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Escrito por

Francisco Ferrer Lerín

Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) es poeta, narrador, filólogo y ornitólogo. Traductor, al español, de Flaubert (Trois contes), Claudel (L'Annonce faite à Marie), Tzara (L´Homme approximatif), Monod (Le Hasard et la Nécessité), Montale (Ossi di sepia).

Obra literaria:

De las condiciones humanas, Trimer, 1964; La hora oval, Ocnos, 1971; Cónsul, Península, 1987; Níquel, Mira, 2005; Ciudad propia. Poesía autorizada, Artemisa, 2006; El bestiario de Ferrer Lerín, Galaxia, 2007; Papur, Eclipsados, 2008; Fámulo, Tusquets, 2009; Familias como la mía, Tusquets, 2011; Gingival, Menoscuarto, 2012; Hiela sangre, Tusquets, 2013; Mansa chatarra, Jekyll & Jill, 2014; 30 niñas, Leteradura, 2014; Chance Encounters and Waking Dreams, Michel Eyquem, 2016; Edad del insecto, S.D. Edicions, 2016; El primer búfalo, En picado, 2016; Ciudad Corvina, 21veintiúnversos, 2018; Besos humanos, Anagrama, 2018; Razón y combate, Ediciones imperdonables, 2018; Ferrer Lerín. Un experimento, Universidad de Málaga, 2018; Libro de la confusión, Tusquets, 2019; Arte Casual, Athenaica, 2019; Cuaderno de campo, Contrabando, 2020; Grafo Pez, Libros de la resistencia, 2020; Casos completos, Contrabando, 2021 y Papur, Días contados, 2022. Poesía Reunida, Tusquets 2023. Atlas de Arte Casual, Jot Down Books, 2024.

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Intimidad

Ingresado en el Hospital San Jorge de la ciudad de Huesca, en las interminables horas de espera de no se sabe bien qué, medito, con fluidez, sobre ese sólido concepto denominado “intimidad”, sobre qué es la intimidad en la vida diaria, algo no exigente, normal, dado por hecho, y que aquí, en esta habitación hospitalaria compartida, cobra una singular importancia, cobra sentido a la inversa, por su carencia, de tal modo que me hace rememorar un pasaje de Los bellos sexos indomables, esa obra singular de Douglas Diegues, en el que se habla del cometido de las lavanderas, de lo que tiene de excepcional, porque con sus manos tocan y lavan la suciedad del otro, también sus heridas, apareciendo, además, dicho pasaje, creo recordar, repito, hablo de memoria, tras decir Diegues que si algo perdieron los esclavos, aparte de su apellido, fue la intimidad. O sea que las lavanderas, aquí y ahora enfermeras, profanan impunemente, algunas haciendo gala de esa profanación, el derecho a lo íntimo del que todos disponemos antes de entrar en este edificio sanitario de trato igualatorio y despiadado.

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23 de enero de 2025
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F. K.

 

Siempre se ha dicho que el conocimiento de disciplinas como la botánica, la entomología, la herpetología, la ornitología, añaden valor, justifican una actividad como la del paseo por el campo, actividad que en sí misma no deja de ser insulsa, aburrida e inútil, como todas las vinculadas al ejercicio del deporte y a sus doctrinas paralelas. Descubrir a los seres vivos que nos rodean, y que son lógicamente más abundantes en espacios periurbanos que en espacios urbanos, proporciona una gratificante experiencia al observador, incluso al que, por prescripción médica, no le queda más remedio que pasear pese a que le resulte profundamente anodina dicha experiencia, hablo de quienes añoran el bullicio inmisericorde de las grandes ciudades.

