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Escrito por

Francisco Ferrer Lerín

Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) es poeta, narrador, filólogo y ornitólogo. Traductor, al español, de Flaubert (Trois contes), Claudel (L'Annonce faite à Marie), Tzara (L´Homme approximatif), Monod (Le Hasard et la Nécessité), Montale (Ossi di sepia).

Obra literaria:

De las condiciones humanas, Trimer, 1964; La hora oval, Ocnos, 1971; Cónsul, Península, 1987; Níquel, Mira, 2005; Ciudad propia. Poesía autorizada, Artemisa, 2006; El bestiario de Ferrer Lerín, Galaxia, 2007; Papur, Eclipsados, 2008; Fámulo, Tusquets, 2009; Familias como la mía, Tusquets, 2011; Gingival, Menoscuarto, 2012; Hiela sangre, Tusquets, 2013; Mansa chatarra, Jekyll & Jill, 2014; 30 niñas, Leteradura, 2014; Chance Encounters and Waking Dreams, Michel Eyquem, 2016; Edad del insecto, S.D. Edicions, 2016; El primer búfalo, En picado, 2016; Ciudad Corvina, 21veintiúnversos, 2018; Besos humanos, Anagrama, 2018; Razón y combate, Ediciones imperdonables, 2018; Ferrer Lerín. Un experimento, Universidad de Málaga, 2018; Libro de la confusión, Tusquets, 2019; Arte Casual, Athenaica, 2019; Cuaderno de campo, Contrabando, 2020; Grafo Pez, Libros de la resistencia, 2020; Casos completos, Contrabando, 2021 y Papur, Días contados, 2022. Poesía Reunida, Tusquets 2023. Atlas de Arte Casual, Jot Down Books, 2024.

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Mercedes Roffé

Resistí. Insistían. Tenía entonces una corte de asesores, de lectores avezados sería más justo y menos pomposo, que me aconsejaban, que conducían mis lecturas y, todos, o al menos una buena parte de ellos, recomendaban a una poetisa argentina muy bien pertrechada, pero yo no podía, no conseguía dar el paso, saltar esa barrera que supone aceptar la recepción del libro y, no digamos, hojearlo. Un apellido, el suyo, insoportable, pastoso, pretencioso, con resonancias catalanas, que anulaba cualquier aproximación, mas alguien, el más tenaz de los lectores avezados, me hizo llegar, subrepticiamente, un poema de esa mujer, y caí en la trampa; un poema magnífico a cuya excelencia se accedía, de modo genial, mediante sólo dos piezas de alta calidad, un sintagma, que la poetisa, sabia, experta, repetía al encabezar cada estrofa, y un término, perdido en el magma poético, un término pasado, antiguo, ramplón, pero extraordinariamente hábil, que convulsionaba la totalidad del texto, le daba razón de ser. De hecho, ese fue un día espectacular, alumbrado por el perdón a un nombre humano (nombre de pila más primer apellido, el segundo se ocultaba) y por los descubrimientos del sintagma repetido y la palabra chocante. Tres elementos capitales que movían el poema, que movían el mundo. Me olvidaba: el sintagma era ‘Caída no hubo’; la palabra suelta, ‘nena’; el poema, el octavo del libro Las linternas flotantes; la autora, Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954).

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11 de diciembre de 2024

Jekyll & Jill (2016)

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Clap, clap

 

“Sé por experiencia que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante el calor, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, se puebla de golpeteos nerviosos e irregulares, a veces seguidos de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las fichas de dominó cuando la mano las apoya desafiantes sobre la mesa. Pienso que es la música de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de portorriqueños han convertido en ruido propio. Uno camina distraído y va escuchando los claps uno tras otro, parece una cadena de golpes que se reproduce a sí misma, con el fondo de conversaciones sobre nada y grabaciones de salsa a medio volumen.”

Fascinante párrafo de Teoría del ascensor, esa narración memorialista del escritor judeo-argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956 - Nueva York, 2022) publicada, en 2016, por mi amigo Víctor Gomollón García en su editorial zaragozana Jekyll & Jill.

