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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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¿Desgracia o catástrofe?

La última oferta in extremis de Pablo Iglesias a Pedro Sánchez traía implícita la noción de ensayo, igual que plantean muchas parejas que se dan un “periodo de prueba” tanto antes de casarse como al separarse. Si no funciona, cada uno por su lado. Un auténtico atrapamiedos que inmunizase a los socialistas ante la posible trampa podemita de jugar al contragobierno una vez dentro.

Era de esperar que Sánchez, fiel a su colección de calabazas a la novia despechada que es Unidas Podemos, no se ablandara. “Ocurrencias”, vino a decir. No se queda para hablar por teléfono desde la tribuna de oradores del Congreso. Porque él es serio. Ha aprendido maneras en los sillones segundo imperio del Hôtel du Palais, en Biarritz, a la vera de Macron, y se ha rodeado de asesores que creen más en el algoritmo o la neurociencia que en la política de diálogo. Y, a medida que todo esto ocurría, las perneras del traje del presidente se iban estrechando, inaccesibles para la media española.

La escena parlamentaria de dos hombres de edades similares, exprofesores y padres, evitando todo contacto visual, negando la mirada del otro, resultó un espectáculo gélido. Una ración de desprecio bien poco ejemplar, sin la altura moral necesaria para flexibilizar la contrariedad. Los de Sánchez han olvidado que recibieron el gobierno de manos de Podemos y otras formaciones que, en un gesto histórico de responsabilidad, no pidieron entonces nada a cambio y pusieron rumbo de crucero. Pero la ­política es un juego complejo de intercambios. Apostarlo todo en unas nuevas elecciones planteadas como “yo o el caos” resulta una temeridad que puede acabar en desgracia y hasta en catás­trofe. En cierta ocasión le preguntaron al primer ministro británico Benjamin Disraeli cuál era la diferencia entre ­ambas. “Lo entenderá usted enseguida: si Gladstone –su adversario político– cayera al río Támesis y se ahogara, eso sería una desgracia; pero si alguien lo sacara del agua, eso sería una catás­trofe”, bromeó. Sánchez no puede permitirse bromear ni es un caballero del siglo XIX.

Estos días se ha condenado al juez Alba por conspirar contra su colega Victoria Rosell, diputada de Unidas Podemos. La historia produce escalofríos. Es la de un magistrado amigo de los poderosos que pretendió enterrar en vida a una intachable profesional. El episodio se suma a la cadena de espionajes, descalificaciones y hasta fake news con los que una mano negra ha querido cargarse al partido morado desde que emergió con la denominada nueva política.

Sánchez y los suyos insisten: “No conviene a España un gobierno endeble, inconexo y que no da estabilidad”. Sin embargo, resulta difícil disfrazar la irresponsabilidad que significa no llegar a un acuerdo; también comprender el empecinamiento en desestimar de antemano la idea de coalición. ¿Por qué? Lo llaman poder en la sombra: aquel que no elegimos pero en verdad nos dirige.

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16 de septiembre de 2019
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Política de horizonte

El verano nos abandona, a pesar de que nosotros hayamos olvidado ya su promesa de felicidad y rescatemos los calcetines para despegarnos el frescor de septiembre, como si quisiéramos anticipar el otoño y su paisaje de hojarasca a fin de regresar a las rutinas con mayor recogimiento.

Este fin de semana bajan sus persianas muchas piscinas públicas, esa conquista humana de azul ocioso, una metáfora perfecta del paraíso perdido y un pro­digio artificial en cuyas aguas cerradas somos ungidos por la ilusión de la li­bertad. Para la mayoría de los mortales se alejará hasta el próximo año la fantasía que conforman la piel brillante y el ba­ñador de licra, el aceite de coco, un ­trampolín y un Martini, las risas de los niños que se confunden con la cháchara de los pájaros. Puede que a estas alturas estén aburridos de humedad, cloro y tumbona, pero poco tardarán en volver a ­sentir ­deseos de zambullirse en sus panzas transpa­rentes.

Este verano se han multiplicado las llamadas piscinas infinity, o “piscinas de horizonte”, debido al efecto visual que producen, y más si tienen mar al fondo. Parece que los bordes hayan desapare­cido, ya no son un obstáculo, nada te ­separa de la ingravidez, por lo que los cuerpos sienten la ilusión de mecerse entre el agua y el aire. Eso sí, en la mayoría de ­las selfies los fotografiados dan la espalda al mar.