Ahora me escribe un desconocido domador uruguayo, de desconcertante nombre, Ferenc Krasna, para informarme, para agradecerme que le haya introducido en el mundo del Arte Casual (AC), que le haya abierto los ojos ante el gran número de manifestaciones de este concepto artístico que surgen ante el observador atento, eso sí del observador que disponga de cierto grado de conocimientos sobre Arte Contemporáneo. Adjunta foto de una porción del suelo del entorno de su domicilio en Montevideo, suelo que nunca tuvo en cuenta y que, ahora, le produce un gran impacto visual gracias a AC, al lograr que su retina, educada, registre, de modo incuestionable, un evidente, aunque quizá fugaz, hecho artístico. AC aporta pues un plus de interés a ejidos, huertos, ruinas, polígonos industriales, cementerios de coches, calles que se pierden en los campos, uno más de los benéficos efectos obtenidos al adentrarse en ese nuevo concepto que permite ver las cosas de otra manera, que quizá, incluso, enseñe a ver la realidad de otra manera, enseñe a ver, de modo pertinaz, la verdadera realidad.

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16 de enero de 2025
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Dúplex

Aprendí inglés gracias a las portadas, las carátulas, los estuches de los discos de 45 RPM, las fundas en las que aparecía, junto al título español de la canción, su título original que casi siempre era inglés dada mi preferencia por los Platters, por los Everly Brothers, por Paul Anka, Sonny James, Neil Sedaka, Pat Boone, Roy Orbison, Elvis Presley, y demás genios estadounidenses. Ahora, aprendo portugués gracias a MERCADONA; mientras meriendo voy leyendo los envoltorios de las galletas, del chocolate, del yogur líquido y del resto de productos, etiquetados, rotulados, invariablemente, en expresión bilingüe hispano-portuguesa. La dualidad, el nombre doble, parecido, pero no exacto, es algo consustancial a mi vida… y, por cierto, ahora recuerdo un asunto que me tuvo preocupado durante meses, quizá durante años, el porqué la ópera de Alban Berg se llamaba Wozzeck y su fuente, el drama inconcluso de Georg Büchner, se llamaba Woyzeck. Dicen que fue un error de imprenta en la cubierta de la edición del manuscrito del drama de Büchner, error que transformó el “Woyzeck” original en un espurio “Wozzeck”, grafía leída por Alban Berg y utilizada para su ópera. Quizá sea así pero realmente da igual, quiero decir que lo que me importa es el hecho de la dualidad, la condición doble, casi diría la condición del doble, del sosias, del otro, la copia que se te parece tanto que muchos o todos creen que eres tú, como esa persona que vi sentada en el extremo de la primera fila, pegado a la pared, cuando yo me sentaba en el extremo que daba a la puerta de entrada del salón de actos del Círculo la Unión de la localidad jienense de Torredonjimeno, y que se parecía tanto a mí que al terminar la presentación del número 20 de la revista cultural Órdago, me levanté rápido del asiento para conocerle, para interpelarle, casi para exigirle de forma puede poco educada que me dijera quién era él realmente, porque a todas luces Gregorio Malaca era yo, Gregorio Malaca soy yo.

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30 de diciembre de 2024
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Ormond el sangrante

Julia Ormond, la actriz inglesa (Surrey, 1965) de peculiar atractivo, ha reaparecido, tras décadas de enclaustramiento, en el Festival de Cine de Turín de este año para recoger un premio, dejando sorprendido al público por el cambio físico experimentado; hablan, los medios, de que ha envejecido con naturalidad lejos de la dictadura estética, hasta el punto de resultar irreconocible. Por la coincidencia en el apellido y, más aún, por las guadianescas trayectorias, recupero un relato de 1998 incluido en el libro de artista Cavernas y otros orificios que se halla en fase preliminar de edición conjunta con mi amigo pintor y escenógrafo Frederic Amat.

