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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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También se duerme en la cama

La soberbia posmillennial se alimenta en la cama, el lugar preferido de los adolescentes. Viven más de la tercera parte del día en ella, tumbados en posición de estrella marina o de ravioli, y no se creen vagos, todo lo contrario. Sobre el colchón, las sábanas abatidas a los pies, comen, beben, se entretienen y comandan sus sentimientos desde una pantalla. En Francia, nueve de cada diez chavales no van al catre sólo para dormir. En Le Monde, le preguntaban sobre el fenómeno a un psicoterapeuta afamado, Pierre Lassus, que aseguraba que no hay que alarmarse, que este hábito consiste en un ejercicio de libertad, un rito de pasaje en su formación.

 

Es su territorio inviolable, atesoran la sensación mullida, la penumbra que todo lo retrasa. Hay tantas cosas que no pueden sucederte en la cama, deben pensar, sintiéndose a riesgo de casi todo, excepto de la propia mente que se ha habituado a la indolencia. Los de la Generación Y o Z deberían leer Oblómov (Alba); disfrutarían con el encantador personaje de Goncharov, un radical la vida echada cuya desafección del mundo únicamente halla acomodo en su lecho. Porque ellos han sustituido la verticalidad por la horizontalidad. Aseguran pensar mejor postrados, y así, estudian, escriben, cabecean y socializan en redes desde ella, con su bol de cereales o su lata de refresco.

 

La viuda del escritor Juan Carlos Onetti, la violinista Doris Muhr, comentaba recientemente algunos aspectos cotidianos de su vida en común. “Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama, porque consideraba que era donde pasaba todo lo importante, pero en realidad era pereza”, confesó. Ahora, una cosa es ser Onetti y permitirte creer que en el lecho ocurre todo lo importante, y otra empeñarse en vivir echado. Al extremo de que a tal patología se le denomina clinomanía, una enorme desgana, además de una impotencia atroz para despegarse de la sábanas. Los expertos lo diferencian de la pereza, y aluden a una glorificación exagerada de la intimidad. Y a una negación a la vida activa.

 

Las madres recogemos latas vacías cuando los hijos no están en su cueva. Les llamamos vagos. No abren un periódico. No comen conejo, y si se lo recriminas te dicen que lamentablemente fueron socializados para no comerlo. En su determinación se refugia el malestar, un freudiano matar al padre o a la madre azuzado por el cambio de paradigma que tiene a sus viejos tarumbas. Más que nunca, la cama ocupa el centro de su vida, libres y a salvo, sin necesidad de añorarla como los adultos, que nos mantenemos de pie pero desearíamos dimitir de la bronca nacional y hallar solaz sobre el colchón y la almohada, en ese pequeño templo de la condición humana.

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12 de septiembre de 2018
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Lujo de juguete

