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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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No te ajunto

Hace días que pienso en Groucho y aquella canción que entonaba en una de las mejores películas de los Hermanos Marx, Plumas de caballo: “Puede que tu propuesta sea buena, pero vamos a dejar una cosa clara: sea lo que sea, ¡estoy en contra! E incluso si la cambias o condensas, ¡estoy en contra!”. Aunque ignoren su estribillo, es lo que parecen repetir nuestros líderes políticos, que vuelven a convertirse en una de las máximas preocupaciones de los españoles, según el CIS, dada su incapacidad para entenderse y formar coaliciones. Para asumir que se necesitan los unos a los otros, igual que ocurre en una familia o una comunidad de vecinos, escozor mediante.

Los políticos plañen y claman ante los micrófonos si no son acogidos con los brazos abiertos o son alimentados con cuchara. La retórica victimista, tan instalada en el discurso actual, es una añosa técnica demagógica que consiste en descalificar al adversario mostrándolo como atacante con el verdadero fin de rehuir el debate. Altamente manipuladora, se cocina con tres ingredientes principales: deformación de la realidad, rédito en la queja e incapacidad autocrítica. “El PSOE pone a Cs en la diana y los radicales nos lanzan botellas” tuiteó Inés Arrimadas tras el presunto escrache en el Orgullo Gay, que unos consideran poco menos que una batalla campal, y otros, una protesta legítima con algún incidente controlado. La cúpula de Vox lleva semanas lamentando unas líneas rojas que ellos mismos se encargan de repintar a golpe de exigencia. En el seno de Podemos consideran que Pedro Sánchez está jugando con ellos con la mirada puesta en unas nuevas elecciones, aunque haya empezado a celesti­near con una carta de ministros apolíticos.

También hay quienes, desde la derecha, ven en la dureza negociadora del presidente en funciones y su equipo una artimaña victimista a fin de recurrir in extremis a radicales e independentistas, alegando que lo intentó todo con PP y Ciudadanos. ¿Y qué decir de los populares, un partido que lleva años coleccionando agravios de toda condición y procedencia, incluso desde dentro de sus propias filas?

El sectarismo agrio ha bloqueado el diálogo y, lo que es peor, ha fracturado el principio del respeto. Todos son anti o van contra algo, en lugar de esforzarse en atemperar las estrategias de choque y devolver el anticomunismo y la homofobia a las lejanas décadas que les corresponden. Y resulta irresponsable apostar por el perverso “cuanto peor, mejor” en lugar de atreverse a buscar decididamente lo bueno para cuantos más mejor.

El sectarismo agrio ha bloqueado el diálogo y, lo que es peor, ha fracturado el principio del respeto

Víctimas de su propio marketing, de una doble moral, de un feminismo oportunista que confunde la igualdad con los vientres de alquiler... Lloricas de “a ti no te ajunto”; claro que afanarse en cambiar las cosas es arriesgado. Soy de las que prefieren utilizar el término supervivientes –en lugar de víctimas– al hablar de cualquier tipo de violencia. ­Porque quienes alargan la compasión acaban enterrados en su propia mega­lomanía.

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15 de julio de 2019
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La vida ‘sin’

La victoria de la preposición sin frente a con es aplastante. No es el añadido lo que hoy nos seduce, sino la supresión. La ideología del bienestar ha impuesto contención y ha encumbrado la sobriedad como renovado valor. Productos sin sal, sin azúcar, sin conservantes, sin gluten, sin lactosa, sin fructosa, sin cafeína, e incluso sin cables, llegan raudos a nuestras casas, prometiendo un estado más elevado, sin inflamaciones de vísceras ni huelga de lactobacilos. La vida sin nos otorga una especie de semipoder, igual que si pudiéramos regalarnos días de vida si no fumamos, evitamos apoltronarnos o no ingerimos grasas saturadas. Ya el sabio libro del Eclesiastés demostraba que el principio de la reciprocidad no existe. Que el bien no siempre trae el bien, ni unos pulmones sin nicotina garantizan librarse de un tumor. Aun así, la era sin crea ilusión, la del bienestar que te procura administrarte dosis de bienestar.