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Una etapa de mi vida de la que nunca he hablado es la que pasé en Santander como celador en el Hospital Marqués de Valdecilla. No digo que fueran años especialmente esplendorosos pero sí cumplieron a la perfección con el objetivo deseado: vaciarme a fondo, sentimental e ideológicamente. Además, y por eso rescato ese periodo, pude conocer a algunos personajes realmente sobresalientes de los que destacaré uno, el hombrecillo parlanchín y vivaracho que apareció la madrugada de un domingo de invierno contando a todo el que se le ponía a tiro, en especial al sufrido personal de recepción, que a él le sangraban no sólo los orificios sino que también se le cubría la piel de sangre. Preguntado que cuándo le sucedía dicho fenómeno respondió que cuando le daba la gana. Llamaron al corpulento doctor López, el internista de guardia, entraron juntos en la sala de reconocimiento, y nunca más volví a ver a tan minúsculo individuo. Estas vacaciones, en las fiestas patronales del pueblo del que soy originario, me sorprendió ver que junto a los habituales autos de choque, noria gigante y caballitos, se había instalado un barracón pintado de rojo y con aspecto de búnquer, ya que carecía de vanos excepto la taquilla y una estrecha puerta tapada con una pesada cortina. Compré un tique y entré. Daba miedo. La oscuridad casi absoluta y el aire viciado se complementaban con la música siniestra que surgía de una chirriante gramola. Me senté, apartado del resto de espectadores, todos hombres, que fumaban compulsivamente. El espectáculo fue breve. Un alfeñique, anunciado, con grandes caracteres, como ORMOND EL SANGRANTE, en pijama hospitalario, se tendió, tras despojarse de la parte superior de la prenda, sobre una cama metálica, y un tipo corpulento, ataviado de galeno, le dio a la manivela para incorporarlo de modo que pudiéramos constatar, a la luz de un foco, cómo, de repente, comenzaba a sangrar por la boca, por la nariz, por los oídos, luego por los ojos y, finalmente, por toda la superficie de piel que quedaba al descubierto.

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20 de diciembre de 2024
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Mercedes Roffé

Resistí. Insistían. Tenía entonces una corte de asesores, de lectores avezados sería más justo y menos pomposo, que me aconsejaban, que conducían mis lecturas y, todos, o al menos una buena parte de ellos, recomendaban a una poetisa argentina muy bien pertrechada, pero yo no podía, no conseguía dar el paso, saltar esa barrera que supone aceptar la recepción del libro y, no digamos, hojearlo. Un apellido, el suyo, insoportable, pastoso, pretencioso, con resonancias catalanas, que anulaba cualquier aproximación, mas alguien, el más tenaz de los lectores avezados, me hizo llegar, subrepticiamente, un poema de esa mujer, y caí en la trampa; un poema magnífico a cuya excelencia se accedía, de modo genial, mediante sólo dos piezas de alta calidad, un sintagma, que la poetisa, sabia, experta, repetía al encabezar cada estrofa, y un término, perdido en el magma poético, un término pasado, antiguo, ramplón, pero extraordinariamente hábil, que convulsionaba la totalidad del texto, le daba razón de ser. De hecho, ese fue un día espectacular, alumbrado por el perdón a un nombre humano (nombre de pila más primer apellido, el segundo se ocultaba) y por los descubrimientos del sintagma repetido y la palabra chocante. Tres elementos capitales que movían el poema, que movían el mundo. Me olvidaba: el sintagma era ‘Caída no hubo’; la palabra suelta, ‘nena’; el poema, el octavo del libro Las linternas flotantes; la autora, Mercedes Roffé (Buenos Aires, 1954).

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11 de diciembre de 2024

Jekyll & Jill (2016)

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Clap, clap

 

“Sé por experiencia que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante el calor, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, se puebla de golpeteos nerviosos e irregulares, a veces seguidos de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las fichas de dominó cuando la mano las apoya desafiantes sobre la mesa. Pienso que es la música de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de portorriqueños han convertido en ruido propio. Uno camina distraído y va escuchando los claps uno tras otro, parece una cadena de golpes que se reproduce a sí misma, con el fondo de conversaciones sobre nada y grabaciones de salsa a medio volumen.”