El golpeteo, el repiqueteo, el tamborileo, el tabaleo, son acciones nerviosas, cinéticas pero en especial sonoras, de consecuencias inquietantes y a menudo molestas para el sufrido e involuntario oyente. Quiero recordar al abogado Julián Rodrigo Mazas moviendo los dedos a velocidad de vértigo, golpeando sobre el viejo tablero de roble de la mesa de su despacho, mientras estudia la mejor estrategia ante las infundadas acusaciones que pesan sobre mí por el homicidio de unos cazadores de ciervos. También traigo a colación, y al hilo del relato de Chejfec, el repiqueteo coral e inmisericorde de las claveteadas fichas de hueso sobre el mármol de las mesitas de dominó del Casino Principal de la ciudad oscense de Jaca, mientras, a poca distancia, intento aparentar una buena jugada en la partida de póquer sintético, un farol condenado al fracaso por la proximidad del ruido y la consiguiente poca acertada expresión de mi rostro, tan sensible al estrépito y a la falta de sosiego.

Mas no todo el ruido es dañoso. Ahí está la historia de los dos reclusos que inventaron su propio morse para, a través de un muro, articular los movimientos de una imaginaria partida de ajedrez. Y la de Braulio Estebánez Puti, empleado de la mercería “La Concepción” de mi tía abuela Carmen Madroñales Lupo, diseñador de un código para intercambiar, pared con pared, mensajes de alta carga erótica con la vecina, a la que sus padres tenían encerrada dado el furor uterino que la aquejaba y a la que incluso los satisfyer de última generación, traídos de Liechtenstein, tampoco tranquilizaban. Braulio y Almudena, así se llamaba ella (murió hará poco electrocutada), fueron pues los beneficiarios, durante una prolongada etapa, de la percusión parietal, única vía posible para la práctica de ese espasmódico, brutal, cifrado, pero placentero onanismo solidario. El ruido y la furia.

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3 de diciembre de 2024

Cernícalo primilla

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Una luz

 

Soy un tipo sobrevenido, quiero decir que mis actos suceden de forma no dispuesta, que no programo, que soy casual. Mi amigo, el profesor de la Universidad de Valencia José Luis Falcó Gens, me invita a dar una conferencia en la Facultad de Filología, acepto a la primera, y me embarco en un viaje que sé tumultuoso y largo, pero que afronto con la alegría de la novedad y del azaroso riesgo. En el tren, llegando a  la estación de Teruel, oigo hablar a dos mujeres estentóreas que ensalzan las virtudes de determinados productos de determinado supermercado; destacan una leche desnatada llamada “Cabra voladora”; un nombre que me impresiona vivamente hasta el punto que constituirá el sujeto de mi relato “Marcas y éxitos”, aún de condición inédita.

Ya en Valencia, el taxista que me traslada de la estación de Renfe al Colegio Mayor Rector Peset inicia una rápida e incisiva conversación preguntando si soy docente y cuál es mi especialidad; interrogatorio que zanjo eligiendo, entre mis muchos empleos, el de menor compromiso político, empleo, que resulta, en la mayoría de los casos, el más atractivo a mis interlocutores: soy ornitólogo de campo, oteo el horizonte, descubro aves, y las observo. El taxista se lanza entonces a enumerar sus experiencias pajariles, enumeración que por suerte termina al llegar al destino; de lo contrario, estas narraciones siempre acaban alejándose de la ornitología de campo para aproximarse a la ornitología de laboratorio, o lo que es lo mismo, a la taxidermia. Sin embargo, en este caso, obtengo un dato valioso, el taxista me habla de unos pájaros no muy pequeños, que se ven con el buen tiempo, que vuelan muy rápido, que gritan girando en torno al campanario de una iglesia próxima. Tomo nota; podría tratarse, si es que no son vencejos, de los hoy muy raros y amenazados cernícalos primilla (Falco naumanni).

