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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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Welcome Barnamad

Podría ser el nombre un nuevo local de copas o de un festival de verano, incluso de un mercado donde el fuet y los callos, la mistela y el chinchón convivieran con alegría, pero se trata sólo de una tentativa imaginaria: el nombre de una utopía que propone el periodista Miquel Molina en su libro de urgencia. Alerta Barcelona (Libros de Vanguardia), siguiendo la teoría de Greg Clark –autor de Global cities, a short history– acerca de las ciudades complementarias en lugar de rivales, como Río de Janeiro-São Paulo o Sydney-Melbourne. Ya ha habido diversos intentos de tender puentes, acueductos, jumelages –tal y como se decía en florido– entre Madrid y Barcelona, dos urbes cosmopolitas y resilientes, que han remontado penurias y luchado contra la barbarie. Se dice que la una es grandilocuente y la otra estilizada; meseta versus Mediterráneo; el amarillo terroso velazqueño enfrentado al azul poético de Miró; castiza y zalamera, la otra más contenida y seca. “Los madriles” aún resulta una manera altanera de referirse a la que fuera Villa y Cor-te, tan monárquica como republicana.
A lo largo del tiempo he observado las diferencias en la vida cotidiana de ambas ciudades. El agua del grifo, la luz del cielo, los horarios de oficinas y comercios, la oferta de embutidos –mucha más caza en Madrid, además de capón relleno– los papeles pintados en las paredes de las casas o la tasa de humedad. Mientras los catalanes se pirran por organizar pica-picas, pasados los Monegros las tapas se toman de pie, incluso con tirantes rayados, un estilo denostado en Catalunya, donde, entre ellos, imperan las camisas negras y las gafas de varillas coloreadas, al tiempo que ellas evitan los joyones que ex­hiben sin culpa y con la melena bien ahuecada las señoronas del barrio de Salamanca. El carácter catalán obliga, en los mails, a despedirse con un merci o un salut,pero en la capital española todo quisqui que no sea borde se besuquea y abraza hasta por escrito.
Con todo, son más numerosas las coincidencias que las brechas. Comandadas por sendas alcaldesas progres que, se pensaba, harían volar cometas, creativas como un Tierno Galván o un Maragall, hoy madrileños y barceloneses se resienten de la suciedad y el caos del tráfico, barruntan sobre los problemas de sus centros, repiten que los alquileres están por las nubes, igual que las escuelas infantiles, y protestan porque muchos accesos públicos no están adecuados para sillas de ruedas.
Tras los estragos del procés se ha puesto de moda repetir una misma cantinela: que Barcelona ya no es lo que era, otrora cosmopolita y vanguardista, la que fuera admirada por madrileños y andaluces, y en la que ahora apenas palpita la vida cultural porque la gente vive en tensión, las familias andan peleadas y los niños apenas farfullan el castellano. Y eso es tan demagógico como afirmar que Madrid es una ciudad henchida de facherío, clasista, pomposa, y llena de españolazos.
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19 de noviembre de 2018
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Hable con mi marido

ue una frase hecha en los años sesenta, cuando las mujeres no tenían derecho a una cuenta corriente propia: “Esto lo habla con mi marido”. Aunque tuvieran dotes suficientes para tratar cualquier asunto –excepto el de expender un cheque–, habían sido educadas para delegar. Se fueron emancipando por puro sentido común: qué cansino resultaba tener que recurrir al marido para comprar una enciclopedia a plazos o llamar a un fontanero. A veces abrían la puerta y empezaban a hablar con el enviado de turno, hasta que oía por el pasillo la voz de Manolo: “¿Quién es?”. Y Manolo tiraba por la borda lo que con pericia su abnegada esposa había conseguido torear, fuera la letra del banco o una queja de los vecinos.
Durante años se dijo aquella estupidez de que detrás de todo hombre importante hay una mujer ídem. Las feministas, en los noventa, reivindicábamos que debían de estar al lado, no en la retaguardia, pero aquella no era la realidad. Hasta que las mujeres empezaron a mandar y a sostener el poder, algo que, en un clima de desconfianza y de extendida maledicencia, por nada del mundo podían hacer solas. Se les buscó pigmaliones y se las redujo a meros instrumentos, rostros femeninos en portavocías y senados. No tardaron en airear las primeras fake news machistas que siempre han acompañado las leyendas de féminas bien colocadas: que si se habían acostado con el presidente, que si eran marimachos, y, cómo no, que el que en verdad mandaba era el marido.
