. Se enamoraron el mismo día que rodaban el videoclip de aquel “Waka Waka” que fuera el himno de mundial “español”. Gerard Piqué combina mirada de glaciar con sonrisa traviesa, y emite una onda de deportividad, límpida, que se expande en el aire que respira como si nada malo pudiera ocurrir a su alrededor. Puyol confesó que le enseñó a disfrutar de la vida cuando la rodilla lo mandó al sofá y se derrumbó.
Tuvo una primera racha de fama deslumbrante, coqueteó a lo Beckham con poses muy británicas pero decidió regresar a la rudeza hipsterizada: hizo familia mestiza, se internacionalizó. Hoy es un jugador admirado por todas las selecciones del Mundial.
El morbo de verle pasar de azulgrana a vestir La Roja con igual naturalidad y eficacia en tiempos de prisiones preventivas le ha supuesto ser cuestionado por buena parte de los futboleros de una u otra cuerda. Acaba de cumplir 100 partidos con la selección, y atraviesa un momento muy Newsroom con la directiva culé. Esta vez no ha tenido la culpa un tuit, sino un vídeo. Piqué, empresario, también es productor audiovisual; conoce la adrenalina del montaje y la búsqueda de perlas negras. “Solo puse unas cámaras” dijo, como si fuera un protagonista de The Interview, acerca del documental de Griezmann en el que deshojaba la margarita de su futuro.
Lloró la incomprensión y el vinagre, apenas recuperado de lesiones. “Jugar en la selección es un orgullo”, ha dicho una y otra vez. También que el momento más feliz de su vida fue ganar la Copa del Mundo con España. Referéndum sí, gracias. Piqué es un superdotado –con un coeficiente intelectual de 170–, heredero de la tradición emprendedora de su abuelo, Amador Bernabéu. Lo ha dejado claro: “el fútbol es solo un hobby”. Hoy factura beneficios de media docena de compañías: de videojuegos, gafas de moda, bebidas energéticas, hamburguesas ecológicas y hasta un diario deportivo internacional online, The Players Tribune. Su divisa parece ser “the winner takes it all” –de plena actualidad ahora que ABBA vuelve a juntarse–, y él va a por todo a ritmo de “La Bicicleta”, aunque los hombres pino sean torpones al redondear la cintura.
 
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3 de julio de 2018
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Señoras que hacen cosas importantes

Señoras mayores que hacen cosas”. Salgan de chiste. Olviden la laca y el tapete de ganchillo, incluso la flacidez o la osteoporosis en plena era de yogas y yogures. Enterrado queda el tópico de la mujer invisible a partir de los cincuenta –coincide con dejar de ser fértil–, esa alarma que tanto se extendió en los noventa cuando Susan Faludi aseguraba que una cuarentona tenía muchas más posibilidades de sufrir un atentado terrorista que de casarse. Con qué resquemor escuchábamos aquellas teorías, aunque también pensábamos que nos quedaba mucho tiempo por delante, se trataba de un horizonte lejano, igual que la muerte. Entonces parecía improbable el día en que Madonna cumpliría 59 años o Kim Basinger 64; tampoco teníamos ni idea de que una química hija de pastor luterano permanecería más de una década soplando velas y liderando Alemania y Europa. Pero advertíamos que el paso del tiempo tenía género. La escuela de pequeños Onassis perpetuaba el donjuanismo en edades otoñales, mientras que una mujer mayor era sólo eso, una mujer mayor.
Demasiado pronto creímos viejas a nuestras madres cuando, ahora que tenemos su misma edad, somos capaces de sentirnos igual que pesadas adolescentes. Y al ritmo de nuestra sociedad, que convertía la juventud en religión, la vida entendida como un festival perpetuo, escrutábamos una realidad evidente: ¿dónde se metían las mujeres con carreras excepcionales y años de servicio público o privado impecables una vez se jubilaban? Porque ellos seguían vinculados a los consejos o a cualquier tipo de club.
En poco menos de un mes, en España, diferentes mujeres de más de sesenta años han pasado a la primera línea del poder. Pedro Sánchez incorpora al Gobierno el concepto de seniority, que ha traspasado la frontera de la empresa para permear la sociedad con los valores que entraña: madurez, capacidad, experiencia, disposición, confiabilidad. Ha situado a expertas de dilatado currículum en lugares estratégicos, desde la vicepresidencia de Carmen Calvo, a la portavocía y la cartera de Educación de Isabel Celaá, pasando por Margarita Robles en Defensa, María Teresa Fernández de la Vega, presidenta del Consejo de Estado, además de nuestra Tere Cunillera, que ha abandonado el retiro entre manzanos para ser delegada del Gobierno en Catalunya. Y otra mujer en edad de jubilación, Soledad Gallego-Díaz, era casi al mismo tiempo nombrada nueva directora de El País, rompiendo un doble techo.
En la ascensión de cada una de estas mujeres sabias, que manejan el sentido común con empatía y cultura, se quedaron fuera de juego miles de candidatas que no tuvieron ambición ni paciencia o que fueron injustamente esquinadas. Su infancia tuvo de telón de fondo la dictadura; estrenaron una igualdad aún plastificada. En pleno siglo XXI por fin ocupan puestos hasta ahora escamoteados a las mujeres. Por ello celebro que hoy las cosas que hacen las señoras mayores sean colosales.
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2 de julio de 2018
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Cicatrizados