A la mañana siguiente me recoge José Luis Falcó (su apellido es un obvio anticipo de los gozosos acontecimientos que sucederán ese día) y le propongo dar una vuelta por el barrio, ir caminando hasta la iglesia de la que me habló el taxista parlanchín. Está muy cerca. Nos sentamos en la terraza de una cafetería que queda frente a la iglesia, frente a su campanario. La iglesia es la de San Nicolás de Bari, conocida como la Capilla Sixtina valenciana por las espectaculares pinturas barrocas de su presbiterio, pero yo no estoy aquí para contemplar el interior de la nave sino para contemplar el exterior del campanario, para atisbar cualquier movimiento alado que delate la presencia de las nerviosas aves de rapiña. Y es Falcó quien las descubre; yo andaba mojando un fartón en la espesa y fría horchata cuando le oí decir, casi gritando: ‘¡Lerín, Lerín, mira eso, deben de ser los cernícalos!’. Y lo eran.

Comimos en la calle, en el pequeño restaurante de la esquina, en una mesita pegada a la puerta de entrada y que permitía disponer de una completa visión del campanario y de un generoso pedazo del cielo circundante. Parecía que solo había una pareja nidificante de cernícalos, veíamos un solo ejemplar entrar y salir de un mechinal y, alguna vez, a la pareja, realizar junta cortos vuelos. Empecé a dudar de si la identificación era correcta; los cernícalos primilla eran gregarios y que sólo hubiera una pareja daba que pensar si no se trataría de cernícalo vulgar (Falco tinnunculus), que no criaba en grupo y que resultaba indistinguible de su congénere a esta distancia y sin el auxilio de prismáticos. Así estábamos, cuando se aproximó un hombrecillo poco lustroso, sin mirarnos a la cara, extremadamente tímido, susurrando que no había podido evitar oír nuestros comentarios y que él, como canónigo de esta iglesia, conocía muchas cosas de la misma y en particular del campanario, ¡y del aire que lo rodeaba!

El señor canónigo, Vicente Salas Ventura, se sentó con nosotros para tomarse un café y, también, un par de copitas de anís La Castellana. Él quería contar algo que consideraba en extremo importante, pero no era hombre de grandes velocidades, por lo que fue en el momento en que José Luis miró el reloj y me indicó que debíamos ir ya hacia la Universidad cuando el canónigo dio un brinco, un minúsculo brinco, y nos preguntó si volveríamos luego, o mañana. Intrigados le preguntamos si es que quería mostrarnos algo, y dijo que bueno, que le gustaría contarnos algo de carácter muy científico, que seguro nos iba a interesar. Quedamos para cenar (él no cenaba nunca, apuntó, pero se acercaría a tomar un café), y nos despedimos.

A las diez estábamos cenando. Se apuntaron Begoña Pozo y Carmen Monteagudo, dos profesoras amigas de José Luis Falcó. Y a eso de las once el canónigo Ventura salió del interior del restaurante donde, escondido, debió de esperar a que la cena terminara y, tembloroso, quizá por la apabullante presencia física de las dos señoras, se sentó previas presentaciones. Ventura emitía en estos casos unos sonidos, que podrían transcribirse como ‘glut glut’, al tiempo que se pasaba las manos por la cara en un movimiento que recordaba el del limpiaparabrisas de un coche moderno. Pero empezó a hablar y, aunque no cesó en las emisiones sonoras y en el movimiento de las manos, fue desgranando con precisión un hecho que, según aseguró, nunca había narrado. Era este:

‘Existe un punto, en el éter, situado a siete metros en sentido Norte de la veleta del campanario, que no ha sido alterado. Ese punto es, en realidad, una esfera, de veinte centímetros de radio, compuesta por aire luminoso, ya que los cuerpos emplumados e impuros de las aves voladoras y la sarna de los murciélagos nunca lo han hollado. De noche es posible ver resplandecer la esfera, suspendida en la nada.’

Respiró hondo. Emitió una poderosa serie de alaridos ‘glut glut’ (y quizá ‘truc truc’). Se removió en la silla de plástico. Y se entristeció de golpe, al tiempo que sentenciaba: ‘las luminarias, los focos, las farolas, impiden distinguir tan sutil destello’. Begoña Pozo, mujer aguerrida, propuso cortar la luz, fundir los plomos, apedrear las lámparas. Carmen Monteagudo, más prudente, dijo conocer a un empleado de la compañía eléctrica, y se ofreció para sobornarlo o seducirlo. El apagón, por una u otra vía, se programó para el viernes. Pero yo ya estaba de regreso. No me atreví a llamarles. Ni ellos tampoco.