La transparencia es una tendencia ­global al alza que recorre desde la tecnología puntera hasta las prótesis dentales, pasando por los voluminizadores de cabello que se etiquetan como de “efecto invisible” o los bolígrafos que borran su propia escritura, aunque dejen tras de sí un troquelado. Es una ilusión infantil la de ser evanescente y liberarse de todo peso, y de ella se contagia incluso la política, esa gran piscina pública donde se chapotea de mala manera, ignorando normas y ­límites.

Nuestra época es aviesa con los marcos teóricos, resultado de la selección de teorías, conocimientos y métodos que dan forma a nuestro saber y nos permiten seguir avanzando en el camino del progreso. Hoy, la idea de bien común se es­fuma sin márgenes que la contengan; parece que el agua se desborda en cascada, pero sólo es un efecto óptico. Una nueva complejidad que emana de la tecnocratización ha traído consigo a un auténtico ejército de asesores y spin doctors que, igual que en el caso de los diseñadores de televisiones o piscinas, sólo aspiran a la perfección técnica. Tiran de sentimientos en lugar de razones. Sustituyen el ­cemento, muy necesario para compactar una voluntad colectiva, por vidrios de ­última generación, tan sofisticados e inmateriales que la convierten en una política infinity capaz de producir un galopante mareo.

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11 de septiembre de 2019
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El precio de ser leyenda

Sentirse prescindible. Replegarse en una soledad ambulante con la que te cruzas allí donde trates de escapar, incluso entre la multitud. La soledad de una mujer de cincuenta y seis años puede ser peligrosa. No es caprichosa ni aislada, sino que engarza las cuentas de un collar de abandonos y fracasos, de posibilidades que se acabaron en portazos, de ilusiones disueltas sin dejar poso de aquello que un día hizo pensar que todo saldría bien.

Blanca Fernández Ochoa. Leo las crónicas de su muerte: “Una leyenda del deporte”. Pero, ¿qué diablos hacemos con nuestras leyendas? Aquellas que lograron encumbrar el nombre de un país, levantar el orgullo, inspirar a los jóvenes, promover valores. “Los mejores embajadores de la marca España”, se dice de Nadal o Gasol. Ahora, cuando los héroes se jubilan (precozmente) y se alejan de los estadios y del aplauso, se ven abocados a un duelo silencioso, sin adrenalina, y su récord imborrable en los rankings deportivos acaba convirtiéndose en una nostalgia juvenil. Me pregunto cuántas veces vería Blanca el vídeo de la victoria en Albertville, o el de la caída in extremis, con el oro ya en el cuello, en Calgary. No suelen medirse los estragos que produce la presión en la élite del deporte, cuerpo y mente exigidos más allá de sus límites.

Según un cálculo realizado por la revista especializada Sports Illustrated, el 80% de los colosos deportivos norteamericanos se arruinan antes de una década de retiro. También les sucede a algunos cracks futbolísticos. O del tenis. Mal asesoramiento financiero para quienes vivieron al margen del Euribor y el IRPF, familias dependientes que despluman a sus hijos encerrados en su burbuja de disciplina.

Hay más: tormentas emocionales, lapas que les van erosionando y traicionando, o adicciones convertidas en vías de escape que acaban desluciendo la épica de sus logros y les enfrentan al rostro descarnado del éxito, que casi siempre olvidamos.

En el caso de Blanca, se habla de su precariedad, su trabajillo de entrenadora personal con chalecos electromagnéticos, de su fragilidad psicológica. Campeona olímpica, la primera mujer española que alcanzó el podio en unos Juegos, se fue vaciando. Y no recibió atención de quienes se beneficiaron de su talento y su coraje, con tantos sueldos vitalicios que se reparten los poderosos.

