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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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¿Cultura sin mujeres?

No hay imagen más concluyente acerca de la igualdad irreal que la servida involuntariamente por TVE en el primer debate de candidatos. Dos limpiadoras abrillantaban el suelo sobre el que pisaban los señores candidatos mientras las maquilladoras les matizaban brillos en el labio superior y la frente. El backstage siempre esconde momentos impagables, pero en este caso no fueron consejeros asesorando a sus primores, sino la evidencia de que las mujeres, una vez más, quedan relegadas a la intendencia y al cuidado. Que cuatro líderes debatieran sobre asuntos que corresponden a la mitad de la población producía cierta vergüenza ajena, pues la ausencia se ­hacía aún más palpable. También reflejaba la doble velocidad –y moral– que ha marcado el largo viaje de las mujeres ­para conseguir su carnet de ciudadanas con plenos derechos. En los dos últimos años, el feminismo ha ganado la batalla mediática, de forma que la tolerancia al machismo se ha reducido aunque en ocasiones se saquen los pies de tiesto, como la mera idea de juzgar a Ángel Hernández por la muerte asistida de su mujer en un juzgado de violencia de género.
En plena pugna electoral, se ha producido otra anomalía de campeonato en la cultura pública. ¿Se imaginan un teatro sin mujeres, o una coreografía de danza, o una orquesta? ¿Pueden digerir que la mirada femenina se quede ciega, y su voz muda, apartada de la gestión y la programación de repertorios clásicos y modernos? Pues eso es lo que ha ocurrido en el Inaem, que ha decidido –mediante un consejo de selección que incumplía la paridad– que todos los directores artís­ticos del Centro Dramático Nacional, la Compañía Nacional de Danza, el Teatro Clásico o el Centro de Tecnologías de Espectáculo, entre otros, sean varones. Son cargos que pueden durar casi una década. A modo de defensa, la directora y última responsable de dicha selección, Amaya de Miguel, aseguró que no podían introducirse medidas de discriminación positiva en convocatorias públicas. Se presentaron 15 candidatas –respecto a 54 candidatos– y todas quedaron descartadas. A pesar de la gran valía de algunos de los elegidos, me consta que entre las candidatas se contaban nombres sólidos y de larga trayectoria. El Inaem se pasa por el forro la ley de Igualdad, que establece “una participación paritaria equilibrada en todos los ámbitos de las administraciones públicas”. Y se escuda en endebles argumentos como la imposibilidad de introducir elementos de género.
La exclusión y el menoscabo de las ­féminas en la cultura vienen de largo. Discriminación positiva suena a avenir dos irreconciliables y tiene sus ene­migos y resistencias, pero desde la conciencia del retraso histórico que arrastran en su incorporación a las tareas plurales –y con casos tan descarados como el que nos ocupa– deberíamos afrontar otro ­dilema binario: el del mal menor. Esto es, aceptar un mal que conducirá a un bien. Porque una cultura sin mujeres al frente supone un retroceso. Y un empobrecimiento.
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29 de abril de 2019
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Vestido para el poder

Cuando Pedro Sánchez llegó al Palacio de la Moncloa como legítimo residente, además de renovar el colchón en el que durmiera durante ocho años Rajoy –a fin de conjurar el refranero español: “dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma condición”–, realizó otro cambio importante: sustituir la suscripción a los periódicos deportivos por una selección de prensa internacional. Cómo no va a mutar el estilo de un hombre que desayuna leyendo en inglés y francés; nada que ver con el callo que originan las gestas en la Champions. En su libro Manual de resistencia (Península) explica que, tras su dimisión forzada, acudió a la oficina de la Seguridad Social con sus dos hijas, cogió el ticket y se sentó a esperar su turno. En los días siguientes, la pequeña le dijo: “Me encanta que estés prejubilado”. Y su otra hija, que no fue elegida delegada de clase, recibió de un compañero un hiriente :“¡Como tu padre!”. Pero el “aguanta Pedro” unido a una perfecta conjunción de astros lo condujeron a la presidencia del Gobierno. Sánchez se erigió en el atlético presidente español, saludado por el Daily Mail, Newsweek y Vice como Mr. Handsome. Incluso el sudirector de Buzzfeed, David Mack, se marcaba un tuit saleroso: “Noticias geopolíticas importantes: el nuevo presidente de España está bueno”. Cómo no iba a seguir leyendo prensa extranjera un Pedro Sánchez, graduado en resiliencia, que tan bien empezaba a quedar en las fotos al lado de Justin Trudeau. Buenos pómulos, deportividad y aire limpio, porque no hay muchos hombres que puedan permitirse llevar jeans y una camisa blanca pareciendo bien vestidos.