Lucen sus músculos interna­cionales porque el Mundial se presta al espectáculo de cuerpos henchidos y miradas pi­cudas, como la del portero iraní –antiguo pastor y exhomeless– que detiene el ­balón igual que si le plantara cara al lobo que quiere esquilmar a las ovejas. Son campeones del primer mundo pero también de estados en bolas, con déficits económicos y humanitarios; héroes ­populares en países ávidos de pegamento emocional, agitadores de nervio, transmisores del sopor opiáceo de la contienda.
Estos dandis de pelo pincho a bordo de un Ferrari, hombretones custodiados por sus mujeres pintureras, de cintura estrecha y pecho torneado, estandartes de un modelo de vida que combina la disciplina y el rigor del entrenamiento con la dolce vita instagrameada, representan la envidia de una afición capaz de enmudecer ciudades durante un partido. Ni una sombra en la calle, tráfico fluido, y un desentendimiento de la vida en minúsculas a partir de las ocho de la tarde. Pero lo más asombroso es el grado de identificación que consiguen con el espectador, quien en verdad siente que esas criaturas excepcionales juegan para él.
Sus cuerpos suelen estar tuneados, a veces surcados de cicatrices. Y en la modificación se inscribe también su atractivo. Diversas culturas han utilizado durante siglos la técnica de la escarificación –del latín tardío scarificare: “hacer incisiones en el cuerpo”–, una alteración corporal extrema hecha bien por tradición (para recordar a los antepasados e identificarse con ellos), bien por cuestiones simbólicas relacionadas con ritos y celebraciones. En algunos pueblos africanos las mujeres la consideran un elemento que reafirma su atractivo, mientras que en los hombres muestra fortaleza y resistencia.
Existe un abismo entre la cicatriz del héroe y la del malvado. El cine ha dejado bien claro cómo subrayar la naturaleza del tipo temible, desde el Frankenstein de Boris Karloff a Darth Vader, pasando por decenas de gángsters, el sanguinario jefe indio Cicatriz de Centauros del desierto, los villanos más memorables de 007, el Joker de la saga Batman y hasta el cruel Scar de El rey león. En cambio, Harry Potter luce una cicatriz iniciática que simboliza el desafío y la fortaleza del débil frente al poderoso espíritu del mal.
Observo a estos hombres que se agarran la cintura con ahínco, que se patean, caen, se cubren la cara, y se recuperan mi­lagrosamente. Pasan de cojear a correr exhalando sus señales de guerra: pieles tatuadas, barbas o penachos, cicatrices en el menisco o en las cejas, clavos ­ardientes dentro de sus huesos… Les basta un segundo de inspiración para pasar de malos a buenos, de lobos a corderos sacrificados.
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27 de junio de 2018
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Florecimientos