Fascinante párrafo de Teoría del ascensor, esa narración memorialista del escritor judeo-argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956 - Nueva York, 2022) publicada, en 2016, por mi amigo Víctor Gomollón García en su editorial zaragozana Jekyll & Jill.

El golpeteo, el repiqueteo, el tamborileo, el tabaleo, son acciones nerviosas, cinéticas pero en especial sonoras, de consecuencias inquietantes y a menudo molestas para el sufrido e involuntario oyente. Quiero recordar al abogado Julián Rodrigo Mazas moviendo los dedos a velocidad de vértigo, golpeando sobre el viejo tablero de roble de la mesa de su despacho, mientras estudia la mejor estrategia ante las infundadas acusaciones que pesan sobre mí por el homicidio de unos cazadores de ciervos. También traigo a colación, y al hilo del relato de Chejfec, el repiqueteo coral e inmisericorde de las claveteadas fichas de hueso sobre el mármol de las mesitas de dominó del Casino Principal de la ciudad oscense de Jaca, mientras, a poca distancia, intento aparentar una buena jugada en la partida de póquer sintético, un farol condenado al fracaso por la proximidad del ruido y la consiguiente poca acertada expresión de mi rostro, tan sensible al estrépito y a la falta de sosiego.

Mas no todo el ruido es dañoso. Ahí está la historia de los dos reclusos que inventaron su propio morse para, a través de un muro, articular los movimientos de una imaginaria partida de ajedrez. Y la de Braulio Estebánez Puti, empleado de la mercería “La Concepción” de mi tía abuela Carmen Madroñales Lupo, diseñador de un código para intercambiar, pared con pared, mensajes de alta carga erótica con la vecina, a la que sus padres tenían encerrada dado el furor uterino que la aquejaba y a la que incluso los satisfyer de última generación, traídos de Liechtenstein, tampoco tranquilizaban. Braulio y Almudena, así se llamaba ella (murió hará poco electrocutada), fueron pues los beneficiarios, durante una prolongada etapa, de la percusión parietal, única vía posible para la práctica de ese espasmódico, brutal, cifrado, pero placentero onanismo solidario. El ruido y la furia.

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3 de diciembre de 2024

Cernícalo primilla

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Una luz

 

Soy un tipo sobrevenido, quiero decir que mis actos suceden de forma no dispuesta, que no programo, que soy casual. Mi amigo, el profesor de la Universidad de Valencia José Luis Falcó Gens, me invita a dar una conferencia en la Facultad de Filología, acepto a la primera, y me embarco en un viaje que sé tumultuoso y largo, pero que afronto con la alegría de la novedad y del azaroso riesgo. En el tren, llegando a  la estación de Teruel, oigo hablar a dos mujeres estentóreas que ensalzan las virtudes de determinados productos de determinado supermercado; destacan una leche desnatada llamada “Cabra voladora”; un nombre que me impresiona vivamente hasta el punto que constituirá el sujeto de mi relato “Marcas y éxitos”, aún de condición inédita.

Ya en Valencia, el taxista que me traslada de la estación de Renfe al Colegio Mayor Rector Peset inicia una rápida e incisiva conversación preguntando si soy docente y cuál es mi especialidad; interrogatorio que zanjo eligiendo, entre mis muchos empleos, el de menor compromiso político, empleo, que resulta, en la mayoría de los casos, el más atractivo a mis interlocutores: soy ornitólogo de campo, oteo el horizonte, descubro aves, y las observo. El taxista se lanza entonces a enumerar sus experiencias pajariles, enumeración que por suerte termina al llegar al destino; de lo contrario, estas narraciones siempre acaban alejándose de la ornitología de campo para aproximarse a la ornitología de laboratorio, o lo que es lo mismo, a la taxidermia. Sin embargo, en este caso, obtengo un dato valioso, el taxista me habla de unos pájaros no muy pequeños, que se ven con el buen tiempo, que vuelan muy rápido, que gritan girando en torno al campanario de una iglesia próxima. Tomo nota; podría tratarse, si es que no son vencejos, de los hoy muy raros y amenazados cernícalos primilla (Falco naumanni).