En su primera etapa como líder socialista, antes de que fuera negado y burlado en Ferraz, a Sánchez le colgaron el sambenito de guaperas, de niño bonito, incluso de Ken, el novio de Barbie. Entre sus antecesores no había precedentes de corte hollywoodiense y, al no derrochar la erótica del poder de aquellos vigorosos socialistas González y Guerra –curiosamente tan reivindicados ahora por la derecha–, fue etiquetado igual que una rubia tonta. Un prejuicio muy extendido, vestigio cateto de una España envidiosa que condena la belleza ajena, en lugar de celebrarla. En cambio, en esta segunda etapa, la que le condujo a la moción de censura, oficia de cuarentón canoso –que se obliga a correr diez kilómetros al día para mantener sus músculos pletóricos–, camina sobre el agua ante quienes quieren revocarlo por sus gestos hacia los independentistas. Aunque él se oponga al referéndum una y otra vez, parece que nadie le cree.
Sánchez se ha vestido de presidente durante diez meses y no abandona el traje. Riguroso, oficialista, de tallaje desigual –a veces se equivoca con los patrones, demasiado cuadrados de hombros–, con preferencia por las corbata púrpura y ternos oscuros sin atisbos de originalidad. Si hay algo que no se le escapa a ningún cronista es el halo de responsabilidad con el que se ha inmunizado de la pelea de gallos. El hombre que lee prensa internacional no insulta, ni siquiera a los que lo consideran el mismísimo espíritu del mal. Es educado y ceremonioso, aunque peque de aburrido, y responde a las provocaciones como el adulto reflexivo en que se ha convertido. No obstante, ha endurecido el gesto: aprieta la mandíbula y con frecuencia cierra fuertemente los labios, el superior aprisionando al inferior, las cejas se le crispan y esboza muecas hasta ahora desconocidas, como el gesto de desprecio a Albert Rivera –mirada de medio lado, boca también torcida– acompañada de ese “me has decepcionado” que vimos en el primer debate televisado.
“Es hiperactivo, no descansa”, dicen de él desde la ejecutiva socialista. Y lo cierto es que lleva en campaña desde que le conocemos, consciente de aquellas palabras de Muhammad Ali: “La pelea se gana o pierde muy lejos de los testigos, tras las líneas, en el gimnasio y en la carretera”.
La naturalidad nunca ha sido lo suyo, se nota la mella de la presión. Sin embargo, ese acartonamiento es casi profiláctico, técnico. Prefiere abusar del guion impoluto y optar por la sosería antes que por el cuerpo a cuerpo de Rivera. “¿Os imagináis lo que podemos hacer con una mayoría sólida?”, pregunta a menudo a los suyos, a medio camino entre visionario y motivado. Parece haber nacido para llevar camisas bien planchadas y gafas de aviador a bordo de un Falcon –sí, un Falcon– conduciendo a los socialistas de nuevo al poder. Por mucho que la vieja guardia del partido se mantenga incrédula.
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29 de abril de 2019
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Entrar a matar

El estilo se halla en la justa me­dida entre lo homologado y lo singular. Y no me refiero sólo al atuendo, el lenguaje o la gestualidad, sino a ese paraguas semántico llamado actitud. Gabriel Rufián lo desborda. Cuan importantes son las pisadas del poder; vean si no la energía que gastan los diputados cuando hacen el paseíllo hasta el estrado: algunos andan como si chafaran nubes, otros domando la timidez con la vista fija en un punto para no marearse. El candidato de ERC aprieta el paso, disfrutón cuando va al encuentro del micrófono. Se gusta hablando. Prepara las ocurrencias y las pone en escena, afanoso de epatar, un as del zasca y del happening.
Creció para dentro, algo reforzado por el hecho de que tardara mucho en hablar y precisara de logopeda. Sólo alguien que ha convivido intensamente consigo mismo puede derrochar tanta seguridad personal, habiéndose librado de la bicha que persigue a los políticos pusilánimes: el sentido del ridículo. Rufián, con sus buenas dosis de ambición y aspiración, podría pasar por pariente de aquellos personajes de La comedia humana balzaquiana, Albert Savarus o Lucien Chardon: provincianos, narcisos, atractivos, con amores políticos y literarios y hambre de poder.
Le falta finesse, pero no la pretende. Bien le ha funcionado el cuerpo a cuerpo, la camiseta con eslogan (que lo hace aún más joven), el tuit molotov y la escenografía granguiñolesca, ya sea la imagen de Rato entrando en la cárcel –“es el mercado, amigo”– o la impresora republicana a cuestas. Para él, la provocación es táctica y superación. La del estudiante que quiere dar más de lo que se le pide y se extiende en los exámenes, según han contado sus profesores.
Juan Gabriel –ay, esa tradición de nombres compuestos, como Alberto Carlos Rivera o Pablo Manuel Iglesias– siempre se ha hecho notar. En el colegio no le importaba ser considerado empollón o pedante, pues siempre desbordó orgullo de clase. ¿Por qué el hijo de un transportista y una administrativa que se conocieron en un mitin de Bandera Roja no iba a poder mirar por encima del hombro a los pijos de Boadilla del Monte, o a los de la Bonanova? Ahí está el personaje: pecho hinchado, cintura gruesa, mirada guasona, ese fenotipo tan catalán, el del foteta, que encandila a unos y horripila a otros. La polarización le da juego.