Tenía una mirada risueña. Me crucé alguna vez con ella y admiré su humildad antidiva, su cercanía, incómoda ante la cámara y la pose. Comprendo que a su familia no le interesen ahora las causas de su muerte, demasiado insoportable es ya su pérdida. Pero detrás del parte oficial “muerte no accidental”, se ha murmurado en voz baja la palabra suicidio. Ese tabú que no debería avergonzar a nadie sino alertar y contribuir a su prevención. La muerte de Blanca Fernández Ochoa, en silencio, a sus 56 años –los mismos que tenía su hermano cuando lo mató un cáncer–, demuestra una vez más que el deporte no construye el carácter, tan sólo lo revela.

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9 de septiembre de 2019
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‘Vallbona, estiu 19’

Rumbo a Vallbona de les Monges, en el cruce de Solivella, el viajero halla un campo poblado por figuras estrambóticas. Se llaman estimaocells, ríete de los espantapájaros porque en este valle boscoso aún se permite volar libres a es­pecies caprichosas –como el alcaudón real o el colirrojo tizón– entre pinos y cedros estilizados. El ojo humano acierta a captar su vuelo, y se deja limpiar por esta danza hipnótica. En la entrada del convento cisterciense advierto una placa nueva: “Monumento preferido por los catalanes en el 2018”. Crecen las vi­sitas y su hospedería tiene demanda. Una exposición virtual resume la cotidianidad de este monacato femenino: una historia de mujeres cultas que, además de salvar vidas con su reputada ­farmacia, estudiaban, velaban por conservar la historia e incluso proyectaban bellísimos cenobios. La libertad intelectual que les garantizó el monasterio fue excepcional.

Hoy, a las monjas de clausura se las avisa por un portero automático, pero el gruñido del portón del convento sigue sonando antiquísimo. Oímos los pasos ágiles y firmes de sus sandalias pardas, un ligero rumor de telas, y la abadesa, mi tía Anna Maria Camprubí, nos abraza derramando esa paz que anhelamos en los días de curvas. Nos sentamos en un banco de madera, en la penumbra de una antesala que da al claustro, y el silencio de las piedras apenas nos deja hablar. Pienso en los versos del poeta Basilio Sánchez que leí anoche: “Hay que estar muy adentro / en la circunferencia de la noche / para encontrar las cosas que nos salvan la vida”.

Mi madre le pregunta a su antigua compañera de juegos a qué hora se levanta. A las 5.30 h, porque gusta tomar un café con leche antes de los maitines. Son ocho monjas. Y ¿cómo están desde el verano pasado? “No se nos ha muerto ninguna”, responde la abadesa con su humor franco. Hablamos de la falta de ­vocaciones, y me pregunto por la extrañeza de una vida retirada, dedicada a la oración, a cantar himnos y salmos junto a un pequeño órgano, día tras día. Treinta años conservando el perfume enjabonado en los pasillos, y conjurando en sus oraciones los horrores y las injusticias, rogándole al Señor que consuele a quienes se les ha quebrantado el alma. Viven sin teléfono móvil ni televisión, apenas algún calefactor, ya que al frío nadie se acostumbra. La Liturgia de las Horas ha terminado con las vísperas, donde se ha loado al Dios omnipresente e invisible, y, en otras palabras, se ha celebrado que esté abierto 24 horas. El incienso asciende hasta las vidrieras translúcidas, y una permanecería más tiempo en esa burbuja espiritual, observando cómo rezan por este mundo loco, cierran los ojos e invocan su amor incorruptible.

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4 de septiembre de 2019
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La vida está lejos de aquí

“Me gusta la gente de lejos, de cerca no”, le confiesa Olga, una sintecho búlgara, al reportero de un documental de RTVE que me hace parar el reloj. Se ha convertido en misántropa, y filósofa, a fuerza de malvivir buscando cobijo en los bancos de las estaciones centrales. Allí ha podido verificar la distancia entre la idea que tenemos de las personas y el encuentro con su individualidad. De ­lejos, la escena de hombres y mujeres que suben y bajan de los trenes, bostezan, sonríen, tropiezan, saborean un cara­melo, incluso puede reunir unos gramos de poesía. Pero a menos de un metro, la escupen, la pisotean, apenas la ven, ago­tada su compasión. Como si acercaran su cara a un espejo deformante, porque aquella promesa de ser personas de­centes y soberanas se desvanece en una galopante deshumanización de su propia humanidad.