Cómo no va a haber crisis de manteros si les llamamos a gritos para relamernos con sus Gucci y Vuitton a cuarenta euros sin necesidad de viajar a Chinatown, una procesión muy estilada en los noventa, cuando los españoles de clase media regateaban en los Rolex y Cartier con ahínco vicioso. A cuántas señoras perladas he oído encargar en la acera otro igualito para su cuñada; pronuncian marca y modelo, redichas, con el mismo orgullo que si fuera auténtico. Sin escaparate ni mostrador, pero brillando en sus poliespanes, se ofrecen como una mentira piadosa.
La vida sirve paradojas: subsaharianos que escaparon en patera de hambrunas o guerras civiles sobreviven a fuerza de diferenciar un Chanel de un Michael Kors. Qué entienden plagios y patentes. Son los ángeles del lujo para currantas o jubiladas que desearon llevar un bolso de marca y nunca pudieron costeárselo; ahora lo tienen, aunque sea de juguete. Y para las millennials low –las niñas mimadas del consumo global, que se proyectan en los valores de sus marcas con frenesí– el primer contacto con la firma soñada es el top manta.
La proliferación en el espacio público de estos tenderetes sin techo responde también a una demanda sumergida, la de una clase media desencantada, privada de la posibilidad de calmar sus infiernos con el opio del capricho. La burbuja del lujo es tan poderosa que a lo largo de los últimos veinte años ha triplicado su valor –de 97 a 262 billones de euros–, según el último informe de EAE Business School, Radiografía del nuevo universo del lujo, dirigido por el profesor Eduardo Irastorza. A pesar de la crisis, el paro, la austeridad y todos los temblores que han padecido profesiones y empresas, el lujo crece imparable, acompañado por el fulgor que contiene su palabra en todos los idiomas. En nuestro país nunca había habido tantos ultrarricos (quienes declaran fortunas personales superiores a los 30 millones de euros), según datos de la Agencia Tributaria. El llamado lujo experiencial y el luxury transportation son nichos al alza, además del marketing de las ciudades: viajar para ver escaparates y cenar entre estrellas Michelin colma aspiraciones y produce un sentimiento confortable.
Pero hay un dato romántico en el informe: nueve de cada diez de las marcas de alta gama más consumidas son europeas. Por algún lugar tenía que salir la frustración. El abandono de esa idea de Europa parecida a sus cafés, que hoy no es ni agua azucarada, recobra vigor espiritual. Los relojeros suizos, los curtidores franceses, los mecánicos alemanes y los poetas italianos que insuflaron de alma a un nombre han logrado que su memoria permanezca. Crearon un concentrado de deseo que se ha globalizado. Desde sus orígenes, lujo mundial sigue siendo liderado por un viejo continente, cuna de la cultura occidental, que no sabe muy bien qué hacer con sus top manta y sus copias falsas.
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10 de septiembre de 2018
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Amarga recompensa

Nada más empezar las vacaciones me robaron. El mismo día en que estrenas un estado de ánimo expansivo e inquebrantable gracias a la fortuna de regresar al mar de todos los veranos, al deseo cremoso de la arena de Es Calo y de los tomates de huerto de Barbaria. Riquísima me sentía yo con mis dos semanas, todo hojas en blanco, el teléfono debidamente silenciado, cuando fui a comprar los billetes para el ferry y dejé mi equipaje al resguardo de mi sacrificada familia. “¿Dice papá que si tienes tú la bolsa?” me preguntó la niña al instante. Ese ligero temblor de piernas, palparte el cuerpo al acto, buscar donde no hay, perder la cabeza hasta aceptar que ya no tienes lo que tenías. Los ladrones observan sin ser vistos. Son magos haciendo desaparecer objetos en lugares de tránsito, rateros del descuido. El delito tiene alas en los pies. La pena resignada, en cambio, es de larga digestión.
En mi bolsa llevaba un iPad Pro, las gafas de ver, una cartera, un sombrero comprado en Los Angeles –¿cuándo regresaré yo a Venice Beach?– y un cuaderno de tapas rojas. Yo sí creo en las libretas y en su resistencia al tiempo. No escribo cualquier cosa en la primera página. Y además añado mi nombre, el teléfono y una llamada que anticipa el desastre: “si encuentra este cuaderno, llame aquí. Se dará recompensa”. Tras cinco días de melancolía fetichista en los que soñé con él, padeciendo al intentar recordar lo que contenía, me llamaron de una tienda de vinos. Un empleado lo había encontrado en la calle. “¡Qué alegría me da!” le dije, imitando a esas mujeres piadosas y educadas. Gratifiqué su llamada con 50 euros; debió parecerle poco. Si escribes la palabra recompensa, mójate.
Lo entendí al cabo de una semana: “Llamo desde una cabina, tengo poco crédito… He encontrado el iPad entre unos matorrales. Yo no se lo robé. No tengo trabajo”. Mi hija había activado la búsqueda del cacharro y tiró por lo alto con la recompensa. “Dice que dan un dinero, y un amigo policía me ha dicho que me tiene que dar lo que pone”. Le sugerí que quedásemos en una comisaría para resolverlo. Se negó. Justo estaba leyendo los Siete cuentos morales de Coetzee (Random House) cuando empecé a negociar con mis propios ladrones. Del resto de la bolsa, nada. Me sentí una astronauta y recordé a Ray Donovan y su manera de parecer bueno siendo amoral. Quedamos al cabo de cinco días, ya de regreso a casa. Eran dos; la piel llena de pústulas, los dientes de la calle. Uno llevaba el iPad escondido en el pantalón, el otro la funda con un cartón dentro. Les di la mitad del dinero, sintiendo la extraña sensación de pagar por lo que es tuyo. Secuestros exprés de objetos, hurtos de ida y vuelta, y no sé qué te deja más resaca, si la pérdida o la recuperación.
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5 de septiembre de 2018
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Lleida no pasa por London