A la mañana siguiente me recoge José Luis Falcó (su apellido es un obvio anticipo de los gozosos acontecimientos que sucederán ese día) y le propongo dar una vuelta por el barrio, ir caminando hasta la iglesia de la que me habló el taxista parlanchín. Está muy cerca. Nos sentamos en la terraza de una cafetería que queda frente a la iglesia, frente a su campanario. La iglesia es la de San Nicolás de Bari, conocida como la Capilla Sixtina valenciana por las espectaculares pinturas barrocas de su presbiterio, pero yo no estoy aquí para contemplar el interior de la nave sino para contemplar el exterior del campanario, para atisbar cualquier movimiento alado que delate la presencia de las nerviosas aves de rapiña. Y es Falcó quien las descubre; yo andaba mojando un fartón en la espesa y fría horchata cuando le oí decir, casi gritando: ‘¡Lerín, Lerín, mira eso, deben de ser los cernícalos!’. Y lo eran.

Comimos en la calle, en el pequeño restaurante de la esquina, en una mesita pegada a la puerta de entrada y que permitía disponer de una completa visión del campanario y de un generoso pedazo del cielo circundante. Parecía que solo había una pareja nidificante de cernícalos, veíamos un solo ejemplar entrar y salir de un mechinal y, alguna vez, a la pareja, realizar junta cortos vuelos. Empecé a dudar de si la identificación era correcta; los cernícalos primilla eran gregarios y que sólo hubiera una pareja daba que pensar si no se trataría de cernícalo vulgar (Falco tinnunculus), que no criaba en grupo y que resultaba indistinguible de su congénere a esta distancia y sin el auxilio de prismáticos. Así estábamos, cuando se aproximó un hombrecillo poco lustroso, sin mirarnos a la cara, extremadamente tímido, susurrando que no había podido evitar oír nuestros comentarios y que él, como canónigo de esta iglesia, conocía muchas cosas de la misma y en particular del campanario, ¡y del aire que lo rodeaba!

El señor canónigo, Vicente Salas Ventura, se sentó con nosotros para tomarse un café y, también, un par de copitas de anís La Castellana. Él quería contar algo que consideraba en extremo importante, pero no era hombre de grandes velocidades, por lo que fue en el momento en que José Luis miró el reloj y me indicó que debíamos ir ya hacia la Universidad cuando el canónigo dio un brinco, un minúsculo brinco, y nos preguntó si volveríamos luego, o mañana. Intrigados le preguntamos si es que quería mostrarnos algo, y dijo que bueno, que le gustaría contarnos algo de carácter muy científico, que seguro nos iba a interesar. Quedamos para cenar (él no cenaba nunca, apuntó, pero se acercaría a tomar un café), y nos despedimos.

A las diez estábamos cenando. Se apuntaron Begoña Pozo y Carmen Monteagudo, dos profesoras amigas de José Luis Falcó. Y a eso de las once el canónigo Ventura salió del interior del restaurante donde, escondido, debió de esperar a que la cena terminara y, tembloroso, quizá por la apabullante presencia física de las dos señoras, se sentó previas presentaciones. Ventura emitía en estos casos unos sonidos, que podrían transcribirse como ‘glut glut’, al tiempo que se pasaba las manos por la cara en un movimiento que recordaba el del limpiaparabrisas de un coche moderno. Pero empezó a hablar y, aunque no cesó en las emisiones sonoras y en el movimiento de las manos, fue desgranando con precisión un hecho que, según aseguró, nunca había narrado. Era este:

‘Existe un punto, en el éter, situado a siete metros en sentido Norte de la veleta del campanario, que no ha sido alterado. Ese punto es, en realidad, una esfera, de veinte centímetros de radio, compuesta por aire luminoso, ya que los cuerpos emplumados e impuros de las aves voladoras y la sarna de los murciélagos nunca lo han hollado. De noche es posible ver resplandecer la esfera, suspendida en la nada.’