No le teme a los trabajos pesados porque ha hecho de todo, ­según su perfil de LinkedIn, desde descargar camiones en ferias hasta seleccionar personal para H&M. Graduado en Relaciones Laborales, llegó a experto cribando los mejores candidatos para un puesto de trabajo, hasta que la política –y las tertulias– lo reclamaron, y entregó su fe a Joan ­Tardà, pastor de almas independentistas, prometiéndose que cuando se proclame la república catalana lo dejaría. Amante de la literatura, de jovencito ganó premios de relatos; uno se titulaba Mal de mar. Este Sant Jordi firmará nuevo libro: Ser de izquierdas es ser el último de la fila (y saberlo).
Leo perfiles en medios digitales de aquel Juanga, como le llamaban en Jaén, con declaraciones de amigos de su abuelo republicano, y parece que se hubiera enrolado en el ISIS en lugar de ERC. Habitante del cinturón rojo de Barcelona, castellanohablante volcado de amor a su país, bien podría encarnar aquella etiqueta que tanto se estiló antes de los hipsters: modernillo. Hay voluntad de estilo en su vestimenta, y cuida su ropa igual que su barba. Camisa negra o azul noche, camisetas ajustadas –mitad jugador de fútbol made in Italy, mitad mago ilusionista de última generación–, blazer negra o de cuadros príncipe de Gales, pantalones pitillo con zapatillas de runner, cazadorita (amarilla) a la cintura... Con frecuencia la dota de significado, pues es hombre de eslogan al que le sobran los adjetivos –al menos en un relato erótico que escribió, publicado en Jot Down–.
Capaz de alterar los nervios de sus antagonistas, incluso de capitanes curtidos en tempestades como Pérez-Reverte, quien dijo aquello tan feo de que a Rufián “o le pegaban en el colegio o tenía miedo de que le pegaran, y de ahí salen las conductas posteriores”. Pero son el desafío de ojos pequeños y el látigo verbal lo que atrapa a la concurrencia. Los suelta sin piedad, desvergonzado y eficaz. Arrastra la mala baba a la que tan habituados están los británicos, con sus flechas dialécticas emponzoñadas en sarcasmo. El cinismo es un medio, no un fin, pero tapona los folículos. Bascula entre el coraje y el yoísmo, entre el argumento y el espectáculo, y en apenas cinco años se ha abierto camino hasta lo más alto de una papeleta electoral. En verdad, parece haber nacido para aguantarle la mirada a Aznar, desde esa izquierdita indepe que tan amargado lo tiene.
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24 de abril de 2019
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Luna de papel

No puedo reprimirme: rescato periódicos abandonados en los asientos de los aviones como pequeños tesoros, objetos animados que a pesar de su galopante delgadez contienen un guion del mundo que se puede tener siempre a mano. Porque un diario no precisa de conexión ni cobertura. No hay que apagarlo en despegues y aterrizajes, no pesa y, bien doblado, cabe en cualquier sitio. Con cuánta salacidad recojo ejemplares intactos que me serán útiles en algún rato muerto; del Financial Times o Le Monde, por ejemplo, que hacen sentir un poco en Londres y otro poco en París, y en un abrir y cerrar de ojos nos permiten atisbar un escenario extranjero, si bien cada vez menos ajeno.
Nunca se me ocurre abandonar un diario impreso por la mañana, pues me reservo alguna parte para recrearme ya que hay crónicas que se merecen un café y columnas que piden a gritos un vaso de vino. “Leo cada día el periódico”, afirman algunas personas mayores, dando fe de que mantienen activas sus facultades, puesto que continuar ojeando sus pá­ginas significa que el presente todavía
les pertenece. Compartir información es una manera de vivir en comunidad e intercambiar puntos de vista, de aprender algo nuevo y recordar algo viejo. No sé si se lee con más atención en papel, pero sí me reconozco en dos tiempos y espacios: el de la pantalla es atropellado, colonizador, mientras que el otro es voluntario, preparado, medida la luz y la temperatura, café con leche sin azúcar.
Hace años que se augura el fin del papel, pero ahí siguen los periódicos, ejerciendo un oficio que exige contrastar la información, cocerla a lo largo de un día –que a veces se alarga a semanas–, y procesarla en todos sus formatos, que intentan entenderse mucho mejor que los taxis y los VTC. Ignoro por qué no se ha inventado el día mundial del Periódico –sí existen, en cambio, el del Periodista, el 8 de septiembre, y el de la Libertad de Prensa, el 3 de mayo–. Habría que instaurarlo a fin de promover que la gente compre al menos uno como gesto ciudadano.
Un periódico impreso resulta un ­objeto del pasado, más incluso que el vinilo para muchos jóvenes. Yo suelo abrirlos por el final, de modo que vislumbro el mundo por detrás. Además, acostumbro a ojear los diarios locales de las ciudades que piso. No es lo mismo leer noticias deslocalizadas que in situ, volcadas en el papel traen la hechura de la provincia. Las hojas de la prensa, con sus maquetas, secciones, columnas, anuncios y cru­cigramas, despliegan una representación del mundo, también del ­íntimo, del propio. Porque los lectores discriminan unas páginas de otras, pero, a pesar de pasarlas rápido y con un chasquido, ­saben que aquellas otras realidades ­existen.