Los vicios son hoy más abstractos y sofisticados. Crecen, por ejemplo, los lo­cales de intercambio de parejas y el sexo libre deja de ser considerado una guarrería, mucho menos nociva que una hamburguesa industrial o medio kilo de churros. Leo un artículo en The New York Times sobre la “nueva sobriedad”, una forma de entender la vida sin no sólo para alcohólicos diagnosticados, sino para todos los que, además de cuidarse, no quieren alterar su conciencia ni llevar “un punto” encima, esa bruma esponjosa que desinhibe y produce euforia. Prefieren divertirse a palo seco. Ahí están esos neoyorquinos abstemios que frecuentan el Club Soda, ListenBar o Getaway y piden mocktails –el término anglosajón para los cócteles light–, y etiquetas que triunfan en las redes sociales con los hashtag: #MindfulDrinking o #SoberCurious.

En este país tan cervecero, resulta original que la sin se erija en fenómeno y ya represente el 13% del consumo per cápita de tal bebida, según destaca el informe de Cerveceros de España. Se trata de un dato revelador, porque lideramos a nivel europeo su consumo y su producción. Y el último estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre hábitos de consumo informa que ingleses y españoles han empezado a beber menos. Aun y así, en nuestras mesas sorprende que ­alguien rechace el vino. “¡Venga, una ­copita!”, suele insistirse, como si tan sólo los musulmanes y las mujeres embarazadas estuvieran excusados para brindar con Coca-Cola.

La tendencia a la sobriedad es una buena noticia en un país de larga tradición de bebedores, donde tantas guitarras, besos y contratos han sido regados con una copa de más. Y aunque la moda del sin roce a veces el absurdo, expresa un deseo de pureza universal, una exfoliación anímica para sentir que tenemos el control en un mundo descontrolado.

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10 de julio de 2019
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Preferiría no hacerlo

Me reencontré con un amigo al que hacía años que no veía y, entre otras historias, me contó que había estado enfermo: “Fui al hospital y me atendieron corriendo, pero eran tiempos donde aún valían los enchufes”. En sus palabras quedaba patente la hermenéutica de una era en la que los atajos por influencia o los comportamientos abusivos han ido emergiendo como bolas de pelusa cada vez más gordas, comisiones, contratos amañados, ventas de nada a cambio de oro.

Hoy prevalece una mayor conciencia cívica y equitativa frente a la picaresca que abusa de los más débiles y que urde chanchullos. Pero hay un aspecto que sigue inamovible, replegado en sí mismo, causa de desesperaciones personales y flagrantes abusos institucionales. Me refiero a la burocracia, ese magma gris, ese muro contra el que el escribiente Bartleby se paraliza y repite: “Preferiría no hacerlo” (en agosto se cumplirán 200 años de la muerte de su autor, Herman Melville, que murió completamente olvidado). Las pilas de papeles amontonados que Bartleby prefiere no revisar, igual que la espiral absurda de oscuridades administrativas que tan bien relató Kafka, evidencian la indefensión en la que ­queda el individuo. El ciudadano al que le dicen: “Vuelva usted mañana, y traiga tal papel; o una firma compulsada”. Resiste ese poder concentrado, adormecido en su propia maquinaria, que zancadillea decisiones personales de gran calado.

“Cuando quieres combatir la dictadura de la burocracia, sólo la agigantas, tienes que hacer una circunvalación”, me razona Gemma Calvet, directora de la Agència de Transparència de l’Àrea Metropolitana de Barcelona, que ha presentado con gran éxito ante la ONU el programa Lorenzetti –en colaboración con las ciudades de París, Montreal y Bogotá–, donde, a través de la obra del pintor italiano, se hace comprender que no hay integridad sin ética público-privada y para ello la cultura humanista es imprescindible. En la construcción de la nueva identidad pública, el papeleo es sinónimo de infinitos laberintos trazados por unas administraciones ahogadas en sí mismas y perdidas en sus dédalos tecnológicos. Según Calvet, existen dos tipos de funcionarios: los políticos y los carismáticos. Los primeros son prisioneros de la rutina, de la inercia, mientras que los segundos son contrarios a la concentración de poder estático y unipersonal.