Vivimos instalados en la queja y pocas veces nos permitimos enfriarla, dejarla en observación. La crisis ha sido una buena coartada para el lamento, y convencidos de que una buena noticia es una mala noticia, enumeramos apagones de todo tipo, erigiéndonos en protestones, moralistas y justicieros. El cinismo, siempre insatisfecho, permite el relumbrón, ampuloso como un modelo de alta costura; y bien que ameniza el guión del mundo.
Acaba de salir el nuevo libro de Steven Pinker, una mente brillante, autor de una obra colosal entre la ciencia y la filosofía, alimentada en las aulas transparentes de Harvard. “En defensa de la Ilustración (Paidós) gira entorno al progreso, y el optimismo arranca en la propia portada: una quinta tinta fucsia fosforito que positiviza el nombre autor y su cruzada. “El mejor libro que he leído nunca” ha afirmado de él otro optimista alumbrado, Bill Gates, porque en la demostración documentada y precisa de Pinker de que el mundo es mucho más libre, igualitario, seguro, pacífico y consciente que nunca, anida el histórico florecimiento de la humanidad que, guiada por la razón, ha conseguido prosperar, vivir muchos más años, sufrir menos o expandir los límites del conocimiento. “Estamos hechos de madera torcida, somos vulnerables a las ilusiones, al egocentrismo y, a veces, a una estupidez pasmosa”, asegura el autor, que, por contraposición, celebra nuestra capacidad de combinar ideas, tener nuevos pensamientos sobre los anteriores y seguir profundizando gracias a la capacidad y la compasión: “es decir, piedad, imaginación y conmiseración”. La compasión en boca de un científico social como Pinker se me antoja un silbato ante la universal incontinencia de mala baba, de una crítica que solo se escucha a sí misma para medir su nivel de ingenio.
En verdad, el optimismo ha tenido siempre escaso prestigio para ciertos intelectuales endiosados que siguen paladeando la nostalgia de un pasado barnizado de encanto. Es la voz de un superyó encantado de anunciar lo peor: un desastre, menudo disparate, no sé a dónde vamos a llegar… Hay cierta delicia en remover la cucharilla oscurantista, una complacencia de aquel que es el primero en anunciar una mala noticia, o en alarmar, que también es una forma de poder, la de travestir el ánimo del otro. Pero, ¿y todo lo bueno que disfrutamos? Extraigo otra reprimenda de Pinker, que no se reconoce optimista sino “un posibilista serio”: “recuerda tus conocimientos de matemáticas: una anécdota no es una tendencia. Recuerda tus conocimientos de historia: el hecho de que algo sea malo hoy no significa que fuese mejor en el pasado…”. Los jinetes del apocalipsis cabalgan sobre las flores, que, pese a todo, siguen brotando con vigor al sol del progreso.
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25 de junio de 2018
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Peces de colores

“¿Estás enamorada Ágatha?”. “Estoy divertida”, me responde quien fuera musa de los pegamoides, Premio Nacional de Moda 2017, empresaria oceánica con infinitas licencias –entre ellas, una de puertas blindadas–, marquesa de Castelldosríus , hiperactiva, austera, excéntrica y por encima de todo, personaje surrealista. Su relación con Luis Miguel Rodríguez, más conocido como ‘El chatarrero’ (de oro) por ser dueño de la empresa de desguace más grande de toda Europa, la ha colocado en el candelabro, del que nunca se ha caído. “He intentado que le den normalidad al tema porque vender una exclusiva sería de quinta”. 
 
Tras la sonada separación con Pedro J, abrió una compuerta vital. De imaginarse ya abuela pasó a vivir una nueva adolescencia y beber mojitos. “Hace un par de meses, estaba algo preocupada, me decía: a ver si después del primer año tan espectacular que he tenido, el mejor de mi vida, el segundo será un desastre”. Y han vuelto a volar palomas de colores. Se conocieron en una cena. Y es divertido. La clave para ella: lo puede ser un traje, un hombre, una mercería…“O me divierte todo o me aburre todo”. El ex de Martínez Bordiú y otra docena de socialités, amigo de la juerga y los toros, del Madrid del bisnis y el güisqui, la llama ya “mi novia”, y asegura que necesitaba color en su vida y ella le ha tirado el arco iris encima. “¿Y cómo es él?”. “Un marciano. Todo me sorprende. No puede entender la decoración de mi casa, igual que yo la suya…Me divierto mucho”. 
 