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24 de abril de 2019
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Pablo Iglesias, suelto como su coleta

Apenas media distancia entre su identidad personal y su identidad política, o ¿acaso no es Pablo Iglesias el líder más arremangado del cartel electoral? Camisas azul noche recogidas hasta el codo,un gesto propio de quien baja a la arena; cinturón flojo, cazadoras de tactel y blazers sueltas, siempre sin conjuntar. Iglesias es el más español en su atuendo: ignora por completo el aire italianizado de la sastrería masculina, en tejidos y patronaje. Al contrario, pervive en él la sensación de llevar siempre una talla de más, perneras, mangas y cintura holgadas, igual que la goma de la coleta, su elemento más icónico, propio del rock guitarrero o del diseño nórdico.
No se aprecia tirantez alguna en su cuerpo, ni deseo de una vida esbelta. Cargado de hombros, redondeados, tiene andares de personaje de Coetzee, de joven viejo que ha consumido toneladas de energía con el objetivo de abrir un nuevo camino, el de la izquierda sin vaselina, la que empodera al ciudadano de la calle. Y tal osadía acabaría siendo respondida por el viejo poder, que quiso cruzar al inspector Gadget con Closeau y Villarejo.
Poco acostumbradas estaban sus señorías a la irrupción del casual en la foto oficial, pero había que romper el protocolo. Igual que aquellas mujeres que no podían entrar con pantalones en los restaurantes de moda de Nueva York y se los quitaban en el baño, quedándose en improvisados mini-vestidos. O como los CEO de Palo Alto, que empezaron a firmar contratos millonarios en chanclas de piscina. Su autoestima y su audacia resultaban proporcionales a la informalidad de la que hacía gala su atuendo. En una ocasión se publicó la foto del armario de Mark Zuckerberg: todas las prendas eran grises. Esquire lo eligió uno de los hombres peor vestidos del mundo, pero gracias a él muchos altos ejecutivos suspiraron satisfechos, por fin podrían librarse del uniforme de viajante de comercio y vestirse a sus anchas.
“El lujo de la comodidad” podría ser el eslogan estético de Iglesias. Desde niño detesta las telas que pican, y su madre, bien coqueta, intentaba que vistiera algo más que chándals. El profesor activista llegó a la Complutense con su ropa técnica: forros polares y botas de montaña. Y aunque una parte de la opinión pública insista en el perroflautismo, probablemente debido a la pervivencia de su melena recogida y con greñas, Pablo y otros líderes izquierdistas han evolucionado en su atuendo combinando ciertos elementos grunges, como las camisas de leñador, con prendas icónicas como la sudadera de capucha: un símbolo global de la protesta en el cambio de siglo que se ha hecho mayor sin aburguesarse. Iglesias se pone corbata de pala estrecha e incluso smoking –y siempre parece prestado–, y juega a alterar el sentido del dress code. Se trajea más para reunirse con el Fórum Europa o con un grupo de sindicalistas que en las ceremonias de Estado.
El estigma de El gran Gatsby, una novela sobre la conciencia de clase –como ya asoció el periodista Pedro Vallín– les golpeó fuerte a la pareja Iglesias-Montero. Porque no hay sueño más radiante en el imaginario español que el del chalet con piscina. Aunque sea más barato que un piso en Madrid y se ubique en la llamada “sierra pobre”. Pero pronuncias ‘chalé’ y una ráfaga soleada te sugiere la vida siempre en vacaciones, algo que no le está permitido a un mesías como Iglesias, afranciscado y melenudo, el podemita que compraba sus camisas en Alcampo y ahora se permite alguna marca más cara, eso sí, siempre que sea cómoda.
El lujo surgió como un anhelo para la clase media, fue creado para hacerla soñar, no para los ricos, acostumbrados a ser mucho más austeros porque todas sus necesidades, incluso las estéticas, están colmadas generación tras generación. Otra idea inamovible hace exclusiva la ideología de izquierdas a la experiencia de precariedad y desamparo, como si creer en el bien común y la igualdad social no fuese hermoso y exquisito. Ya lo advirtió Pascal, poco sospechoso de radical: “el hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene”. En los mítines, Iglesias se lleva el puño izquierdo al corazón, una manera sentida –y con regusto oriental– de dar las gracias, de responder con cariño a sus baños de masas moradas. Es más que un partisano culto que golpea verbalmente al poder en tono didáctico, más que un profesor rojo que abandonó el claustro universitario para dinamizar nuestra rancia política, pero en la calle sigue siendo el coletas.
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22 de abril de 2019
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Santiago Abascal, el guardabosques feroz

La corte de propagandistas en torno a Abascal, incluido su hagiógrafo Sánchez Dragó, se empeña en presentárnoslo como hombre de una solo pieza, sin doblez: “Bienpensante, de costumbres moderadas, ordenado padre de familia, esposo ordenado”. Y aún van más allá en la descripción: es un tipo de profundas convicciones católicas que cree en lo que hace, un hombre de acción con la preparación justa pero al que el corazón no le cabe en el pecho.