Sólo los débiles quedan a merced de coacciones y favores, afirmaba Epicuro. El marketing de la transparencia llena hoy la boca de todos aquellos que quieren (de)mostrar su nuevo liderazgo –sea por coherencia o porque quien coquetea con las cloacas un día u otro verá flotar su propio cadáver en ellas–, pero poco tiene que ver con una limpieza real, la que exige recursos económicos y humanos, y también un firme compromiso político. ¿Cuántas buenas ideas se han malogrado por la burocracia del confort? ¿Cuántas personas no han podido mejorar sus vidas a causa de un papeleo a destiempo? Le robo la frase a Calvet: la democracia será ética, o no será.

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8 de julio de 2019
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‘Flush, flush’

La revista que observa el mundo a través de los espejos del baño”. Sólo en Francia podía surgir la iniciativa de dedicarle un magazine a la toilette. Pero, ojo, Flush no es una publicación dedicada únicamente a las tendencias en inodoros y mamparas de ducha, tampoco a nuestra relación con los cuartos de baño –a la paruresis, la fobia de algunos hombres a orinar en público, por ejemplo–, sino que hay lugar para reportar las condiciones sanitarias en campamentos de refugiados o en cárceles. La periodista Aude Lalo, su artífice, defiende que la salud, el progreso, la ecología, el urbanismo y hasta las relaciones sociales pueden escrutarse a través de la evolución y uso de los urinarios.

De cuarto de las vergüenzas o sanctasanctórum doméstico, privado –por tanto cerrado– y discreto, pocos espacios de la casa –después de la cocina convertida hoy en altar– han evolucionado tanto, no en vano es el lugar donde empiezan y acaban nuestros días, donde nos relajamos y desahogamos cantando o llorando en la ducha.

Los baños de nuestra infancia eran recónditos y bastante feos. Hoy presumen de veteados mármoles, tecnología de última generación, váteres domóticos que abren la tapa nada más acercarte a ellos, como si te olieran, y hasta grifería en ­negro mate personalizada con nuestras iniciales. “El lugar de uno mismo” –como lo denominó el escritor Manuel Hidalgo– permite, mucho más allá de la escatología, definir nuestra relación con “lo privado” y extraer su componente socioíntimo.

Recuerdo la polémica surgida en torno a la fotógrafa Lee Miller cuando se autorretrató en la bañera de Hitler para quitarse la mugre del campo de Dachau, y coincidió con que ese mismo día el Führer se suicidaba en su búnker berlinés.

Suciedad y su reverso, limpieza; intimidad y pudor; secretismo y refugio, todo ello abarca un baño, transformado en una de las estancias más seductoras en las casas de diseño. Basta un rápido recorrido a través del cine para comprobar la importancia como escenario que tiene en nuestras vidas. El filósofo Slavoj Zizek, siempre extremo, proponía una teoría acerca de las diferencias entre los váteres –tanto por su morfología como por su ubicación en los cuartos de baño– de algunos importantes países europeos para afirmar no sólo que cada inodoro es fiel reflejo de la cultura que lo ha creado, sino que “cada vez que vas al baño te sientas encima de la ideología”. Puede que sea cierto, y que, efectivamente, los franceses mantengan su tradición revolucionaria, los británicos sean pragmáticos y los alemanes reflexivos mientras que algunos españoles mean fuera de tiesto.

Conquistado, disputado, deseado, qué alivio produce correr el pestillo que nos garantiza unos minutos de invisibilidad.

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3 de julio de 2019
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Kitsch nupcial

La otrora llamada princesa del pueblo, Belén Esteban, se ha casado de nuevo. No me olvido de aquella vez cuando un presentador le preguntó por alguno de sus comportamientos –o eran sentimientos–, y ella respondió: “¿Pero esto qué es? ¿El juego del cráneo? No soy ningún ejemplo para nadie”. La chica de San Blas que fregaba pisos, la novia de Jesulín que se aburría en el campo de la sierra de Cádiz e iba al bar a taconear, se ha echado años y kilos como el resto de españoles. De profesión, tertuliana, y veraneante en Benidorm, se ha serenado y ha entrado en el club de las segundas bodas.