Lo leo en artículos y en redes, lo escucho a gritos en un plató, con un puntillismo fonético que resulta acaso más violento: “Lérida en castellano se dice Lérida, igual que Londres”. Mira que comparar la capital de la Terra Ferma con la imperial City, ¡qué pomposos son los clérigos de la corrección lingüística española! Estoy por empezar a pronunciar la voz árabe de Larida, o por utilizar el Leyda medieval, que tanto se parece a la fonética que gastaban aquellos voluntariosos al bajar con los esquís y el Moncler en la estación Yeida-Pirineus.
Ha habido un viaje en el tiempo, fractura de por medio, mareas de lazos amarillos combatidas con rojigualdas. Esa es la excusa de los que se autolesionan con los idiomas en lugar de gozar de su vaselina comunicativa. Las lenguas son puro amor de madre: un trasvase emocional desde la canción de cuna, una señal de pertenencia que trasciende al paisaje o la costumbre. Al llegar a un nuevo territorio, aprendemos a decir buenos días y gracias. Nos acercamos a lo autóctono y empatizamos con su habla desafiando el pudor. Desde que fenicios y griegos difundieran el alfabeto, la propagación de las lenguas ha permitido rastrear la historia humana. Cuando desaparece una, todos nos apagamos un poco.
Encuentro en La prosa de Màrius Torres (Edicions Universitat de Barcelona) un artículo publicado en marzo de 1936 en L’Ideal –lo firmaba como Gregori Sastre– en el que comentaba las siete consignas del comité de catalanización. De la séptima, “parleu català a tot arreu”, apostillaba: “Creo que con ‘hablad catalán en Catalunya’ es más que suficiente”. Este verano, en un debate de televisión, una contertulia sentada a mi lado afirmaba: “Es un dialecto del español”. Recordé aquel viejo ardor de estómago: cuando yo era Juana en el DNI y tenía que corregir cada dos por tres a quienes traducían mi nombre.
Me indignaba que mi lengua antigua fuera considerada de segunda, y, a pesar de los casi diez millones de personas que la hablan, de nada valía sacar las plumas: ¿qué podían importarles el origen del catalán, los sustratos que la cimentaron, incluso que palabras como ­añoranza, pincel u orgullo permearan al castellano?
Y ahora comparan mi Lleida con London –ahí está el quid de la cuestión, le otorgan el mismo tratamiento que a una ciudad extranjera–, aunque su denominación original fuera aprobada por real decreto hace 26 años. Mientras unos boicotean el fuet, otros repiten Gerona y Generalidad a modo de un activismo no menos furibundo. La im­posición de una lengua sobre otra, siendo ambas oficiales, promueve un discurso ideológico que no busca sino la justificación de un poder. Hacer polí­tica con la lengua es maltratarla, ol­vidar su naturaleza de canal y no de ­albañal. Porque atizar la discordia con los nombres de ciudades e instituciones demuestra una vez más que, en un conflicto, puede perderse incluso la vergüenza, pero nunca el respeto.
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3 de septiembre de 2018
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La pereza, esa gamberra