Durante décadas, las mujeres poderosas han tenido que demostrar su independencia. Recuerdo a la querida y malograda Carme Chacón, cuando tuvo que soportar una y otra vez que se publicara en destacados que su marido influía en todas y cada una de sus decisiones, poniendo en cuestión todo un Ministerio de Defensa, con su estructura jerárquica, sus galones y consejos. La última en recibir y salir victoriosa ha sido Irene Montero: 70.000 euros les toca pagar a siete magistrados que la insultaron en un supuesto poema.
Por ello resulta tan triste, tan errático, el papel de María Dolores de Cospedal entonando el “eso lo habla con mi marido”. Y el encorchetado López del Hierro, con su chaqueta cruzada, tan sevillí y gracioso, incluso llegó a hablar en nombre del jefe de su mujer. Porque la todopoderosa Cospedal, antigua Guapa de Albacete, la joven scout de las monjas dominicas que tantas veces pidió asistencia de las feministas y le contrariaba su silencio, recurría a su marido en un paternalismo que ahora quiere disculpar, no porque estuviera mal, porque fuera indigno que una secretaria general acudiera a su churri para jugar a los ángeles de Charlie, sino porque ahora al pobre le hacen la vida imposible. Va de retro.
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14 de noviembre de 2018
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De ratas y rateros

 
Captura de pantalla 2018-11-12 a las 12.18.00
Ocurrió en Nueva York, en una cena de cumpleaños. Mis amigas Lorena y Olga fueron a cenar a The River Café, una especie de plató que hace felices a los turistas que quieren sacar fotos del puente de Brooklyn y formar parte del fotograma universal. Sobre la mesa con vistas al río, el pan tierno, la ensalada templada, hasta que escucharon un crujido seguido de un temblor de las vigas de madera del techo. Una rata cayó sobre la mesa y su cuerpo inerte, peludo, con su olor feroz, acabó con el brillo de las copas y con toda la belleza que cabía aquella noche sobre el puente. 600 gramos de asco en el cubierto que el camarero, raudo, cubrió con una servilleta blanca. Porque un rata ensucia la mirada. Es un bicho de cloaca lleno de gusanos que transmite bacterias y engorda con la basura. Astutas y organizadas, resultan un clásico de la intimidación que merodea entre la pobreza y la mugre, un roedor con el que no se puede jugar. Pero convivimos con ellas, y de qué manera.
Nueva York vivió bajo la leyenda de que la habitaban más de ocho millones, una por habitante, y su vida secreta construyó diversas leyendas urbanas. Se cree que el número esté hoy cerca de los dos millones. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas hay en Madrid, pero Barcelona ya dispone de un censo de ratas de alcantarilla: 200.000. Me viene a la memoria la novela de Bohumil Hrabal Una soledad demasiado ruidosa (Galaxia Gutenberg), cuyo protagonista no se cansa de repetir que lleva 35 años prensando papel viejo en un sótano: “Oigo claramente el alarido de las ratas, el sonido de la carne roída, los aullidos y los gritos de victoria, el chapoteo de los cuerpos que luchan dentro del agua (…), pero yo ya sé que al abrir la tapa o la reja de cualquier alcantarilla y al bajar al fondo, en todas partes he de oír ese mismo fragor bélico”.
Aflora también otro dato paralizador: en la Barcelona de los narcopisos y las reyertas se producen quince hurtos cada hora, según el Ayuntamiento. Los expertos en control de plagas afirman que mientras no se vea a los roedores, estos no son un problema. Y con la criminalidad ocurre lo mismo: los robos con violencia y la venta de droga a plena luz acaba con una de las sensaciones que más certeramente definen la calidad de vida en una ciudad, tal y como se la escuché definir en la Ser al alcalde de Pontevedra: “Es salir de casa y hallar en el espacio público una prolongación de la misma”. La inseguridad crea una atmósfera cargada, mientras que la suciedad es sinónimo de malestar y de una considerable falta de amor propio. En estos tiempos tan obcecados en la limpieza interior, donde todo se requiere detox –de los zumos a las relaciones–, las ratas y los rateros nos recuerdan que, a pesar de sentirnos a salvo entre nuestras paredes blancas aromatizadas con velas de vainilla, estamos rodeados de mierda.