En las aspiraciones de la novia subsiste el anhelo del vestido perfecto. El súmmum quintaesencial, el traje entre todos, especial y único. Las mujeres que se casan visten en realidad su propia belleza, pletóricas, seguras –o eso parece–, y el traje las acompaña. Pero el ritual nupcial le otorga una función mágica. El vestido se convertirá en noticia, al menos entre los asistentes al enlace, y los comentarios perdurarán unos días. Algunas entran en las tiendas de Rosa Clarà, que acuñó un prêt-à-porter de novias personalizado, y aprenden a pasar de la foto al propio cuerpo. Pero no sólo la novia desea que su traje haga enmudecer, que por él la amen y la respeten el novio, el público, España entera. Ahí están los invitados, las pruebas lo testifican, vale cualquier boda mediática, incluso con flores negras al estilo de las de Pilar Rubio. El esfuerzo por ser singular desemboca a menudo en la vulgaridad. Cuando vas a comprar el pan y pasas por delante de una comitiva de boda, ves a un grupo de gente disfrazada. Siempre demasiado vestida, sea al mediodía o por la tarde, con ridículos tocados que se tuercen, pamelas Costa Amalfitana que desentonan con las bocinas del tráfico, escotes pronunciadísimos, colas de sirena para andar a pasitos cortos... Ellos también van acartonados; parecen magos o camareros medio perdidos en la fiesta. No obstante, en el microclima bonachón que genera un enlace, sus participantes se sienten los más guapos (y elegantes) del mundo. E insisten en epatar como nunca antes, manteniendo la tradición campesina de estrenar ropa para los acontecimientos.

No hay que remontarse muy lejos para comprender cierta deriva estética de nuestra sociedad hacia lo antes identificado como hortera. Basta con echar la mirada a los posmodernos 80, cuando lo kitsch –palabra alemana de origen más metafísico– brotó del underground para convertirse en tendencia total (y eso que la globalización aún no había vertido su líquido unificador a lo largo y ancho del globo). Theodor Adorno, uno de los mayores críticos, lo consideraba un peligro para la cultura, además de una parodia de la catarsis que el verdadero im­pacto estético provoca. Y así se representan muchas de ellas, entre la celebración y la caricatura del amor, los novios enmarcados por colores chillones, plumas y lentejuelas. Mientras el resto vamos a comprar el pan.

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1 de julio de 2019
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Goles que no valen igual

Mi hija pequeña sabe ya qué quiere ser de mayor: entrenadora de un equipo masculino de fútbol. No le basta con tirar regates ni rematar a puerta y, aunque ahora juegue en el medio campo –formando parte de ese 41% de niñas que en menos de tres años se han introducido en el balompié–, sueña con diseñar estrategias de juego y liderar un vestuario Varón Dandy. Serán amores de madre, pero me digo que apunta bien la niña: todavía faltan un par de décadas ­para que las Mourinho y las Guardiola del futuro se agiten en un banquillo con el caramelo en la boca.

El auge del fútbol femenino, que se juega en España desde los años ochenta, demuestra lo bien que se ha superado aquella idea victoriana de que las mujeres sólo podían practicar deportes que toleraran la falda –se incluía el hockey hierba–. Las británicas fueron las primeras en romper la norma, lo que les valió ser apedreadas por el público en Glasgow y Manchester, allá por 1881. Las jugadoras ya lo habían anticipado y no utilizaron sus nombres, sino alias. Hoy, con la octava Copa del Mundo femenina en juego, vamos conociendo detalles pintorescos en su cruzada para ser tomadas en serio. Ya saben: sus premios y sueldos son menores y las condiciones peores que las de ellos. En 1989, a las todopoderosas alemanas –dos Mundiales, ocho Eurocopas, una medalla de oro en los Juegos Olímpicos– su federación les regaló para festejar el primer título europeo un floreado juego de porcelana. Unas tacitas de café para domesticar a esas muchachas. Hace unos días, en cambio, Adidas anunciaba que pagará a las campeonas del Mundial a quienes patrocine la misma prima que a los héroes de Rusia 2018.