Un retrato robot simplista, al corte de la propuesta nuclear de Vox: “La vida, la libertad y España son nuestras líneas rojas”. Quizá sea esa la forma de pescar las casi 400.000 papeletas que consiguió en Andalucía, y el 12,01% que le auguran las primeras encuestas en las generales.
La corte de propagandistas en torno a Abascal, incluido su hagiógrafo Sánchez Dragó, se empeña en presentárnoslo como hombre de una solo pieza, sin doblez: “Bienpensante, de costumbres moderadas, ordenado padre de familia, esposo ordenado”. Y aún van más allá en la descripción: es un tipo de profundas convicciones católicas que cree en lo que hace, un hombre de acción con la preparación justa pero al que el corazón no le cabe en el pecho.
Un retrato robot simplista, al corte de la propuesta nuclear de Vox: “La vida, la libertad y España son nuestras líneas rojas”. Quizá sea esa la forma de pescar las casi 400.000 papeletas que consiguió en Andalucía, y el 12,01% que le auguran las primeras encuestas en las generales.
“Santi Abascal no tiene ideología propia. La ideología de Santi es la ideología del sentido común, nada más”, afirma Sánchez Dragó, portavoz extraoficial del partido. El mensaje ha calado entre obreros jubilados aunque también entre universitarios cansados de pelear una primera oportunidad que nunca pasa de prácticas o beca. La simplicidad no es tanto cuestión de gustos como de contextos. Y es innegable que cotiza al alza en la política mundial, y si no que se lo pregunten a Trump, Bolsonaro, Orban y compañía.
Me cuentan de Santiago Abascal que es un hombre de campo: muy aficionado a la montaña y amante de los pájaros, que siempre quiso ser guardabosques –y husmeo la estela de aquel guardabosques mayor de Sobre los acantilados de mármol, bajo el que Jünger disfrazaba a Hitler, y de quien decía que “el terror es su elemento”–. Capaz de reconocer el canto del colirrojo tizón o el bisbita común, fáciles de avistar en los peñascales y las campiñas vascas de su juventud (a los que seguro que no llamará por sus nombres en euskera: buztangorri iluna y negu-txirta). En musculación y épica –da fe la viralidad en redes de sus vídeos montando a caballo u hollando bosques y colinas– golea a sus rivales, incluso a los deportistas Sánchez y Rivera. También me revelan que el montañero Abascal es de los que, consciente de sus fuerzas y decidido a hacer cumbre, piensa primero en sí mismo y el éxito, y solo después en el riesgo y los compañeros.
Procedente de una familia de Amurrio de toda la vida, no es ni mucho menos un recién llegado a la política. Nacho Escolar y su equipo han documentado sobradamente los más de 685.000 euros que, entre cargos institucionales y puestos a dedo, ingresó de las arcas públicas. Y es que, entre el 2011 y 2013, cobró un sueldo superior al del presidente del Gobierno. Amadrinado por Esperanza Aguirre, ejecutó un trabajo fantasma al ser nombrado director de la Agencia de Protección de Datos madrileña y la Fundación para el Mecenazgo y el Patrocinio Social, de la que saltaría apenas dos semanas después del cierre por falta de presupuesto.
Su estética sí que no admite dobleces. Los elementos principales son un rostro esculpido en piedra, la barba ligeramente en punta –que puede tener tanto una influencia hipster como el objeto de cubrir unas mejillas picadas de viruela– y su musculación, que, combinada con las cazadoras que tanto le gusta llevar, le confiere cierto aspecto de guardabosques feroz, o lo que es lo mismo: un aura amenazadora.
Fred Perry es una de sus marcas fetiche, y no sólo por los icónicos polos listados en cuello y mangas. También luce entalladas cazadoras con ecos de tribu urbana, que le marcan hombros y cintura, otorgándole campechanía y subtexto: por mucho que la marca fundada por el triple campeón de Wimbledon en 1952 se haya emancipado por fin de los catálogos de uniformes de mods o skins, es difícil aislar la corona de laurel en su pecho de la gloria iluminada.
Es un orador mediocre, y no sólo porque le falten tablas. Su discurso resulta simplista, abrupto, y no pocas veces se refugia en una socorrida falta de opinión sobre asuntos que deberían estar en su agenda. En cambio, no le faltan ideas peregrinas ni palabras altas, como pretender abrir un falso debate sobre el permiso de armas o su enroque en conceder la medalla al mérito civil a quienes repelan agresiones pistola en mano.
He visitado la flamante sede de Vox en la calle Nicasio Gallego de Madrid. Triplica el tamaño de la anterior. En la puerta, fumadores con tripa y cazadora rústica se saludan unos a otros. “¡Pisha!”, se dicen en una cantinela ociosa. En su rostro habita el gesto iluminado de quienes creen que van a salvar al mundo porque son los elegidos. En las saunas gais de Chueca, en cambio, se desea con alto voltaje al atleta Abascal, a quien se mira como un auténtico pimpollo. Siempre lo supimos: los extremos no se tocan, pero se huelen.