No sabemos exactamente qué repara el verano, pero lo aguardamos con fe, como si con él resucitáramos a trozos. Perder el sentido de la urgencia, ese es el mandato interior y a la vez el desafío, al igual que desocuparse y despreocuparse. Pensar las vacaciones equivale a proyectar la felicidad, una quimera imposible de sostener a largo plazo pero lo suficientemente coqueta para dejarse seducir a sorbos. El filósofo Ismael Grasa escribe en su delicioso libro La hazaña secreta(Turner), que “lo que quizá haga valiosa nuestra esperanza es que no tenemos ninguna razón para tenerla”.
Esta semana, un compañero publicista me contaba que él trabaja el doble en julio porque es el mes del año en que obtiene mejores resultados: “Ya se sienten con los pies en la arena, y con esa euforia es imposible decir que no. Por eso se alcanzan acuerdos con mayor facilidad. Es la excitación del fin de curso”. Julio es hoy un nuevo diciembre; las empresas cierran el primer semestre, anticipan cifras para terminar el año y aquilatan presupuestos. Se trata de una sensación parecida a llegar a la mitad del trayecto. Y, en nuestra eterna contradicción, corremos para poder parar, y nos subimos el ánimo para desmayarlo en cuanto apaguemos el teléfono.
¿De dónde viene esta dicha? ¿Qué tipo de ingenuidad altera los sentidos? Repetimos histriónicos “¡no puedo más! Suerte que sólo me quedan tres días...”, conscientes de que rozamos el límite de la extenuación y de que nos multiplicamos de forma absurda sin que nadie nos lo pida. Las vacaciones son la promesa postergada, los tártaros del desierto de Buzzati que nunca llegaron, el esperado Godot, la re­presentación de todo aquello que aguardamos largo tiempo y que luego pasará por encima de nosotros en un instante, desvaneciéndose sin que apenas lo saboreemos.
“Respondamos a la ambición que ella misma es la que nos hace apetecer la soledad” aseguraba Montaigne. Vivimos todo el año luchando contra lo que ahora deseamos: la pereza, el más light de los pecados capitales. “Repugnancia al trabajo”, dice el diccionario. Vicio que aleja del trabajo y del esfuerzo, flojedad, descuido o tardanza, negligencia, tedio o descuido, indolencia. Dejarse mecer por las horas sin buscar ninguna acción-reacción en las cosas. Mientras el resto de pecados pertenecen a un esquema de rudimentaria psiquiatría acerca de neurosis o conductas alteradas, la pereza no embiste contra el mundo y carece de tintes diabólicos. Es abandono y renuncia, con una aceptación casi mística del no hacer nada. Si acaso, cerrar los ojos e imaginar todo aquello que podría suceder. No despegarse de las sábanas, desperezarse lentamente, recuperar el verbo ronronear, sentir la corriente de aire que entra por la ventana, celebrar el desentendimiento con las horas. Las vacaciones, esa estación intermedia entre el sueño y la vigilia.
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30 de julio de 2018
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Maravillas etéreas

El ojo, demasiado acostumbrado a la novedad, ha terminado por exigir estímulos más abstractos. No basta con que un objeto, un mensaje o una fragancia innoven, se les pide un plus: hacernos experimentar un estado de relajación, de entusiasmo o de placer íntimo. La perfumería, siempre punta de lanza, se dedica ahora a recuperar la memoria olfativa más personal; “suflé de seda” o “almendra deliciosa” se denominan dos nuevos aromas de Dior. Los perfumes niche se fundamentan en su inmateria­lidad y traen olores de la tierra después de la lluvia, de paseo marítimo, de barbería e incluso de jazz club –como el ideado por la Maison Margiela–. Ya no pretenden clonar el efluvio de flores o especias, sino que se proponen reproducir recuerdos.
El cansancio de un consumo homogeneizado, repetitivo, sin alma, ha hecho mella, como si hubiese desaparecido el sentimiento de la corazonada en el acto de comprar. El atajo virtual sustituye el tacto por la eficiencia, y las sociedades líquidas se sueñan hoy etéreas. Por ello, los patrimonios inmateriales son reconocidos cada vez con mayor entusiasmo por la Unesco. Más allá de “catalogar, preservar y dar a conocer” lugares y tradiciones excepcionales, la agencia de la ONU para la educación, la ciencia y la cultura reconoce como joyas de la humanidad desde el silbo turco al yoga, que acaba de ser incorporado, pasando por la tradición cervecera belga, el arte ora­torio jocoso de Uzbekistán –llamado ­ askiya– o la caligrafía china. El espeto de sardinas malagueño está aguardando encontrar su hueco, al igual que el flamenco. Y aunque España sea el tercer país mejor tratado por la Unesco, suma pocas maravillas inmateriales, acaso porque esa poética parece inasible en un territorio con las identidades tan re­vueltas.
Afirmaba Georges Perec que su problema con las clasificaciones es que no son duraderas: “Apenas pongo orden, dicho orden caduca. Supongo que, como todo el mundo, tengo a veces un frenesí del ordenamiento”. Leer a Perec, igual que a W.G. Sebald o a Nuccio Ordine y tantos pensadores de lo infraordinario, te reconcilia con lo inmediato. Desde su lógica, podría entenderse la monumentalización –aunque sin publicidad– de los bistrots parisinos, que ahora piden los franceses como símbolo de resistencia contra el terrorismo. Los madrileños, por su parte, quieren que su pulmón verde y su eje museístico sean reconocidos mundialmente. ¿Ambición de pedigrí? ¿Buenas intenciones del igualitarismo intelectual? O tal vez sea una nueva fórmula para congelar la vida cotidiana en movimiento, esa que nunca será paisaje ni monumento, pero cuya maravilla nos reconforta igual que nuestra almohada.
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25 de julio de 2018
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Nada queda en familia