Ágatha, entre la moda comercial y el arte de vanguardia, es una defensora de los divorciados: “los y las divor”, dice, y asegura que están más de moda que nunca: “si el Rey Felipe VI se divorciara, su popularidad subiría como la espuma”, remata. En los años 80, Umbral, uno de sus descubridores y enamorados, le preguntaba: “¿Habéis democratizado la moda?”. “Sí. Pero yo no quiero quedarme en elitista por el otro lado, joder. En diseñadora para pasotas, liberadas y así. Ha habido que liberar la moda de las minorías millonarias y de las minorías/minorías, intelectuales o lo que sea. La minoría te enriquece o te da por el culo”. Genio y figura.
Hace pocos días se vistió de negro, en audiencia con el Papa; no fue la primera vez, ya había posado con un smoking de Saint Laurent para Fashion&Arts. “El Papa es la pera, me fui queriendo volver”, me confiesa. Inventora nata, maneja los matices de las relaciones sociales, amiga de los peces gordos y del clan de Sálvame, archifamosa y, a la vez, todo un enigma. 
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“Ganarse la vida –ha escrito su querido Luís García Montero– es un expresión que se carga de sentido en arte, no sólo porque recuerda (…) la necesidad de pagar las facturas a final de mes, sino también porque habla del deseo humano de hacerse con la vida, de llegar al lugar en el que la realidad flexible nos sitúa a cada uno en el corazón de lo que sucede”. Ganarse la vida contra el paso del tiempo. Contra tu propio éxito. Bien sabe Joaquín Sabina que ganarse la vida es también una manera de quererse a uno mismo. Le ha puesto letra a la alcoba tras un amor gastado, ha hecho gala de su malditismo en retraite, también de una sensibilidad travestida, entre el arrabal y la cita culta, entre César Vallejo y Boris Vian, Bob Dylan y Lou Reed. Y a pesar de cantarle a la pérdida y a la perdición, a las faldas cortas y a las lenguas largas, a la soledad en la multitud, Sabina vive venciendo al mito.
 Ocurrió por segunda vez, como si nada pudiera hacerse para evitar la premonición, ese fatum que las almas sensibles temen de madrugada, cuando maúllan los gatos. En el mismo escenario, en la ciudad a la que más le ha cantado, su callejero embrujado de complicidades. Le falló la voz. La afonía es una sensación parecida a cuando te fallan las piernas. Una debilidad interior, un nudo hosco que te oscurece, un silencio penitente, una sensación de ajenidad. Solo le faltaba el último empujón, pero la desesperación frenó incluso los adioses. Los técnicos fueron desmontando, y entre las grúas se extendió sensación de lo no acabado. Suspendió la gira. Se dispararon las alarmas. Y él se refugió en casa, a recuperar la voz y a leer a los poetas disidentes rusos Anna Amajtóva y Ósip Maldelshtam. “Come tortilla de patatas, sardinas y las lentejas que le hace Pepa, la señora que ayuda en casa”, me cuenta su mujer, Jimena Coronado. Cuando presentó su último disco, “Lo niego todo”, en las oficinas de Sony Music habló de su pasada mala racha con las musas. “Tenían varices, estaban viudas… pero ahora las he recuperado”, dijo. 
Contestaba a un periodista el maestro Mazzantini, amigo de la alta sociedad y también de artistas y bohemios, que se cortaba la coleta por “vergüenza torera”. No está claro el origen de la expresión, pero evoca el pundonor como divisa. Sabina, que ha confesado mil veces que canta y escribe “por cobardía”, torero de espíritu, comparte con Mazzantini el crecerse cuando la faena se tuerce. Y seguirá componiendo canciones y poemas, aunque nunca salgan como los había soñado. 
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23 de junio de 2018
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El día que fui Nieves Álvarez

"¿Has cambiado de nombre?” me escribió mi amigo Carles Sans el pasado sábado. Aún no había abierto el periódico; la mañana echada a suertes entre Mansfield Park, de Jane Austen, y Una noche con Sabrina Love, de Pedro Mairal. No suelo leer lo que escribo cuando se publica, porque en verdad no es una quien sostiene la columna, sino la columna la que te sostiene. Pensé que se habría caído la a del nombre de pila: Joan, lo que puede convertirme en un hombre catalán y una habitante de los Hamptons al tiempo. O quizá se habría alterado la o por una u; ya pocas veces ocurre, pero aprendí a tragar quina con esa Juana castellana de quien me liberé tras la muerte de Franco. Sans, siempre dispuesto al chiste, me mandó la foto por WhatsApp acompañada de los pertinentes emojis llorando de risa. Y, oh albricias, mi artículo publicado en este periódico estaba firmado con otro nombre, el de la modelo Nieves Álvarez, de quien me separan veinte centímetros de altura y varios metros de belleza.
Caramba, pensé, doce años en esta plaza picando tecla de sol a sol y me ponen el nombre de un bellezón; cuán generosos han sido los duendes de la imprenta en disimular mi metro sesenta y mis dieciséis apellidos catalanes. Entonces, le hice una súplica al jefe: “Para la próxima me pido Cindy Crawford, mi modelo preferida, de mi misma añada y con más mala leche que Nieves, que es una criatura angelical”.
Cuando te cambian el nombre, no aprecias el sabor de la errata, sino que te sientes un error en sí mismo. Nos pasa a menudo al saludar: conocemos la cara pero no el nombre. Si se trata de una persona perspicaz, te dice “que soy Josefina…”, y respiras. A veces probamos: “Hola, Ana. ¡Ay, perdona, me he confundido con fulanita!”. También recurrimos a aquello de “mejor os presentáis vosotros”, con maneras de publicista.
En una ocasión, a la artista Olga Andrino, en un pie de foto de la revista Hola!, la llamaron María José, a secas, porque sí; acaso les pareció que tenía cara de María José, dijo ella. Un año después, en este mismo periódico, los duendes le cambiaron la primera vocal del apellido para rebautizarla como el arbusto espinoso de la familia de las rosáceas. Aquella mañana recibió varios mensajes que jocosamente la saludaban como Endrino. Hablamos entonces de la pérdida de la firma y la levedad del ser.
Lo de Juanjo Millás y la Wikipedia fue mucho más fabulador: la enciclopedia colaborativa le acreditó en su página un divorcio de Carmen Laforet para, saliendo del armario, casarse con Sándor ­Márai. Ni rastro de Isabel Menéndez, su mujer real; más de treinta años juntos borrados en un clic. A partir de ahora, cada vez que me deprima recordaré el día en que fui Nieves Álvarez y me sentí un ángel en la tierra.
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20 de junio de 2018
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Vida de perros