Respiró hondo. Emitió una poderosa serie de alaridos ‘glut glut’ (y quizá ‘truc truc’). Se removió en la silla de plástico. Y se entristeció de golpe, al tiempo que sentenciaba: ‘las luminarias, los focos, las farolas, impiden distinguir tan sutil destello’. Begoña Pozo, mujer aguerrida, propuso cortar la luz, fundir los plomos, apedrear las lámparas. Carmen Monteagudo, más prudente, dijo conocer a un empleado de la compañía eléctrica, y se ofreció para sobornarlo o seducirlo. El apagón, por una u otra vía, se programó para el viernes. Pero yo ya estaba de regreso. No me atreví a llamarles. Ni ellos tampoco.

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Publicado en GRANTA en español, nueva época, nº 9, 2018

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21 de noviembre de 2024

Tusquets Editores (2011)

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Lecturas

Este jueves, 7 de noviembre, he asistido, invitado por la Biblioteca Pública Municipal de la localidad oscense de Ansó, a la sesión otoñal de su club de lectura, dedicada, en esta ocasión, a mi novela Familias como la mía (Tusquets, 2011). La sesión ha transcurrido en un espacio físico confortable y cuidado y, tanto la responsable de la biblioteca como la responsable del club de lectura, así como los participantes del mismo, me han acogido con singular atención y cariño.

Familias como la mía parece ser un clásico en los clubes de lectura, ya que esta ha sido la séptima vez que disfruta del privilegio de ser obra elegida para su análisis y discusión contando con mi presencia; además, sin mi presencia, ha protagonizado otras cinco sesiones. O sea que se trata de una novela, una hagiografía señalan algunos teóricos, que, a priori, resulta de interés para las personas aficionadas a leer lo que se llama literatura.

Sin embargo, por la experiencia adquirida en la región aragonesa en las seis sesiones anteriores, sabía que el juicio iba a ser severo y que pocos, a veces ninguno, de los participantes iban a otorgar un veredicto favorable al libro. Es un riesgo asumido y que siempre queda amortiguado al ejercer, a la salida, ya en la calle o, mejor, ya en mi domicilio, una autorreflexión sustentada fundamentalmente en un argumento: la diferencia de perfil entre los miembros de los clubes de lectura y los lectores que tradicionalmente se me adjudican, es decir jóvenes universitarios de sexo masculino habitantes de las grandes ciudades.

Este jueves, en Ansó, la crítica adversa, generalizada pero no absoluta, se movió en un campo habitual, apuntó a la no linealidad del relato y a la inclusión de textos (insertos) poco o nada relacionados, según los lectores, con el principal de la obra.

No tuve que esperar a que acabara el acto, en su transcurso fui articulando una primera defensa de mi sistema de escritura. Estaba claro que sólo es posible establecer un diálogo entre autor y lector si este último ha leído el libro, obviedad de Perogrullo pero que resulta obligado resaltar dada la tendencia, entre lectores adversos, y que lo son a las pocas páginas o diría que a las pocos párrafos, de irse desinflando, aunque hayan iniciado la singladura imbuidos de ciertos ánimos, hasta convertirse en lectores parciales, cuando no en no lectores del libro en cuestión. Luego, en casa, como segunda defensa, rebuscando en el volumen El nivel alcanzado (Debate, 2021), el recopilatorio de Ignacio Echevarría que recoge sus artículos sobre libros y autores extranjeros, localicé el texto “Faulkner y la dificultad” que comienza diciendo que ‘La dificultad de Faulkner, la borrosa seducción de su prosa, fueron recibidas con irritación por algunos de sus contemporáneos’, para luego poner en boca de Sartre, que la técnica novelesca de Faulkner debiera haber sido la de Proust pero que se lo impiden su condición de ‘hombre perdido’ y el no ser heredero de una tradición tan educada y señoreada. Echevarría, para cerrar el artículo, cita la conocida anécdota en la que alguien pregunta a Faulkner qué aconseja a las personas que después de dos o tres lecturas de sus obras siguen sin entenderlas, y cuya respuesta no es otra que recomendarles que las lean una cuarta vez.