P.D. A mis amigas, aquella noche las emborracharon con Moët Chandon y les pusieron una limusina. Aún hoy huelen la rata.
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12 de noviembre de 2018
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A micrófono cerrado

La periodista olfatea al entre­vistado nada más saludarle. No le mira, escruta sus pupilas y sus pestañas, interpreta sus manos cuando se enlazan y retuercen,­ ­inclina la cabeza cuando él lo hace. Busca la ­verdad, y bien sabe que no bastan ni la pericia interrogadora ni el intercambio de información. Ni siquiera su capacidad de seducción. La periodista se siente a ­ratos soldado, a ratos cortesana: adula, asiente, acompaña y hace largos silencios. Hasta que por fin el entrevistado cuenta algo interesante, pero dice: “Esto no lo pongas”. Los papeles se han difuminado. Podría parecer una conversación íntima, aunque en verdad se trata de un formato periodístico. La ilusión se ha adueñado de quien ya no sólo responde, sino que amplía el relato haciéndose el importante. Descerrajada la cautela, la confianza se ha derramado de tal forma que apostilla: “Cuando apagues eso, te lo cuento todo”.
¿Qué podemos hacer los periodistas con los off the record que hemos acumulado a lo largo del tiempo aparte de amenizar, pasados los años, alguna reunión familiar? Puede que nuestra precarizada profesión se ganara cuatro cuartos extras revelando algunas confesiones hechas “a micrófono cerrado” –que es como la RAE propone evitar el anglicismo–, un recurso periodístico cuya utilización siempre ha sido esquiva. El lector se ­preguntará cómo un periodista puede llegar a compartir confidencias con su interrogado: este quiere lucir sus plumas y sorprender al plumilla, que tendrá que lidiar con la ética del llamado “secreto profesional”.
El lunes dimitía de sus cargos en la ejecutiva popular María Dolores de Cospedal, que, en cambio, se aferra al escaño que le da condición de aforada. Por lo que pueda pasar. Sus conversaciones y las de su marido, Ignacio López del Hierro, con el ubicuo comisario Villarejo contribuyen al glosario de la corrupción con expresiones del tipo “tocarse los mondongos” o “limpiar papeles”, pero este ya recogía perlas del calibre de “información vaginal” –esto es, “ponerle” a alguien “una chorbita”, que se la “tire... y muerto”–, “maricón”, adjetivación elegida para definir a un compañero y el consabido “todo lo que puedas averiguar”. Es tan grave lo que se dice, como la forma en que se expresa, soez y maloliente. Cierto es que la corrección política ha llegado a ser asfixiante en nuestros días, pero debemos manejar con sumo cuidado la máxima de que “lo privado es político”. Por fortuna, la barrera entre ambas esferas está más desdibujada que nunca en los tiempos de la Gürtel, los papeles de Panamá o el #MeToo. Pero, tan importante resulta limpiar nuestras bocas cuando nos creemos off the record, como acercar posiciones entre lo que pensamos de verdad y lo que decimos de mentira.
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7 de noviembre de 2018
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Paternidad cabizbaja

Era un jefe que necesitaba disfrazar su ineptitud con impostura. Por ello, en su despacho exhibía grandes tomos de las obras de Freud y Nietzsche, él, que no creía en el lenguaje de los sueños ni en los lapsus, y mucho menos en la rueda del eterno retorno. Fanfarrón y temperamental, combinaba rachas iracundas con tandas de guasa. Parecía poderoso, tanto como su barriga, equivalente a una gestación de siete meses aunque carente de latido; en ella había ido depositando la grasa de los años. Su secretaria repetía sin parar la palabra “tentativa” para medio acordar reuniones que él se encargaba de cancelar, de forma que su equipo de altos ejecutivos tenía que estar siempre en modo alerta, o mejor dicho, “de guardia”.