Trae sushi a casa; el casco a un lado, la bolsa al otro. Te saluda y no ves a un hombre exhausto, sino una llama apagada, un saco de cenizas. Apenas habla, intentas arrancarle una sonrisa, está marchita; cobra cuidadosamente, da las gracias, y al cerrar la puerta permanece por un momento de su huella un olor a intemperie, la evidencia de una vida de perros. Es un biker, uno más que a golpe de aplicación de nombre juvenil acude en bicicleta o moto a repartir comida, todo rápido, cómodo, cool. Algunos aguantan silenciosos y sumisos, otros han empezado a golpear la pesada cadena. Porque no sólo cobran cuatro euros y pico disponibles 7x24 para juntar un sueldo básico, también carecen de seguro de accidentes o de salud. Hace unos días se dictó la primera sentencia que condenaba a una de las nuevas empresas con app, Deliveroo, y reconocía que el demandante, el motorista Víctor Sánchez, era obligado a ejercer de falso autónomo. Todos conocemos unos cuantos a nuestro alrededor desde que externalizar se convirtió en la palabra mágica de la remontada. Los muertos de hambre no tienen donde elegir. Trabajadoras domésticas sin contrato y sin festivos, becarios explotados que producen más que los séniors, repartidores de propaganda callejera que no consiguen disimular su humillación conforman un retrato de la precariedad sistémica. Afloran las voces de colectivos hasta ahora invisibles como las kellys –camareras de piso que no llegan a cobrar un euro a la hora y sufren penalidades variadas– o las aparadoras de calzado de Elx, esas mujeres sacrificadas hasta la extenuación sin las cuales no se terminaría a tiempo una producción de zapatos de lujo. Trabajan en su casa, les entregan el material sin instrucciones, inhalan y tocan una cola adhesiva y altamente tóxica para pegar lazos, adornos o plantillas, enferman, envejecen, y a pesar de mantenerse toda la vida vinculadas a las empresas que las subcontrataban, no tienen derecho a nada. “40 años trabajados”, pero sólo “6 cotizados”, se leía en muchas de sus pancartas el pasado Primero 1 de Mayo.
Economistas y sociólogos advierten que las empresas van a convertirse en plataformas de trabajo, externalizando cada vez más funciones. Cualquier joven sabe que no basta con un buen CV: está condenado a tener que inventarse su propio trabajo, acertar con el foco de la demanda y subsistir. Porque existe una cara B de la llamada economía colaborativa, que desde los años de la crisis viene floreciendo, impulsada por sus promesas de flexibilidad y dinamismo (este modelo representa ya un 1,4% del PIB español). Su fundamento consiste en hacer de intermediarios digitales que crean redes y pueden ofrecer precios muy competitivos dada su reducción de costes. Tan sólo necesitan una implicación constante de sus usuarios para seguir generando negocio, y una remesa de esclavos. Es la última mutación del capitalismo. No han inventado la precariedad, pero han elevado su soberbia en un mensaje escueto, de capataz : “Lo tomas o lo dejas”.
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18 de junio de 2018
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El Boomeran(g)
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