El deporte es un espejo cristalino donde se refleja la situación de las mujeres: puede que hasta vistosa y ejemplar, pero sin la cotización de los hombres. Por supuesto, nadie se atreverá a decir que las suyas son competiciones de segunda, aunque –y no por el nivel de juego o el espectáculo– estén desnaturalizadas. Un ejemplo: la delantera noruega Ada Hegerberg, la primera mujer en ganar un Balón de Oro, ha renunciado a jugar este verano en Francia por los agravios comparativos con los varones. Claro que en la gala de entrega del premio tuvo que soportar algo casi peor, que en lugar de preguntarle por sus tantos o títulos se interesasen por si sabía hacer twerking.

He leído un dato en prensa y Twitter que me taladra: sólo tres de las 550 futbolistas que participan en el campeonato son madres. En nuestra Liga Iberdrola, ninguna. Nadie debería renunciar a la vida por el trabajo, o al revés, pero a ninguna le renuevan contrato si se queda embarazada. Así, ¿quién va a marcar los goles cuando valgan lo mismo si los mete una mujer que un hombre?

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26 de junio de 2019
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El vicio de la democracia

Tan acostumbrados estamos al “todo vale” que cuando alguien actúa movido por su conciencia, siendo coherente con sus principios, nos parece una rara avis. “Con Vox acabas ensuciándote las manos y, de alguna forma, el alma”, declaró Manuel Valls al periódico El País, introduciendo teología y poética en el debate. Valls es un hombre que huele a limpio. Ni asomo de la tez cetrina o el iris amarillento de los políticos rijosos. Su gesto es extraordinario en la política española. Nada que ver con el niño Errejón dando saltitos para abrazar más poder y haciendo tropezar a la abuela y a los nietos. Ni con los bailes tránsfugas a otras candidaturas, como los casos de Soraya Rodríguez y Celestino Corbacho o Ángel Garrido, que decidieron rejuntarse con Ciudadanos.

Él, en cambio, ha sido rechazado por unas siglas que parece haber traicionado, aunque nunca se calló desde que el partido empezó a hacer manitas con Vox. Los mismos que ahora re­tiran pancartas contra la violencia ­machista ¡por el hecho de ser moradas –el color que identifica el feminismo– y recordarles a Podemos! Hombretones peludos que siguen empeñados en ideologizar el aborto como si fuera asunto suyo, politiqueando con temas que la sociedad ha superado hace años.

Poco más de medio año antes del alzamiento nacional que daría lugar a la Guerra Civil, el semanario Arriba, fundado personalmente por Primo de Rivera, afirmaba en un editorial que “Francia tiene que ser fiel a sus normas democráticas, aunque sepa que esa fidelidad es nociva como un tóxico. Los países con el vicio de la democracia y la libertad tienen la insensatez suicida de los morfinómanos”. Democracia y libertad en un miembro de la ecuación, morfina y pulsión suicida en el otro. La misma saña reaccionaria y patriotera ha encendido esta semana una pira para Manuel Valls, tras enmendarle la plana a Albert Rivera y su política de “cuanto peor, mejor”. “Picaruelo”, le han lanzado incluso desde algunas tribunas, mezclando amor con votos y otros tópicos. Pero Valls lo tiene muy claro: la ultraderecha que reventó el siglo XX no puede dar respuesta a los retos del XXI.

Por eso aplaudo su determinación, tan insólita en un mundo de logos, ­siglas y egos, de intereses contables que ensucian el pensamiento, de caprichos en las listas electorales (pienso en el esquinazo de Rivera a una de las europeístas más brillantes y ac­tivas, Teresa Giménez Barbat). El espíritu de la Ilustración, y el recuerdo de D’Alembert y Diderot terminando su Enciclopedia bajo la atenta mirada de la policía, moviliza a un Valls que con su gesto, cuya etimología her­mana la palabra con personalidad y ­actitud, con carácter y conducta, no ­sólo con­juga esos cuatro sustantivos. Lo hace de forma tan impecable que ni su acento francés puede sombrearlo de sospecha.