La indiferencia frente al otro, el débil, el vulnerado, fustiga con ardor, y más en vacaciones. A finales de agosto, el Open Arms desembarcó a todos sus migrantes. A esta España pintona nunca se le ha dado bien recibir a sus héroes, pero ¿puede existir mayor aberración que la de amenazar con cuantiosas multas a quienes mantienen con vida al espíritu humano?

Los veraneantes leíamos las noticias en sandalias, perplejos ante tal dosis de surrealismo, una manera fina de nombrar la inoperancia, la falta de empatía, la torpeza de una Europa colapsada, incapaz de ponerse de acuerdo para socorrer al náufrago. O para acatar la ley de mar, que aún entiende la línea que existe entre el latido y su ausencia, y que no discri­mina entre muertos vips y de baratillo. Qué vergüenza hemos sentido ante las insolidarias proclamas de nuestros gobernantes. De las falsas exigencias sobre el “permiso para rescatar” a los “náufragos de conveniencia” y el subterfugio de las mafias que han agitado algunos líderes de la derecha.

La vida és lluny d’aquí (Tusquets) es un título de una novela de Milan Kundera que tan bien me sirve para definir la agonía del barco frente a Lampedusa, inmovilizado, a punto de sangrar, agotadas las fuerzas, aunque Marcos de Quinto sospechara que se servía langosta a bordo. Delinea un nuevo orden ético muy alejado de la posición del papa Francisco, el único líder a quien parece importarle la crisis de los refugiados, o del humanismo secular: y ese es un dato cabal que ilustra la hipocresía entre teoría y práctica. Nuestro gobierno en funciones ha declarado, veloz, que con las quince cabezas que les han tocado en el reparto ponen el tapón ante quienes huyen de su propia desesperación, a pesar de la oscuridad.

Es innegable que vivimos en el mejor de los tiempos de la historia, y que gracias al progreso hemos acortado la insensibilidad. Afirma el pensador Steven Pinker que, para salir del pequeño círculo de lástima, de nuestra tribu, hay que extender el sentimiento de amor universal. En el otro extremo, el mundo oscurantista de ultras como Salvini, Abascal y compañía, también el mercado salvaje y el postureo electoralista del PSOE, favorecen la pegada de una democracia psicópata.

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3 de septiembre de 2019
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Necesitamos vacaciones

La ola de calor terminó por reventar las cremalleras con las que pretendíamos resistir sin arrugarnos. Histriónica y desmedida, hinchó las carpinterías metá­licas, descolgó clavos de estanterías y reblandeció toda exigencia. De la misma manera que la muerte, la playa o la sed, el calor es de lo más democrático. Nos iguala y nos desmonta el cromo de quienes creemos ser: el rostro brilloso, ­sudado, la ropa malmetida, el paso desmayado, el jadeo cuando parece que no ­podremos seguir aguantando. Pero aguantamos. El umbral de tolerancia se empequeñece a medida que el verano se desviste. Mal soportamos a nuestros políticos airados, a nuestros famosos y sus bodas de quita y pon, a nuestros abogados, a la rémora de asuntos farragosos. “No puedo más”, repetimos, pero seguimos tragando lo que viene, la contrariedad servida en el desayuno, el desengaño nacional estampado en el periódico. Y suman a la colección de microdecepciones cotidianas que padecemos: la avería del aire acondicionado, el overbooking ya en chanclas y sin otro plan B que el de resistir y obligarnos además a ser decentes, eso es, paciencia, comprensión y buena cara.

El calor ensucia y pudre, pero aún y así lo ansiamos cada año porque con él llegan músicas y mares, y alguna noche en la playa donde atisbamos colores que jamás habíamos visto mezclarse. Durante el curso nos hemos demorado en encontrar un nuevo sentido a lo que hacemos. Además, nos hemos cuestionado –a nosotros mismos y a nuestros ellos– deseando escapar, no de un despacho o una familia, sino en general: hacernos invisibles, aunque se trate de esa vieja fantasía infantil que no se fue del todo.