No soy Faulkner todavía y, en cualquier caso, por mi educación proustiana, soy incapaz de responder así a mis frustrados lectores, pero reconozco que en la escritura, como en la música y en las artes plásticas, aún permanecemos anclados en el pasado, quiero decir que, por ejemplo, ante un cuadro no figurativo es fácil ver a alguien agachado o retorciendo el cuello para intentar descubrir a la Virgen montada en un borriquillo o un delicioso atardecer en el parque de El Buen Retiro.

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10 de noviembre de 2024
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Envases

Recuerdo un artículo de Fernando Savater, en El País, en el que se declaraba incapaz de abrir los envases fueran de lata, de cristal o de plástico, dada la complejidad del cierre. Ahora llega la noticia de que el ex ministro principal de Escocia, Alex Salmond, ha fallecido de un infarto al intentar abrir un bote de ketchup. En mi caso ha sido una tarrina de foie comprada en Francia, esas que van al vacío con un sistema metálico de palanca para abrir y cerrar, pero que necesitan antes tirar de una lengüeta de goma. Pues tanta fuerza tuve que hacer que se me escurrió el recipiente de las manos y fue directo a la sien derecha de la empleada de hogar, a la que no teníamos dada de alta en la Seguridad Social, causándole la muerte. Ahora en esta celda del penal de Zuera medito acerca de mi mala suerte. Por unas pocas horas pudimos ir de compras a Olorón; la frontera quedaría cortada al día siguiente al desaparecer la carretera, en la vertiente francesa, tras un monumental desprendimiento de tierra y rocas durante una tormenta.

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16 de octubre de 2024
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Anecdotario

Es conocida la anécdota, que cuenta Vasari en su libro sobre la vida de los más notables artistas del Renacimiento, acerca del encuentro de Cimabue con un pastor muy joven, quizá de solo diez años, que graba sobre una piedra plana, con el auxilio de una piedra puntiaguda, el contorno, la figura, de una de sus ovejas. El pastor, que será Giotto, se une, con el consentimiento paterno, a la comitiva de Cimabue que, deslumbrado por el buen hacer artístico del adolescente, le invita a que le acompañe y a que se instale cerca de su taller en Florencia. Nadie, que yo sepa, se ha preocupado en buscar la piedra plana. Este agosto, en compañía de dos buenos amigos, el editor sevillano Ángel Luis Fernández Recuero y el abogado logroñés Alberto Gil-Albert, partimos hacia las verdes colinas toscanas de Vespignano y, sin excesivas pesquisas y caminatas, dimos con dicha piedra, que parecía aguardarnos, no excesivamente escondida entre helechos y otras plantas de semejante porte. Depositada sin demora en la caja fuerte de cierto banco, muy publicitado en televisión, queda a la espera de una subasta o quizá de otro medio más seguro para su venta, sin duda millonaria.

Vemos pues que las anécdotas no lo son siempre, por lo que aquí va otra, sospechosa también de realidad. De nuevo es Vasari quien nos habla de Giotto, ahora ya convertido en aprendiz de Cimabue, quien pinta una mosca, en un descuido del maestro, sobre un fresco a medio terminar, y cuando Cimabue reemprende la tarea, intenta, con la mano, espantar el insecto repetidas veces, hasta que, agotado, cae en la cuenta de que se trata de una broma. Aseguran los expertos que la historia es, sin duda, una anécdota inventada por Vasari o, en el mejor de los casos, la réplica de otra, atribuida a Apeles, el pintor griego, de la Edad Antigua. No sé si lograré convencer a Ángel Luis y a Alberto de que me acompañen de nuevo; si halláramos el fresco de la mosca cómo rayos íbamos a llevarlo al banco.

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23 de septiembre de 2024
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