Es viernes por la tarde. Las familias del PP aplauden a su exlíder, uncido ya a la leyenda. Exhortan su figura y el reconocimiento se convierte en adoración. El ambiente detona un reguero de pólvora emocional en una aparente actitud de tregua, a pesar de la discutida contienda. Han puesto alfombra para hacer catarsis. De Cospedal llora al escuchar el himno de España, acaso su magdalena la conduce a tiempos mejores en una plaza de Armas, pasando revista a las tropas. Luis de Grandes saca su corazón gaditano: “Nos duele en el alma que nos dejen”, y a Rajoy se le rompe un pedazo, los ojos húmedos. El sentimiento coloniza y entierra por momentos el enconamiento de la campaña. Durante un mes, Pablo Casado fue creciendo un centímetro al día, custodiado por un Margallo que profería “todos a uno (contra Soraya)” y la eterna amiga de contienda, Cospedal. Y anunciaba casi a tiempo real los votos que iba sumando. A ambos candidatos les salían sus cuentas. Hubo estrategias de comunicación antagónicas: Casado montó una especie de consejo de ministros en el asador Jai Alai (“fiesta alegre” en euskera), un local emblemático en la transición, tradicional y caro, donde se exponen fotos de primera comunión con trajecitos almidonados, mientras Sáenz de Santamaría compartía pizzas en la sala de reuniones con el equipo en mangas de camisa, antes de cerrar traca en Vallecas.
Rajoy habló en modo pope, y dijo: “Somos los mejores”. Se reivindicó desde el principio. El amor a España le permitió un sorbo de lírica marianista, y dijo haber conocido “la España seca y la mojada”, también que no la había visto “a vuelo de pájaro sino a ras de tierra”. No era el día para recordar la corrupción, ni el austericidio, la ley mordaza o la quiebra de Catalunya. A la manera del canciller alemán que sostenía que “en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”, el expresidente, de nuevo registrador de la propiedad, inundó de nostalgia el Marriott de extrarradio.
Puede ser que en algún momento, los compromisarios, tentados por uno y por otro equipo, cambiasen su intención de voto, e incluso que soñaran desmarcarse de los dos frentes que han quebrado esa palabra que Rajoy intentó fraguar a la gallega: unidad. Nunca la hubo. A pesar de los intentos de la candidata más votada en la primera ronda, el aroma fragante de la victoria animó a Casado, que se puso el traje de ganador, blandiendo sus 37 años como parte del programa. Mientras, los de Saénz de Santamaría exaltaban el factor femenino, lamentando –con los ojos abiertos en modo emoji– que tras 40 años de restauración democrática ninguna haya accedido a la presidencia del partido ni del Estado.
Mariano Rajoy se despidió prometiendo ser leal, quizá escondiendo un reproche que activara las neuronas espejo de quienes no lo han sido con sus compañeros y han alimentado ese fatal plural en la política: familias.
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23 de julio de 2018
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Los modernos chivatos