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Publicado en GRANTA en español, nueva época, nº 9, 2018

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21 de noviembre de 2024

Tusquets Editores (2011)

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Lecturas

Este jueves, 7 de noviembre, he asistido, invitado por la Biblioteca Pública Municipal de la localidad oscense de Ansó, a la sesión otoñal de su club de lectura, dedicada, en esta ocasión, a mi novela Familias como la mía (Tusquets, 2011). La sesión ha transcurrido en un espacio físico confortable y cuidado y, tanto la responsable de la biblioteca como la responsable del club de lectura, así como los participantes del mismo, me han acogido con singular atención y cariño.

Familias como la mía parece ser un clásico en los clubes de lectura, ya que esta ha sido la séptima vez que disfruta del privilegio de ser obra elegida para su análisis y discusión contando con mi presencia; además, sin mi presencia, ha protagonizado otras cinco sesiones. O sea que se trata de una novela, una hagiografía señalan algunos teóricos, que, a priori, resulta de interés para las personas aficionadas a leer lo que se llama literatura.

Sin embargo, por la experiencia adquirida en la región aragonesa en las seis sesiones anteriores, sabía que el juicio iba a ser severo y que pocos, a veces ninguno, de los participantes iban a otorgar un veredicto favorable al libro. Es un riesgo asumido y que siempre queda amortiguado al ejercer, a la salida, ya en la calle o, mejor, ya en mi domicilio, una autorreflexión sustentada fundamentalmente en un argumento: la diferencia de perfil entre los miembros de los clubes de lectura y los lectores que tradicionalmente se me adjudican, es decir jóvenes universitarios de sexo masculino habitantes de las grandes ciudades.

Este jueves, en Ansó, la crítica adversa, generalizada pero no absoluta, se movió en un campo habitual, apuntó a la no linealidad del relato y a la inclusión de textos (insertos) poco o nada relacionados, según los lectores, con el principal de la obra.

No tuve que esperar a que acabara el acto, en su transcurso fui articulando una primera defensa de mi sistema de escritura. Estaba claro que sólo es posible establecer un diálogo entre autor y lector si este último ha leído el libro, obviedad de Perogrullo pero que resulta obligado resaltar dada la tendencia, entre lectores adversos, y que lo son a las pocas páginas o diría que a las pocos párrafos, de irse desinflando, aunque hayan iniciado la singladura imbuidos de ciertos ánimos, hasta convertirse en lectores parciales, cuando no en no lectores del libro en cuestión. Luego, en casa, como segunda defensa, rebuscando en el volumen El nivel alcanzado (Debate, 2021), el recopilatorio de Ignacio Echevarría que recoge sus artículos sobre libros y autores extranjeros, localicé el texto “Faulkner y la dificultad” que comienza diciendo que ‘La dificultad de Faulkner, la borrosa seducción de su prosa, fueron recibidas con irritación por algunos de sus contemporáneos’, para luego poner en boca de Sartre, que la técnica novelesca de Faulkner debiera haber sido la de Proust pero que se lo impiden su condición de ‘hombre perdido’ y el no ser heredero de una tradición tan educada y señoreada. Echevarría, para cerrar el artículo, cita la conocida anécdota en la que alguien pregunta a Faulkner qué aconseja a las personas que después de dos o tres lecturas de sus obras siguen sin entenderlas, y cuya respuesta no es otra que recomendarles que las lean una cuarta vez.

No soy Faulkner todavía y, en cualquier caso, por mi educación proustiana, soy incapaz de responder así a mis frustrados lectores, pero reconozco que en la escritura, como en la música y en las artes plásticas, aún permanecemos anclados en el pasado, quiero decir que, por ejemplo, ante un cuadro no figurativo es fácil ver a alguien agachado o retorciendo el cuello para intentar descubrir a la Virgen montada en un borriquillo o un delicioso atardecer en el parque de El Buen Retiro.