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22 de abril de 2019
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Rivera, un motero aflamencado

Hubo un tiempo en que Albert Rivera derramaba su estilo motero con sus tejanos lavados y sus camisas sport, y eso gustaba. Conectaba con una clase media devastada por la crisis, desengañada por la vieja política y cabreada con los independentistas catalanes. Su estilo destacaba precisamente por la ausencia del mismo. Un prêt-à-porter de centro comercial, bien lejos del sastre a medida que pocos hombres de su edad podían permitirse. En su primer cartel del partido, pergeñado por una célula de intelectuales invictos, aceptó fotografiarse sin ropa y con poco vello. Fue un desnudo artístico y metafórico, muchísimo más conservador que el de las chicas de Femen o los bomberos de calendario, ideado por un cubano exiliado y avispado, Ginés Górriz. Sólo un caribeño podía desafiar de tal modo los patrones estandarizados de la comunicación política. Le compraron la idea los desprejuiciados y leídos burgueses que con su manifiesto sentaron las bases del que sería un partido moderno, perfumado, profesional y defensor a ultranza de la unidad de España. El gesto desarmado de Rivera, tan femenino, sin prepotencia ni orgullo, desató una ola de ternura.
Han pasado 13 años desde la pegada de carteles de Rivera en bolas, y su irrupción en el tablero político como alternativa de renovación, libre de mochila ideológica y equidistante entre izquierda y derecha, se ha templado mientras Albert, hijo de un barrio popular que enseguida destacó en el waterpolo, ha seguido buscando un estilo propio.
El deporte es un pegamento social que forja el carácter a fuerza de disciplina, superación y trabajo en equipo. Los deportistas aceptan la derrota, pero ansían la victoria. También ensanchan pulmones y músculos. Cuando se retiran de la competición, mantienen su robustez y pueden vivir de rentas varios años hasta que se redondean y se les infla la sotabarba. Entonces, los trajes de corte italiano se convierten en su pesadilla. Aun así, Rivera se pertrecha con terno azul noche y camisa blanca, que le confieren un aire asistencial de alto ejecutivo de multinacional que recurre a la corbata sin creérsela del todo.
Menos entallado que el líder del PP y exento del rigor oficialista de Pedro Sánchez, Rivera es un hombre aseado a quien le sobra el blazer. Nunca ha pretendido ser un dandi castizo, como Casado, ni un Mr. Wright vestido para figurar, al modo de Sánchez. Podrían pertenecer a la misma pandilla: chicos avispados y deportistas que siempre se vieron cantando extasiados el We are the champions, my friend. Pero él es el único que incide en un gesto que, según los expertos en expresión corporal, delata un carácter controlador: apoya la mano derecha, extendida, sobre el abdomen, como si acabara de abotonar la chaqueta, y coloca la izquierda justo debajo, escondiendo el pulgar izquierdo bajo la otra.
Es su alternativa a juguetear con el capuchón del bolígrafo; contiene la tensión a la espera de poder rematar a gol. Otra mueca de su estudiado catálogo es destacable por su libre voluntad. Se trata de otro gesto de los denominados adaptadores –que ayudan a gestionar nuestras emociones profundas– y consiste en escorar el labio superior; para chulos los de la Barceloneta, un barrio con casas de cal blanca, ventanucas estrechas, es­tibadores, arrocerías y habaneras que siempre encandiló a los intelectuales fundadores del partido con los que Rivera nunca se ha sentido cómodo. Ahora prescinde incluso de quienes le auparon como la eurodiputada Teresa Giménez Barbat. En los debates acalorados y cuando lo agreden verbalmente, la mano se le escapa hacia la hebilla del cinturón.
Tiene poco chorro de voz, a veces muy forzada, pero impone su palabra. Es conciso y directo, y no carece de punch ni de táctica. Pasa de “la solución no es llevar pistolas y llamar enfermos a los gais” a “Fuerza, ánimo Pablo (Casado), no vamos tarde, se les puede ganar”, dependiendo de a qué segmento de la derecha se dirija. Porque al enemigo ni agua: “Hay un señor al frente del PSOE que ha perdido todos los principios y no tiene escrúpulos”.
“Todo bien, gracias”. Así se contesta a insidias y suspicacias, porque a Rivera le faltaba un côté popular que completara su cromo –o su marco lakoffiano–, y ya lo tiene, con nombre flamenco y sin apellido: Malú. Una relación sin con­firmar ni desmentir que, junto al ­inesperado Alberto Carlos –su nombre original revelado por el BOE–, varía la letra de una melodía sin estribillo.
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22 de abril de 2019
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Pablo Casado, la derecha entallada

Pablo Casado es un tipo directo y bien planchado que ha tenido muchas vidas desde que salió de la tutela de los Hermanos Maristas en su Palencia natal para estudiar octavo de EGB en Inglaterra, donde no se manda a un hijo tan sólo para aprender el idioma, sino para hacerse un hombre. Y de paso, para que alcance un grado de distinción que no se mama en provincias, por muy buena posición que tenga tu familia. Casado ingresó en el PP siendo un estudiante de Derecho barbilampiño que vestía con jerséis encarnados de cuello pico y americanas chocolate. “Aire fresco para las juventudes del partido”, se regocijaron los mayores cuando se puso al frente de Nuevas Generaciones y empezó a pasearse por platós para demostrar que se podía ser enrollado y de derechas.