“Querías un mar que nunca embraveciera. Pretendías llevarte bien con todo el mundo, no causar molestias, no pedir nada a nadie. Pero no se le pide al mar que no se enfurezca”, leo en las páginas de Donde me encuentro (Lumen). Su auto­ra, Jhumpa Lahiri, parece escribir sobre una sábana blanca. Son esos momentos los que buscas, la reparación del verano a pesar de que sus ardores emboten igual que la fiebre. Espacios en blanco, sin urgencias, donde es más lo que te desviste que lo que te viste, y así se renuevan las ilusiones. Nos decimos con solidaridad: “Necesitamos vacaciones”. Basta esa frase para anunciar la necesaria interrupción de la rutina. Dejaremos fluir las horas, pero también habrá tráfico, electrodomésticos que se nos resistan, tormentas que aguarán el día de playa, turistas bárbaros que destrozarán rincones de belleza... El sudor mezclado con aceite de coco. Cuánto anhelo expresamos en el deseo de apagar el botón, incluso sin saber muy bien cuál de ellos, como en los endemoniados cuadros de luces de los hoteles. Felices vacaciones.

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31 de julio de 2019
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Mientras negociaban

Mientras dos partidos de izquierda negociaban la pasada semana un reparto de carteras que no comprometiera a los unos y fuese suficientemente respetuoso con los otros, el mundo seguía devorándose a sí mismo. El mismo día de la fallida investidura de Pedro Sánchez, al menos 116 personas morían ahogadas en el Mediterráneo tras hundirse la barcaza en que hombres, mujeres y niños trataban de escapar de la ola de violencia desatada en Libia. El Mare Nostrum se ha convertido en un terrible sumidero en el que no queremos ni pensar ahora que llegan las vacaciones; ese mar amable, cálido y comercial en el que se ahogan quienes emprenden un éxodo a la desesperada.

Un día antes del debate de la fallida investidura, la Encuesta de Población Activa del segundo trimestre del INE contabilizaba 3.230.600 parados –muchos de larga duración–Y, al siguiente, la cifra de mujeres asesinadas por sus parejas o sus excompañeros en lo que va de año ascendía a 35. En esta España, el 33% de los jóvenes emancipados siguen dependiendo económicamente de sus familias (y no contamos los que no ­pueden aspirar a un hogar propio) y el 70% de los abuelos se desloman cuidando de sus nietos durante los meses de verano, volviendo a demostrar que las políticas de conciliación no son sino un brindis al sol.

El jueves, cuando Sánchez se petrificaba en su escaño y su tez se acetrinaba, la mandíbula apretada como sólo él sabe hacer, en carrillo y con soplido fino, Boris Johnson –¿o era un doble de Donald Trump?– enaltecía el espíritu nacional con la eterna promesa: “Haremos que el Reino Unido sea el mejor país del mundo”. Y dejaba claro que a él no le temblarán manos ni tijeras en la desconexión brexitiana, al tiempo que la carta del negociador en jefe europeo, Michel Barnier, a los Veintisiete miembros de la Unión calificaba los planes del flamante primer ministro británico de “inaceptables”. En el ombligo de nuestro Congreso, los socialistas sentían cómo la corriente de desafección –también de desprestigio– hacia la política inundaba los comedores familiares, las oficinas y hasta los bares, dejando atónitos a los ciudadanos la incapacidad de entenderse de nuestros representantes.

La tarde ardía, la ola de calor reblandeciendo el asfalto, cientos de hectáreas de bosques recién calcinadas. La sensación de incendio se iba extendiendo dentro y fuera de los cuerpos. La política convertida de nuevo en quebradero de cabeza en lugar de herramienta para solucionar problemas. Que si exigencias desmedidas, que si ministerios sin competencias, que si prepotencia inexperta o irresponsabilidad y negligencia manifiestas. “Septiembre nos complica la vida a todos”, resumió Rufián, uno de los pocos parlamentarios frescos entre tanto bochorno. Y nos hizo recordar la máxima de Diderot: los errores pasan, sólo la verdad permanece. Pero no admite tregua, porque el mundo sigue devorándose a sí mismo.