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10 de noviembre de 2024
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Envases

Recuerdo un artículo de Fernando Savater, en El País, en el que se declaraba incapaz de abrir los envases fueran de lata, de cristal o de plástico, dada la complejidad del cierre. Ahora llega la noticia de que el ex ministro principal de Escocia, Alex Salmond, ha fallecido de un infarto al intentar abrir un bote de ketchup. En mi caso ha sido una tarrina de foie comprada en Francia, esas que van al vacío con un sistema metálico de palanca para abrir y cerrar, pero que necesitan antes tirar de una lengüeta de goma. Pues tanta fuerza tuve que hacer que se me escurrió el recipiente de las manos y fue directo a la sien derecha de la empleada de hogar, a la que no teníamos dada de alta en la Seguridad Social, causándole la muerte. Ahora en esta celda del penal de Zuera medito acerca de mi mala suerte. Por unas pocas horas pudimos ir de compras a Olorón; la frontera quedaría cortada al día siguiente al desaparecer la carretera, en la vertiente francesa, tras un monumental desprendimiento de tierra y rocas durante una tormenta.

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16 de octubre de 2024
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Anecdotario

Es conocida la anécdota, que cuenta Vasari en su libro sobre la vida de los más notables artistas del Renacimiento, acerca del encuentro de Cimabue con un pastor muy joven, quizá de solo diez años, que graba sobre una piedra plana, con el auxilio de una piedra puntiaguda, el contorno, la figura, de una de sus ovejas. El pastor, que será Giotto, se une, con el consentimiento paterno, a la comitiva de Cimabue que, deslumbrado por el buen hacer artístico del adolescente, le invita a que le acompañe y a que se instale cerca de su taller en Florencia. Nadie, que yo sepa, se ha preocupado en buscar la piedra plana. Este agosto, en compañía de dos buenos amigos, el editor sevillano Ángel Luis Fernández Recuero y el abogado logroñés Alberto Gil-Albert, partimos hacia las verdes colinas toscanas de Vespignano y, sin excesivas pesquisas y caminatas, dimos con dicha piedra, que parecía aguardarnos, no excesivamente escondida entre helechos y otras plantas de semejante porte. Depositada sin demora en la caja fuerte de cierto banco, muy publicitado en televisión, queda a la espera de una subasta o quizá de otro medio más seguro para su venta, sin duda millonaria.

Vemos pues que las anécdotas no lo son siempre, por lo que aquí va otra, sospechosa también de realidad. De nuevo es Vasari quien nos habla de Giotto, ahora ya convertido en aprendiz de Cimabue, quien pinta una mosca, en un descuido del maestro, sobre un fresco a medio terminar, y cuando Cimabue reemprende la tarea, intenta, con la mano, espantar el insecto repetidas veces, hasta que, agotado, cae en la cuenta de que se trata de una broma. Aseguran los expertos que la historia es, sin duda, una anécdota inventada por Vasari o, en el mejor de los casos, la réplica de otra, atribuida a Apeles, el pintor griego, de la Edad Antigua. No sé si lograré convencer a Ángel Luis y a Alberto de que me acompañen de nuevo; si halláramos el fresco de la mosca cómo rayos íbamos a llevarlo al banco.

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23 de septiembre de 2024
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Senil

Siempre leo, diría que con fruición, los informes de los análisis y, en general, de todas las pruebas clínicas. Ahora, por ejemplo, me hago con los resultados de la última ecografía de aparato urinario (sí, ya sé, esta es una odiosa expresión) que me han realizado en el hospital universitario XXX. En líneas generales puede decirse que no está mal, que no hay nada alarmante, que no hay nada que parezca anunciar algo irremediable, al menos a corto plazo. Pero, en el cúmulo de términos médicos, quizá deliberadamente crípticos, destaca un directo y cruel sintagma, “ambos riñones de aspecto senil”, veredicto lógico, por otra parte, dados mis ochenta y dos años, pero que me golpea de lleno, recordando que las palabras son vengativas, que a la larga responden, y que la frivolidad nunca debe ser empleada con ellas. Y pienso en la complacencia festiva con la que utilicé el nombre “Senil” a partir de un relato del excelente escritor barcelonés David Broggi Obiols, que él adjudicaba a un viejo obrero de San Adrián de Besós y que yo adjudiqué a un pícaro flaneur progresista. Y pienso también en el título “Senil” aplicado a un poema que, con métodos propios de cadáver exquisito, redacté con la artista visual burgalesa Nuria Canal Barrientos. La cuestión, pues, ha quedado clara, me equivoqué perdiéndole el respeto a “Senil”, a esa voz que ahora regresa para amargarme la lectura del informe de la ecografía, por lo demás, como ya he comentado, un informe razonablemente tranquilizador en cuanto a mi estado de salud.