Un viernes en que debía de haber bebido demasiado en la comida, y ni las varitas perfumadas lograban enmascarar el tufo que deja la ceniza fría del habano, improvisó una reunión a las ocho de la tarde. Algunos estaban ya en la carretera, el coche cargado de fin de semana, y tuvieron que dar media vuelta a pesar de la llantina familiar. Otros desoyeron el teléfono. “¿Dónde está Pepe?”, preguntó nada más sentarse y arrellanarse, sacudiéndose de migas la corbata. “Está con su hijo, que mañana hace la primera comunión. Tenían una reunión con el cura”. El jefe inepto se reviró a medida que la sangre, o el alcohol, le subían hasta el flequillo. “¡Pero será cretino ese meapilas! ¿Por qué no manda a su mujer a estas vainas?”. Todos callaron. Sabían que cuando utilizaba la palabra vaina les esperaba una sesión de adoctrinamiento acerca de la masculinidad alfa. En aquella empresa, como en tantas, no estaba permitido que un hombre saliera raudo hacia la escuela porque su hijo se había caído. Es cierto que no estaba escrito en ninguna normativa, pero ay de aquel que se preocupara por una fiebre alta, una varicela o una frustración infantil de esas que nos hacen enmudecer. No sólo sus galones se les caerían, también su virilidad quedaría disminuida.
Un reciente estudio sobre Estereotipos de género en el trabajo, de la Universitat Oberta de Catalunya, de­termina que “las madres se perciben como menos competentes y comprometidas con el trabajo que las no madres y que los hombres con o sin hijos”. Y que los progenitores que cogen permisos largos están muy mal vistos.
Antes se les llamaba calzonazos, y a pesar del enorme progreso social, de la fluidez sexual y la lucha por la igualdad, los padres responsables son todavía unos incomprendidos en el ámbito laboral. Tener un hijo, y mucho más dos, expulsa a las madres de la vida profesional activa, mientras ellos no restan un ­ápice en su entrega al jefecillo de turno que se cree dios. Afirman que es un asunto cultural, pero más bien se trata del histórico miedo del peón al man­damás, incapaz de irse a su hora para disfrutar de sus derechos y cumplir sus responsabilidades paternales. Pero la conciliación ya no sólo es cosa de mujeres.
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5 de noviembre de 2018
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Elogio del encanto

Abro con gula el último libro de Lucia Berlin que me manda Eugènia Broggi, Un vespre al paradís (L’Altra Editorial) –en castellano la edita Alfaguara–, y encuentro dentro dos postales con el retrato de la escritora de vida novelesca, que ha sido recuperada más de una década después de su muerte. Su mirada de eye liner arroja curiosidad y simpatía, pero una condición se impone sobre las demás y explica por qué nos gusta tanto rescatar sus fotos: su encanto, tanto el personal como el que proyectan sus personajes. A modo de prólogo, su hijo Mark subraya esa cualidad tan genuina: “Lucia, bendita sea, era una persona rebelde y una artista extraordinaria, y en sus tiempos bailaba”.
El charme es un valor a la baja. Se alude al carisma, a la empatía, a la credibilidad o al rigor, pero las personas encantadoras parecen no tener cabida en un código ­relacional donde la audacia prima sobre la dulzura, o mejor dicho el cinismo ­ocupa el lugar de la comprensión. En cambio, cuánto reconforta el encanto: una luz en la mirada, un oído fino, un ­movimiento sinuoso y lento, y, sobre todo, una manera de estar en el mundo con los seis sentidos. Benjamin Schwarz, que publicó un certero ensayo sobre el auge y la caída de este don, argumentaba que “sólo los conscientes de sí mismos pueden tener encanto; está ligado a una ­sensibilidad que, en el mejor de los casos, se acerca a la sabiduría, o al menos a la mundanidad”.