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29 de julio de 2019
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Kafe Dostoyevski

Elegir un nombre es una declaración de intenciones. Puede funcionar como primer imán o causar absoluta indiferencia, diluido en la costumbre y la repetición, la escasa gracia o, peor aún, el exceso de ella. Hay un artista madrileño de origen oriental que triunfa en la música con el sobrenombre de Putochinomaricón; revertir el estigma, de eso se trata. Es interesante fijarse en cómo se hacen llamar los raperos: Canserbero, Arkano, El Chojin, Zimple… y otros se complacen en resumir nombres y apellidos en una letra: Cardi B, Jay Z, C-Kan, San E, a medio camino entre el lenguaje cifrado y la nada. También forma parte de la cultura del feísmo abrazar apelativos desdeñados y pobretones, y más en estos tiempos propicios al manifiesto, en los que están de moda los libritos donde se procesan las ideas como en la Thermomix.

En cambio, la literatura sí se vende como experiencia. Y, por ello, soy capaz de imaginarme a Arkano o a Cardi B tomando un té en Le Flaubert, haciendo volutas de humo con un cigarro que toma prestado de Shakespeare el nombre de Hamlet o disfrutando de las notas de chocolate negro en una pinta de cerveza cuya etiqueta lleva la cara de Oscar Wilde. La posmodernidad desacralizó la alta cultura y reventó las subastas en Sotheby’s con las latas de sopa Campbell’s, que hoy, gracias a Warhol, es una marca con leyenda. Y la hipermodernidad –si puede llamarse así al estado fluido y gaseoso en el que vivimos hoy, marcado por los cambios de paradigma: digital, económico, sexual, climático– ha recuperado el gusto por el marketing cultural. Restaurantes y cafés que toman prestados los nombres de Rilke, Stendhal, Balzac, Hemingway o Bach (PunkBach), siguiendo la tradición del Joyce’s Cafe, el Austen’s Cafe y otros repartidos por el mundo, algunos más justificados en su vocación literaria que otros, meramente oportunistas.

Afirmaba Walter Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Gedisa) que, al entrar en contacto con el consumo masivo, se difumina “el aura” del arte. Cierto es que la apropiación cultural es una expresión más del capitalismo, deseoso de reinventar los nombres de un imaginario que ha dotado de significado a muchos seres humanos. Por ello, los hay partidarios de los elevados que te enriquecen mientras tomas un cortado o digieres una crema de calabaza. Porque no es lo mismo citarse a comer en Casa Pepe que en Café Kafka, donde sientes que la leyenda literaria te hace más fuerte que la autoayuda. Pero, por encima de todo, recuperas cierto sentido de la posteridad, tan extraviado hoy. Eso sí, es muy probable que los instragramers y youtubers que insisten en no leer acaben pensando que Rilke, Stendhal o Balzac no son más que eso: un buen lugar para comer steak tartar.

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24 de julio de 2019
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Sin huella paterna

Una estrella mundial. Un hombre que ha triunfado a lo grande: icono en el imaginario popular y dueño de un fraseo y un sentido de la melodía que ha encandilado a parejas de varias generaciones, a nuestras madres y a los millennials de karaoke. También ha plantado árboles y casas por todo el mundo, padre de ocho hijos oficiales que derrochan guapura, riqueza y Miami style. Sus dos gemelas acaban de cumplir la mayoría de edad y ya saltaron a la gala del Metropolitan de Nueva York, vestidas de Oscar de la Renta en tutús rosa, escribiendo su propio cuento de princesas. Al tiempo, en el juzgado de primera instancia número 13 de València, un joven llamado Javier Sánchez era reconocido como vástago legítimo de Julio Iglesias después de décadas de litigios. 42 años sin referencia paterna íntima, negada su condición de hijo, años en los que buscó al padre y quiso conocer a sus hermanos. El joven tuvo que tragarse la palabra bastardo y trató de ser cantante proyectándose en su inmensa sombra. No tuvo éxito. Continuó con su vida pequeña, peleó en los juzgados junto a su madre –una exbailarina que tuvo una aventura con Julio en los años setenta– y consiguió una muestra de ADN de Iglesias a la desesperada.

“¿Cómo voy a estar contento con un padre que me rechaza?”, ha declarado en una entrevista. Pienso en esas palabras, tan sensatas. Como si sólo persiguiera la oportunidad y la fama, un futuro resuelto, un cheque en blanco. Javier Sánchez también ha afirmado que no le guardaba rencor, pero que entiende que su madre, después de tantos años de lucha, lo vea como una victoria. ¿O era venganza?