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28 de agosto de 2024
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Indicación de la sangría

Poco sabemos de la vida de Juan Bautista Xamarro. Sólo que fue residente en Corte, barbero de los pajes de S.M. (Su Majestad), que estuvo casado primero con Magdalena de Tamayo y después con Ana María Maldonado, y que otorgó testamento el 16 de febrero de 1623 ante el notario Francisco Hernández, falleciendo en Madrid, donde vivía en la calle Tudescos, y donde fue enterrado, en el cementerio de San Martín.

Xamarro es conocido por publicar en 1604, en Madrid, en la Imprenta Real, el libro Conocimiento de las Diez Aves Menores de Jaula, su canto, enfermedad, cura y cría; tratado del que circulan multitud de ediciones, a menudo facsímiles. También, de Xamarro, la Biblioteca Nacional de España guarda el manuscrito Tratado de la dentadura, sus enfermedades y remedios, en el que se le referencia como ‘barbero napolitano’ pero, nuestro interés se centra en otro título, en Indicación de la sangría, publicado en Valladolid, también en 1604 y del que no se conserva ningún ejemplar aunque es citado reiteradamente en listados de obras de enfermería, listados que acostumbra a encabezar en compañía del volumen, también de 1604, Defensa de las criaturas de tierna edad, de Cristóbal Pérez de Herrera.

Ayer, 23 de julio de 2024, estuve cerca de un ejemplar de Indicación de la sangría, eso sí titulado Indicaciones de la sangría y firmado como J.B. Zamarro. Entraba yo a recibir la comunión en la capilla de Santa Orosia, en la catedral de Jaca, y al levantarse uno de los fieles quedó libre el extremo de un banco; fui a sentarme pero el fiel volvió a recoger algo que había olvidado; fue todo muy rápido, había poca luz, y los movimientos de esa persona resultaban nerviosos, casi catatónicos; además su cuerpo y/o sus ropas desprendían un insoportable hedor a podredumbre, a catacumbas, que quizá nubló mi vista. Pero diría, casi aseguraría, que el objeto, legajo más que libro, llevaba, en su cubierta, que me pareció de madera o cuero, el título en cuestión, Indicaciones de la sangría, con el nombre Zamarro acompañado, de forma errática, por las letras J y B. [El Hospital Viejo de Jaca (mediados del XVI), cercano a la Catedral, está inmerso en una profunda remodelación; comentan los vecinos que, de noche, se ven y oyen raros personajes recorriendo las estancias, ahora sin ventanas, introduciendo objetos de variada forma en sacos de arpillera]

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26 de julio de 2024
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Yo, el engreído, o Yo, el arrogante

 

He ensayado en varias ocasiones, todas fallidas, remedar aquel glorioso título “Yo, el jurado, la novela policíaca de Mickey Spillane, mal llevada al cine, protagonizada por su héroe habitual, Mike Hammer. Ahora tanteo un “Yo, el engreído” o quizá un “Yo, el arrogante” como rubro de un breve escrito acerca de esa cualidad inherente a la clase escribana y, en concreto, a un caso particular, el mío, tras la publicación, por el profesor Joaquín Fabrellas Jiménez, del ensayo La condición radical. Aproximación a la obra lírica de Francisco Ferrer Lerín (2023).