El encanto es como un lugar del que no quieres irte, la película que te atrapa o la canción que regresa una y otra vez, no por pegadiza sino porque expande el ánimo. Es un microclima cálido el que ofrecen las personas encantadoras, las que abrazan mundos sutiles lejos de la sinceridad hiriente. Encantadores son los poemas de Leopardi, y los de Lucrecio, el poeta de la luna; los personajes de Henry James, como aquella Pandora grácil que encarna la nueva clase naciente en la América: las self-made women. También la sonrisa abierta de Louis Armstrong –su satchmo–, la levedad de Audrey Hepburn, y el regocijo con el que Nabokov se contemplaba en los espejos del palacio Montreux, hacía muecas y felicitaba a las limpiadoras por haberles sacado un brillo irreal. O nuestra Ariadna Gil, que se mueve igual que un pincel sobre las tablas pintando la escena de Jane Eyre.
Si hay algo de sofisticación en el encanto es precisamente su excepcionalidad. Porque nada tiene que ver con la etiqueta que se puso de moda entre hoteles y casas rurales “con encanto”, sinónimo de cursi y postizo. El encanto no entiende de empachos ni barroquismos, tampoco caduca. Es la conjunción de suavidad, atractivo y originalidad. Y lejos de imponer superioridad moral, se reconoce en todo lo humano aunque a menudo parezca un hechizo divino.
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31 de octubre de 2018
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‘En tu estime el món’

Cuando Carmen Alborch se presentaba como candidata a la alcaldía de València, en el 2007, me contó que su exmarido, el sociólogo Damià Mollà, le había escrito una carta abierta en el diario Levante que la hizo llorar. Mollà recordaba que, a pesar del sambenito de su imagen frívola –etiqueta facilona para quien logró descorrer las cortinas de hierro del Ministerio de Cultura–, aquella mujer apasionada siempre ­había sido una estudiosa y trabajadora incansable. “Él me obligaba a cerrar los libros recordando aquella canción de Raimon: ‘Tancaré els llibres per abraçar-te’”, me contó. En aquellas pocas líneas asomaba el retrato de quien fue una feminista de primera hora, de las primeras políticas que utilizaron la palabra empoderamiento, buena gestora cultural, amiga de artistas y escritora que alcanzó un éxito de ventas colosal con el libro Solas, donde desplumaba los prejuicios de la soltería como opción de vida.
Cuando llegaba a algún acto público parecía encenderse un fusible apagado. Arrolladora, su seducción, lejos de abrir brechas, llevaba incorporado el pegamento para juntar los extremos. Eso sí, cuando se apartaba su melena bermellona, el rubor masculino caía a sus pies. De joven, las monjas le repetían que tenía buen corazón pero poca disciplina. Le gustaban las medias negras, y ya a los catorce años se las ponía en el portal de al lado de casa. Hacía compañía a los niños internados en hospitales psiquiátricos, de forma que el abandono emocional resultó una de las primeras revelaciones que no sólo la conmovió, sino que definió su sensibilidad ante el sufrimiento. Fue decana de la facultad de Derecho de la Universitat de València, senadora y diputada, la primera ministra que habló de impulsar el mecenazgo como fórmula de activación de la cultura. Y nunca neutralizó su feminidad, al contrario: en sus primeros años en el hemiciclo arrancaba silbidos de entre los escaños. “Sus señorías no estaban preparados para un Thierry Mugler”, recordaba su colaboradora Toni Picazo.
Luchó al lado de las mujeres, con la igualdad como brújula, desde los tiempos en que el adulterio estaba todavía penado. “Una de las formas más ingratas de la crítica que recibimos se muestra cuando esta surge de las propias mujeres”. Así introducía en Malas el mito de la rivalidad que ella sustituía por complicidad. Apostó por un feminismo “responsable, alegre y libre”, plural y colorido. Como Matisse, se afanó en buscar la forma más enérgica posible de color. Su pérdida acentúa la nostalgia por una política luminosa que levantó museos, ventiló la cultura y asumió como reto la igualdad. Sus ­últimas palabras públicas, cuando le concedieron la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, fueron: “El feminismo debería ser declarado patrimonio de la humanidad. Ahí lo dejo”. Siempre se valió por sí misma, hasta el último día. Carmen Alborch fue mucho más que la sonrisa de la política.