El pasaje dormitaba dentro de la aeronave; habíamos alcanzado ya esa atmósfera en la que la voluntad se desparrama sobre los asientos y la noción del tiempo se convierte en lejanía. Pedí un zumo, y el asistente de vuelo lo derramó sin querer sobre mi mesa. Me pidió perdón y palideció. Le respondí que no pasaba nada, pero me confesó en voz baja: “Si algún compañero lo ha visto, tiene órdenes de informar al superior. Y por esto me pueden echar”. No le escondí que me parecía exagerado, a lo que añadió: “Es el management de la excelencia: no puedes fallar”. Nuestra sociedad, cada vez menos laxa y también más constreñida, quiere convertirnos en vigilantes al acecho, porque el buen ciudadano es hoy un delator en potencia.
A mitad de los años sesenta e instalado en nuestro país, Orson Welles resumía a un par de jóvenes críticos de cine españoles la verdadera causa de la herida macartista en un impagable titular: “Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas”. Y añadía que “las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy. Fueron ellas mismas las que se demolieron, dando paso a una nueva generación de nihilistas”. Pero, a pesar del cambio generacional, la delación ha quedado prendida en la solapa de la identidad social. Tras los escándalos de abusos sexuales en Hollywood, la cultura de la tolerancia cero ha prometido lejía y amoniaco, e incluso, de modo preventivo, trata a más de un justo de pecador.
En el protocolo fijado al firmar un contrato con algunas plataformas digitales, uno debe aceptar determinada manera de mirar a mujeres –y a hombres–, y hasta se minuta la duración del abrazo. Y, por supuesto, también se anima a atisbar al compañero y sacrificarlo igual que un cordero si consideras que se ha pasado de la raya. Una frontera marcada con subjetividad, que hace que algunos se sientan investidos del poder de defenestrar al otro sin necesidad de más pruebas o juicios. El problema es el punto de vista, lo que significa para unos y otros pasarse de la raya. Entre la denuncia judicializada ante un abuso y el descrédito indiscriminado existe la misma diferencia que entre la categoría y la anécdota. Pero la difamación mediática, el victimismo que da share y el oportunismo que confunde exigencia con despotismo –así le ha ocurrido a Lluís Pascual– componen la foto de un espíritu acartonado, gregario, poco abierto de miras.
Hace unos días vi a un mendigo en la ­tele, un nuevo pobre, joven aún, que dormía en la calle. Buscaba escondrijos, un cubierto para echar el saco. Pero siempre hay alguien, contaba, que se toma la molestia de llamar al orden para que lo ­expulsen de esos cubículos peor que a una rata. La frontera entre denuncia y ­delación es espesa, una niebla altamente peligrosa.
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18 de julio de 2018
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Marianazgo o aznarato

Esa sensación de normalidad que ha querido transmitir Mariano Rajoy regresando a su viejo oficio ofrece lecturas dispares. Hay algo encantador y literario en la figura de un hombre que pasa de ocupar la Moncloa durante siete años a vivir de lunes a viernes en un hotel de cuatro estrellas con vistas al puerto deportivo de Alicante. Es evidente la quemazón de la herida, así como la férrea voluntad de abandonar la política como se deja una droga dura. Ni presidencia del partido, ni Consejo de Estado, ni fundación, ni conferencias bien remuneradas con traducción simultánea. Rajoy ha querido romper con su propia historia de una forma tan radical que la lógica parece responder a la del tipo que superó su propia ambición y sólo desea ser pasado.
Tras su paso atrás, parecía que el Partido Popular, urgido por la ascensión naranja, iba a aprovechar la ocasión para abrir ventanas en Génova y renovar el aire, y, en cambio, según han ido transcurriendo las semanas nos ha hecho viajar por un túnel del tiempo con una irreal sensación de déjà-vu. Los populares han detestado siempre el desconcierto, aunque vivan desde hace años instalados en él por culpa de sus tesorerías. Dos de los guardianes de las esencias peperas, líderes históricos en cuyos mandatos camparon a sus anchas las tramas Gürtel y Púnica, Aznar y Aguirre, han mostrado estos últimos días su alergia a los cambios y han querido ejercer de padrinos del novio, quien, homena­jeando a Josemari, declaró que habla gallego en la intimidad.
Lejos de reforzar la idea original de un partido conservador, unido, centrado y unívoco, despiadado con los adversarios, las primarias del PP han demostrado que hoy por hoy es todo lo contrario: un partido dividido hasta el enconamiento, con distintas facciones y modelos. De la eterna enemistad personal de Sáenz de Santamaría y Cospedal, pasando por el viejo rockero Margallo –cuyo principal propósito ha sido impedir la victoria de Soraya– y hasta el enfrentamiento entre la gestión experimentada que encarna la ­exvicepresidenta marianista y el bastión de la sacrosanta ideología de “libertad, unidad de España, familia y seguridad” en que se ha convertido Pablo Casado. Ella llegó hace veinte años al partido como asesora, meritocracia en vena. Y tiene el horizonte judicial despejado, mientras que él ha sido alumno aventajado en convalidaciones. Pero, incluso si la papeleta de la elección del nuevo líder se solventara sin debate ni bronca, esa proeza sólo retrasaría la gran asignatura pendiente: redefinir un PP reventado por la corrupción y reorientar su brújula, a fin de no acabar canibalizados por sus más directos competidores en el nicho liberal-conservador. Sin esa reflexión, y sin cambiar las estampitas de su santoral, ya pueden aplicarse la lección del maestro Churchill: “La política es más peligrosa que la guerra, pues en ella sólo se muere una vez”.
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16 de julio de 2018
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Mayordomos para el ego