Abundan, en reseñas y artículos sobre mis libros, frases de este cariz: ‘célebre creador contemporáneo de gran talento’, ‘padre nutricio de la Secta Novísima’, ‘un autor raro, querido y admirado por personas con criterio’, ‘escritor de culto que se mantiene ajeno a las modas’, ‘gusta de sonreír a las verdades’, y así multitud de ditirambos y alucinaciones que giran en torno a mi ya baqueteada figura. Ha sido pues oportuna, para serenar los ánimos, y pienso en los míos, la edición, por el sello zaragozano Libros del Innombrable, del manual firmado por Joaquín Fabrellas, un texto reposado y casi exhaustivo acerca de mi obra lírica que, olvidando la frivolidad de declaraciones como las citadas, se adentra en el estudio severo de un modo de escribir poesía que, ya desde mi descubrimiento de Saint-John Perse allá en los comienzos de la década de los sesenta, vi como empeño posible y deseable. Un manual, La condición radical, cuya consecuencia inevitable, sin embargo, ha sido acrecentar mi arrogancia, mi egotismo descarado, al comprobar la singularidad de los valores que Fabrellas certifica como propios de mi literatura.

Queda claro, por lo tanto, que me gusta que se hable de mí, pero que se hable bien; esa tontería atribuida a Dalí de que lo importante es que se hable de uno aunque se hable mal, no va conmigo. Quiero decir pues que tengo perfectamente localizada la única reseña negativa que consta en mi abultadísima fortuna crítica, la reseña del libro misceláneo de poemas La hora oval (1971, con textos que arrancan en 1959), firmada por Leopoldo Azancot, publicada en La Estafeta Literaria, que me atribuye la intención de querer descubrir el Mediterráneo. Aunque también se produce otro agravio, he de aceptarlo, el día en que soy recriminado, esta vez de palabra pero luego en papel, durante una entrevista para un pasquín universitario, por mi condiscípulo Andrés Pérez Jofaina, al acusarme de usar el humor en la redacción del texto “Rinola Cornejo y el estrangulador de Boston” publicado en Papeles de Son Armadans con el beneplácito, por tanto, de Camilo José Cela; en síntesis dice Jofaina, quizá refrendado por Borges, que el humor degrada, dejémoslo para los contadores de chistes, que las palabras se las lleva el viento pero la literatura, la alta literatura, la poesía, queda impresa para toda la eternidad, y no debe ser mancillada. En cuanto a la reseña de La Estafeta, señalar, además, que Leopoldo María Panero, llamado, por cierto, “Panecillo”, por el grupito barcelonés de poetas, me la recordó no sé cuántas veces, advirtiéndome que iba a obrar en mi contra de cara a mi carrera de escritor, o no sé si dijo de poeta. Panecillo, como varios miembros de aquel clan al que yo también pertenecí y que me resisto a denominar generación, se tomó en serio, desde el comienzo, su condición de poeta y cualquier tropiezo podía descolocarlo. De todos modos esos tres episodios, Azancot, Panero y Jofaina, no me afectaron, quizá por no dar, en aquellos años, a mi actividad poética, por lúdica y fácil, ninguna importancia o, quizá, por mi condición, ya entonces perfectamente infatuada y vanidosa, descrita a la perfección por Félix de Azúa, aunque aplicándola a cierto escritor de postín cuyo nombre no oso pronunciar por estar todavía más o menos vivo: ‘XXX es una vejiga repleta de petulancia catalana’.

Ahora no me resisto, antes de concluir este artículo, a facilitar un par de apuntes indispensables para la Historia de la Literatura, al menos de la literatura del barrio barcelonés de San Gervasio. El primero es el dato preciso sobre la ubicación del lugar del examen al que me sometió Jofaina; sentados en una sillas de escay y con la grabadora sobre una mesa de formica en la cafetería Don Pancho, ya desaparecida, situada en la esquina de la calle Aribau y Travesera de Gracia. El segundo apunte es fruto de mi traducción instantánea al español, por deformación profesional, del apellido Spillane, que los diccionarios precisan como ‘derrame’, y que me retrotrae a los tiempos de bachiller en el Colegio Nelly de la calle Calvet de Barcelona, cuya asistencia religiosa era cubierta por un bonachón e inofensivo cura catalán, quizá llamado Padre Feliu, y por otro cura, vasco, voluminoso, grasiento, cuyo apellido sí recuerdo a la perfección pero que prefiero dejar en el anonimato, sacerdote que nos confesaba, a los alumnos, durante sudorosas y sofocantes sesiones, embutidos, abrazados, confesor y confesado, en un angosto habitáculo, una caja de madera imitación de un confesionario, que apestaba a hombre sucio y en el que éramos interrogados insistentemente acerca de las características de nuestras masturbaciones, en especial sobre si estas finalizaban con o sin derrame.