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29 de octubre de 2018
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Más que una calle

De Concepción Arenal sólo quedaban un puñado de calles, esas que nombramos a menudo y no siempre sabiendo de quién hablamos. La memoria de la que está considerada, a tenor de su proyección internacional, la pensadora española más importante del siglo XIX había quedado sepultada por la ignorancia sin que a nadie le trajera en cuidado. Arenal no viajó al extranjero a pesar de las repetidas invitaciones que recibía; eso sí, escribió 23 volúmenes sobre ciencia penitenciaria que fueron sustanciales para el progreso. Permanecía su obra, pero de la persona, la mujer que fue, apenas existían dos fotografías. Ella quemó sus cartas más personales, y otras fogatas familiares se llevaron el resto. Y el magnífico pazo donde murió fue demolido ante el desinterés oficial. Ante este vacío biográfico se encontró la escritora Anna Caballé, autora de una soberbia investigación: Concepción Arenal. La caminante y su sombra. Se sabía que había impulsado importantes reformas, que había sido una mujer enérgica, viuda joven, y extremadamente bondadosa. Y poco más. Pero aquel encendido pensamiento acerca de la dignidad humana, tanta caridad cristiana, le impedía a la escritora hallar un punto de vista, más allá del tópico, desde el que abordar al personaje.
“Por fortuna, el trabajo intelectual se alimenta de muchas maneras y el mío recibió un empuje inesperado. Ocurrió cuando corregía el trabajo de una estudiante china sobre La fiesta del chivo de Vargas Llosa –escribe Caballé–. La alumna aseguraba no entender cómo Urania Cabral, pasados treinta y cinco años tras ser traicionada por su padre, no era capaz de perdonarlo”. “¿Cuál es el plazo de expiación entre los occidentales?”, se interrogaba la joven. Y ahí es donde la biógrafa halla el hilo, la emoción solidaria que estructura el carácter del personaje, una mujer de acción que quiso cambiar el mundo aunque eso sólo estuviera reservado a los hombres.
En este mundo alterado, la compasión cae estrepitosamente en la escala de valores. No hay espacio mental para la piedad. Y, encima, sus connotaciones cristianas han penalizado el sentimiento. Cuántas veces he oído decir a un jefe “esto es una empresa, no una oenegé”, y no se crean que se hablaba de donaciones, sino de algún corto perdón. Pero ¿acaso la empatía no incluye una dosis elevada de compasión, sentir que el dolor del otro no te importa un pito? Hoy, aquellos que se entregan a los otros en demasía nos incomodan. Sin querer, los juzgamos: pensamos que se distraen de su propia vida, cuando en verdad somos nosotros los distraídos, empeñados en compadecernos a nosotros mismos sin tolerar la desgracia ajena. Al revés funciona mejor, bien lo supo doña Concha.
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24 de octubre de 2018
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Réquiem por el mediano

Es el mayor”, o “la pequeña”, acostumbramos a decir, pero, ¿qué ha ocurrido con el hijo mediano? El que aparentemente tenía el papel fraternal menos definido, el que creció sin los privilegios del primogénito ni sin los consentimientos del último. Durante años, entre aquellos que formamos familias numerosas, el hijo bisagra acostumbraba a pasar más desapercibido, como si uno de sus papeles fuera el de observador.
En mi casa, el cuarto de cinco fue quien encarnó ese papel; le hacíamos perrerías e incluso le llamábamos mossèn, pues nos asombraba su rubia bondad. Hasta que creció, tuvo su época punki y leyó a Chomsky. Por supuesto, Eduard acabó ingeniero: es el único del clan dotado para los números, y su juicio sigue imprimiendo el sentido común que se esperaba del vástago de en medio.
Leo un retrato robot del mediano trazado por Adam Sternbergh en The cut: combina dotes de pacificador, una inevitable porción de envidia, cierta sobrecarga de sentimientos y la indiferencia paterna. Los psicólogos no terminan de ponerse de acuerdo acerca del determinismo del orden de nacimiento en la definición de la personalidad. Parece que reciben menos apoyo emocional y económico de sus progenitores, con quienes suelen tener una relación menos íntima en comparación con otros hermanos, por lo que tienden a desarrollar más sus habilidades sociales y tener más amigos.