Estrenan especialidad, y se anuncian como mayordomos de Instagram, pero bien podrían ser los mismos que un día te hacían el álbum de la boda y otro te alargaban la tortura al salir del parque de atracciones. Hace unos años, los fotógrafos ambulantes empezaron a sofisticarse entre hamacas mediterráneas, con sus rastas rubias y una sonrisa que parecía franca. Convencían a los bañistas para sacarles una foto “artística” a los críos aún con la vieja idea de enmarcar lo memorable: arena, mar, blanco y negro. No sé quién fue el primero, ojalá se tratase de un cámara en paro que se dijera, “pues vamos a hacerle instas a la peña”, y emprendiera un negocio consistente en mejorar la identidad digital a golpe de clic. Acaso lo más discutible sea el concepto de mayordomo, subvirtiendo la naturaleza de la red y pasando del “hazlo tú mismo” a contratar absurdamente un servicio prémium para lucir mejor.
Algunos hoteles de lujo han diseñado ya InstaTrails, itinerarios que incluyen localizaciones para que sus clientes posen ideales y dejen atónitos a sus seguidores, exhibiendo de paso sus instalaciones. Tienen calculada la luz y los colores del atardecer, la composición del plano, hasta la justa altura del tronco de la palmera sobre el que va a desfilar su clienta a modo de pasarela, con la misma naturalidad de cada día, como si hubiese nacido para andar descalza sobre la corteza tropical.
En los últimos años han cambiado las tornas, y la realidad se pone al servicio de la virtualidad. No importa tanto vivir el momento como su repercusión en redes, y la alegría de recibir corazones, emojis y me gusta. ¿Quién no ansia ser querido, reafirmado por una panda de palmeros invisibles que jalean tus pasos, aunque se trate de un agasajo de cartón piedra? La adulación es un sucedáneo del Prozac, a pesar de sus efectos se­cundarios.
Para muchos internautas, la conexión con el mundo a través de Facebook o Snapchat resulta uno de los momentos más placenteros del día. Familias que se comunican entre continentes, amigos que se siguen con delicia y envidia, jóvenes que se inspiran y se provocan. Luego están los exhibicionistas, las celebrities de la red que se convierten en personajes. El filósofo británico Julian Baggini, autor de La trampa del ego (Paidós), afirma que la identidad no se basa en la concepción de un yo inmutable, “sino en una idea coherente de la narrativa que cada uno de nosotros crea para sí mismo y los valores que la sustentan”. Los flujos de imágenes edulcoradas que desfilan por el escaparate de monerías que es Instagram evidencian –además de una gran cantidad de gente ociosa– que posar en la red no es sólo un entretenimiento sino un veleidoso modelo de vida.
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11 de julio de 2018
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El Boomeran(g)
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