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24 de junio de 2019
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Amor y aeropuertos

Íbamos a emprender nuestro primer viaje juntos, un fin de semana en los acantilados de Andratx, para celebrar todas las pequeñas ca­sualidades y bendiciones con las que habíamos confeccionado el traje de un amor recién estrenado. Eran días en que él me sorprendía con flores, compraba chocolate negro y me traía el primer café a la cama. Un auténtico gentleman, según mis amigas.
Aquel viaje sería un auténtico festín de besos y nados, me decía a mí misma. Hasta que sacó el horario del bolsillo y propuso lo siguiente: “Tendríamos que estar a las 6 en el aeropuerto”. “Hombre, con que salgamos a las 7.30 es suficiente... el avión es a las 9”. Vi cómo mudaba de color. Sus labios parecían más gruesos, los ojos empequeñecidos. Movía la cabeza de un lado a otro, negando. Uno de los dos se habría equivocado, pensé, enseguida daríamos con el malentendido.
Pero el malentendido era yo misma. ¿Por qué llegas estresada, corriendo y sintiendo ese sudor frío de pensar que pierdes el vuelo? A él le gustaba contar con horas de ventaja: “Te tomas un cafecito, haces un par de llamadas, lees el periódico...”. Le respondí que me parecía una ridícula manera de perder el tiempo, y ese fue nuestro primer desacuerdo. Lo espantamos como a un moscardón, aunque a lo largo de los años daría paso a grandes broncas y reproches, hasta aquella primera y dolorosa ocasión en que le oí decir: “Somos la noche y el día”.
Más de una vez me he preguntado si no estaré enganchada a la adrenalina de la gesta, a ponérmelo difícil para superarme. ¿O no es esa otra manera de expresar el estrés del viaje? “No es que la gente que llega tarde no encuentre la experiencia del aeropuerto tan estresante como quienes llegan dos horas antes del embarque; la diferencia está en que sus mecanismos para afrontar los episodios negativos de la vida son radicalmente diferentes”, razona el profesor Gerkin, de la Universidad de Carolina del Norte, que ha estudiado estos dos modelos antagónicos de pasajero. Los puntuales tienden a ser impacientes y ambiciosos, mientras los tardones suelen ser más relajados y menos neuróticos. Pero quienes procrastinamos, ¿acaso no buscamos una absurda satisfacción aventurera, convencidos de que las horas que pasamos en dichos no-lugares nos envilecen?
Han pasado los años, y entre mi amor y yo han variado algunas costumbres. Hallamos una solución de consenso: salir por separado de casa. Él tres horas antes, yo bien apurada, pero controlando el reloj. Y cuando nos encontramos en la puerta de embarque, el ordenador libre de toda sospecha, los periódicos bajo el brazo, nos miramos por un instante de manera furtiva, como si siguiéramos siendo aquellos enamorados que iban a nadar a Andratx.
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19 de junio de 2019
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Tacto y contacto

A pesar de nuestras burbujas digitales, acostumbrados a mandar y recibir cariño virtual, nos sigue chocando que, al presentarnos a alguien, el saludo se quede en palabras o en un apretón de manos. Queda más profesional, también más profiláctico, dicen algunos, que se preguntan por qué hay que besar a un desconocido, con su barba o su maquillaje. Ocurre que, si la reunión ha sido satisfactoria, un rapto de euforia invade a los interlocutores que se han saludado fríamente al principio, y acaban despidiéndose con dos besos, a fin de expresar su simpatía hacia el otro. Nuestro cuerpo suma unos cinco millones de terminaciones nerviosas repartidas en apenas dos metros cuadrados de piel, que nos mantienen en contacto con el entorno y nos proporcionan información. Pero tocar –y ser tocados– no sólo es algo natural, sino que posee múltiples beneficios. La ciencia ha demostrado sobradamente que el contacto físico resulta vital para la salud. No obstante, renunciamos cada vez más a él y nos blindamos en el espacio público.
Un profesor de la Universidad Carnegie Mellon, el psicólogo Sheldon Cohen, ideó un curioso experimento, según leo en The Atlantic: consiguió reunir en titulares abrazos y sistema inmunológico. Aisló en un hotel a 400 personas que fueron expuestas al virus del resfriado. Entre quienes mantuvieron interacciones, los síntomas de la enfermedad fueron menos severos que entre los más solitarios y reacios a socializar.
Me pregunto a menudo por qué los ciudadanos quieren tocar a líderes e ídolos. Tras la catenaria aguardan su turno, basta un mínimo contacto para que se sientan dichosos, elegidos o empoderados, vete a saber. En el otro extremo se hallan aquellos que ocupan posiciones de poder y se sienten legitimados hoy a expresar su intolerancia al contacto porque disponen de atriles para llegar sin tocar.
Foucault afirmaba que nuestros cuerpos están imbuidos en las relaciones de poder y no pueden escapar de ellas. Lo que no adelantó el filósofo fue que la conquista de la esfera pública por parte de lo políticamente correcto proscribiría el contacto físico. En un contexto donde florecen los restaurantes y hoteles que no permiten la entrada de niños a fin de preservar la calma, el tacto cotiza a la baja.
Así se percibe en la política, y domina el actual juego de pactos para gobernar. El PP prefiere devolverle el Ayuntamiento de Madrid a Carmena antes que ver a Villacís de alcaldesa. Ciudadanos se niega no ya a negociar con Vox, sino hasta a reunirse con ellos. Y el PSOE marca distancias con sus imprescindibles aliados de Podemos. Fíjense en las acusaciones de Aguado a Gabilondo, uno de los políticos más sensibles y razonables, de “radical”. Faltan abrazos que los inmunicen del virus de la distancia. Yo, de ellos, invitaría al profesor Cohen para que los encerrara en un hotel y los expusiera a un virus liviano para que salieran de allí abrazados y coleando.
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17 de junio de 2019
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La ‘dona’ catalana