Educado, simpaticote y neocon sin complejos, se postuló como el mejor cachorro de la camada de Josemari y Espe, a quienes invitó a su boda con Isabel Torres, nieta del fundador de las golosinas Damel. Ambos han sido fotografiados y entrevistados en Telva, que ha renovado con audacia Olga Ruiz. En sus páginas, la pareja explica su primer encuentro en la universidad: “Tú vas a ser la madre de mis hijos”, le soltó sin conocerla de nada. “Y ¿tú que respondiste?, le preguntan a Isabel. “Me eché a reír. Me pareció muy gracioso”. Ruiz le saca partido a su chico Telva, esa etiqueta que acuñó Umbral para definir a las pijas madrileñas de doble vida, mosquitas muertas con piernas largas que la liaban parda con gran discreción.
En Casado habita un pasado en mangas de camisa arrugada por fuera del pantalón, cuando lo mandaron cual 007 a Cuba para visitar a los disidentes, cual camello de libros clandestinos, medicinas y dinero. Fue un buen mandado que vivió peligrosamente su walk on the wild side con barba de dos días y un desaliño parecido al de Sean Penn visitando al Chapo.
La adversidad no le resulta extraña: tuvo un hijo prematuro que sufrió una parada cardiaca y estuvo en coma tres días. Olvidó su ideología cuando se solidarizó con los gemelos de Iglesias- Montero: “Son unos padrazos”, dijo. Esos azos y azas que tanto combinan con su sonrisa blanca. “Si alguna vez me tiene que renovar alguien, que me renueve Casado, que es un tipo estupendo”, provocó en su día Aznar. Y lo fichó como jefe de ­gabinete cuando ya estaba fuera de la Moncloa, regalándole su gran oportunidad: ser su mozo de espadas, viajar a todo trapo, conocer a líderes mundiales, empoderarse para purgar a los tecnócratas sorayistas con ínfulas de derecha moderna y laxa y rodearse de mujeres porque yo lo valgo.
Unas clientas del Sánchez-Romero de Prosperidad que atienden su turno en charcutería coinciden en que Casado es “muy majete”. No lo decían de Aznar, a quien su entumecido labio superior se le paralizó aún más desde que se rasuró el bigote. Casado se pinta una sonrisa de niño bien en la que muestra radiantes dientes kennedianos. No es un seductor al uso, ni pretende acojonar como Aznar. Pero levanta bombas dialécticas con una sonrisa muy fina, un rictus entre opusino y esotérico. Pocos casos se conocen de estudiantes de Derecho capaces de aprobar 12 de las 25 asignaturas curriculares de la carrera en cuatro meses.
Bien maleado por el caso de su máster, que aprobó sin ir a clase, ya ha dejado de ser el chaval majete del PP para mostrar su vis de cabroncete. Arrancó la precampaña con una sobredosis de proteínas, henchido de patriotismo y regreso al pasado, aunque ahora es el más moderado de su propia lista. Con un chasis que bien podría remojar en los Hamptons –pero que familiariza más con Boadilla del Monte–, ha demostrado ser el líder del partido menos conservador en su estética, a pesar del fachaleco, la prenda de este invierno primaveral que ha sustituido a gabanes y barbours.
Casado se ha desmarcado de los trajes convencionales que gastan Rivera y Sánchez, saliendo de la zona de confort de la derechona –marrones, burdeos, azul marino, verde loden– para combinar tweds con ocres y azules siguiendo la estela de los interioristas del barrio de las Letras, pijos refinados y gais que mezclan rayas y cuadros, verde billar y mostaza. Es el candidato más actualizado en la sastrería slim fit: el patrón masculino se ha estrechado cinco centímetros de pernera y tres de talle.
Destila guapura mientras critica “el sanchismo”, su gran trastorno obsesivo compulsivo. Y luce cuellos de camisa redondeados en la punta, estilo vintage, que dulcifican su mandíbula contraída y su metralla verbal. También ha renovado vocabulario, y como Ausiàs Marc –a quien seguramente habrá leído dado su expediente récord– elige imágenes cotidianas: poco le ha faltado decir que pondría la mano en la “cassola en forn” , pero ha prometido que va a “achicharrarse” por España aunque nadie se lo haya pedido.
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22 de abril de 2019
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Falsos indignados

La derecha fragmentada per sigue más que nunca su monopolio de la virtud. Sí, esa aspiración al bien, la verdad, la justicia y la belleza (en ínfima proporción) se ha instalado en los debates de campaña bajo la apariencia de indignación moral. Pero, alerta, pues difícilmente se trata de una indignación auténtica y sí de un juego malabar que suma afiliaciones en caliente. En mítines y debates, los candidatos de derechas invocan diariamente al diablo. A un Lucifer separatista, un Belcebú con faldas e ideología de género, un Satanás que pretende subir a base de impuestos ese salario mínimo de 900 euros. El cúmulo de improperios que cada día recibe Pedro Sánchez –hay momentos en que parece que hablaran de Maduro o Gadafi– difícilmente alcanzará su objetivo por una cuestión de credibilidad. En su estrategia dialéctica han cargado tanto las adversativas que cuesta recordar el motivo de la moción de censura que abrió este inestable periodo: la generalizada corrupción en el Partido Popular.