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19 de julio de 2024
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Fui rastreador

Ignoro si Sara “Pipina” Diehl de Moreno Hueyo, una de las mujeres de la alta sociedad que Jorge Luis Borges frecuenta y a la que pide relaciones sin saber que anda enamorada de Ernesto Sábato, tuvo parentesco con Adán Diehl, el visionario porteño que, en 1929, funda el mítico hotel Formentor en la isla de Mallorca. Descubro la existencia de Sara Diehl en ese trabajo literario, tantas veces mencionado, “Las novias de Borges”, de ramplón título y nutrida relación de personajes, cuyo autor, Mario Paoletti, periodista y estudioso de Benedetti y Borges, publica en el número 301 (junio 2006) de Revista de Occidente, y que da pie a una consideración quizá escasamente tenida en cuenta, la del valor de los apellidos, no sólo como material para las especulaciones etimológicas, sino también para el establecimiento de parentescos. Mas la búsqueda de un vínculo entre los dos personajes resulta infructuosa, nadie me da razón de si Pipina y Adán estaban emparentados y, ese fracaso, quizá momentáneo, ya que espero la ayuda de alguno de los lectores de este artículo, no va a repetirse en el caso de otro apellido, cuyo inicial nexo, por absurdo, no merecería, realmente, prestarle atención, y que se desvaneció en cuanto fue someramente estudiado. Veamos.

“La cuasinovia fue Haydée Lange”, cuenta Paoletti, aclarando que las hermanas Lange, Haydée y Norah, eran parientes lejanas de Borges y que este escribiría el prólogo a uno de los libros de poemas de Norah, la hermana casada luego con Oliverio Girondo, el poeta e ilustrador vanguardista que, según Paoletti, compraba sus cigarrillos egipcios en un quiosco atendido por un griego de nombre Aristóteles Onassis. Pues bien, yo también conocí, en la Universidad de Verano de Jaca, esa dependencia de la Universidad de Zaragoza, a una alumna alta, rubia, delgada, alemana, apellidada Lange, apodada “fil de fer” por sus envidiosas condiscípulas francesas, y de la que estaban prendados varios docentes, en especial el profesor Fraile, que le mordisqueó una pantorrilla durante una comida campestre, y con la que tuve una relación parecida a las de Borges, quiero decir que nunca llegamos al coito, quizá, en este caso, debido a las condiciones exigidas por Lange entre las que se incluía pasar la noche en un hotel de lujo que yo, entonces, no podía costear, pero que en cambio tuvo el detalle de facilitarme el encuentro con su hermana, más joven, libérrima, que llego a España con su marido a las pocas semanas, ella para pasar el fin de semana conmigo en el Pirineo, y él para sumarse a la legión de admiradores del kitsch en general y de la Sagrada Familia barcelonesa en particular. Sí, estas fueron mis hermanas Lange, cuyo nombre propio olvidé hace tiempo aunque pude dudar acerca del de una de ellas al conocer el de la esposa de Juan Goytisolo, Mónica (Monique Lange); sonaba próximo.

Pero son muchos más los apellidos sugerentes mencionados; Eastman, Zemboraín, Aguilar, por ejemplo, constituyen hitos de mi biografía, aunque revelarlo daría para un libro o al menos para parte de él, que podría completarse con otros escritos de Mario Paoletti, que imagino disponen de la abultada nómina de personajes de “Las novias de Borges”, aunque estén brevemente documentados. Voy, desde luego, a convertirme en seguidor suyo, adoro, queda claro, descubrir nuevos nombres y nuevos apellidos aunque no correspondan, y de eso se encarga de certificarlo Google y Wikipedia, a personas relevantes, de singular importancia en la construcción de nuestro patrimonio literario. He venido al mundo a censar, a registrar, a confeccionar listas, a sopesar apodos y nombres, a establecer conexiones. De hecho, fui rastreador.

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8 de julio de 2024
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El Boomeran(g)
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