La frase trae ecos de libreto costumbrista: “Le he mirado a los ojos para decirle lo que nunca había oído de una mujer”. El sujeto bien hubiera podido oír antes aquellas palabras en boca de un varón, pero la cosa parece cambiar cuando es mujer quien le dice que tiene la bragueta abierta o pelos en la nariz. La diputada de Junts per Catalunya Laura Borràs la pronunció con algunas modificaciones tras su audiencia con el Rey: “He mirado a los ojos del monarca español para decirle lo que tal vez nunca había oído de una mujer catalana”. Borràs tiene un hablar literario y coraje dialéctico. En más de una ocasión ha avergonzado a sus contrincantes recriminándoles su falta de comprensión lectora. Ante el Rey se reivindicó como mujer, y también como catalana. Y en su frase se interpreta que ninguna otra nativa de Catalunya había sido capaz de decirle lo indecible a Felipe VI, desde Núria Espert, Julia Otero, Judit Mascó, Susanna Griso, Ona Carbonell, Mireia Belmonte, Cristina Gallach, la Coixet y la Sardà, Sílvia Pérez Cruz, Carme Ruscalleda...
Pero, dejando el territorio aparte –que según el contexto del que procede de eso se trataba el desafío–, la afirmación de Borràs nos lleva a repensar qué es una mujer catalana. Pienso en el legado de algunas escritoras: en Maria Aurèlia Capmany, que decía que tenía dos peras y una manzana. O en Aurora Bertrana, la aventurera que pregonaba la libertad sexual e individual –siempre que no pises la de los otros–. En Ana ­María Matute, que bebía whisky en las entrevistas literarias igual que Nabokov, incluso en Mercè Rodoreda y su dulce aleación del amor y el mal, la que se in­terrogaba en su ficción: “Soc una dona honrada?”. En sus voces hay acentos muy diferentes, y, aun así, juntas escriben una crónica universal que transciende fronteras.
¿Puede hablarse hoy de mujer gallega, andaluza o murciana y no caer en el folklore? ¿Qué diferencia a una catalana de una vasca, más allá de la lengua y el paisaje, del corte de pelo o el color de las gafas? Es más, ¿qué la diferencia de una noruega o una francesa, de una hermana de alma que interpreta la misma partitura aunque la música suene algo diferente? Hablar de una mujer –en el fondo, la mujer– significa tropezar forzosamente con el esencialismo, ese “rasgo fijo cuyos atributos se han impuesto y cuyas actividades ahistóricas limitan las posibilidades de cambio y, por consiguiente, de reorganización de la sociedad” que tanto ha criticado desde el feminismo la filósofa Elizabeth Grosz. Porque además de ser mujeres individuales, reales, solidarias y diversas, sabemos que todavía hay muchas que no salen en la foto, y esa exclusión se debe a razones que nada tiene que ver con la piel o el acento.
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12 de junio de 2019
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