“La justicia fingida existe claramente. Todos tenemos en la cabeza casos donde personas simularon o exageraron sentimientos de indignación porque tenían una razón estratégica para hacerlo. Los políticos en campaña electoral, por ejemplo, son delincuentes frecuentes”. El razonamiento pertenece a los psicólogos Jillian Jordan y David Rand, profesor de Ciencias Cognitivas del MIT, quienes recuerdan que la moral surgió como “forma de medir la confiabilidad de uno en esfuerzos cooperativos”. Pero ocurre que lo que antaño podía considerarse virtud no es sino empeño retrógrado en un camino de hegemonía patriarcal, clasista y racista. La derecha indignada no ha sido capaz de librarse del peor de los complejos, el de superioridad. Escenifica pataletas por un supuesto adoctrinamiento de género y se resiste a las políticas de igualdad. Cierto es, nadie puede hablar en nombre de todas las mujeres (ni de todos los hombres). Por eso tantos se ofendieron ante el negacionismo que escuchamos en el debate de TVE por parte de Cayetana Álvarez de Toledo y –por omisión, pues no le replicó– de Inés Arrimadas.

Sarcasmo ramplón para cuestionar una lacra, la violencia sexual, contra la que existe un protocolo europeo vigente: el convenio de Estambul, suscrito también por 45 países donde no gobiernan Sánchez ni Iglesias.

En España, las cifras parecen irreales, pero las dicta el Ministerio del Interior: cada cinco horas se denuncia una violación. Demostrado está que el silencio de la víctima es todavía un eximente para el criminal, que ve reducido su castigo. Auditar un delito sexual o un episodio de malos tratos desde la sospecha hacia la mujer aún es práctica recurrente en la España machista que queremos dejar atrás. Hoy es la propia sociedad quien corrige la falsa indignación de muchos políticos y, alejada de la lucha de sexos, se afana por construir un mundo respetuoso e igualitario.

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22 de abril de 2019
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Dos años sin Carme

Aquel tren, aquel AVE de Lleida a Madrid un domingo por la tarde; aquel cielo de primavera tras el cristal, aquí sol, aquí bruma; aquel vagón de silencio, y el mensaje que entra pasado Calatayud: “Ha muerto Carme Chacón”. La incredulidad servida en un vaso de placebo. “Menudo disparate, será un error”, barruntas mientras el pensamiento busca la manera de procesar la tragedia. Han transcurrido dos años, y la extrañeza de haber perdido a una amiga como ella aún nos mancha la sonrisa, mucho peor que la nicotina, porque el dolor no admite blanqueadores. Alguna vez he releído nuestros últimos watsaps –tampoco yo he podido borrar su teléfono– y a lo más que llegas es a sentirte huérfana y a la vez privilegiada por su amistad, vecinas de un clima interior, en una complicidad que te hermana cuando aprietas la misma tecla, que convierte lo pequeño, lo íntimo, en colectivo.
La vida te provee de mantas para tapar los agujeros, pero no remienda sus jirones. A medida que corre el tiempo, el recuerdo se hace más sentido, también más solemne. Temes que se licue la intensidad de su huella. El mundo tiene prisa por llegar a ninguna parte. Lo nuevo enseguida parece viejo, la política cose y recose para hacerse más deseable. No, no todo huele a podrido. Bien lo sabía la Carme feminista, que rompió un buen trozo de cristal blindado al mandar a los militares con su panza de seis meses: dieciséis viajes a Afganistán, cruzada contra las bombas de racimo, ingeniera de puentes y no de muros. La Carmen y Carme de una “España, nación de naciones”, liderando un espíritu constructivo para evitar el choque de trenes. O la Carme que, limpia de mácula, aspiró a presidir y a renovar un partido, dispuesta a barrer debajo de las alfombras y a drenar las cloacas, víctima de mercadeos mediáticos, política excepcional y claro exponente de la meritocracia.
“Poseía el encanto de las personas inteligentes y buenas”. La frase pertenece a su cardiólogo, el doctor Màrius Petit Guinovart. Lo entrevisté hace un año y me dio una clave para entender la fuerza interior que la abrigaba: “Como mecanismo de defensa ante su problema, tenía un optimismo y una falsa seguridad que le permitieron vivir sin miedo”. Sus padres, Esther y Baltasar, acaban de impulsar la Carme Chacón Foundation para facilitar operaciones a niños sin recursos y con cardiopatías complejas como la suya. Ella, en sus últimos años habló de su corazón. Con 35 pulsaciones por minuto y un bloqueo ventricular, Carme jugó al baloncesto, nadó en alta mar, parió un hijo, modernizó –y feminizó– el ejército y sufrió las inquinas de los señores del castillo socialista, supergraduados en machismo. A pesar de todo, nunca se olvidó en casa su sonrisa franca que no necesitaba pintar, a modo de máscara, como tanto se estila en la política desprovista de convicción y compasión. Ahí es donde su ausencia tanto duele.
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15 de abril de 2019
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El Boomeran(g)
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