Históricamente, los hijos no reconocidos son un hecho común en España, Portugal, Italia, el Reino Unido y sobre todo en Francia, donde la bastardía no tenía nada de deshonroso: heredaban bienes de sus padres, podían llevar sus apellidos y usar sus armas con la sola diferencia de que una banda cortaba en diagonalmente su escudo. Erasmo de Rotterdam, Leonardo Da Vinci, Don Juan de Austria, Luis de Borbón o María Tudor lo fueron. En la España de los sesenta y setenta, la palabra querida regaba con brandy. En numerosos hogares los hombres eran bígamos, pues hasta 1978 el Código Civil preveía hasta seis años de prisión menor por adulterio, además del juicio moral y el desprestigio social que supondría. La proliferación de demandas de paternidad circunscritas a aquellas décadas sólo pueden entenderse asumiendo el binomio poder-personal de servicio, la dependencia económica, bajos niveles culturales, la impronta de la religión y la nula pedagogía anticonceptiva, además de un machismo bien enraizado. Hijos de clase A e hijos de clase B. Muchos de ellos, borrados de la conciencia paterna, en un negacionismo de sí mismos. Bendito ADN, que ha sacado del ostracismo a tantos condenados inocentes. A tantos hijos negados. No es que carezcan de huella paterna, es que sus padres, contra natura, quisieron borrarla.

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22 de julio de 2019
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El poder de lo ‘cuqui’

El gran escaparate del mundo se ha llenado de magdalenas de colores. Cupcakes y emojis –que hoy celebran su día mundial– llorando de risa o lanzando triples besos. Como en un jardín inocente, clona criaturas de cabezas grandes y ojos saltones e invita a huir por un momento de la intolerancia y la bronca, de la injusticia y la desigualdad, con Pokémon: Detective Pikachu, que ha reventado las taquillas del mundo entero, sumando casi 430 millones de dólares desde su estreno en mayo. La proliferación de cuadernos con citas inspiradoras atrae a los niños y también a adultos con el ánimo blando. Algunas incluso se venden con supuestos poderes en realidad imaginarios: “Con esta libreta Cris conseguirá lo que se proponga, y más” o “Duérmete con un sueño y levántate con un objetivo”. La caligrafía naif en colores pastel años cincuenta vale para barberías hipster y mensajes en mochilas escolares. Lejos de aquellas frases transgresoras que circulaban en nuestra juventud, al estilo de “lo personal es po­lítico” o el “walk on the wild side”, hoy triunfa el mensaje adorable, cuqui, una deformación expresiva de la palabra ­cuco (“lindo o gracioso” según la RAE).

En su última novela, Esta bruma insensata (Seix Barral), el escritor Enrique Vila-Matas construye un protagonista que ejerce de proveedor de citas para otros escritores. Y maneja un catálogo estupendo, desde el lema de Joyce: “Silencio, exilio y astucia” al “los muertos siempre se equivocan al regresar a historias de su pasado” de Anthony Burgess, que difí­cilmente funcionarían en el cuqui cosmos de las citas de crecimiento personal. Resalta entre todas la que atribuye a ­Albert Cossery, un salto cualitativamente literario respecto a las llamadas quotes inspiradoras, aunque exprese lo mismo: “Nunca deseé tener nada que no fuera yo mismo. Puedo salir a la calle con las ­manos en los bolsillos y me siento un príncipe”.

La avalancha de ternura glaseada quiere contrarrestar la dureza de nuestro mundo. Leo al autor de The power of cute, Simon May, profesor de Filosofía del King’s College de Londres, quien afirma que esta es la “emoción moral por excelencia”, liberadora de la sociabilidad humana que nos estimula a expandir nuestro círculo de interés altruista. También que la monería está en perfecta ­sintonía con una época más fluida –o al menos porosa– que pretende superar dicotomías tan enraizadas en nuestra sociedad como masculino-femenino, adulto-infantil, e incluso bien-mal. Y me viene a la cabeza el pensamiento de ese gran oidor que era Canetti: cuando nos diluimos en la ternura, nos resulta im­posible volver a mirar con los duros ojos de la realidad. No hace falta recurrir a los vídeos de cachorritos que reblandecen hasta al puto amo.

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17 de julio de 2019
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