Aquella postal del Seat 131 reventado por una prole que se iba de vacaciones apretujándose a codazos de cariño me produce una sensación de ingenua temeridad. Cuánta fe había en el futuro, en la promoción de la familia grande, con su nevera portátil y los bocadillos de tortilla que nos colmaban. Hoy, ahogados por la economía y la dificultad en conciliar –aunque no sé si más que nuestros padres– cuando tener un segundo retoño es un lujo, el tercero resulta exclusivo de gente pudiente. Por eso los intermedios son una especie en vías de extinción, que incluso tiene su día internacional, el 12 de agosto.
Los gobiernos han dimitido a la hora de implementar políticas a favor de la natalidad –todo lo contrario– y sus programas son disuasorios, sin escuelas infantiles universalizadas, para empezar. Cómo van las mujeres a parir más de una o dos veces en pleno “invierno demográfico”, como ha denominado el profesor de la Sorbona, Gérard-François Dumont –uno de los expertos en geografía humana más reputados del mundo– a la congelación de la natalidad y en consecuencia el avejentamiento una sociedad donde las residencias de ancianos superarán pronto a las discotecas. En España, sólo un 8% de las familias tienen tres o más hijos, siendo la media europea de un 13% según Eurostat. La ficción en cambio sigue alimentando fantasías de guion con arquetipos del hermano mediano, de Lisa Simpson a Malcolm. Dan mucho juego en las series, pero con el tiempo contemplaremos a esas familias numerosas como un mito inalcanzable, igual que en su día lo fue el príncipe azul.
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22 de octubre de 2018
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“No puedo gol”

Cuando Isabel Gemio decidió adoptar un niño, su madre le dijo que vaya manera de complicarse la vida, con lo bien que estaba: enamorada, en la cima de su éxito televisivo –entrevistando en prime time a Jerry Lewis o David Copperfield– y además le daban mesa en cualquier restaurante. No tenía aún 40 años y ya era “la Gemio”, que así se articula a las celebridades capaces de mover filias y fobias. Pero ella había dispuesto las cartas, y se había entregado al azar con la convicción y fortaleza propias de quienes inician un proceso de adopción. Asegura en su libro Mi hijo, mi maestro que sólo albergó un miedo al que no se veía capaz de plantar cara: que el niño tuviera alguna una enfermedad. “No digas en voz alta lo que temes”, le dictaba su voz interior. Al cabo de un año de haber recogido a Gustavo en Guatemala, los médicos le ofrecieron un diagnóstico: distrofia muscular de Duchenne. Asegura que hubiera preferido recibir la información en pequeñas dosis: incurable, operaciones y quirófanos, gravedad. Esperanza era una palabra milagrera. Hubo depresión, un intenso peregrinar médico y asistencial, y la invisible incomprensión de nuestras ciudades, que excluyen a las personas con capacidades diferentes a las nuestras.
Para Gemio, la infancia del pequeño se acabó el día en que le dijo: “No puedo gol”. Gustavo no era capaz de seguir el balón, se caía, su cuerpo empezó a convertirse en cárcel a pesar de que su cabeza se hacía cada vez más libre. Y la madre, esa mujer para quien de nada servían triunfo, agenda, ni dinero, aquella que había pensado en la maternidad como un chute de vida y amor, la endorfina de la ternura, una infancia de lino y lavanda idealizada como tantas primerizas, tuvo que aceptar que no podría correr detrás de su hijo, ni enseñarle a ir en bicicleta. He conocido a padres, madres y abuelos de chavales que padecen alguna de las 7.000 enfermedades raras catalogadas. Su lección de amor me conmueve: cada día es una victoria y cada semana una derrota: dejar de andar, de jugar al escondite, de comer, de abrazar… Los que tienen la mente lúcida, prodigiosa como Tony Judt –afectado de ELA–, comparan su experiencia con “una prisión progresiva sin fianza”.
Un paciente con una enfermedad rara espera de media cinco años hasta obtener un diagnóstico, y cuatro de cada diez no reciben el tratamiento adecuado. Desde fundaciones privadas, como la de Gemio, se recaudan fondos para investigar. Pero la inclusión social de estos enfermos raros resulta aún más urgente, porque no se entiende el progreso sin calidad de vida para los más vulnerables, pero sobre todo, porque nos hacen mejores personas.
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17 de octubre de 2018
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El Boomeran(g)
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